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ESPERANZAS SINIESTRAS
El viento cargado de nevisca azotaba a Magyana, arrancando húmedos mechones de la espesa trenza blanca de la maga mientras recorría penosamente el desolado campo de batalla. En la distancia, las tiendas de campaña del extendido campamento de su reina se ondulaban y crujían a lo largo de la ribera, espectros negros en una llanura parda. En los improvisados corrales se apelotonaban los caballos de espaldas al viento. Los desafortunados soldados que estaban de guardia hacían lo mismo, y sus verdes guerreras eran la única nota de color en la triste paleta del paisaje.
Magyana se envolvió lo mejor que pudo en su capa empapada.
En sus trescientos tres años de vida, jamás había sentido el frío con tanta intensidad. Quizá era que su fe la había mantenido cálida hasta entonces, reflexionó con tristeza, fe en los ritmos confortables de su vida y fe en Nysander, el mago que había formado parte de su alma durante dos siglos. La maldita guerra le había robado ambas cosas y otras muchas. Casi una tercera parte de los magos de la Oréska estaba muerta, cientos de años de vida y conocimientos derrochados.
El segundo consorte de la Reina Idrilain y sus dos hijos menores habían caído en batalla, junto con docenas de aristócratas e incontables soldados rasos, arrojados por las hojas enemigas o la enfermedad al otro lado de las Puertas de Bilairy.
La tristeza de Magyana se mezclaba con el resentimiento por el trastorno de su ordenada existencia. Ella era una viajera, una erudita, alguien dedicado a reunir maravillas y leyendas. Sólo a regañadientes había accedido a ocupar el lugar de Nysander junto a la Reina.
Mi pobre Nysander. Se secó una lágrima que el viento arrastraba por su mejilla. Hubieras disfrutado con todo esto, lo hubieras concebido como un gran juego que había de ganarse.
Así que aquí se encontraba, atrapada por el invierno en las tierras desoladas de la Micenia meridional, un reino que volvía a estar bañado por la sangre de sus dos belicosos vecinos. Plenimar extendía unas garras avariciosas en dirección oeste, hacia la frontera de Eskalia, y en dirección norte, hacia los fértiles señoríos que se sucedían a lo largo de la Vía Dorada. Este duro segundo invierno de guerra había frenado la lucha, pero a medida que los días se alargaban lentamente hacia la primavera, los espías de la Reina habían empezado a informar de lo impensable: sus aliados micenios empezaban a considerar la posibilidad de la rendición.
Y no es de extrañar, pensó Magyana mientras al fin alcanzaba el extremo del campamento. Acababan de cumplirse cinco días desde la última batalla. Aquellos campos saqueados donde antaño los campesinos cortaran las espigas de grano estaban plantados ahora con una semilla más cruel: estandartes desgarrados, cubos destrozados, flechas ignoradas por los saqueadores y los tristes y ocasionales restos de seres humanos, tan congelados que ni siquiera los cuervos podían aprovecharlos. Al llegar la primavera, el deshielo traería una cosecha amarga y, ahora que las cosas habían ido tan terriblemente mal, ella dudaba mucho que uno solo de ellos se encontrara allí para verla.
Los plenimaranos los habían sorprendido justo antes del amanecer. Idrilain se había puesto la armadura y se había apresurado a acudir en ayuda de sus tropas antes de que Magyana pudiera alcanzarla. Pero no se había abrochado uno de los lados de la coraza y durante la batalla una flecha plenimarana había encontrado la abertura y había atravesado el pulmón izquierdo de la Reina. Había sobrevivido a la extracción, pero la herida se había infectado rápidamente. Los arqueros plenimaranos untaban sus flechas con sus propios excrementos antes de las batallas.
Desde entonces, una hueste de curadores drisianos había utilizado sus habilidades combinadas para mantenerla viva mientras la herida se pudría y las fiebres le separaban la carne de los huesos. Era una agonía ver a Idrilain combatiendo esta batalla silenciosa, pero la reina se negaba a ordenar su propia liberación.
