_____ 8 _____
GEDRE
A la mañana siguiente, Seregil vio aparecer la ciudad portuaria de Gedre entre las tenues nieblas como un sueño familiar recién recordado. Sus blancas cúpulas resplandecían bajo la brillante luz del amanecer. Más allá de ellas se alzaban colinas pardas salpicadas de verde como olas encabritadas hasta llegar a los pies de los escarpados picos de las Ashek, la Muralla de Aurëren, la Morada del Dragón.
Probablemente fue el único de cuantos iban a bordo que reparó en las numerosas ruinas que podían verse en la ciudad, como una línea de espuma seca dejada tras el paso de la marea. Una brisa terrestre arrastró el aroma de aquella tierra sobre las aguas: la primera y tierna hierba de la primavera, el humo de las cocinas, la piedra calentada por el sol y el incienso de los templos.
Cerró los ojos y recordó otros amaneceres, cuando arribaba a bordo de un pequeño esquife a este puerto rebosante de mercancías extranjeras. Casi podía sentir la gran mano de su tío sobre el hombro, oler la sal y el humo y el sudor en la piel del hombre. Había sido Akaien í Solun el que le concediera aquellos elogios que nunca pareció merecer en la casa de su propio padre. «Eres un buen negociante, Seregil. Nunca pensé que pudieras sacarle ese precio a ese mercader por mis espadas», o «Bien navegado, muchacho. Has estudiado las estrellas desde nuestro último viaje».
Su padre había desaparecido, pero también lo habían hecho sus derechos sobre esta tierra. Extendió la mano y tocó el anillo de Corruth, guardado bajo su sombrío chaquetón gris. Sólo Alec y él sabían que estaba allí; el resto del mundo sólo veía el emblema de la llama y la luna creciente en una pesada cadena de plata que pendía sobre su pecho para expresar su posición en el séquito de Klia. Por ahora, era mejor que eso fuera todo lo que vieran aquellos extraños que fueran una vez su pueblo.
Sabía que los demás lo estaban observando y no apartó la mirada de la costa. Dejó que el aire calmara la picazón que sentía tras los ojos mientras contemplaba cómo abandonaban la costa los barcos de Gedre para darles la bienvenida.
El corazón de Alec latió más deprisa mientras observaba las pequeñas embarcaciones avanzando por las aguas con sus coloridas velas latinas para salir al encuentro de la Zyria y su escolta superviviente.
Se inclinó sobre la barandilla y saludó a los marineros medio desnudos. No llevaban más que una especie de falda corta sobre las esbeltas caderas, independientemente de su edad o sexo. Mientras pasaban junto a las proas de los grandes barcos, reían y saludaban con ademanes y la brisa les ensortijaba los cabellos largos y oscuros.
Algunos de los jinetes de Beka dejaron escapar silbidos de aprecio.
—¡Por la Luz! —murmuró Thero, cuyos ojos se habían abierto mientras saludaba a una muchacha ágil y morena. Ella le devolvió el gesto y una fragante flor púrpura apareció junto a la oreja izquierda del mago. Otros marineros siguieron su ejemplo y más flores se materializaron para adornar a los visitantes eskalianos o llover sobre ellos.
—Casi te hace reconsiderar ese voto de celibato de los magos, ¿verdad? —preguntó Alec mientras le daba un codazo amistoso en las costillas.
Thero sonrió.
—Bueno, eso es algo estrictamente voluntario.
—Es la mejor bienvenida que hemos tenido en mucho tiempo —dijo Beka mientras se reunía con ellos. Alguien había invocado mágicamente una guirnalda de flores azules y blancas alrededor del borde de su yelmo bruñido y más flores se enredaban en su larga y rojiza trenza. Todavía estaba pálida bajo las pecas, pero nadie había sido capaz de convencerla de que siguiera en la cama una vez que la tierra firme apareció en el horizonte.
De pie cerca de ella, Klia estaba evidentemente tan excitada como los demás. Aquel día lucía un traje y unas joyas dignas de su posición regia. Liberado de su habitual trenza militar, su tupido caballo castaño caía formando ondas sobre sus hombros. Algún admirador Aurënfaie la había obsequiado con una guirnalda y un cinturón de rosas salvajes.
Alec se había vestido también con sus mejores galas y se cerraba el cuello de la capa con un pesado broche de plata y zafiros. Klia había sonreído al verlo; había sido un regalo de su propia mano, un gesto silencioso de gratitud por haberle salvado la vida.
Miró a su alrededor y descubrió con una súbita punzada de remordimiento que Seregil se encontraba solo. Sostenía una única flor blanca y le daba vueltas por el tallo con aire ausente mientras observaba los botes.
Alec se le acercó lo suficiente para que sus hombros se tocaran y tomó la mano libre de Seregil con la suya bajo las capas de ambos. Incluso después de meses de intimidad, seguía siendo dolorosamente vergonzoso en lo que se refería a los gestos públicos.
—No te preocupes, talí ——susurró Seregil —. Guardo buenos recuerdos de Gedre. El khirnari es un amigo de mi familia.
—Tendré que aprender quién eres de nuevo —suspiró Alec mientras acariciaba con el pulgar el revés de la mano de Seregil, enamorado del familiar contacto del hueso y el tendón bajo la piel—. ¿Conoces bien la ciudad?
Los delgados labios de Seregil se suavizaron para formar una sonrisa mientras colocaba la flor detrás de su oreja.
—Antes sí.
La Zyria y el Marinero entraron deslizándose en el puerto como sendas gaviotas zarandeadas por una tormenta y echaron el ancla en dos de los muelles que todavía conservaba la ciudad. Montones de piedras apiladas que se internaban en las aguas eran cuanto quedaba de muchos otros.
Alec estudió con asombro la multitud que se había congregado en la costa. Nunca había visto tantos Aurënfaie en un mismo lugar, y desde cierta distancia todos ellos parecían angustiosamente semejantes, a pesar de las diferencias en sus atavíos. Se diría que todos compartían el pelo negro, los ojos claros y los finos rasgos de Seregil. No eran idénticos, por supuesto, pero sus semejanzas amenazaban con borrarse en un torbellino indistinto.
La mayoría vestía tan solo una sencilla camisa, pantalones y un colorido sen’gai rojo y amarillo. Seregil había pasado parte del viaje instruyendo a los eskalianos sobre las diferentes combinaciones de colores, pero esa era la primera vez que veían de verdad las prendas. Añadían una nota brillante y exótica a la escena.
Sin embargo, mientras empezaba a acercarse, las diferencias comenzaron a hacerse evidentes. Vio algunas cabelleras rubias y rubicundas entre la multitud, un hombre con un gran quiste en la mejilla, un niño al que le faltaba una pierna, una mujer con una joroba en el hombro. Pero todos ellos eran Aurënfaie y seguían siendo hermosos a los ojos de Alec.
