_____ 34 _____
PESQUISAS
Seregil paseaba con impaciencia por el salón de la casa de su hermana, mientras esperaba a que ella se levantara y se vistiera.
Cuando Adzriel apareció por fin, parecía cualquier cosa menos descansada. Declinó la oferta que ella le hizo de desayunar y le explicó rápidamente sus intenciones.
—¿Es necesario que seas tú? —le preguntó ella—. La Ila’sidra debe autorizar una búsqueda como esa y el que tú estés involucrado no le gustará a la mayoría de sus miembros.
—Tengo que estar allí. Thero estará al mando, por supuesto, pero yo tengo que estar allí. Por la Luz, lo habría hecho por mi cuenta hace tiempo si estuviéramos en cualquier otro lugar. Si Ulan es nuestro envenenador, ya ha tenido demasiado tiempo para destruir las pruebas.
—Haré lo que pueda —dijo ella al fin—. Pero no debe haber soldados.
—Estupendo. Supongo que otros khirnari insistirán en estar presentes.
—Al menos Brythir í Nien. En Sarikali, cualquier acusación debe formularse ante él. Dame tiempo para reunir a la asamblea. Una hora como mínimo.
Seregil ya se encontraba a mitad de camino hacia la puerta.
—Nos encontraremos allí. Antes debo hablar con otra persona.
Voy a terminar por ser un visitante habitual, pensó mientras el Nha’mahat aparecía ante sus ojos. Desmontó a una distancia segura y cruzó el césped cubierto de rocío sin dejar de vigilar a las crías de dragón. A aquella hora eran muy numerosas, escarbando y aleteando sobre las ofrendas matutinas en el porche del templo.
—Quiero hablar con Elesarit —dijo al sirviente enmascarado que lo recibió en la puerta.
—Yo soy él, pequeño hermano —replicó el anciano mientras lo invitaba a pasar.
Para alivio de Seregil, el rhui’auros pasó sin detenerse junto a las escaleras que descendían a la caverna y lo condujo hasta una pequeña habitación escasamente amueblada. En la terraza, Seregil vio que habían servido un desayuno para dos sobre una pequeña mesa. Sobre su superficie barnizada, varias crías de dragón habían desmenuzado una rebanada de pan. Riendo, el rhui’auros las espantó con las manos y arrojó las migas detrás de ellas.
—Vamos, no has comido nada desde hace casi un día —dijo, mientras descubría varios platos que contenían quesos y comida eskaliana caliente. Llenó un plato y lo colocó delante de Seregil.
—¿Me estabas esperando? —su vientre gruñó con aprecio mientras pinchaba una salchicha con un cuchillo y la engullía. Sin embargo, la comida pareció atragantársele al reparar en un plato de tortas de avena cubiertas de mantequilla y miel. Nysander siempre le había servido unos desayunos igualmente extravagantes y copiosos.
—Le echas mucho de menos, ¿verdad, pequeño hermano? —preguntó Elesarit, que no había tocado la comida que tenía frente a sí.
Se había quitado la máscara para revelar un rostro que era al mismo tiempo amigable y sereno.
—Sí, así es —replicó Seregil en voz baja.
—Algunas veces la pena es mejor consejera que la alegría.
Seregil asintió y dio un bocado a una torta de avena.
—¿Me enviaste a Nyal esta mañana?
—Fue a verte, ¿no?
—Sí. De no haber sido por él, podríamos no haber descubierto lo que le ocurría a Klia o cómo ayudarla.
El rhui’auros arqueó significativamente las cejas. En otras circunstancias, el efecto habría resultado cómico.
—¿Alguien ha hecho daño a tu princesa?
—¿No lo sabías? Entonces, ¿por qué enviaste a Nyal a mi casa?
El anciano lo miró con aire malicioso y no dijo nada.
Seregil tuvo que refrenar su impaciencia. Al igual que los Oráculos de Illior, se decía de los rhui’auros que estaban poseídos por la locura provocada por el contacto de la divinidad. Evidentemente, aquel hombre no era una excepción.
—¿Por qué lo enviaste a verme? —volvió a preguntar.
—Yo no lo envié.
