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UNA MUERTE INESPERADA

Klia y el resto de los que participarían en la cacería estaban ya desayunando cuando Alec bajó a la cocina la mañana siguiente. La decuria de Braknil había sacado la pajita más larga y Nyal se encontraba con ellos, charlando con Kheeta y Beka.

Siguiendo el consejo de Nazien, Klia se había vestido con camisa militar y botas, y sus únicos ornamentos eran unos pocos talismanes Akhendi. Alec sonrió para sus adentros; a la suave luz del hogar, le recordaba a la despreocupada joven soldado que conociera en Cirna junto a los corrales de un mercader de caballos.

—Otra vez se te han pegado las sábanas al cuerpo, ¿eh? —lo reprendió Beka en tono amistoso, provocando algunas risillas entre las filas de los jinetes de Braknil, presumiblemente aquellos que habían estado de guardia dos noches antes.

Alec la ignoró y concedió toda su atención al plato de pan y salchichas que le acababa de entregar uno de los cocineros. La noche pasada se había asegurado de que la puerta del balcón estuviera cerrada a cal y canto.

—Deberíais comer, mi señora —rogó Kheeta a Klia, observando el plato apenas tocado que descansaba sobre una de sus rodillas—. Es más que probable que el viejo Nazien os lleve a medio camino de Haman y de vuelta aquí antes de que anochezca.

—Eso me han advertido, pero me temo que en este momento no tengo estómago para comer —replicó Klia mientras se daba unas palmaditas en el vientre con aire arrepentido—. Es algo difícil de admitir para un soldado, pero debo de haber bebido un poco más de la cuenta la pasada noche. Todavía no me he acostumbrado a los vinos de vuestra tierra.

—Estaba pensando que tenéis mal aspecto —dijo Beka—. Quizá deberíamos posponer la cacería. Podría avisar a Nazien.

—Hará falta más que un malestar de estómago y un dolor de cabeza para lograr que me pierda esta cacería —dijo Klia mientras daba un pequeño mordisco a una rodaja de manzana sin demasiado entusiasmo—. Nazien está a punto de inclinarse hacia nuestro lado, estoy segura de ello. El tiempo se nos está agotando y este día puede conseguirnos más simpatías que una semana entera de debates.

Alargó el brazo y pasó un dedo sobre la colección de shatta que pendía del carcaj de Alec.

—Tú has competido con ellos, Alec. ¿Qué me dices? ¿Qué nos será más útil, tirar muy bien o tirar muy mal?

—Si estuviéramos en Rhíminee, yo diría que lo segundo, mi señora. Sin embargo, creo que aquí es mejor hacer una demostración de habilidad.

—Eso sería lo mejor si quieres ganarte el respeto de Nazien —asintió Nyal.

Alec se detuvo mientras consideraba su siguiente pregunta.

—¿Estáis segura de que es sabio que yo vaya? Los Haman han dejado muy claro que no me aprecian más que a Seregil, y no me gustaría interponerme en vuestro camino si creéis que se están inclinando hacia nosotros.

—Déjame eso a mí —contestó ella—. Eres miembro de esta delegación, además de amigo mío. Dejemos que sean ellos los que se plieguen a mis deseos para variar.

—Además eres nuestro mejor cazador —añadió Beka con un guiño—. ¡Hagamos que Emiel y sus amigos se traguen sus arcos!

—¿Cómo se siente Lord Torsin esta mañana? —preguntó Nyal.

—Sigue durmiendo, creo —replicó Klia—. He ordenado a los criados que no lo molesten. La verdad es que no importa. Otro día de descanso le hará bien al pobre.

Kheeta terminó su desayuno y se marchó. Un poco más tarde regresó con la noticia de que los Haman habían llegado.

—¿Viene Emiel í Moranthi con el khirnari? ——preguntó Klia.