Cualquiera de ellos podría ser mi pariente, pensó, y en aquel mismo momento empezó a entender de verdad, por vez primera. En aquella tierra extranjera vio rostros que se parecían más al suyo que cualquier otro que viera en Kerry.
La Zyria atracó junto al muelle y la multitud retrocedió mientras los marineros eskalianos tendían la tabla para Klia. Alec la siguió con los demás y vio a un hombre de barba y vestido con una túnica eskaliana que los esperaba en compañía de varios faie de aspecto importante.
—¿Lord Torsin? —preguntó al tiempo que se lo señalaba a Seregil.
En Rhíminee había visto a la nieta del embajador varias veces; era una asidua a las veladas de Lord Seregil. A Torsin, sin embargo, sólo lo había visto a cierta distancia en algunos actos públicos.
—Sí, ése es él —dijo Seregil mientras se protegía los ojos—. Pero parece enfermo. Me pregunto si Klia lo sabe.
Alec estiró el cuello para conseguir una vista mejor del hombre mientras los dos grupos encontraban a la entrada del muelle. La piel de Torsin parecía cetrina y sus ojos estaban profundamente hundidos bajo las espesas cejas blancas. La piel de su rostro y de su cuello colgaba en pliegues, como si recientemente hubiera perdido peso. A pesar de ello, el hombre seguía presentando una figura imponente, plena de austeridad y dignidad. El pulcramente recortado cabello que asomaba bajo su sencilla túnica de seda era de un blanco nivoso, y su alargado rostro se plegaba con solemnes arrugas que parecían haber cedido al peso de sus muchos años. Sin embargo, mientras se aproximaba a Klia, su severa expresión dio paso a una sorprendente sonrisa que inmediatamente dispuso a Alec en su favor.
Los miembros más importantes del contingente Aurënfaie podían distinguirse fácilmente por sus elegantes túnicas ceremoniales de color blanco. Por encima de todos ellos destacaban un miembro del clan Gedre con gruesas vetas blancas en el cabello y una joven mujer rubia que lucía el sen’gai verde y marrón del clan Akhendi. De los dos, ella era la que más joyas llevaba, lo que denotaba una posición más elevada. Suaves gemas engastadas en gruesas monturas de oro devolvían los rayos del sol en sus dedos, sus muñecas y su cuello.
El hombre fue el primero en hablar.
—Sed bienvenidos a las fai’thast de mi clan, Klia a Idrilain Elesthera Klia de Rhíminee —dijo, mientras le estrechaba la mano a la princesa—. Soy Riagil í Molan, khirnari de Gedre. Torsin í Xandus ha estado alabando vuestras virtudes desde su llegada, ayer. Veo que, como de costumbre, no ha exagerado.
Se quitó un grueso brazalete de plata de cada una de sus muñecas y se los ofreció a ella. Entre los faie, había aprendido Alec, era la costumbre de los poderosos realizar presentes suntuosos a los invitados como si se tratase de meras bagatelas.
Klia sonrió y se puso ambos brazaletes en las muñecas.
—Te estoy agradecida por tu bienvenida, Riagil í Molan Uras Illien Gedre, y por tu gran generosidad.
Acto seguido, la mujer se adelantó un paso y entregó a Klia un collar de camelias talladas.
—Soy Amali á Yassara, esposa de Rhaish í Arlisandin, khirnari del clan Akhendi. Mi marido se encuentra en Sarikali con la Ila’sidra, así que me corresponde a mí el gran placer de daros la bienvenida a Aurëren y de acompañaros mientras dure vuestro viaje.
—Qué maravilla —dijo Klia mientras se ponía el collar alrededor del cuello—. Gracias por tu gran generosidad. Por favor, permitidme presentaros a mis consejeros.
Klia presentó a sus acompañantes uno por uno, hilvanando las alargadas cadenas de patronímicos y matronímicos con la facilidad que le daba la práctica, cada eskaliano fue saludado con diplomática atención hasta que le llegó el turno a Seregil.
La sonrisa de Amali a Yassara desapareció. No pronunció ningún insulto directo, pero mientras pasaba rápidamente a su lado trató a Seregil como si no estuviera allí. Éste fingió no advertirlo, pero Alec vio la manera en que los ojos de su amigo se tornaban duros y vacíos durante un instante para alejar de sí el dolor.
El khirnari de los Gedre observó a Seregil con aire pensativo durante un largo momento.
—Estás muy cambiado —dijo al fin—. No te hubiera reconocido.
Alec se agitó, incómodo; aquél no era el saludo de un viejo amigo.
Seregil hizo una reverencia, sin revelar sorpresa ni decepción.
—Yo os recuerdo bien y con afecto, khirnari. Permitidme que os presente a mi talímenios, Alec í Amasa.
La mujer Akhendi siguió manteniendo las distancias pero Riagil estrechó la mano de Alec con evidente deleite.
—¡Sé bienvenido, Alec í Amasa! Tú debes de ser el Hâzadriëlfaie del que Adzriel nos habló cuando regresó desde Eskalia.
—A medias, mi señor. Por parte de mi madre —logró decir Alec, perplejo todavía por el tratamiento que habían deparado a Seregil. No había esperado que nadie hubiera oído hablar de él y mucho menos que se mostrara interesado.
—Entonces éste es un día doblemente feliz, amigo mío —dijo Riagil al tiempo que le daba unas amables palmaditas en el hombro—. Comprobarás que el clan Gedre es muy amigable con los ya’shel.
Siguió adelante, saludando a los ayudantes menos importantes y los sirvientes. Alec se inclinó hacia Seregil y susurró:
—¿Yáshel?
—La palabra respetuosa para «medio-faie». Hay otras. La de los Gedre es la sangre menos pura de todo Aurëren. ¿Ves a esa mujer del pelo rubio? ¿Y a ese hombre que hay junto al bote, el de ojos negros y piel oscura? Son ya’shel. Se han mezclado con los dravnianos, los zengati, los eskalianos… cualquiera con el que comercien.
—Ya se han enviado noticias de tu llegada a Sarikali, Klia a Idrilain —anunció Riagil cuando las presentaciones hubieron terminado—. Os ruego que seáis mi huésped esta noche. Mañana nos pondremos en marcha. La casa del clan se encuentra en las colinas que hay sobre la ciudad. Es sólo un pequeño paseo a caballo.
Mientras los nobles intercambiaban sus saludos, Beka supervisaba el desembarco de los jinetes y caballos que todavía le quedaban.
La decuria de Rhylin había salido mejor parada que las otras, a pesar de la lucha que había tenido que sostener. Mientras pasaba revista, Beka se vio aliviada al comprobar que todos sus miembros estaban presentes y ninguno había sido herido de gravedad. Por el contrario, se veían caras largas entre los supervivientes del malogrado Lobo. Menos de la mitad de la decuria de Mercalle había escapado ilesa.