—Pero acabas de decir… —Seregil se interrumpió, demasiado cansado para someterse a juegos y acertijos sutiles—. ¿Por qué estoy aquí, entonces?
—¿Por el bien de tu princesa? —aventuró el hombre, que no parecía menos desconcertado que él.
—Muy bien. Dado que estabas esperándome, debías de tener algo que decirme.
Un dragón del tamaño de un gato trepó desde debajo de la mesa y se encaramó al regazo del rhui’auros. Se rascó el suave lomo con aire ausente durante algunos instantes y luego miró a Seregil con ojos vagos y desenfocados.
Inmovilizado por aquella extraña mirada, Seregil sintió que un estremecimiento de inquietud trepaba lentamente por su espalda. El dragón también lo estaba mirando y había más inteligencia en sus ojos amarillos que en los del hombre que lo sostenía.
Inesperadamente, el puño cerrado de Elesarit cruzó la mesa en dirección a Seregil, quien retrocedió de forma instintiva.
—Vas a necesitar esto, pequeño hermano.
Vacilando, Seregil extendió la mano, con la palma hacia arriba, para recibir lo que fuera que el hombre le estuviera ofreciendo. Algo suave y frío cayó sobre ella. Por un instante pensó que se trataba de otra de las misteriosas esferas de sus sueños. En su lugar, encontró un delgado frasco de cristal oscuro e iridiscente y con una delicada tapa de plata. Era de una belleza exquisita.
—Esto es plenimarano —dijo. Reconoció la factura con un estremecimiento de anticipación, aunque otra parte de su mente le advirtió, demasiado fácil.
—¿Lo es? —Elesarit se inclinó para verlo mejor—. Aquel que posee dos corazones es dos veces más fuerte, khi de ya’shel.
Prestando atención sólo a medias a las absurdas palabras del anciano, Seregil destapó el frasco y olió su contenido con cautela.
Tendría que haberle preguntado a Nyal cómo olía el veneno de apaki’nhag. El amargo aroma resultaba descorazonadoramente familiar. Vertió una gota y la frotó entre el pulgar y el índice.
—Sólo es lissik.
—¿Es que esperabas otra cosa?
Seregil volvió a colocar la tapa sin decir nada. Estaba perdiendo el tiempo allí.
—Un regalo, pequeño hermano —lo reprendió Elesarit con voz amable—. Toma lo que te envíe el Portador de la Luz y da gracias. Lo que esperamos no es siempre lo que necesitamos.
Seregil resistió el impulso de arrojar el frasco al otro lado de la habitación.
—A menos que ese dragón tuyo esté a punto de morderme, no sé por qué debería estar agradecido, Honorable.
Elesarit lo observó con una mezcla de pena y afecto.
—Tienes una mente de lo más tozuda, querido muchacho.
Seregil sintió un sudor frío en los hombros; Nysander le había dicho aquellas mismas palabras durante la última de sus visiones.
Volvió a mirar las tortas de avena y de nuevo al rhui’auros, esperando a medias vislumbrar otro destello de su viejo amigo.
Elesarit sacudió la cabeza con aire triste.
—Raras veces nos encontramos con uno que combate sus dones como tú lo haces, Seregil í Korit.
Una decepción atravesada con cierta culpa se asentó en los intestinos de Seregil como una mala cena. Añoraba terriblemente a Nysander, añoraba la aguda mente y la claridad del viejo mago. Podía guardar secretos, pero jamás hablaba con acertijos.
—Lo siento, Honorable —dijo al fin—. Si poseo alguna clase de don, nunca me ha servido.
—Por supuesto que sí, pequeño hermano. Proviene de Illior.
—¡Entonces dime lo que es!
—¡Tantas preguntas! Pronto tendrás que empezar a hacer las correctas. Las sonrisas esconden cuchillos.
¿Las preguntas correctas?
—¿Quién asesinó a Torsin?
—Ya lo sabes —el anciano señaló la puerta con un gesto. Ya no sonreía—. Vete. ¡Tienes trabajo que hacer!