—Sí, junto con una docena de sus seguidores, más o menos —le dijo Kheeta—. Pero Nazien ha traído también a otros tantos parientes de más edad.

Klia intercambió miradas confundidas con Beka y Alec.

—Disparad bien, amigos míos y sonreíd mejor.

Nazien í Hari y más de una veintena de Haman los esperaban a lomos de sus caballos en la calle. El negro y amarillo de sus sen’gai contrastaba con vivida fiereza contra el cielo brumoso del amanecer, como los colores de advertencia de un enjambre de avispas. Todos llevaban arcos, jabalinas y espadas. Los carcaj de los jóvenes pertenecientes a la facción de Emiel lucían numerosas shatta.

Nos superan en número, advirtió Alec con intranquilidad, mientras se preguntaba lo que opinaría Klia de aquella recepción. Una mirada en dirección a Beka le reveló que ella estaba teniendo pensamientos similares. Pero Klia caminó hasta Nazien y le estrechó calurosamente la mano.

Emiel ocupaba el lugar de honor, justo detrás del caballo de su tío, y lucía una expresión de cuidadosa neutralidad. Por el momento, al menos, parecía contento con ignorar la presencia de Alec.

Por mí estupendo, bastardo arrogante, siempre que cuides tus modales, pensó éste, mientras observaba cómo le ofrecía la mano a Klia.

Estaban a punto de montar cuando el khirnari de los Akhendi y varios de sus parientes aparecieron al final de la calle. Parecían haber salido para dar un paseo matutino. Amali se encontraba con ellos.

—Parece que sigue enferma —comentó Beka—. Está pálida.

—Parece que vais a tener un día agradable —los llamó Rhaish í Arlisandin mientras se acercaba para saludar a Klia y a los demás—. Confío en que hayáis descansado bien, Klia á Idrilain.

—Lo suficientemente bien —respondió Klia, al tiempo que miraba a Amali con preocupación—. Eres tú la que parece fatigada, querida mía. ¿Qué te ha hecho salir a estas horas?

Amali le estrechó la mano, sonriendo.

—Oh, estos días me levanto con el sol y es una hora muy agradable para salir —lanzó una rápida mirada en dirección a los Haman—. Confío en que tendréis cuidado hoy. Las colinas pueden ser peligrosas… para aquellos que no están acostumbrados a ellas.

Nazien se puso tenso a ojos vista.

—Estoy seguro de que estará a salvo con nosotros.

—Por supuesto —asintió Rhaish con frialdad—. Que tengáis buena cacería.

¿Una advertencia, acaso?, se preguntó Alec al escuchar aquel intercambio de cortesías.

Los Akhendi siguieron su camino, pero vio que Amali lanzaba una última mirada atrás.

Los sirvientes de los Bókthersa sacaron los caballos de Klia y su grupo. Una vez montado, Alec descubrió que su posición en las filas lo colocaba al lado de Emiel. Por lo que parecía, no había manera de evitarlo. Emiel no tardó en demostrarle que estaba en lo cierto.

—¿Tu compañero no nos acompaña hoy? —preguntó.

—Creo que ya conoces la respuesta a eso —replicó Alec con frialdad.

—Igual da. Nunca tuvo la menor destreza con los arcos. Con la espada, sin embargo… eso es otro asunto.

Alec se obligó a esbozar una sonrisa.

—Tienes razón. También es un maestro muy capaz. Quizá querrías cruzar alguna vez tu espada con la mía en un duelo amistoso.

La afectada sonrisa del Haman se ensanchó.

—Con mucho gusto.

Nyal se acercó furtivamente a lomos de su caballo.

—Ni siquiera los combates de entrenamiento están permitidos dentro de los límites de la ciudad. La prohibición de toda violencia los engloba —lanzó al Haman una mirada llena de significado—. Tú precisamente, de entre todos los tuyos, deberías saberlo.

Emiel dio un brusco tirón a las riendas de su caballo y se apartó, seguido por sus compañeros.