—Aún no. No tal y como están las cosas —había gemido, aferrada a las manos de Magyana y con voz entrecortada. Luego, se había sacudido y se había alisado la túnica.
Mientras llegaba al pabellón verde de la reina, Magyana elevó una plegaria silenciosa. ¡Oh, Illior, Sakor, Astellus y Dalna, ésta es la hora! Dad a nuestra Reina fuerzas para que podamos salir triunfantes.
Un guardia apartó la cortina al verla llegar y ella se sumergió en el sofocante calor que reinaba al otro lado.
Decorada con enormes tapices que colgaban de las vigas del techo, la cámara de audiencias estaba ya atestada de oficiales y magos convocados por la reina. Magyana ocupó su lugar a la izquierda del trono y luego le hizo una seña con la cabeza a Thero, su protegido y compañero de conspiración, que se encontraba muy cerca. Él hizo una reverencia sin que su calmado y estético rostro revelase nada.
Los tapices que había detrás del trono se hicieron a un lado e Idrilain entró en la cámara, apoyada sobre el brazo de su hijo mayor, el príncipe Korathan, y seguida por sus tres hijas. Todos ellos, salvo Aralain, vestían de uniforme.
Idrilain tomó asiento y su heredera, Phoria, colocó la antigua espada de Gérilain, desenvainada, sobre las rodillas de su madre.
Valiente en la guerra, sabia en la paz, Idrilain había empuñado la antigua espada con honor durante más de cuatro décadas. Ahora, sin que nadie más que sus más cercanos consejeros lo supieran, estaba demasiado débil para levantarla sin ayuda.
Su espeso cabello gris caía suavemente sobre sus hombros tras la diadema de oro, escondiendo su delgado cuello. Se cubría las marchitas manos con unos guantes de suave piel. Su cuerpo agotado estaba envuelto en túnicas para esconder la magnitud de su declive.
Las infusiones de los drisianos apaciguaban el dolor lo suficiente como para que no le resultase oneroso a su exhausto corazón, pero había límites hasta para sus poderes. Fue necesaria la magia de Thero para devolver la semblanza y el color de la salud a las mejillas de la reina y para prestar un falso vigor a su voz. Sólo sus pálidos ojos azules permanecían incólumes, tan agudamente alertas como los de un quebrantahuesos.
La ilusión era perfecta. Por desgracia, tal engaño había de ser practicado sobre los propios hijos de Idrilain.
Cada uno de los dos consortes de la reina le había dado tres hijos y cada una de aquellas camadas había sido tan diferente entre sí como los hombres que las habían engendrado. Los tres mayores —la princesa Phoria, su gemelo Korathan y su hermana pequeña, Aralain— eran altos, rubios y solemnes.
Klia, la más joven y la única superviviente de los otros tres hijos, tenía los mismos rasgos hermosos, el mismo pelo castaño y el mismo ingenio presto que su padre y los dos hermanos por los que todavía lucía un crespón negro. De estos seis, habían sido siempre la hija mayor y la menor a las que los magos de la Oréska habían vigilado con más atención.
Diestra y audaz en la batalla, Phoria había ascendido entre las filas de la Guardia Montada de la Reina hasta alcanzar el puesto de Comandante en Jefe de la Caballería de Eskalia. Con casi cincuenta años, era tan renombrada en los círculos militares por sus innovaciones tácticas como en los cortesanos por su hablar franco y su desgraciada esterilidad. Aunque sus méritos como guerrera hubieran bastado para conseguirle la corona en tiempos de su tatarabuela, las cosas habían cambiado y Magyana no era la única en temer que Phoria careciera de la visión necesaria para gobernar un estado como aquél, inmerso en las complejidades de un mundo más ancho.
Además, poco antes de su muerte, Nysander le había insinuado la existencia de diferencias entre la reina y su heredera, aunque algún juramento le había impedido revelar más.