—Por los Testículos de Bilairy, capitana, no he entendido una palabra desde que llegamos aquí —murmuró nerviosamente el cabo Nikides mientras observaba la multitud—. Quiero decir, ¿cómo vamos a saber si alguien quiere una pelea o nos está ofreciendo un té?
Antes de que Beka pudiese responder, una voz grave y divertida dijo lenta y cansinamente desde detrás de ellos:
—En Aurëren, la preparación del té no implica armas. Estoy seguro de que no tardaréis en discernir la diferencia.
Ella se volvió y vio que el que había hablado era un hombre moreno que vestía una sencilla camisa marrón y unos gastados pantalones de montar de piel. Su espesa cabellera castaña formaba una coleta en su espalda detrás de un sen’gai blanco y negro. A juzgar por su porte, Beka hubiera dicho que era un soldado.
Es tan guapo como Tío Seregil, pensó.
El hombre era de hecho más alto que Seregil y quizá un poco más viejo, pero compartía con él la misma constitución fuerte y delgada. Su rostro estaba muy bronceado y era más ancho alrededor de los pómulos, lo que le proporcionaba un aspecto más anguloso.
Respondió a la mirada inquisitiva de ella con una sonrisa cautivadora; sus ojos, advirtió Beka sin que hubiera razón alguna para ello, eran de un tono especialmente claro de avellano.
—Saludos, capitana. Soy Nyal í Nekhai Beritis Nagil, del clan Ra’basi —dijo, y algo en el melodioso timbre de su voz despertó un revoloteo cálido en las profundidades del pecho de Beka.
—Beka a Kari Thallia Grelanda de Watermead —contestó ella mientras extendía una mano como si se encontrasen en un salón de Rhíminee. Él la tomó y, durante el instante en que se prolongó el contacto, su palma callosa resultó cálida y familiar contra la de ella.
—La Ila’sidra me ha ordenado que actúe como vuestro intérprete —le explicó él—. ¿Tengo razón al asumir que la mayoría de vosotros no conoce nuestra lengua?
—Creo que la sargento Mercalle y yo conocemos lo suficiente entre las dos como para meternos en problemas —sintió la amenaza de una sonrisa cohibida y la atajó rápidamente—. Os ruego que transmitáis a la Ila’sidra mi agradecimiento. ¿Hay alguien con quien pueda hablar sobre armas y caballos? Hemos tenido algunos problemas durante el viaje.
—¡Por supuesto! No sería apropiado que la escolta de la princesa Klia entrara en Sarikali montando de dos en dos —después de ofrecerle un guiño cómplice, se dirigió hacia un grupo de miembros del clan Gedre que había cerca y empezó a hablar rápidamente con ellos en su propia lengua.
Beka lo observó durante un momento, atrapada por el modo en que sus caderas y sus hombros se movían bajo la camisa suelta. Al volverse, descubrió a Mercalle y a varios de sus jinetes haciendo lo mismo.
—Eso sí que es un pedazo de alegría con piernas largas —exclamó la sargento entre dientes con tono de aprecio.
—Sargento, ocúpate de que tus jinetes preparen el equipaje para una marcha a caballo —le espetó Beka, más bruscamente de lo que hubiera pretendido.
El Ra’basi hacía honor a su palabra. Aunque parte de la decuria de Mercalle carecía todavía de armas, partieron hacia la casa del khirnari a lomos de caballos que allá en su hogar les hubieran costado la mitad de la paga de un año.
El famoso semental negro de Klia había soportado el viaje bien y abría la marcha orgullosamente, sacudiendo la blanca melena.
—Ese es un caballo Silmai —señaló Nyal, que cabalgaba al lado de Beka—. La melena de color blanco luna es un regalo de Aura; no se da en ningún otro lugar de Aurëren.
—La ha llevado a su grupa durante algunas batallas encarnizadas —le dijo Beka—. Klia se preocupa por ese caballo tanto como algunas mujeres lo hacen por sus maridos.
—Eso salta a la vista. Y tú manejas una montura Aurënfaie como si hubieses nacido para ello.
Su acento ligero y musical provocó que otro pequeño y extraño estremecimiento la atravesara.
—Allá en Watermead, mi familia posee algunos animales Aurënfaiele —explicó ella—. Yo montaba antes de haber aprendido a andar.
—Y aquí estás, en la caballería.
—¿Eres soldado? —ella no había visto nada que se pareciera a un uniforme, pero Nyal tenía el aire de quien está acostumbrado al mando.
—Cuando es necesario —contestó él—. Al igual que ocurre con todos los hombres de mi clan.
Beka alzó una ceja.
—No veo mujeres entre la guardia de honor. ¿Es que no se les permite ser soldados?
—¿Permitir? —Nyal consideró la pregunta durante un momento—. No hay necesidad de permitírselo. La mayoría de ellas elige no hacerlo. Ellas tienen otros dones —hizo una pausa y bajó la voz—. Si me permites el atrevimiento, no había esperado que las mujeres soldado de Eskalia fueran tan hermosas.
Normalmente, tal afirmación hubiera enojado a Beka, pero las palabras habían sido pronunciadas con tal seriedad y tan evidente buena voluntad que fue incapaz de ofenderse.
—Vaya… gracias —ansiosa por cambiar de tema, fijó su atención en los edificios blancos que se alineaban a ambos lados de las calles.
Tenían cúpulas bajas en vez de tejados embreados; la forma le recordaba a la de una burbuja pegada a una pastilla de jabón. Ninguno de ellos tenía más de dos pisos de alto y la mayoría carecía de decoración, salvo por un trozo de piedra oscura y verdosa encajado en el muro, junto a las puertas delanteras.
—¿Qué son? —preguntó.
—Piedras sagradas de Sarikali, talismanes para proteger a quienes moran en ellas. ¿Nadie te ha dicho nunca que eres hermosa?
Esta vez Beka se volvió hacia él y apretó los labios hasta que formaron una línea severa.
—Sólo mi madre. No es la clase de cosas que me importan demasiado.
—Perdóname, no pretendía ofenderte —atribulado, Nyal abrió mucho los ojos y entonces el modo en que la luz inclinada incidió sobre los iris hizo que Beka pensara en hojas pálidas en el fondo del estanque de un claro en el bosque—. Conozco vuestra lengua pero no vuestras costumbres. Quizá podamos aprender el uno del otro.
—Quizá —contestó Beka. Y en honor de ella hay que reconocer que su voz no traicionó el indisciplinado latir de su corazón.
La caballería del clan Gedre formó una guardia de honor para Klia y los dignatarios Aurënfaie mientras abandonaban a caballo la ciudad y se encaminaban hacia las colinas salpicadas de granjas, viñedos y arboledas de espesas sombras. Macizos de fragantes flores rojas y púrpura crecían sobre la tosca y pálida hierba que había a lo largo de la carretera.