El dragón desplegó las alas y le mostró unos colmillos afilados como agujas, al tiempo que siseaba de manera amenazante. El inquietante sonido siguió a Seregil mientras retrocedía apresuradamente hacia el corredor. Lanzó una mirada atrás y vio con alarma que la criatura lo estaba siguiendo. Un estallido de carcajadas se alzó detrás de sí desde el portal de la terraza.
Bajar corriendo tres tramos de escaleras seguido de cerca por un dragón, incluso si se trataba de uno pequeño, no era una experiencia agradable. Al llegar al segundo descansillo, Seregil se volvió para espantarlo y la criatura voló hacia el, lanzando dentelladas hacia su mano extendida.
Admitió la derrota y huyó. Más risas, ahora espeluznantes, como privadas de cuerpo, resonaron cerca de sus oídos.
Su festivo perseguidor lo dejó escapar en algún lugar entre el último tramo de escalera y la cámara de meditación. A pesar de ello, no dejó de lanzar miradas de soslayo en todas direcciones hasta que volvió a encontrarse en el exterior. Las crías de dragón correteaban entre sus pies, gorjeando y aleteando. Se abrió camino cuidadosamente entre ellas y corrió hasta su caballo. Cuando se disponía a deshacer la caminata, se dio cuenta de que seguía aferrando el frasco de lissik.
¿De verdad esperaba que el rhui’auros me entregara el arma asesina?, pensó, burlón, mientras se lo guardaba en el bolsillo.
El paso firme y regular de Cynril lo tranquilizó. Mientras su mente se calmaba, empezó lentamente a combinar las divagaciones de Elesarit en busca del mensaje que contuvieran, si es que contenían alguno. En el fondo de su corazón, Seregil no era tan necio como para desechar las palabras de un rhui’auros como meras tonterías; su locura enmascaraba el rostro de Illior.
—¡Illior! —murmuró en voz alta, al darse cuenta de que Elesarit había utilizado el nombre eskaliano del dios en vez de Aura. Fue como encontrar el extremo de una madeja de hilo enredada: los nudos empezaron a deshacerse mientras la seguía.
Aquel que posee dos corazones es dos veces más fuerte.
Khi de ya’shel. Alma de dos sangres.
Las palabras lo llenaron con una extraña mezcla de miedo y deleite.
Al regresar a la casa de invitados reinaba un escándalo en el lugar.
—¡Klia ha despertado! —le dijo la sargento Mercalle mientras entraba—. No puede moverse ni hablar pero tiene los ojos abiertos.
Seregil no esperó a escuchar más. Se precipitó escaleras arriba y encontró a Mydri, Thero y Nyal inclinados con aire ansioso sobre la cama.
—¡Gracias a Aura! —exclamó con voz suave mientras tomaba la mano de la princesa entre las suyas. Se fijó en que estaba vendada y olía a hierbas y a miel. Ella levantó la mirada hacia él. Sus ojos estaban conscientes y llenos de dolor.
—¿Puedes oírme, Klia? Pestañea si es así.
Los descoloridos párpados de Klia bajaron y subieron lentamente. El izquierdo se movía más que el derecho, que estaba alarmantemente lacio.
—¿Sabe lo que ha ocurrido, lo que hemos averiguado hasta el momento? —preguntó a Thero—. ¿Puedes averiguar quién le hizo esto?
—Sus pensamientos siguen siendo demasiado confusos.
—Voy a averiguarlo —le prometió Seregil a Klia mientras le acariciaba la mejilla—. Juro que lograré que se declare el teth’sag contra ellos en la Ila’sidra.
Klia dejó escapar un pequeño y ronco gemido y cerró los ojos.
Seregil indicó a los demás que lo siguieran hasta el pasillo y cerró los ojos.
—¿Significa esto que vivirá?
—Es un signo esperanzador —contestó Nyal. Evidentemente seguía manteniendo su cautela—. Pueden pasar días antes de que sea capaz de hablar de nuevo.
—¿Y qué hay de su mano?
—La infección que rodea a la herida se está extendiendo —le dijo Mydri.
—¿Crees que podría perderla?
—Si la carne se gangrena, como Nyal teme, sí. Pero debemos dar tiempo a que la cataplasma haga su efecto.