—Ahora somos los más viejos de la Oréska, amor mío. Nadie sabe mejor que nosotros la precariedad con la que el bien común se balancea sobre el filo de la Espada de Gérilain —le había advertido—. Mantente cerca del trono y de todas aquellas que algún día podrían ocuparlo.
Magyana volvió su atención a Klia y sintió un cariño que empezaba a resultarle familiar. A la edad de veintiséis no sólo comandaba un escuadrón entero de la Guardia de la Reina, sino que había demostrado también gran talento para la diplomacia. No era ningún secreto que muchos eskalianos hubieran deseado que la primogénita fuera ella.
Idrilain alzó una mano y se hizo el silencio en la sala.
—Perderemos esta guerra —comenzó a decir, con apenas un ronco gemido por voz.
En silencio, Magyana envió un jirón de su fuerza vital al cuerpo destrozado de la mujer. Aquel contacto le provocó una oleada de dolor que empezó a recorrer sus venas con la sorda y aplastante fuerza del sufrimiento y la fatiga de Idrilain. Magyana se forzó a respirar con lentitud, mientras dejaba que su mente se alzara sobre ello y retuviera su concentración. Al otro lado de la sala, Thero estaba haciendo lo mismo.
—Perderemos esta guerra sin Aurëren —continuó la reina con una voz que sonaba más fuerte—. Necesitamos la fortaleza de los Aurënfaie y a sus magos para contener la marea de la nigromancia plenimarana. Y, si Micenia llegara a caer, necesitaremos también su comercio: caballos, armas, comida…
—Hasta ahora lo hemos hecho bastante bien sin la ayuda de los faie —bufó Phoria—. Plenimar no ha logrado expulsarnos de la ribera del Folcwine, a pesar de todos sus nigromantes y sus abominaciones.
—¡Pero lo hará! —graznó Idrilain. Un ayuda de cámara le ofreció una copa pero ella la rechazó con un ademán; nadie debía ver el temblor de sus manos—. Incluso si logramos derrotarlos necesitaremos a los Aurënfaie después de la guerra. Necesitamos que su sangre vuelva a mezclarse con la nuestra.
Indicó con un gesto imperioso a Magyana que continuase.
—Nuestro pueblo recibió el poder de la hechicería gracias a la mezcla de las dos razas, humanos y Aurënfaie —comenzó a decir la maga para recordar su propia historia a aquellos que necesitaban que se les recordara—. Fueron los Aurënfaie quienes enseñaron a nuestros primeros magos los caminos de la magia de la Oréska —se volvió hacia la Familia Real—. Todos vosotros lleváis en vuestro interior el recuerdo de esa sangre, el legado de Idrilain I y su consorte Aurënfaie, Corruth í Glamien. Desde su asesinato y el cierre de las fronteras de Aurëren, hace ya tres siglos, pocos han sido los Aurënfaie que han venido a Eskalia, y por esa razón este legado mengua entre nosotros. Cada año que pasa son menos los niños con un don para la magia que llaman a las puertas de la Oréska, y a menudo las habilidades de estos pocos son limitadas. Y puesto que los magos no pueden procrear, no hay otro remedio que una renovación de las relaciones entre nuestros dos países. El ataque de los plenimaranos contra la Casa Oréska abatió a algunos de nuestros mejores magos jóvenes antes siquiera de que la guerra hubiera empezado de verdad. Desde entonces, la lucha ha debilitado nuestras filas todavía más. Ahora hay camas vacías en las salas de los aprendices de la Oréska y, por primera vez desde que se fundara la Tercera Oréska en Rhíminee, dos de las torres de la Casa no están habitadas.
—La hechicería es uno de los cimientos del poder de Eskalia —dijo Idrilain con voz entrecortada—. Ignorábamos, antes de que esta guerra empezara, lo fuerte que había llegado a ser la nigromancia en Plenimar. ¡Si perdemos la hechicería ahora que resulta evidente que la fuerza de nuestros enemigos está aumentando, entonces en unas pocas generaciones Eskalia estará perdida!