Alec y Seregil cabalgaban junto con Thero y los otros ayudantes justo detrás de Lord Torsin. Era bueno volver a sentir a Veloz debajo de sí después de tantos días en el mar. El lustroso castrado Aurënfaie sacudía la cabeza y olisqueaba el aire como si pudiese reconocer su tierra natal. La yegua negra de Seregil, Cynril, estaba haciendo lo mismo. Ambos caballos atraían miradas de admiración y Alec, quien raras veces prestaba atención a tales cosas, se sentía complacido por la impresión que estaban causando.
—¿Quién es el Ra’basi, me pregunto? —murmuró mientras asentía en dirección al hombre que cabalgaba junto a Beka a la cabeza de la columna. Lo que Alec podía ver del rostro del individuo desde aquel ángulo le hacía sentir curiosidad por el resto.
—Está muy lejos de su hogar —dijo Seregil, a quien el extraño tampoco había pasado inadvertido—. Beka parece bastante interesada por él, ¿no te parece?
—La verdad es que no —replicó Alec. Evidentemente, el Ra’basi estaba tratando de entablar una conversación, pero la mayoría de las respuestas de ella adoptaban la forma de concisos gestos de cabeza.
Seregil soltó una risilla suave.
—Espera y verás.
Delante de ellos, en la distancia, los picos cubiertos de nieve resplandecían contra el azul sin tacha del cielo primaveral. Aquella visión provocó en Alec un inesperado ataque de nostalgia.
—Las Ashek se parecen bastante a la Cordillera del Corazón de Hierro en torno a Kerry. Me pregunto si los Hâzadriëlfaie sintieron lo mismo la primera vez que vieron el Paso del Cuervo.
Seregil se apartó un mechón de cabello de los ojos.
—Posiblemente.
—¿Por qué dejaron Aurëren esos tales Házad? —preguntó el sargento Rhylin, que cabalgaba a su izquierda—. Aunque esta sea la parte seca de esta tierra, es mejor que cualquier lugar que yo haya podido ver al norte de la Ubre del Draco.
—No sé mucho sobre eso —respondió Seregil—. Ocurrió hace dos mil años. Y eso es mucho tiempo, incluso para los faie.
El extraño del clan Ra’basi apareció entonces y se retrasó hasta situarse a su lado.
—Perdonad mi intrusión, pero no he podido evitar oír lo que estabais diciendo —dijo en eskaliano—. ¿Estás interesado en los Hâzadriëlfaie, Seregil í Korit? —titubeó con aire avergonzado—. Seregil de Rhíminee, quería decir.
—Estoy en desventaja, Ra’basi —replicó Seregil con una frialdad que provocó un estremecimiento de alarma por todo el cuerpo de Alec—. Conoces el nombre que ha sido elegido para mí, pero yo ignoro el tuyo.
—Nyal í Nhekai Beritis Nagil de Ra’basi, intérprete de la caballería de la princesa Klia. Perdona mi torpeza, te lo ruego. La capitana Beka a Kari habla tan elogiosamente de ti que deseba conocerte.
Seregil se inclinó levemente en su silla pero Alec sabía que mantenía la guardia alta.
—Debes de haber viajado. Puedo oír los acentos de muchos puertos mientras hablas.
—Los mismos que yo oigo cuando tú lo haces —replicó Nyal con una atractiva sonrisa—. Aura me obsequió con un oído para las lenguas y unos pies infatigables. Por eso he pasado la mayor parte de mi vida como guía e intérprete. Me siento muy honrado de que la Ila’sidra me haya considerado digno de este encargo.
Alec observaba con interés al guapo recién llegado. A juzgar por lo que había oído, el clan Ra’basi tenía muchísimo que ganar si las fronteras volvían a abrirse y sin embargo, estaba unido por lazos muy estrechos a sus vecinos septentrionales, los Víresse y los Goliníl, quienes se oponían a cualquier enmienda al Edicto de Separación. Hasta el momento su khirnari, Moriel a Moriel, no había apoyado abiertamente ninguna de las dos posturas.
Pasó un momento antes de que Alec advirtiera que el hombre también lo estaba estudiando a él.
—Pero tú no eres eskaliano, ¿verdad? —le dijo—. No tienes ni el aspecto ni el acento… ¡Ah, sí, ahora lo veo! ¡Tú eres el Hâzadriëlfaie! ¿De qué clan desciendes?
—Nunca conocí a mi pueblo ni supe que era uno de ellos hasta hace muy poco tiempo —le contó Alec mientras se preguntaba cuántas veces tendría que volver a ofrecer esta explicación—. Pero eso parece suponer mucho por aquí. ¿Sabes algo de ellos?
—De hecho así es —contestó Nyal—. Mi abuela me ha contado su historia muchas veces. Ella pertenece al clan Haman y ellos perdieron a muchos de los suyos durante la Migración.
Seregil enarcó una ceja.
—¿Estás emparentado con los Haman?
Nyal sonrió.
—Vengo de una familia viajera. Estamos emparentados con la mitad de los clanes de Aurëren de una u otra manera. Se dice que eso nos vuelve más… ¿cuál es la palabra…? Tolerantes. De veras, Seregil, incluso con una abuela Haman, no te deseo mal alguno.
—Ni yo a ti —replicó Seregil de manera bastante poco convincente—. Si me perdonas.
Sin esperar una réplica, hizo volverse a su caballo y se dirigió hacia la retaguardia de la columna.
—Resulta un poco abrumador para él… encontrarse aquí —se disculpó Alec—. Me gustaría escuchar lo que sabes de los Házad. ¿Mañana, tal vez?
—Mañana, entonces, para pasar el tiempo durante nuestro largo viaje —después de despedirse con un saludo desenvuelto, Nyal se reunió con los jinetes eskalianos.
Alec volvió con Seregil.
—¿Qué demonios te ocurre? —inquirió entre dientes.
—Está aquí para vigilarnos —murmuró Seregil.
—¿Por qué? ¿Porque es en parte Haman?
—No, porque oyó lo que estábamos diciendo a siete metros de distancia, por encima del ruido de los caballos.
Mirando por encima de su hombro, Alec vio que el intérprete estaba conversando con Beka y su sargento.
—Lo hizo, ¿no es cierto?
—Sí, lo hizo —bajó la voz y añadió suavemente en eskaliano—. Nuestras largas vacaciones han terminado. Es hora de empezar a pensar como…
Alzó la mano izquierda y cruzó en un movimiento fugaz el pulgar sobre el anular.
Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Alec; era el signo de «Centinelas». Y era la primera vez desde la muerte de Nysander que Seregil lo utilizaba.
La casa del clan de la que Riagil había hablado resultó ser más bien una especie de pueblo amurallado. Unos muros blancos y cubiertos de enredaderas delimitaban un extenso laberinto de patios, jardines y casas decoradas con pinturas de criaturas marinas. Árboles en flor y plantas de todas clases llenaban el aire con fragancias intensas, subrayadas por el olor del agua fresca y próxima.
