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ALEC SE MANTIENE OCUPADO
Esperar un poco más.
Para Alec, todo cuanto habían hecho desde su llegada era esperar, inmovilizados por las rigideces de la diplomacia y el ritmo cansino de los debates de los Aurënfaie. Esperar un poco más era lo último que deseaba hacer ahora que por fin había ocurrido algo realmente interesante.
A la mañana siguiente se levantó temprano y salió para recorrer los lindes de la ciudad mientras todavía estaba amaneciendo. Las lejanas colinas flotaban como islas sobre la espesa niebla que se levantaba desde los ríos. Los balidos de cabras y ovejas llegaban desde muy cerca. Al llegar al Nha’mahat se detuvo para intercambiar un saludo con un rhui’auros que estaba disponiendo ofrendas frescas para los dragones. A estas horas las pequeñas criaturas revoloteaban en torno a la torre en nutridos enjambres como golondrinas de primavera. Otras arañaban los cuencos en la galería. Varias de ellas posaron la mirada en Alec y éste se detuvo en seco. Por muy auspicioso que pudiese ser, no le seducía la perspectiva de un nuevo mordisco.
Atravesó a medio galope la Ciudad Encantada, pasó junto a la Casa de los Pilares y entonces, para su sorpresa, se encontró con el caballo de Nyal, un castrado negro con tres manchas blancas que pastaba en compañía de un robusto palafrén blanco. Alec tenía buen ojo para los caballos y reconoció al pequeño animal con el que Lady Amali había montado durante su viaje por las montañas desde Gedre.
De no ser por Beka, posiblemente hubiera seguido su camino. En vez de ello, ató a Veloz a una columna y entró rápidamente.
Le llegaban voces desde varias direcciones. Se puso en marcha siguiendo aquellas que le parecían más prometedoras hacia las piscinas del centro del extenso lugar. Por fin, llegó hasta un pequeño patio cubierto de maleza, un poco más allá, en el que el tranquilizador subir y bajar de la voz de un hombre sonaba como contrapunto al llanto de una mujer. Alec se acercó arrastrándose, se deslizó tras un descolorido tapiz que todavía colgaba cerca del borde del patio y espió a través de un agujero.
Amali estaba sentada en el borde de una fuente vacía, con el rostro entre las manos. Nyal se encontraba de pie a su lado y le acariciaba suavemente los cabellos.
—Perdóname —dijo ella entre sus dedos—. Pero ¿a qué otro podía recurrir? ¿Quién más hubiera comprendido?
Nyal la atrajo hacia sí y por un instante Alec tuvo dificultades para reconocerlo. El bello rostro del Ra’basi estaba bañado en una rabia que Alec nunca le había visto antes. Cuando volvió a hablar, su voz era casi demasiado baja para escucharla. Alec sólo pudo distinguir la palabra «herirte».
Amali alzó su rostro bañado en lágrimas y se aferró a sus manos, suplicante.
—¡No! ¡No, nunca debes pensar tal cosa! Está tan afligido a todas horas que apenas lo reconozco. Acaba de llegar la noticia de que otra aldea cerca de la frontera con los Khatme ha sido abandonada. ¡Es como si Akhendi estuviera muriendo también!
Nyal murmuró algo y ella volvió a sacudir la cabeza.
—No puede. La gente no lo sabría. Él no los abandonará.
Nyal se apartó y se alejó unos pasos, claramente agitado.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres de mí?
—¡No lo sé! —ella alargó un brazo en su dirección—. Sólo… necesitaba saber que sigues siendo mi amigo, alguien a quien pudo abrirle mi corazón. ¡Estoy tan sola allí!
—Es donde elegiste estar —replicó Nyal con tono amargo, y entonces se ablandó al ver que ella volvía a deshacerse en lágrimas—. Soy tu amigo, tu amigo más querido —le aseguró, mientras la abrazaba y la sacudía con suavidad—. Siempre podrás contar conmigo, talía. Siempre. Tan sólo contéstame a esto: ¿alguna vez te has arrepentido de tu decisión? ¿Aunque sea sólo un poco?