Se detuvo y Magyana volvió a sentir cómo se unía la magia de Thero a la suya para prestarle nuevas fuerzas a la figura cansina de la Reina.
—Lord Torsin y yo hemos estado negociando con los Aurënfaie desde hace casi un año —continuó Idrilain—. Él se encuentra ahora allí, en Virésse, y ha enviado un mensaje diciendo que la Ila’sidra ha accedido al fin a admitir una pequeña delegación para tratar el asunto.
Llamó a Klia con un ademán.
—Tú, hija mía, acudirás como mi representante. Debemos conseguir su apoyo. Discutiremos los detalles más tarde.
Klia aparentó gravedad mientras asentía con una reverencia, pero Magyana detectó un destello de alegría en sus ojos azules. Satisfecha, la maga rozó rápidamente las mentes de los demás, la Princesa Aralain resplandecía de alivio, ansiosa tan sólo por regresar a su propio y seguro hogar. El resto era otro asunto.
La expresión de Phoria no revelaba nada, pero los celos que se habían apoderado de ella dejaron el amargo regusto de la bilis en el fondo de la garganta de Magyana.
Korathan fue menos sutil.
—¿Klia? —gruñó—. ¿Vais a enviar a la menor de nosotros a una gente que vive durante siglos? ¡Se reirán en su cara! Yo, al menos…
—No pongo en duda tus habilidades, hijo mío —le aseguró Idrilain mientras cortaba en seco su protesta—. Pero te necesito aquí para ocupar el puesto de Phoria —se detuvo de nuevo y se volvió hacia su hija mayor—. Puesto que tú, Phoria, deberás tomar el mío por algún tiempo. Mis curanderos son demasiado lentos con sus remedios. Serás la Comandante en Jefe hasta que yo me recupere.
Tomó la Espada de Gérilain con ambas manos. Al instante, Thero hizo levitar la pesada hoja, permitiendo que Idrilain se la entregara a su hija.
Aunque Magyana había preparado este momento, sintió la gélida punzada de una premonición. La espada había pasado de madre a hija desde los días de Gérilain, la primera de un largo linaje de reinas guerreras, pero sólo a la muerte de la madre.
—¿Y el Regente? —preguntó Korathan, con demasiada rapidez para el gusto de Magyana. O del de su madre, pareció. Idrilain lo fulminó con la mirada.
—No necesito ningún Regente.
Magyana vio que un músculo se pinzaba en la mandíbula de Korathan mientras realizaba una silenciosa reverencia.
¿Qué es lo que te impacienta tanto? ¿Asumir el honor de tu hermana o verla en el trono?, se preguntó Magyana mientras acariciaba la superficie de su mente una segunda vez. El Oráculo Afrano podía prevenir que los herederos masculinos ascendieran al trono, pero nunca había impedido que uno de ellos gobernase desde detrás de él.
—Debo hablar en privado con Klia —dijo entonces Idrilain para despedir a los demás.
La noche había caído y Magyana se retiró a las sombras que se alzaban entre dos tiendas cercanas para esperar a que el resto de la asamblea se dispersase. En algún lugar, más allá de las nubes que todo lo cubrían, una luna llena recorría los cielos; podía sentir su intranquila llamada como un dolor sordo detrás de los ojos.
Cuando el camino estuvo despejado volvió a deslizarse silenciosamente al interior de la tienda de Idrilain, y se encontró allí a Klia, inclinada ansiosamente sobre su madre, que se había desplomado sobre su silla y pugnaba por respirar.
—¡Ayúdala! —suplicó Klia.
—Thero, trae al drisiano —pidió Magyana con voz suave.
El joven mago emergió desde detrás de un biombo situado en la parte trasera de la tienda, acompañado por el curador Akaris. El drisiano sostenía una copa humeante en una mano y su gastado bastón en la otra.
