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MARCHA SIN DESCANSO

Seregil escuchó los primeros ruidos de persecución poco antes del alba. Al principio se trató tan solo del distante tintineo de unas piedras que podrían haberse soltado por el paso de cualquier animal grande que hubiera salido de caza demasiado temprano. Pero el sonido llegaba muy lejos en aquella tierra rocosa y muy pronto empezó a distinguir ocasionales roces de botas sobre el suelo de piedra y, por fin, el eco de unas voces. A juzgar por el ruido que estaban haciendo, buscaban a ciegas, sin percatarse de lo cerca que se encontraban de sus presas. No podía verlos pero sabía que sería imposible llevarse los caballos de allí sin que los oyeran. Con Alec herido, la pelea no era una opción atractiva, especialmente porque no sabía a cuántos hombres se enfrentaba. Lo que no oía eran más caballos.

Se arrastró hasta su amigo y le tapó con cuidado la boca. Alec despertó en silencio.

—¿Qué tal está esa pierna?

Alec la dobló y en su rostro se dibujó una mueca.

—Rígida.

—Tenemos compañía. En el camino. Preferiría huir que luchar, si estás en condiciones de cabalgar.

—Ayúdame a subir a la silla.

Después de coger las mantas y el sen’gai, Seregil pasó su brazo alrededor de la cintura de Alec y lo ayudó a llegar hasta los caballos.

Podía sentir cómo se encogía el muchacho a cada paso, pero a pesar de eso no se quejó ni una vez. Para cuando Seregil estuvo a lomos de su propio caballo, su amigo tenía el arco y el carcaj preparados sobre los hombros.

A esas alturas ya podían oír fragmentos enteros de la conversación de sus perseguidores.

—¡Vamos! —ordenó Seregil.

Alec picó espuelas y escapó al galope. Detrás de él, muy cerca, Seregil se arriesgó a lanzar una mirada atrás y distinguió unas pocas formas oscuras, hombres a pie, acercándose por el camino.

Escaparon de ellos sin problemas pero pronto tuvieron que frenar el paso. Como Nyal les había advertido, el camino discurría rodeando precipicios y en algunos puntos no era lo suficientemente ancho para permitir el paso de más de un caballo. La pierna del pantalón de Alec empezaba a empaparse de sangre fresca, pero no tenían tiempo para detenerse.

Dejaron atrás a sus perseguidores, pero permanecieron alerta por si otra emboscada los esperaba camino adelante.

Para cuando llegaron a la cumbre, justo antes de mediodía, ambos estaban tensos y sudaban copiosamente. A partir de allí el camino descendía con rapidez y les ofrecía una visión clara de las fai’thast de los Gedre, sinuosa y cuarteada en pequeños campos, y de la pálida extensión del mar que había más allá.

—Será mejor que le eche un vistazo a esa pierna antes de continuar —dijo Seregil. Desmontó—. ¿Puedes bajar del caballo?

Alec se inclinaba pesadamente sobre el arzón de la silla y su respiración era entrecortada.

—Si lo hago, es posible que no pueda volver a montar.

—Quédate ahí, entonces. —Seregil encontró el frasco del narcótico en las alforjas de Alec. Después de ponerlo en las manos del muchacho junto con el poco pan que les quedaba, se dispuso a cortar el vendaje que Nyal había colocado.

—Tienes suerte —murmuró mientas levantaba la costra—. Sólo se filtra un poco de sangre. La herida parece estarse cerrando.

Arrancó unos jirones de tela de su camisa y volvió a vendar la pierna con ellos.

—¿Cuánto nos falta? —preguntó Alec, que había terminado con el pan mientras Seregil trabajaba.

—Llegaremos a última hora de la tarde, si no nos topamos con más problemas por el camino. —Seregil escudriñó la distante costa en busca de una curva familiar de la ribera, y al cabo de un rato la encontró—. Allí nos dirigimos. El camino de Nyal nos ha traído más cerca de lo que lo hubiera hecho el mío.

Observó el horizonte con la mirada entornada. ¿Y si los navíos de Korathan eran más rápidos de lo que había supuesto? ¿Y si el viento que los traía soplaba con más fuerza…?

Alec movió la pierna en el estribo. Volvía a parecer preocupado.