—¡Es muy hermoso! —exclamó Alec con suavidad, aunque a duras penas expresaba esto el efecto que el lugar le había causado. En todos sus viajes, jamás había visto nada que resultara tan inmediatamente grato a la vista.
—La casa de un khirnari es el hogar y el corazón de las fai’thast —le dijo Seregil, a quien evidentemente había deleitado su reacción—. Deberías ver la de los Bókthersa.
Por la Tétrada, espero que algún día lo hagamos juntos, pensó el muchacho.
Después de dejar a los jinetes de escolta en un gran patio situado tras la puerta principal, Riagil condujo a sus invitados hasta una casa espaciosa y coronada por numerosas cúpulas que se levantaba en el centro del recinto. Desmontó y se inclinó ante Klia.
—Bienvenida a mi casa, honorable dama. Se han realizado todos los preparativos necesarios para vuestra comodidad y la de vuestros acompañantes.
—Tenéis mis más sinceros agradecimientos —contestó Klia.
Riagil y su esposa, Yhali, condujeron a los nobles eskalianos por corredores frescos y decorados con azulejos hasta una serie de aposentos que se asomaban a un patio interior.
—¡Mirad allí! —rió Alec mientras observaba a una pareja de lechuzas pardas posadas sobre uno de los árboles—. Dicen que las lechuzas son las mensajeras de Illior… Aura, quiero decir. ¿Aquí también ocurre?
—No son mensajeras pero igualmente son criaturas favorecidas y, en todo caso, pájaros de buen agüero —contestó Riagil—. Quizá porque son las únicas aves predadoras que no se alimentan de los dragones jóvenes, los verdaderos mensajeros de Aura.
Alec y Seregil recibieron una pequeña y encalada habitación al fondo de la fila de aposentos de invitados. Las paredes de rugosa textura estaban recorridas por numerosos nichos ennegrecidos que se utilizaban para alojar lámparas. Los muebles, hechos de maderas pálidas y poco ornamentados, eran de una elegancia sencilla. La cama, una plataforma ancha rodeada por capas de una tela vaporosa que Seregil llamó gasa, fue una visión particularmente bienvenida después de los estrechos alojamientos públicos que habían tenido que sufrir en alta mar. Mientras miraba en derredor, Alec sintió la impaciencia de ciertos impulsos que había mantenido firmemente a raya durante su estancia a bordo, y lamentó que sólo fueran a pasar una noche allí.
—Se está preparando nuestro baño para ti y tus mujeres —dijo Yhali a Klia mientras Riagil y ella se disponían a marcharse—. Enviaré a un criado para que os conduzca allí.
Riagil ofreció a Seregil una mirada fría.
—Los hombres utilizan la cámara azul. Estoy seguro de que recuerdas el camino.
Seregil asintió y esta vez Alec estuvo seguro de ver un destello de tristeza en los ojos grises de su amigo. Si el khirnari se había dado cuenta, no dio muestras de ello.
—Mis criados os conducirán a la fiesta cuando os hayáis refrescado. ¿Y tú, Torsin í Xandus?
—Por ahora me quedare aquí —replicó el anciano—. No conozco a todos los miembros de nuestro grupo.
Cuando el khirnari y su mujer se hubieron marchado, Torsin se volvió y se dirigió directamente a Alec por vez primera desde su llegada.
—Me han contado muchas veces que salvaste la vida de Klia, Alec í Amasa. Además, mi nieta Melessandra sólo tiene palabras de elogio para ti. Me siento honrado de conocerte.
—Y yo de conoceros a vos, honorable señor. —Alec logró mantener el rostro sereno mientras aceptaba la mano que el hombre le tendía.
Después de una vida de completo anonimato, iba a tardar en acostumbrarse a una notoriedad tan generalizada.
—Me reuniré con vosotros en un momento. Si me perdonáis —dijo Torsin antes de entrar en sus aposentos.
—Venid conmigo los dos —dijo Seregil a Alec y Thero—. Creo que disfrutaréis de eso. Ciertamente yo pretendo hacerlo.
Después de cruzar el patio lleno de flores, entraron en una cámara abovedada, cuyas paredes estaban pintadas de azul y decoradas con más de las caprichosas criaturas marinas que Alec había visto en los muros exteriores. La luz del sol penetraba a través de pequeñas ventanas situadas cerca del techo y sus rayos parecían danzar sobre la superficie de una pequeña y humeante piscina excavada en el suelo. Cuatro hombres sonrientes de diferentes edades avanzaron murmurando saludos hacia ellos para ayudarlos a quitarse la ropa.
—Sólo los Aurënfaie podrían hacer del baño una costumbre para los invitados —señaló Alec para cubrir su inicial incomodidad frente a tales atenciones.
—Ciertamente no lo es decirles a tus visitantes que apestan —murmuró Seregil con una risilla.
Antes de que Alec hubiera conocido a Seregil, el baño era algo que sólo se producía cuando era absolutamente necesario y sólo en pleno verano. Las abluciones diarias le parecían algo no sólo absurdo, sino absolutamente peligroso, hasta que había sido ganado en Rhíminee por los placeres del agua caliente y las bañeras sin astillas.
Incluso entonces, había considerado que la devoción de Seregil a tales comodidades físicas no era más que otra de sus perdonables rarezas. En los últimos tiempos, Seregil le había explicado que el baño era una parte integral de la vida de los Aurënfaie y el corazón de su hospitalidad.
Y ahora, por fin, iba a experimentarlo de primera mano… si bien en una versión ligeramente alterada. Los baños separados para hombres y mujeres eran una costumbre eskaliana; Alec no estaba seguro de cómo se hubiera sentido teniendo que compartir un baño comunal con Klia.
Unas tuberías de arcilla transportaban agua caliente a la cámara del baño desde algún lugar del exterior. El aire lleno de vapor olía a hierbas dulces.
Después de entregar sus últimas prendas al criado, Alec siguió a los otros al baño. Al cabo de tantos días en el mar fue una sensación deliciosa y no tardó en relajarse, observando el juego de las luces reflejadas a lo largo del techo mientras el agua lo abrazaba para arrancarle todas las tensiones y magulladuras de la travesía.
—¡Por la Luz, lo había echado de menos! —suspiró Seregil mientras se estiraba perezosamente y apoyaba la cabeza contra un borde de la piscina.
Thero entornó los ojos al reparar en la herida de flecha del hombro de Seregil. La piel seguía hinchada y un feo hematoma púrpura se había extendido por su piel clara; se encontraba a mitad de camino de la pequeña y apagada cicatriz circular del centro de su pecho.
—No me había dado cuenta de que fuera tan grave —dijo.
Seregil flexionó el hombro con aire indiferente.
—Parece peor de lo que es.
Después de remojarse y frotarse adecuadamente, los sirvientes los secaron y los condujeron hasta unos gruesos jergones del suelo, donde les dieron masajes de la cabeza a los pies, ungiéndolos con aceites aromáticos en cada articulación y cada músculo. El sirviente de Seregil se cuidó especialmente de su magullado hombro y fue recompensado con una serie de gemidos de aprecio.