—Dadle un poco de esto —ordenó Akaris mientras le entregaba la copa a Thero. Acto seguido, llevó una mano al símbolo de Dalna que pendía de su cuello. Colocó las dos manos en la cabeza lacia de la Reina y durante algunos segundos un resplandor pálido los envolvió a ambos. El cuerpo de ella se relajó y pareció respirar con más facilidad.
Thero y Klia la llevaron hasta la cama situada en el fondo de la tienda y metieron piedras calientes entre sus mantas.
Idrilain abrió los ojos y miró a los demás con ojos fatigados. Thero volvió a ofrecerle la copa, pero después de algunos sorbitos ella apartó el rostro.
—Debemos dejar esto preparado cuanto antes —susurró.
—Tienes mi palabra, Madre, pero es posible que Kor tenga razón —dijo Klia al tiempo que se arrodillaba a su lado—. A los Aurënfaie les pareceré una niña.
—Pronto les demostrarás que están equivocados. Korathan era la única alternativa pero él los hubiera asustado.
—Lo comprendo. Es sólo que no sé qué puedo hacer yo que Lord Torsin no haya intentado ya. Conoce a los faie mucho mejor que cualquier otra persona de Eskalia.
—No es del todo cierto —murmuró Idrilain—. Pero Seregil nunca hubiera accedido a ir… al menos con Korathan…
—¿Seregil? —Klia levantó la mirada hacia Magyana, alarmada—. ¡Su mente está confundida! Todavía pesa sobre él el edicto de exilio. No puede regresar.
—Sí, sí puede… al menos durante la duración de tu visita —le dijo Magyana—. La Ila’sidra ha accedido a permitir su regreso temporal como tu consejero. Si es que quiere acompañarte.
—¿No se lo habéis preguntado aún?
—Hace casi un año que no hemos sabido nada de Alec y él.
Magyana posó una mano sobre el hombro de Klia.
—Afortunadamente, conocemos a alguien que puede encontrarlos. ¿No crees que esa capitana pelirroja tuya agradecería un permiso en Eskalia?
—¿Beka Cavish? —Klia esbozó una sonrisa suave al comprender—. Creo que sí.
Korathan y Aralain habían acompañado a Phoria de vuelta a su tienda, donde ahora se sentaba ella en silencio frente a una copa de vino, esperando la llegada de su espía.
Korathan paseaba inquieto de un lado a otro de la tienda, carcomido por algún pensamiento que todavía no estaba preparado para compartir. Aralain se acurrucaba junto al brasero, envuelta en una túnica de pieles mientras juntaba y separaba sus suaves e inútiles manos.
Desde la niñez, Phoria había despreciado la timidez de Aralain y su dependencia de otros. La hubiera ignorado por completo de no haber sido la única capacitada para concebir un heredero para el trono. Su primogénita, Elani, era ya una maleable jovencita de trece años.
—No entiendo por qué os oponéis tanto al plan de Madre —dijo Aralain al fin, mientras arqueaba las cejas de ese modo tan molesto que tenía cuando quería que la tomaran en serio.
—Porque fracasará —replicó Phoria—. Los Aurënfaie insultaron nuestro honor con su Edicto de Separación. Ahora vamos a darles otra oportunidad y en el peor momento posible. Cuando más necesario nos es aparentar fortaleza, se nos ve corriendo a pedir ayuda a quienes menos dispuestos están a prestárnosla. Es casi seguro que su negativa nos costará Micenia.
—Pero ¿y los nigromantes?
Phoria exhaló un bufido despectivo.
—Todavía no he conocido a un nigromante del que no pueda encargarse el buen acero eskaliano. Nos hemos vuelto demasiado dependientes de los magos. Durante los últimos años, Madre se ha dejado gobernar por ellos cada vez más… primero Nysander y ahora Magyana. Escucha lo que digo, ¡toda esta charada es obra suya!