—Haz todo lo que sea necesario, salvo amputar —le rogó Seregil—. Thero, te necesito. ¿Puedes acompañarme a casa de Ulan?
El mago miró a Mydri, quien asintió.
—Sí, Thero, ya has hecho por ella todo lo que podías por ahora. Ve y haz lo que debas.
Cuando Seregil y Thero llegaron a la Ila’sidra, los esperaba una reunión solemne. Cualquier khirnari no implicado en el crimen tenía el derecho a presenciar el interrogatorio de uno de sus pares y casi una docena de ellos había decidido hacer uso de tal derecho, entre ellos los de los Khatme, los Akhendi, los Lhapnos, los Goliníl y los Ra’basi, junto a varios de los clanes menores.
Escoltados por una pequeña guardia de honor de Silmai, se dirigieron a pie hacia la tupa de Víresse. Desde el principio, Seregil puso mucho cuidado en dejar ver que seguía a Thero.
Ulan los recibió con sorprendente cordialidad.
—Os ofrecería algo de comer, pero dadas las actuales circunstancias los gestos habituales podrían parecer inapropiados.
Preparado con antelación por Adzriel, Thero se inclinó ligeramente y respondió como se esperaba:
—Tu oferta de hospitalidad es comprendida, khirnari. Que Aura conceda que se demuestre tu inocencia.
—Mi casa es grande, como bien sabéis —dijo Ulan mientras los conducía hasta el jardín en el que se había celebrado el banquete—. ¿Queréis registrarla por entero?
—Seregil me ayudará mientras yo utilizo mi magia para buscar —contestó Thero.
—¿Magia? —dijo Elos—. ¿Cómo pretendes hacerlo?
—Utilizaré esto —el mago extrajo un jirón cuadrado de lino manchado—. Es sangre de la herida de la mano de Klia —les explicó, sin añadir que había añadido también un poco de la de Torsin.
—¿Magia de sangre? ¡Nigromancia! —siseó Lhaar a Iriel, mientras hacía una señal en dirección a Thero.
La Khatme no estaba sola en su desaprobación, advirtió Seregil al comprobar la incomodidad que cundía entre los demás.
—Brythir í Nien, ¿cómo puedes tolerar una abominación como esa? —exclamó Moriel á Moriel.
—El uso de la sangre es sólo accesorio. No se trata de nigromancia de ninguna clase —les aseguró Thero—. Si Klia fue atacada con un objeto punzante, como sospechamos, debe de quedar parte de su sangre y del veneno en él, al igual que ocurre con este paño. No es más que un hechizo de búsqueda, mera magia por simpatía.
—Los faie utilizamos hechizos similares —dijo Brythir, apoyado sobre el brazo de Adzriel—. A menos que mis hermanos khirnari quieran celebrar una votación, yo digo que puedes proceder, Thero í Procepios.
—Os lo ruego, permitid que lo haga —añadió Ulan—. No tengo nada que esconder.
—Gracias, khirnari ——dijo Thero —. Pero primero, ¿se encontró un amuleto Akhendi en alguna parte después del banquete?
—No, nada parecido.
—Muy bien. —Thero se acercó a un banco de piedra próximo, extendió el jirón de tela manchado de sangre y, utilizando su varita, trazó un hechizo sobre él. Los demás observaron con creciente interés mientras los coloridos patrones se trenzaban y enroscaban, aparecían y desaparecían siguiendo sus órdenes.
Mientras tanto, Seregil volvió discreto su atención al inmenso jardín. Naturalmente, los adornos del banquete ya se habían retirado.
Recordando la organización de los diferentes bancos, comenzó a realizar un metódico registro del área, con la esperanza de encontrar el amuleto perdido, si no otra cosa.
Desgraciadamente, los sirvientes de Ulan habían sido muy concienzudos al limpiar el lugar. No encontró más que alguna cáscara de mejillón escondida o un cuchillo extraviado.
—Siento algo que se encuentra en esa dirección —anunció Thero por fin, mientras señalaba vagamente en dirección al ala de la casa en la que se levantaban los aposentos del khirnari.
Se dirigieron hacia allí, pasando por los mismos corredores que Seregil y Alec habían recorrido algunas noches antes. Seregil guiaba a Thero, que caminaba con los ojos medio cerrados y sosteniendo la varita delante de sí entre las palmas alzadas.