—No debes preguntarme eso —sollozó ella, aferrándose a él—. ¡Nunca, nunca, nunca! Rhaish es toda mi vida. Si tan sólo pudiera hacerle algún bien…
Amali no pudo ver la desesperación que llenaba los ojos de Nyal al escuchar estas palabras, pero Alec sí. Avergonzado por haberlos espiado, esperó hasta que la pareja se hubo marchado y luego volvió a casa.
Cuando Alec llegó, Seregil y los demás se habían marchado a la Ila’sidra. Pasó por su habitación por si Seregil había dejado algunas instrucciones de última hora, pero no encontró nada. Sin embargo, mientras bajaba hacia la cocina para desayunar, se detuvo frente a la puerta de Torsin, con una ligera agitación en el corazón. Aquel parecía ser su día de oportunidades; la puerta volvía a estar entreabierta.
El extraño comportamiento del embajador la pasada noche resultaba imposible de ignorar, dadas las preocupaciones de Seregil sobre la lealtad del hombre. Y esto… la puerta abierta era una tentación demasiado grande como para dejarla pasar.
Con una última mirada culpable a su alrededor y una rápida oración a Illior, se deslizó al interior y cerró la puerta.
La habitación de Torsin era grande y contaba con una alcoba en el extremo más lejano. Había una mesa bajo una ventana, una caja de correspondencia, material de escritura y unos cuantos pergaminos lacrados ordenadamente dispuestos sobre su superficie barnizada. El mobiliario era el habitual: una cama con dosel, un lavamanos y cofres para la ropa, todo hecho en el sencillo estilo Aurënfaie: maderas pálidas y lisas con atrevidas líneas marcadas con un grabado más oscuro.
Sintiéndose más culpable a cada momento que pasaba, Alec trabajó con rapidez. Examinó la mesa y cuanto contenía, los cofres de la ropa y las paredes que había tras los tapices, pero no encontró nada de interés. Todo era meticuloso y estaba ordenado.
Tomó un libro de registros que descansaba en un atril, junto a la cama, y encontró una concisa pero detallada relación de los avances realizados aquel día escrita en la precisa letra de Torsin. La primera entrada databa de tres meses atrás. Mientras lo devolvía a su sitio, se abrió en entradas más recientes, una de las cuales databa más o menos de una semana antes de la llegada de Klia a Gedre. La escritura resultaba todavía reconocible, pero las letras no estaban tan claramente formadas y las palabras se apartaban ocasionalmente de las cuidadosas líneas o estaban tachadas o cubiertas de borrones.
Esto es cosa de su enfermedad. Alec empezó a pasar las páginas hacia atrás, tratando de determinar cuánto tiempo llevaba sufriendo ese deterioro Lord Torsin pero se vio interrumpido por el sonido de unos pasos vigorosos en el corredor.
Las camas Aurënfaie solían estar cerca del suelo, a pesar de lo cual logró esconderse debajo de ella sin demasiadas dificultades. No fue hasta que estuvo escondido cuando se dio cuenta de que todavía tenía el libro entre las manos.
El picaporte se alzó y Alec contuvo la respiración. Por debajo de la colcha observó cómo se abría la puerta y un par de pies calzados con botas —de mujer, a juzgar por el tamaño— cruzaban la habitación hasta el escritorio. Era Mercalle; reconoció su cojera. Escuchó el tenue crujido de tapa de la caja de correspondencia y el inconfundible susurro del pergamino.
Volvió la cabeza y, mirando bajo el otro lado de la cama, pudo ver la parte baja de una bolsa de correo apoyada contra el muslo de la jinete.
Parece que soy el único espía aquí, pensó, dejando escapar un largo suspiro después de que ella se hubiera marchado. Simplemente había venido a recoger los despachos del día.
Permaneció donde se encontraba un momento y volvió a abrir el libro de registros. La primera señal de debilidad en la caligrafía de Torsin aparecía varias semanas antes de la llegada de Klia. Mientras reflexionaba sobre esto, examinó la última entrada, un sumario del debate del día anterior.
U. S. permanece en una posición discreta, dejando que los L. aglutinen a la oposición…
Alec se permitió una sonrisa irónica. ¿Qué esperaba? Me he encontrado con el Víresse. ¿Planeando contra la princesa?
La posición en la que se encontraba en aquel momento le ofrecía una perspectiva diferente de la habitación. Desde allí, podía ver el brillante lustre en la fila de zapatos que se alineaban junto a uno de los cofres de ropa y los cuidadosamente doblados pliegues de una túnica que pendía de la pared.