Cuando al fin terminó, Phoria casi estaba gritando y le complació ver a Aralain adecuadamente acobardada. Kor había dejado también de pasear y la observaba con cautela. Aunque fuesen hermanos de sangre, ella nunca le dejaría olvidar quién tenía el poder. Satisfecha, se obligó a esbozar una fina sonrisa y volvió la atención a su vino.
Algunos minutos más tarde, se escucharon unos suaves rasguños en la puerta de la tienda.
—¡Adelante! —dijo ella.
El Capitán Traneus entró y saludó. Tenía sólo veinticuatro años —era considerablemente más joven que la mayoría de su oficialidad— pero había demostrado ser convenientemente discreto y leal, así como estar ansioso por hacerse notar. Era una combinación de lo más interesante y ella lo había adoptado como un segundo par de ojos y oídos. A su vez, él había reclutado a un considerable grupo de informadores.
—He montado guardia como me ordenasteis, mi general —le informó—. Magyana regresó a la tienda de la Reina oculta en la oscuridad. También escuché las voces de dos hombres en el interior: Thero y el drisiano.
—¿Pudiste oír lo que se dijo?
—En parte, mi general. Temo que la salud de la Reina sea peor de lo que se nos ha hecho creer. Y la comandante Klia tiene dudas sobre si está capacitada para la tarea que le ha encomendado la Reina —se detuvo y se agitó, incómodo, bajo la mirada inquisitiva de Phoria.
—¿Algo más? —le espetó ella con brusquedad.
La mirada de Traneus se perdió en algún lugar del fondo de la tienda, detrás de ella.
—Era difícil distinguir la voz de la Reina, mi general, pero a juzgar por lo que pude oír, Idrilain cree que la comandante es la única capacitada para llevar a cabo la misión.
Los dedos de Phoria se aferraron durante un instante a los brazos de su silla, pero se obligó a conservar la sangre fría. A pesar de lo mucho que le dolían aquellas palabras, sabía que sólo servirían para reforzar su posición frente a los demás. El semblante de Korathan se había ensombrecido. Aralain se miraba las uñas de los dedos.
—El plan de la Reina es enviar a Lord Seregil con Klia —añadió Traneus—. Aparentemente Magyana sabe dónde encontrarlo y también a ese joven amigo suyo.
—De modo que la mascota Aurënfaie de Madre regresa a casa, ¿eh? —Phoria esbozó una sonrisa despectiva.
—No seas resentida —murmuró Aralain—. Él siempre ha sido amable con nosotros. Si a Madre no le importó que desapareciera cuando empezó la guerra, ¿por qué debería preocuparte a ti? Además, él no nos hubiera servido de nada como soldado.
—¡Que se vaya con viento fresco! —musitó Phoria—. Ese hombre era un pervertido y un petimetre. Se aferra a los jóvenes nobles ricos como una garrapata a la piel de un perro. ¿Cuánto oro te ayudó a gastar, Kor?
Éste se encogió de hombros.
—Era un individuo divertido a su peculiar manera. Supongo que no será del todo malo como intérprete.
—Sigue vigilando a mi madre y a sus visitantes, capitán —le ordenó Phoria.
Después de saludar, Traneus se perdió en la noche.
—¿Seregil? —musitó Korathan—. Me pregunto lo que opinará Lord Torsin de eso. Él es más bien de tu opinión si no recuerdo mal.
—Además, me cuesta creer que el pueblo de Seregil esté ansioso por darle la bienvenida —asintió Phoria, poniendo fin al asunto—. Y ahora, por lo que se refiere a la misión de Klia, necesitamos un observador nuestro en la delegación.
—¿Este Traneus tuyo? —preguntó Aralain con su habitual falta de imaginación.
Phoria le lanzó de soslayo una mirada despectiva.
—Quizá deberíamos empezar con alguien en quien Klia confíe, alguien con quien hablaría abiertamente.
—Y alguien que esté en disposición de mandar despachos —añadió Korathan.
—¿Quién, entonces? —preguntó Aralain.
Phoria enarcó una ceja. Parecía divertida.
—Oh, tengo una o dos personas en mente.