El rostro del mago no mostró otra cosa que concentración total hasta que llegaron al jardín junto al que se encontraban las habitaciones privadas de Ulan. Repentinamente, abrió los ojos y miró a su alrededor, con el ceño fruncido.
—Sí, hay algo allí, pero es todavía muy tenue.
Demasiado fácil, pensó Seregil mientras volvía a ponerse en marcha hacia el dormitorio y la salita. Resultaba un poco molesto hacerlo a plena luz del día y delante de una audiencia que incluía al dueño de la casa. De hecho, parecía casi indecente, como tener espectadores durante una visita a las letrinas. El día era cada vez más caluroso, y mientras buscaba el sudor goteaba por su espalda y sus costados.
Una vez más, no encontró nada.
—¿Estás seguro de esto? —musitó mientras regresaba junto a Thero, que esperaba al lado del estanque de los peces.
El mago asintió.
—No es del todo claro, debo admitirlo, pero está por aquí.
Mientras Seregil trataba de imaginar qué rincones podía haber pasado por alto, su mirada vagó hasta las fragantes lilas blancas de agua que flotaban sobre la oscura superficie del estanque. Bajo sus hojas redondas y verdes, semejantes a inspiraciones fugaces, nadaban peces veloces como dardos. El único elemento discordante era un pez que flotaba muerto al otro lado del estanque; sin duda, el normalmente meticuloso khirnari había tenido asuntos más preocupantes de que ocuparse que el cuidado de su estanque de peces.
Los demás estaban observando hasta el último de sus movimientos con diferentes grados de interés u hostilidad. Seregil hizo lo que pudo para ignorarlos y volvió a registrar el patio. Si Thero decía que había algo allí, es que había algo allí. Sólo era cuestión de mirar en la dirección correcta.
O de hacer las preguntas correctas.
Los macizos de peonías blancas y rosas atrajeron su atención; no le gustaba demasiado la idea de arrancarlas sin una buena razón.
Alrededor de las flores zumbaban moscas rojas. Una de ellas se apartó y aterrizó en el labio de un lirio. Un pez saltó como una exhalación y se la tragó.
—Siempre están hambrientos —murmuró Ulan, al tiempo que levantaba la tapa de un cuenco que descansaba en el borde del estanque. Arrojó un puñado de migas y las calmadas aguas bulleron mientras más peces emergían para hacerse con los bocados.
El pez muerto llamó la atención de Seregil. Era grande, más grande que su mano, y sus escamas todavía brillaban. Eso, junto al hecho de que sus hambrientos compañeros no habían empezado todavía a devorarlo, sugería que no llevaba demasiado tiempo muerto.
Curioso, rodeó el estanque hasta el lugar en el que flotaba, lo recogió y lo examino más de cerca. Sus ojos seguían siendo claros.
Sí, recién muerto.
—¿Podéis dejarme un cuchillo? —preguntó Seregil con cuidado para que su voz no traicionase la excitación creciente que sentía.
La proposición violaba las condiciones de su regreso, pero el propio anciano de los Silmai le tendió una daga.
Abrió el vientre del pez de un solo golpe y encontró la recompensa que buscaba: un destello metálico entre las tripas. Con la punta de la daga, extrajo un anillo vulgar. O no tan vulgar, pensó, al descubrir la minúscula punta que sobresalía de su cara exterior.
Los demás se agolparon a su alrededor, murmurando excitadamente. Alec miró sobre sus cabezas a Ulan í Sathil, quien permanecía inmóvil junto a las rosas. Su rostro no revelaba ninguna palidez culpable, ninguna confesión asustada.
No me gustaría jugar a las cartas contra ti, pensó con una cierta admiración sentida muy a su pesar.
—Un trabajo inteligente, éste —señaló Seregil mientras les mostraba a los demás cómo podía extraerse y retraerse la punta gracias a una palanquita situada en la cara interior—. Los plenimaranos, con cierta pretensión poética, lo llaman kar’makti. Significa «lengua de colibrí». En algunos de ellos la punta está untada con veneno. En otros, el anillo tiene una pequeña reserva en el interior. Será mejor que lo manejemos con cuidado hasta que sepamos de qué clase es éste. Podría ser peligroso.