Alec hizo lo que pudo para relajarse mientras unas diestras manos bajaban inexorablemente por su espalda hacia porciones de su anatomía que generalmente consideraba vedadas para todos salvo para Seregil. Ninguno de sus compañeros parecía sentir escrúpulos por ello, ni siquiera Thero, que yacía en el siguiente jergón, gruñendo con aire satisfecho.
Toma lo que te envía el Portador de la Luz y da gracias, se recordó Alec, que todavía había de esforzarse por adoptar la filosofía de Seregil.
Torsin se reunió con ellos durante el masaje y se dejó caer lentamente sobre una silla que había a su lado.
—¿Qué os parece la hospitalidad de nuestro anfitrión? —preguntó sonriendo a Alec y Thero—. Nosotros los eskalianos nos consideramos un pueblo refinado, pero los faie nos superan ampliamente en este aspecto.
—Sólo espero que nos la ofrezcan allá donde estemos —musitó el mago, feliz.
—Oh, sí —le aseguró Torsin—. Se considera una gran deshonra que un anfitrión o un invitado desatiendan tales detalles.
Alec gimió.
—¿Queréis decir que si no me baño o utilizo el cubierto apropiado provocaré un escándalo?
—No, pero traerás el deshonor sobre ti y sobre la princesa —replicó Torsin—. Las leyes que gobiernan el comportamiento de nuestros anfitriones son todavía más estrictas. Si un invitado sufre algún daño, el deshonor afecta a todo el clan.
Alec se puso tenso; resultaba imposible pasar por alto la velada referencia al pasado de Seregil.
Seregil se apoyó sobre un codo para encararse con el anciano.
—Ya sé que no me queríais aquí —su voz estaba tranquila, controlada, pero los nudillos de sus apretados puños habían adquirido un color blanquecino—. Soy tan sensible como vos a las complicaciones causadas por mi regreso.
Torsin sacudió la cabeza.
—No estoy seguro de que lo seáis. Riagil era vuestro amigo y no creo que hayáis malinterpretado su recibimiento —se interrumpió bruscamente y tosió sobre un pañuelo de lino. El ataque se prolongó durante varios segundos y la frente del anciano se perló de sudor—. Perdonadme. Mis pulmones ya no son lo que eran —logró decir al fin al tiempo que guardaba el pañuelo en la manga—. Como estaba diciendo, Riagil no ha podido daros la bienvenida. Lady Amali ni siquiera pronunciará vuestro nombre, a pesar de que apoya la causa de la princesa Klia. Si nuestros aliados no pueden tolerar vuestra presencia, ¿cómo reaccionarán a ella nuestros oponentes? Si fuera cosa mía, os enviaría de vuelta a Eskalia de inmediato, en vez de seguir poniendo en peligro la tarea que nuestra reina nos ha encomendado.
—Trataré de no olvidarlo, mi señor —replicó Seregil con la misma y falsa compostura que había preocupado a Alec antes. Se puso en pie, se cubrió con una toalla y abandonó la habitación sin una mirada atrás.
Tragándose su propia cólera, Alec lo siguió, dejando a Thero para arreglar las cosas lo mejor que pudiera. Alcanzó a Seregil en el patio del jardín y alargó el brazo para detenerlo. Seregil se sacudió su mano y continuó caminando.
De vuelta en sus aposentos, se puso unos pantalones y utilizó la toalla para secarse el pelo.
—Ven aquí, arréglate, mi ya’shel ——dijo, todavía con el rostro sombrío. Alec atravesó la habitación, lo tomó por la muñeca y apartó la tela. Seregil lo miró fijamente a través de una masa ensortijada de cabello. Una furia helada brillaba en sus ojos. Volvió a sacudirse su contacto con brusquedad, tomó un peine y lo pasó por sus cabellos con tal fuerza que se arrancó varios mechones.
—¡Dame eso antes de que te hagas daño! —a empellones, obligó a Seregil a sentarse en una silla, le arrebató el peine y empezó a cepillarle el pelo con suavidad, deshaciendo los nudos y luego acomodándose a un ritmo sedante como si se estuviera encargando de un caballo de temperamento. Seregil irradiaba cólera como si fuera calor pero Alec la ignoró, sabiendo que no estaba dirigida a él.
—¿Crees que Torsin pretendía realmente…?
—Eso es exactamente lo que pretendía —dijo Seregil. Parecía estar echando humo—. Decir eso y delante de esos sirvientes… ¡Como si necesitara que me recordaran por qué no tengo nombre en mi propio país!
Alec dejó el peine a un lado, echó hacia atrás la mojada cabeza de Seregil hasta apoyarla contra su pecho y acunó las delgadas mejillas de su amigo en sus manos.
—No importa. Estás aquí porque Idrilain y Adzriel quieren que estés aquí. Dale tiempo a los demás. En este lugar no has sido más que una leyenda durante cuarenta años. Muéstrales en qué te has convertido.
Seregil cubrió las manos de Alec con las suyas y entonces se puso en pie y lo atrajo hacia sí.
—Ah, talí ——gruñó mientras lo abrazaba —. ¿Qué haría yo sin ti, eh?
—Eso es algo de lo que no volverás a tener que preocuparte —le prometió Alec—. Ahora tenemos que ir a una fiesta. Muéstrales al mejor Lord Seregil. Confúndelos con tu encanto.
Seregil dejó escapar una risotada amarga.
—Muy bien, pues; Lord Seregil será, y si eso no basta para ganárselos, sigo siendo el talímenios del famoso Hâzadriëlfaie, ¿no? Como la luna, penderé muy cerca de ti durante toda la noche, reflejando tu brillo por virtud de mi propia y oscura superficie.
—Compórtate —le advirtió Alec—. Cuando regresemos aquí esta noche quiero que estés de mejor humor —llevó su boca a la de Seregil para subrayar el significado de sus palabras y, para su satisfacción, sintió que los apretados labios se relajaban y se abrían bajo los suyos.
Illior, patrón de los ladrones y los locos, préstanos la astucia que necesitamos para sobrevivir a esta velada, pensó.
Torsin no había vuelto a dar señales de vida cuando una joven sirvienta apareció para guiarlos a la fiesta. Por el contrario, Thero ya se encontraba allí y Alec advirtió que el mago se había ataviado para impresionar a sus anfitriones; su túnica azul marino estaba bordada con zarcillos de vid de hilo de plata y llevaba la varita de cristal que había utilizado a bordo de la Zyria en un cinturón tachonado de oro. Al igual que Alec y Seregil, también él llevaba el medallón de la llama y la luna creciente de la casa de Klia.
La fiesta se celebraba en un gran patio alargado cerca del centro de la casa del clan. Antiguos árboles se erguían sobre las mesas que se habían dispuesto allí, decorados los nudosos troncos y las ramas más bajas con centenares de diminutas lámparas.