—Sé que Riagil es amigo de tu familia y además me gusta ese hombre, pero también es un aliado de Akhendi. ¿Y si también él nos está buscando?

Seregil había pasado toda la mañana evitando ese pensamiento, recordando en vez de eso la primera y agridulce noche pasada en Aurëren, cuando había paseado con el khirnari de los Gedre por el jardín de la luna, compartiendo agradables recuerdos del pasado.

—Trataremos de dejarnos ver lo menos posible.

Thero levantó la mirada del pergamino que había estado leyendo y entonces lo arrojó al suelo y se puso en pie de un salto.

Klia tenía los ojos abiertos.

—¡Mi señora, estáis despierta! —exclamó mientras se inclinaba ansiosamente sobre ella—. ¿Podéis oírme?

Klia miraba al techo con aire distante, sin dar señal alguna de haber comprendido sus palabras.

¡Oh, Illior que esto sea señal de mejora y no de lo contrario!, rezó.

Acto seguido, mandó llamar a Mydri.

Después de dejar las montañas, Seregil y Alec continuaron su camino, evitando los caminos y rodeando los dispersos pueblos.

Las sombras se alargaban hacia el crepúsculo cuando por fin volvieron a ver el mar. Seregil se arriesgó a tomar de nuevo el camino y abrió la marcha hacia una pequeña aldea pesquera llamada Cala Medialuna. Los lugareños siempre habían comerciado con los contrabandistas, entre quienes se contaban muchos Bókthersa, y dejaban tranquilas las embarcaciones que se escondían en los bosques circundantes. Seregil esperaba que las cosas no hubieran cambiado demasiado en su ausencia.

Abandonaron los exhaustos caballos y se internaron en los bosques, buscando veredas que Seregil recordaba de su infancia.

Alec cojeaba mucho, pero prefirió un bastón improvisado al brazo que Seregil le ofrecía.

Los Aurënfaie podían cambiar poco en cincuenta años, pero los bosques sí que lo hacían. A pesar de que la tierra que pisaba le resultaba en ocasiones muy familiar a Seregil, no parecía capaz de encontrar ningún lugar concreto.

—Hemos vuelto a perdernos, ¿verdad? —gimió Alec mientras se detenían en lo que había resultado ser un barranco ciego.

—Ha pasado mucho tiempo —admitió Seregil mientras se limpiaba el sudor de los ojos. En la distancia podía oír el rumor del mar y se encaminó en esa dirección, rezando por un golpe de suerte.

Estaba a punto de admitir su derrota cuando se toparon, no con uno, sino con dos botes ocultos en un pequeño desplome del suelo. Los habían escondido boca abajo, con los mástiles y las velas atadas a las bancadas por debajo. Eligieron el que parecía más robusto de los dos, lo arrastraron a través de los árboles hasta la orilla y empezaron a aparejar las velas.

Alec sabía poco de botes o de navegación, pero seguía con prontitud las instrucciones recibidas. Seregil fijó el mástil en su lugar y desplegó la vela. Era un barco muy sencillo, del mismo tipo que los que los habían recibido al arribar al puerto de Gedre. A pesar de ello, no resultó sencillo prepararlo con la luz de una única piedra luminosa.

Cuando hubieron terminado, lo arrastraron hasta el agua y, con la ayuda del bastón de Alec, lo empujaron hasta que se sostuvo sobre las aguas.

—Veamos lo que recuerdo —dijo Seregil mientras se colocaba al timón. Alec cazó la vela y ésta atrapó el viento y se hinchó con un crujido mohoso. La pequeña embarcación se lanzó adelante con elegancia, cortando un camino en forma de V a lo lago de la suave superficie de la cala.

—¡Lo logramos! —rió Alec mientras se dejaba caer sobre la proa.

—No, aún no. —Seregil escudriñó la oscura extensión de mar que se abría delante de ellos y se preguntó si Korathan seguiría las rutas habituales y aparecería donde se le esperaba. No tenían comida y sólo agua suficiente para un día o dos, si bebían con moderación. Lo único que poseían en abundancia era tiempo, y hasta eso empezaría a escasear si no divisaban las velas eskalianas antes de la noche del día siguiente.