—Pero ¿cómo podría pasar inadvertido un ornamento de apariencia tan extraña? —preguntó Adzriel.
—¿Ves esto? —Seregil le mostró varios rastros dorados en los bordes del anillo—. Estaba metido dentro de un anillo mayor, que a su vez tendría un agujero para la punta envenenada.
—¿Puedes mostrarnos ese otro anillo? —preguntó el anciano Silmai a Ulan.
—No puedo, porque no poseo un anillo como ese ni jamás lo he poseído —replicó el Víresse—. Cualquiera podría haberlo arrojado aquí.
—Pareces saber mucho sobre tales artimañas, Exiliado —señaló la khirnari de los Khatme mientras se volvía hacia Seregil.
—Allá en Eskalia era parte de mi oficio conocer tales cosas —replicó éste, dejando que ella interpretara sus palabras como quisiera—. ¿Alguna vez habías visto este objeto antes, Ulan í Sathil?
—¡Por supuesto que no! —respondió Ulan, cediendo por fin a la furia—. Lo juro delante de Aura y del khi de mi padre. Es muy posible que la violencia se haya producido bajo mi techo. Acepto el deshonor por ello. Pero no fue obra mía.
Seregil se aseguró de que la punta estuviese completamente retraída antes de entregarle el anillo a Thero.
—¿Puedes averiguar algo con esto?
El mago apretó el anillo entre sus manos y musitó un rápido hechizo.
—Requerirá un esfuerzo más prolongado.
—¿Me permites? —preguntó Adzriel. No obstante, al cabo de un momento sacudió la cabeza y se lo devolvió a Thero.
—O bien ha pasado demasiado tiempo en el interior del pez o alguien lo ha oscurecido con magia a propósito —dijo éste—. Teniendo en cuenta lo mucho que me costó encontrarlo, yo diría que es esto último.
Habrían hecho mejor en esconder la punta, pensó Seregil.
—¿No sientes nada más en la casa?
—No. Aquí no hay nada más que podamos descubrir.
—Salvo que nuestro envenenador era un hombre —dijo Seregil mientras se ponía sin dificultad el anillo en el índice—. Y que estaba informado sobre las serpientes marinas del este y conocía los trucos de los envenenadores plenimaranos.
—Todo lo cual señala a un Víresse, supongo —dijo Elos í Orian, irguiéndose junto a Ulan con aire protector.
—No necesariamente —replicó Seregil. Se volvió para marcharse y entonces se detuvo como si acabase de recordar algo—. Hay otra cosa que quería preguntarte, khirnari ——extrajo la borla Víresse de su bolsa y la mostró para que todos pudieran verla —. Esto se encontró en la mano de Lord Torsin después de su muerte. ¿Algún miembro de tu clan tenía la costumbre de enviárselas para convocarlo a un encuentro secreto?
El khirnari entornó ligeramente la mirada y Seregil sintió que por fin había logrado tomar al hombre por sorpresa.
—Yo —admitió—. Pero no esa noche. ¿Para qué iba a hacerlo, cuando se encontraba en mi propia casa?
—Sin embargo, ¿quién sino un Víresse hubiera podido tener algo como eso? —preguntó el Silmai—. Me temo que Víresse debe permanecer bajo interdicción, Ulan. Hasta que este asunto se haya resuelto a satisfacción de los eskalianos, no podrás votar en la Ila’sidra.
Ulan í Sathil se inclinó frente al anciano khirnari.
—Así debe ser. Haré cuanto esté en mi mano para que los eskalianos obtengan justicia por los perjuicios que han sufrido bajo mi techo.
—¿Cuál era la razón de tus encuentros secretos con Torsin? —preguntó Seregil.
—¡Eso no tiene nada que ver con el asunto! —objetó Ulan.
He puesto el dedo en la llaga
Thero intervino con voz suave.
—Por el momento, khirnari, yo hablo en nombre de la Princesa Klia y debo conocer los detalles de cualesquiera tratos existentes entre los dos, independientemente de su naturaleza.