Alec examinó a los invitados y, para su alivio, descubrió que los Gedre no habían hecho de ello ninguna ceremonia. Había gente de todas las edades allí, riendo y charlando. Habiéndose criado en las tierras del norte, los faie siempre habían sido para él criaturas de leyenda, mágicas y asombrosas. Ahora, de pie en medio de un clan entero de ellos, Alec se sintió como si volviera a encontrarse en Watermead, compartiendo la comida comunal al cabo del día.
Descubrió a Beka en una mesa cerca de la puerta y lanzó a Seregil una mirada esperanzada, pero su guía los estaba conduciendo ya a la mesa del khirnari, situada bajo el más grande de los árboles.
Klia y Torsin se sentaron a la derecha de Riagil y Amali a Yassara a su izquierda. Para su disgusto, Alec se encontró alejado de los demás, sentado entre dos de los nietos de Riagil.
Pero al cabo de un rato descubrió que la comida y la etiqueta propia de la cena resultaban bastante menos complicadas de lo que se era habitual en los banquetes de Eskalia.
Pescado escalfado, un rico estofado de venado y pasteles rellenos de queso, verduras y especias se sirvieron junto a canastas de panes con la forma de animales fantasiosos. Muy pronto los siguieron bandejas de verduras asadas, nueces y varias clases de aceitunas. Unos atentos sirvientes mantenían su copa llena de una bebida especiada que sus compañeros de cena llamaban rassos.
No se había preparado ningún entretenimiento formal; en su lugar, algunos de los invitados a la fiesta se levantaron simplemente de sus asientos y comenzaron a cantar o a realizar coloridos trucos de magia.
A medida que la velada avanzaba y fluía el rassos, estas exhibiciones improvisadas se hicieron más frecuentes y exuberantes.
Demasiado alejado de los demás para participar en la conversación, Alec miraba con envidia la mesa de Beka. Los jinetes de la turma Urgazhi se estaban mezclando amistosamente con los miembros de la guardia de honor Aurënfaie. El intérprete, Nyal, estaba sentado al lado de Beka y ambos parecían estar compartiendo algún chiste.
Seregil también parecía estar disfrutando enormemente de las rosas. Amali seguía ignorándolo, pero había logrado entablar una conversación con algunos otros faie. Al reparar en la atención de Alec, su amigo lo saludó con un ademán divertido, como si pretendiera decirle: «sé encantador y pásalo lo mejor que puedas».
Alec se volvió de nuevo hacia sus jóvenes acompañantes.
—¿De veras no sabes nada de tu sangre faie? ——le preguntó el muchacho, Mial, después de un breve e intenso interrogatorio sobre el pasado de su familia —. ¿No sabes magia?
—Bueno, Seregil me enseñó un truco para los perros —dijo Alec al tiempo que te mostraba el signo con la mano izquierda—. Pero eso es todo.
—¡Cualquiera puede hacer eso! —se mofó la chica, Makia, que no parecía pasar de los catorce años.
—Pero sigue siendo magia —dijo su hermano, aunque Alec tenía la impresión de que simplemente estaba siendo educado.
—Yo siempre pensé que no era más que un truco —admitió Alec—. Ninguno de los magos que conocemos parece pensar que yo posea alguna clase de magia en mi interior.
—Son Tírfaie —se burló Makia—. Mira esto.
Arrugó el entrecejo y miró fijamente su plato. Tres huesos de aceituna se alzaron lentamente en el aire y pendieron inestables frente a su rostro durante unos momentos, antes de caer de nuevo sobre la mesa.
—¡Y sólo tengo veintidós!
—¿Veintidós? —Alec se volvió hacia Mial, sorprendido—. ¿Y tú?
El joven Aurënfaie sonrió.
—Treinta. ¿Qué edad tienes tú?
—Casi diecinueve —contestó Alec, que de repente se sentía un poco extraño.
Mial lo miró muy seria durante un momento y entonces asintió.
—Es lo mismo que ocurre con algunos de nuestros primos medio-faie; maduráis mucho más rápido al principio. Sin embargo, sería mejor que no revelases tu edad una vez que atraveséis las montañas. Los clanes más puros no miran a los ya’shel como nosotros. Lo último que necesita tu talímenios es otro escándalo.
Alec sintió que su rostro enrojecía.
—Gracias. Lo recordaré.
—Si no he entendido mal, ¿estás aquí como consejero de la princesa Klia en asuntos de los clanes occidentales? —preguntó Amali a Yassara, dirigiéndose directamente a Seregil por vez primera.
Seregil levantó la mirada de su postre y descubrió que ella lo estaba observando con frialdad.
—Espero ser de utilidad para nuestras dos naciones.
—¿Y no crees que su solicitud estuvo en parte motivada por la posibilidad de que tu presencia provocara fuertes reacciones en determinados círculos?
Klia sonrió a Seregil por encima del borde de su copa; en Aurëren, la conversación directa y franca se consideraba una señal de buena voluntad. Sin embargo, después de todos sus años de intrigas en Eskalia, iba a tardar algún tiempo en acostumbrarse.
—Ese mismo pensamiento se me ocurrió a mí —replicó Seregil antes de añadir, intencionadamente—; sin embargo, dado que Lord Torsin se opuso a mi presencia por las mismas razones, dudo que ese fuera su propósito.
—A pesar de sus errores de juventud, puedo aseguraros que Lord Seregil es un hombre de honor —intervino Klia con voz calmada. Él mantuvo la mirada fija en el plato de postre mientras ella proseguía—. Lo he conocido durante toda mi vida y ha sido de incalculable valor para mi madre. Sin duda sabéis que fueron Alec y él los que descubrieron los restos de Corruth í Glamien mientras desenmascaraban un complot contra el trono de Eskalia. Estoy segura de que no tengo que explicaros los efectos de dicho descubrimiento en las relaciones entre nuestros dos países. Si no fuera por eso, tal vez yo no estuviera aquí ahora, sentada en vuestra compañía, y tal vez no habría barcos eskalianos anclados de nuevo en vuestro puerto después de tantos años.
Riagil la saludó con su copa.
—Empiezo a comprender por qué vuestra madre os confió esta misión, Klia á Idrilain.
—No pongo en duda lo que decís de él ni menosprecio sus buenos actos —dijo Amali, aparentemente contenta por poder hablar de nuevo como si Seregil no se encontrara allí—. Pero si sigue siendo faie de corazón, entonces sabe que uno no puede cambiar el pasado.
—¿Pero no puede el pasado de uno ser perdonado? —replicó Klia. Al ver que la pregunta no recibía respuesta, se volvió hacia Riagil—. ¿Cómo creéis que lo recibirán en Sarikali?
El khirnari miró a Seregil con aire reflexivo y luego contestó:
—Creo que sus amigos harían bien en permanecer cerca de él.