Un vistazo en los aposentos de una persona te dirán más sobre ella que una hora de conversación, le había dicho Seregil en una ocasión. En aquel momento, y considerando la fuente, Alec había encontrado divertida la afirmación; cualquier espacio que Seregil habitara no tardaba mucho tiempo en estar sumido en un desorden total; la habitación de Torsin, por el contrario, era un tributo al orden. Todo estaba en su lugar y no había evidencia de nada extraño.
Mientras salía deslizándose de debajo de la cama, percibió un destello de color rojo en las cenizas de la chimenea, justo bajo las barras metálicas de la parrilla. De haber estado de pie, las habría pasado por alto.
Reptó hasta allí y vio que se trataba de los restos medio chamuscados de un pañuelo de seda, de color escarlata con algunas hebras azules. Dudaba que Torsin poseyera una prenda tan suntuosa, pero eran muy comunes entre las prendas de los Aurënfaie, ya fueran sus capas o sus túnicas.
O sus sen’gai.
La recogió con pies de plomo, mientras el corazón volvía a acelerársele. Tenía el tamaño y el color apropiados para haber pertenecido al borde de un turbante de los Víresse. Alguien había tratado de destruirlo, pero este fragmento había caído entre las barras de la parrilla antes de que el fuego lo hubiera consumido por completo.
No es probable que lo echen de menos, entonces, pensó mientras lo escondía en la bolsa de su cinturón.
Pasó el resto de la mañana merodeando por los linderos de la tupa de los Khatme, con la esperanza de trabar alguna conversación que resultase provechosa. A pesar de lo diestro que era en tales menesteres, allí no tuvo suerte. Cada vez que se aventuró demasiado en la zona, fue recibido por miradas poco amistosas y por la palabra «garshil» susurrada a sus espaldas.
Quizá he usado toda mi suerte esta mañana, pensó, frustrado.
Las pocas y aisladas calles que pudo explorar no tenían ninguno de los habituales lugares de reunión. Rostros tatuados poco amistosos lo observaban desde las ventanas o lo alto de los balcones, antes de desaparecer de la vista. Por lo que parecía, allí nadie tenía tiempo para beber o jugar. O quizá, retraídos como eran, sus tabernas se encontraban en el interior de la tupa, lejos de los ojos espías de los impuros.
Cuando el mediodía empezaba a acercarse decidió abandonar y se dirigió a su casa. Sin embargo, sólo tardó algunos giros en percatarse de que había vuelto a perderse.
—¡Por los Dedos de Illior! —musitó con el ceño fruncido mientras examinaba los desconocidos muros y portales.
—La blasfemia no te sacará de aquí, bastardo. En este lugar debes utilizar el verdadero nombre del Portador de la Luz.
Una mujer Khatme apareció a unos pocos metros de distancia, el tatuado rostro impasible bajo su voluminoso sen’gai rojo y negro. No llevaba ni una de las pesadas joyas que Alec solía asociar al clan, pero su túnica estaba decorada con filas de lentejuelas plateadas con forma de granada.
—No pretendía ofender a nadie —replicó Alec—. Y podéis ahorraros el esfuerzo de vuestra magia; me pierdo por mí mismo sin ayuda.
—Te he estado observando toda la mañana, bastardo. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo sentía curiosidad.
—Estás mintiendo, bastardo.
¿Es que los Khatme leen las mentes, después de todo, o parezco tan culpable como me siento? Después de esbozar la mirada más valiente de que fue capaz, replicó:
—Mis disculpas, Khatme. Es una práctica que tenemos los Tír cuando lo que estamos haciendo no es asunto de otra persona.
—¿Existe una etiqueta en la duplicidad, entonces? Qué interesante.
Alec creyó ver cómo el destello de una sonrisa alteraba la negra tracería que cubría una de las mejillas de la mujer.
—Dices que me has estado observando y sin embargo yo no te he visto —contestó—. ¿Me estabas espiando?
—¿Acaso estabas tú espiando a Lord Torsin cuando vino aquí la pasada noche a petición de nuestra khirnari, bastardo?
No tenía sentido disimular.
—Eso no te concierne. Y mi nombre es Alec í Amasa, no bastardo.