Ulan se volvió hacia el khirnari de los Silmai, pero no encontró ayuda allí.
—Muy bien, pero debo insistir en que hablemos en privado.
Evidentemente, Ulan había pretendido excluir a Seregil con estas palabras, pero Thero le indicó con un ademán que los siguiera, como si no pudiese siquiera imaginar que se le privase del concurso de su consejero.
Después de refrenar una sonrisa de admiración, Seregil irguió los hombros y siguió a los dos hombres al interior de los aposentos de Ulan. No obstante, una vez a solas con el khirnari, su regocijo tardó muy poco en desvanecerse.
—¿Puedo ver la borla? —preguntó Ulan. Mantuvo un semblante respetuoso, pero sus ojos despedían una luz siniestra mientras examinaba la bolita de seda—. Sin duda esto fue cortado de un sen’gai Víresse, pero no de uno de los míos. Como khirnari, mis sen’gai tienen una hebra rojo oscuro trenzada entre las otras. Y éste no. Por lo que se refiere a la muerte de Torsin í Xandus, representa una gran pérdida para mí, tanto como para vosotros. Fuimos grandes amigos durante muchos años. Entendía el proceder de la Ila’sidra mejor que cualquier otro Tírfaie que yo haya conocido.
—Y sentía simpatías por la situación de Víresse —intervino Thero.
Seregil lo miró, asombrado. A pesar de su juventud, Thero parecía considerarse rival para aquel venerable intrigante. No hubo el menor titubeo en su rostro mientras se enfrentaba a la mirada evaluadora del khirnari.
—¿Qué discutíais con él durante los encuentros que manteníais? —preguntó el mago—. ¿Algún tratado por separado, uno que protegiera los intereses de vuestro clan?
Ulan asintió con aire condescendiente.
—Pues claro. Estábamos trabajando para conseguir un compromiso, uno del que la Princesa Klia era bien consciente: el puerto de Gedre se abriría al comercio mientras durase la guerra de Eskalia pero con la condición de que cuando la necesidad hubiese pasado, el control del mismo volvería a manos de Víresse. Muchos de mis hermanos khirnari sienten grandes recelos hacia la propuesta original de Klia, dado el carácter de vuestra nueva reina.
—Y tú te aseguraste de que estuvieran al corriente de sus defectos —dijo Seregil con voz calmada.
Ulan inclinó la cabeza como si estuviese aceptando un elogio.
—Gedre es un clan demasiado lejano, demasiado expuesto y demasiado débil como para protegerse a sí mismo si Phoria llegase a renegar del acuerdo. ¿Quién dice que una mujer capaz de traicionar a su propia tierra y su propia madre no ambicionaría las riquezas que Aurëren puede ofrecer una vez que supiera cómo hacerse con ellas?
¿Y cuál era tu plan antes de que Phoria fuese reina?, se preguntó Seregil, con recelosa admiración. ¿Cuántos escenarios diferentes había preparado este hombre para proteger los intereses de su clan?
Había mantenido oculto el secreto de Phoria para jugarlo como una mano ganadora de cartas. ¿Qué hubiera hecho con él si Idrilain siguiera sentada en el trono?
—Es la captura de las rutas comerciales del norte por Plenimar lo que provoca la necesidad de Eskalia —estaba diciendo Thero.
—Soy consciente de ello, como del hecho de que el posesivo control ejercido por Eskalia sobre esa misma ruta es lo que ha cimentado el comercio entre Plenimar y los clanes orientales durante los últimos siglos —replicó Ulan—. Gane o pierda, Plenimar sigue siendo el postor más atractivo para los afectos de Aurëren.
—¿A pesar del hecho de que ha estado cortejando a Zengat por si se da el caso de que la Ila’sidra vote a favor de Eskalia? —preguntó Seregil.
Ulan lo miró con aire condescendiente.
—¿Es que no os habéis enterado? En este mismo momento los zengati tienen problemas propios de los que ocuparse. Ha vuelto a estallar una guerra entre las tribus, como ocurre periódicamente con esa raza tan excitable.
—¿Estáis seguro de eso? —dijo Thero con voz entrecortada.