¿Una advertencia o una amenaza?, se preguntó Seregil, incapaz de discernir lo que escondían las neutras palabras del hombre. A medida que la velada se alargaba, en más de una ocasión levantó los ojos para encontrarse con Riagil, que lo observaba con la misma mirada enigmática… no amistosa, pero tampoco fría.
Acabada la cena, la gente paseaba entre las mesas, compartiendo vino y conversación.
Seregil estaba buscando a Alec cuando sintió que un brazo rodeaba su cintura.
—Torsin tenía razón sobre ella, ¿verdad? —musitó Alec mientras cabeceaba levemente en dirección a Amali á Yassara.
—Es el atui ——replicó Seregil con un ligero encogimiento de hombros.
—También teme el efecto que puedas tener en la Ila’sidra —dijo Nyal detrás de ellos.
Seregil se encaró con el recién llegado con enojo apenas disimulado.
—Esa parece ser la actitud predominante.
—El éxito de la princesa Klia significa mucho para los Akhendi —señaló el Ra’basi—. Dudo que ella juzgara tu pasado con tal rudeza si no supusiera una amenaza para sus propios intereses.
—Pareces saber mucho sobre ella.
—Como ya te dije, soy un viajero. Uno aprende mucho de esa manera —realizó una educada reverencia y se perdió entre la multitud.
Seregil le observó marchar y entonces intercambió una mirada sombría con Alec.
—Un oído de lo más notable el de este hombre.
La reunión fue languideciendo conforme los incansables niños desaparecían en las sombras que había más allá de los árboles y los ancianos se despedían de los eskalianos. Liberado por fin de las obligaciones sociales, Alec se había retirado a la compañía de Beka y sus jinetes. Sin embargo, cuando Seregil se levantaba para marcharse, Riagil lo detuvo con un gesto.
—¿Recuerdas el jardín de la luna? —preguntó el khirnari——. Si no recuerdo mal, era uno de tus lugares predilectos.
—Por supuesto que lo recuerdo.
—¿Te complacería volver a verlo?
—Mucho, khirnari ——contestó Seregil mientras se preguntaba dónde le conduciría este inesperado giro de los acontecimientos.
Caminaron en silencio a través del laberinto de edificios hasta llegar a un pequeño patio situado al otro extremo del recinto. Al contrario que los demás jardines, donde flores de colores contrastaban vivamente contra las paredes calentadas por el sol, este lugar había sido construido para la meditación nocturna. Estaba lleno de toda clase de flores blancas, hierbas medicinales y plantas de hojas plateadas, reunidas como nieve recién caída en macizos a ambos lados de las veredas pavimentadas con pizarra negra. Incluso bajo la luna menguante que cabalgaba aquella noche sobre las estrellas, las flores resplandecían en la oscuridad. Sobre sus cabezas, cometas de papel con serpentinas cubiertas de inscripciones crujían con suavidad al extremo de alambres, susurrando sus pintadas plegarias a la brisa de la noche.
Los dos hombres permanecieron en silencio durante un rato, admirando la perfección del lugar.
Al fin, Riagil dejó escapar un profundo suspiro.
—Una vez te llevé dormido a tu lecho desde aquí. No parece haber pasado tanto tiempo.
Seregil se encogió.
—Me sentiría avergonzado si cualquiera de mis compañero Tír te oyera decir eso.
—Tú y yo no somos Tír —dijo Riagil, el rostro perdido un instante entre las sombras—. Sin embargo veo ahora que te has vuelto extraño entre ellos, mayor de lo que corresponde a tu edad.
—Siempre lo fui. Quizá es cosa de familia. Mira a Adzriel. Ya es khirnari.
—Tu hermana mayor es una mujer muy notable. Akaien í Solun estuvo encantado de cederle el título en cuanto tuvo la edad necesaria. Pero sea como sea, la Ila’sidra seguirá considerándote un jovenzuelo y a la reina una necia por emplearte como emisario.
—Si he aprendido algo entre los Tír es la utilidad de ser subestimado.
—Algunos podrían interpretarlo como una falta de honor.
—Más vale carecer de la semblanza del honor y poseerlo que poseer la semblanza y carecer de él.
—Qué punto de vista más singular —murmuró Riagil antes de sorprender a Seregil con una sonrisa—. Y, sin embargo, no carente de sentido. Adzriel trajo favorables noticias sobre ti desde Rhíminee. Después de haberte visto hoy entre tus compañeros, creo que sus esperanzas estaban justificadas.
Se detuvo. Su rostro volvía a estar serio.
—Eres una especie de espada de doble filo, muchacho, y como tal voy a emplearte. Gedre se ha marchitado lentamente desde la imposición del Edicto, como una vid cuyas raíces han sido cortadas. Lo mismo le ha ocurrido a los Akhendi, que participaban del comercio que atravesaba nuestro puerto. Si queremos sobrevivir como lo que somos, Klia debe tener éxito. El comercio con el norte debe reestablecerse. Decida lo que decida la Ila’sidra, dile a tu princesa que Gedre apoyará su causa.
—No alberga dudas sobre eso —le aseguró Seregil.
—Gracias. Dormiré mejor esta noche. Permite que te deje con esto. —Riagil extrajo un pergamino sellado de su cinturón y se lo tendió—. Es de tu hermana. Bienvenido a casa, Seregil í Korit.
La garganta de Seregil se tensó dolorosamente al escuchar el sonido de su verdadero nombre. Antes de que pudiera responder, Riagil se retiró educadamente, dejándolo a solas con el susurro de las cometas.
Acarició con el pulgar la imagen del árbol y el dragón sobre el lacre, mientras imaginaba el pesado sello de su padre en el delgado dedo de su hermana. Abrió el lacre con la uña y desenrolló el pergamino.
Adzriel había introducido algunas flores secas de wandregisilus en la carta. Aplastó los descoloridos pétalos rojos entre sus dedos e inhaló su especiado aroma mientras leía.
«Bienvenido a casa, querido hermano» empezaba la carta, «porque así me dirijo a ti en mi corazón a pesar de que en cualquier otra parte me esté prohibido. Se me rompe el alma al no poder proclamar abiertamente nuestro parentesco. Cuando nos encontremos, sabe que son las circunstancias las que me lo impiden, no mi frialdad. Por el contrario, te doy las gracias por acometer esta dolorosa y arriesgada misión».
«Reclamar tu inclusión en el séquito no fue ninguna inspiración repentina. El primer destello de la idea se encontraba ya en mi mente durante nuestro breve encuentro, aquella noche en Rhíminee. Que Aura obsequie con sus bendiciones al pobre khi de Nysander por haberme revelado tu verdadera ocupación. Cuídate de la seguridad de nuestra pariente y que Aura te guarde hasta que vuelva a abrazarte en Sarikali. Tengo mucho que contarte, Haba. —Adzriel».
Haba.
La tirantez de su garganta regresó mientras releía la carta confiándola por completo a su memoria.
—En Sarikali —susurró a las cometas.