—Lo sé. Rehaz tu camino —antes de que pudiera responder, la mujer había desaparecido como el humo en el aire.
—¿Que rehaga mi camino? —gruñó Alec—, ¿Qué se cree que he estado haciendo?
Sin embargo, esta vez no tuvo problemas para salir y se encontró de vuelta en territorio conocido, cerca de la cámara de la Ila’sidra.
Puesto que no tenía nada mejor que hacer, entró, tomó asiento en una esquina discreta y se dedicó a observar los rostros de los presentes.
El de Lord Torsin con más atención que ningún otro.
Cuando el concilio hizo un alto para comer, logró llamar la atención de Seregil. Después de indicarle con un gesto que lo siguiera al exterior, Alec lo condujo hasta una vacía calle lateral.
—¿Has descubierto algo en la tupa de los Khatme? —preguntó Seregil, esperanzado.
—Bueno, no. Allí no —reunió fuerzas y se arrojó a un relato apresurado de sus hallazgos en la habitación de Torsin. Había olvidado momentáneamente la escena que había presenciado entre Nyal y Amali.
Seregil lo observó con aire incrédulo y entonces susurró:
—¿Has entrado en la habitación de Torsin? Por los Testículos de Bilairy, ¿es que no te dije que esperaras?
—Sí. Y si te hubiera hecho caso no sabríamos nada de esto, ¿verdad? —Alec le mostró el fragmento de tela Víresse—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Un miembro de la delegación de Klia sale a hurtadillas para hablar con el enemigo y tú me pides que espere? ¡Si estuviéramos en Rhíminee tú mismo habrías entrado allí anoche!
Seregil lo miró ferozmente durante un momento y luego sacudió la cabeza.
—Aquí no es lo mismo. No tratamos con plenimaranos. Los Aurënfaie y los eskalianos son aliados de espíritu, aunque por el momento no lo sean de hecho. No es como si estuviesen planeando su asesinato. Y además… ¿Torsin?
—Pero esta podría ser la prueba que Klia estaba buscando sobre su falta de lealtad.
—He estado pensando sobre eso. No es la simpatía lo que haría a Torsin buscar el favor de Ulan. Le preocupa la posibilidad de que lo perdamos todo por ofender a los Víresse: no conseguir Gedre y encima perder nuestro puerto en Víresse. Sin embargo, si fuera a actuar a espaldas de ella…
—¿Cómo se ha comportado en la Ila’sidra?
—¿Hablas de miradas culpables o gestos intercambiados secretamente con nuestros enemigos? —preguntó Seregil con una sonrisa ladeada—. Nada que yo haya visto. Una posibilidad que no hemos considerado es que esté actuando por el bien de Klia y que seamos los demás los que no debemos saberlo.
—Bueno, eso nos devuelve a mi pregunta original. ¿Qué hacemos?
Seregil se encogió de hombros.
—Somos Centinelas. Vigilaremos.
—Hablando de vigilar a la gente. Esta mañana he vuelto a ver a Nyal y Amali juntos.
—¿Ah, sí? —evidentemente, esta revelación había atraído su interés—. ¿Qué estaban haciendo?
—Ella estaba preocupada por su marido y se confiaba a Nyal.
—Fueron amantes hace tiempo. Es evidente que sigue existiendo un lazo entre ellos —dijo Seregil—. ¿Por qué estaba preocupada ella?
—No lo oí todo, pero parece que el debate le está costando caro a Khaish.
Seregil frunció el ceño.
—Eso no es bueno. Lo necesitamos con las fuerzas intactas. ¿Crees que Nyal y Amali siguen siendo amantes en secreto?
Alec volvió a rememorar la escena de la mañana: Amali aferrada al alto Ra’basi, la cólera que había visto dibujarse en el rostro del hombre a la menor insinuación de abuso.
—No lo sé.
—Creo que es hora de que lo averigüemos. Y no sólo por el bien de Klia. Veamos si Adzriel sabe más de lo que nos ha contado.
Encontraron a Adzriel sentada con Sáaban en su cotos.
—¿Nyal y Amali? —se rió Saaban cuando Seregil sacó el tema a relucir—. ¿Es que habéis estado cuchicheando en las tabernas?
—No exactamente —contestó Seregil con aire evasivo—. He oído algunos rumores y Nyal ha estado prestando mucha atención a Beka Cavish; si pretende engañarla, no pienso quedarme de brazos cruzados.