—Mis espías son de lo más fiable. No puedo nombrarlos, por supuesto, pero estoy seguro de que Seregil reconocería a uno o dos de ellos.
—¿Ilar? —jadeó Seregil mientras un lanzazo de enfermiza aprensión lo recorría de parte a parte—. ¿Sigue vivo?
La sonrisa del khirnari era inescrutable.
—No he sabido nada de ese hombre desde su desaparición, pero incluso si fuera así, sin duda tú, entre todo el mundo, tendrías que admitir que los exiliados pueden ser de utilidad.
¿Desde su desaparición? ¿Por qué iba a conocer el khirnari de los Víresse a un joven Chyptaulos, a menos que tuviera una buena razón para ello? Al encontrarse sus ojos con la fría mirada de Ulan, Seregil supo cuál debía de ser la respuesta a esa pregunta. Y supo con no menos certeza que Ulan nunca revelaría esa verdad a menos que le beneficiase el hacerlo.
—El estallido de esa guerra tribal en este preciso momento ha sido muy afortunado —observó Thero—. Si los zengati y Plenimar hubieran firmado una alianza, hubiera resultado desastroso para Aurëren.
—La suerte puede ser una mercancía muy cara —replicó Ulan con una mirada de complicidad—. ¿Pero quién podría ponerle precio a la seguridad de su patria? Pero no tenéis que preocuparos por eso, pues algún día podrías comprobar que es cierto.
—Tú crees que esta vez vencerá Plenimar, ¿no es cierto? —preguntó Seregil. Tuvo que hacer esfuerzos por controlarse.
—Sí. ¿Para qué sacrificar vidas Aurënfaie y magia Aurënfaie en una causa perdida?
—¿Cómo pudo Torsin acceder a un acuerdo como ese? —inquirió Thero con voz enfurecida.
—Es un Tírfaie y mide la vida según su limitada visión del tiempo. Lo mismo puede decirse de Klia y su linaje, por muy inteligentes que sean… y ciertamente lo son. —Ulan los señaló con un ademán condescendiente—. Vosotros dos sois todavía demasiado jóvenes como para saber lo despacio que cambian las mareas de la historia. No es que yo quiera que Eskalia sufra; es que estoy determinado a que Víresse no lo haga. Hija de Idrilain o no, Phoria no resultaría un aliado fiable.
—¿Y el Señor Supremo de Plenimar y sus nigromantes sí? —exclamó Seregil—. El nombre de Raghar Ashnazai no te es desconocido, khirnari. Conocí a uno de sus parientes, un nigromante.
—Y lo derrotaste, así como a un dyrmagnos ——replicó Ulan con tono indiferente —. Si fuiste capaz de lograr eso con la ayuda de un puñado de Tírfaie, ¿qué deberían los Aurënfaie temer de ellos?
—Eran sólo un dyrmagnos y unos pocos nigromantes, pero hizo falta la vida del gran Nysander í Azusthra para derrotarlos —dijo Thero con calma, y algo en su voz hizo que Seregil mirara de soslayo a su amigo, un poco nervioso. Por un instante, creyó ver en los ojos del mago el destello de una luz dorada. Sin duda, un truco de la luz—. Cuidado con lo que vendes a cambio de tu prosperidad, Ulan í Sathil —prosiguió Thero—. Porque existen otros que alcanzan a ver aún más lejos que tú.
Ulan fue hasta la puerta y la abrió.
—Torsin era mi amigo y lamento su perdida. No hay nada más que decir. En cuanto a lo que le ha ocurrido a Klia bajo mi techo, es una ofensa muy grave, pero posiblemente provocada por ella misma. Ha sembrado la discordia en una ciudad que sólo había conocido paz desde tiempos inmemoriales. Quizá éste sea el castigo de Aura.
Sus palabras hicieron palidecer a Thero, pero contuvo su lengua.
Seregil no.
—El Portador de la Luz no tiene nada que ver con esto —gruñó—. No olvides mis palabras, khirnari. La verdad saldrá a la luz. Yo me encargaré de ello.
—¿Tú? —Ulan no hizo esfuerzo alguno por esconder su desprecio—. ¿Qué sabes tú de la verdad?