—Fueron amantes antes de que ella se desposase con Rhaish í Arlisandin —dijo Adzriel—. Una historia triste, materia prima para una balada.
—¿Qué ocurrió?
Adzriel se encogió de hombros.
—Ella eligió el deber sobre el amor, supongo, y decidió contraer matrimonio con el khirnari de su clan antes que con un simple miembro de otro. Pero sé que ha terminado por profesar un hondo amor a Rhaish; es Nyal el que arrastra el dolor de esa decisión. Se me antoja la clase de hombre que no deja de amar incluso cuando su corazón es rechazado. Quizá Beka pueda curar ese corazón.
—Siempre que no se rompa el suyo en el proceso. Rhaish ya no es ningún niño. ¿Está bien?
—Eso mismo me he estado preguntando yo. No parece él mismo; la presión de las negociaciones, sin duda.
—También ha catado más dolor del que le correspondía —intervino Saaban—. Ha vivido la muerte de dos esposas, una estéril y otra en medio de un parto, junto con el niño. Ahora Amali lleva a su primer hijo en el vientre. Eso ya sería suficientemente malo por sí mismo, pero ser khirnari y ver sufrir a tu pueblo como lo hace el suyo… Apenas consigo imaginarme lo que la importancia de todo este asunto le pesará a su mente. Sospecho que Amali no quería de Nyal más que un hombro sobre el que llorar.
—Por mucho que me disguste ese hombre, no escucho nada más que elogios sobre él —musitó Seregil mientras regresaban paseando a su habitación.
—¿El khirnari de los Akhendi? —preguntó Alec.
—No, Nyal. Preocuparse del amante que te ha desdeñado demuestra más carácter del que yo tengo.
Alec se permitió una sonrisa presumida.
—¿Lo ves? Ya sabía que estabas equivocado sobre él.
Amali se acurrucaba en la oscuridad que reinaba junto a la ventana del dormitorio, reprimiendo las lágrimas mientras Rhaish volvía a agitarse en su sueño. No le contaría a ella el contenido de sus sueños, a pesar de que cada día que pasaba empeoraban, haciéndolo sudar y gemir. Si ella lo despertaba ahora, sólo gritaría y la miraría con ojos enloquecidos y cegados.
El miedo no le era desconocido a Amali a Yassara; había visto cómo se enfrentaba su familia al hambre, arrojada de las tierras que conocían para vivir como mendigos en las calles de sucesivas ciudades a lo largo de las tierras de los Akhendi. Podía dejar que Nyal apaciguase sus miedos durante algún tiempo pero él quería llevársela lejos, para volver a corretear por el mundo como un teth’brimash. Era Rhaish el que la había salvado, la había elevado y la había hecho sentirse de nuevo lo suficientemente orgullosa como para vestir el sen’gai de su pueblo. Ahora sus padres y sus parientes comían en la mesa del khirnari y ella llevaba al hijo del khirnari en el vientre. Antes de que los eskalianos hubieran llegado trayendo consigo esperanza, se había sentido a salvo. Ahora su marido aullaba enloquecido en sus sueños.
Con un estremecimiento de culpabilidad, buscó en el bolsillo de su camisón el amuleto de protección que Nyal le había dado para que arreglara. No era de él pero suponía un lazo, una excusa para encontrarse de nuevo cuando hubiese terminado de hacerlo. Sus dedos acariciaron los toscos nudos de la pulsera: el trabajo de un niño, aunque efectivo. Los dedos de Nyal le habían acariciado la palma de la mano mientras se lo daban cuando se encontraron en la Casa de los Pilares. Ella se había permitido saborear el recuerdo de ese contacto y de los que lo siguieron: sus dedos entre sus cabellos, sus brazos alrededor de ella, protegiéndola por un breve tiempo de todos los miedos y preocupaciones. Ahora no era el Ra’basi el objeto de su amor, pero la sensación de paz que siempre era capaz de transmitirle… Aunque nunca fuera durante demasiado tiempo.
Volvió a guardar el amuleto en el bolsillo, su talismán para invocar de nuevo esa paz si la necesitaba. Después de secarse las lágrimas, buscó un trapo suave y fue a secar la frente de su amado.