Nyal los observó con evidente regocijo.

—Un individuo susceptible, ¿no te parece?

Seregil los estaba observando desde una ventana del piso superior, y al contar el número de sen’gai presentes no se sintió muy contento. La idea no le gustaba desde el principio y le gustaba aún menos al ver lo inferiores en número que eran los eskalianos. Por su parte, Klia no parecía preocupada, reía con Nazien y elogiaba los caballos de sus acompañantes.

Tú también te has dado cuenta, ¿verdad talí?, pensó, capaz de percibir incluso a aquella distancia la actitud discretamente vigilante de Alec.

De pronto, el día que lo esperaba se le antojó muy largo.

Cuando el grupo hubo partido por fin para la cacería, Seregil bajó a la cámara de los baños y descubrió que tenía el lugar para él solo.

—¿Queréis que os prepare el baño? —preguntó Olmis al tiempo que se ponía en pie desde el taburete que ocupaba en una esquina.

—Sí, y tan caliente como te sea posible —se había visto obligado a prescindir de los baños durante días para mantener en secreto las magulladuras, que aún no habían terminado de desaparecer.

Después de desnudarse, se deslizó en el interior del agua caliente y perfumada, y dejó que lo calmara mientras flotaba, el cuerpo lacio, justo bajo la superficie.

—Tenéis mucho mejor aspecto esta mañana —señaló Olmis mientras le traía una esponja áspera y jabón.

—Me siento mucho mejor —dijo Seregil al tiempo que se preguntaba si tendría tiempo suficiente para un masaje. Sin embargo, antes de que pudiera decidirse, Thero irrumpió en la sala. El mago, de ordinario tan pulcro, estaba sin afeitar y sin peinar, y llevaba la casaca desabrochada.

—¡Seregil, necesito tu ayuda ahora mismo! —dijo en eskaliano, deteniéndose justo al otro lado de la puerta—. Han encontrado muerto a Lord Torsin.

—¿Encontrado? —Seregil salió chapoteando de la bañera y cogió una toalla—. ¿Dónde lo han encontrado?

Thero abrió perceptiblemente los ojos al reparar en el aspecto del cuerpo de Seregil pero, afortunadamente, por el momento prefirió dejarlo estar.

—En el Vhadasoori. Unos Bry’kha…

—¡Por la Luz! —siseó Seregil. Lo último que necesitaban las negociaciones o Klia era una nueva muerte—. ¿Alguien sabe dónde fue esta mañana?

—No he tenido tiempo de preguntarlo.

Seregil se puso los pantalones y las botas, saltando torpemente sobre un pie y luego sobre otro en su apresuramiento.

—¡Dile a quienquiera que lo haya encontrado que no lo mueva!

—Ya es demasiado tarde para eso, me temo. La mujer que trajo la noticia dijo que sus parientes se estaban dirigiendo hacia aquí con el cuerpo. Deberían de llegar en cualquier momento.

—¡Por los Testículos de Bilairy! —Seregil se puso rápidamente la casaca y lo siguió.

El sonido de voces alzadas los guió hasta el salón principal. Una mujer Bry’kha de mediana edad y dos jóvenes acababan de entrar, llevando sobre el postigo de una ventana un cuerpo cubierto por una capa. Los ángulos retorcidos que se adivinaban bajo el improvisado sudario sugerían que la de Torsin no había sido una muerte apacible.

Escoltados por el sargento Rhylin y cuatro jinetes, depositaron su improvisada camilla en el centro de la habitación. La mujer se presentó como Alia a Makinia. Los jóvenes que la acompañaban eran sus hijos.

—Encontré esto a su lado —dijo uno de los muchachos, al tiempo que le entregaba a Seregil un pañuelo sanguinolento.

—Gracias. Sargento Rhylin, aposte un centinela en las puertas y envíe a alguien para informar a mi hermana de lo que ha ocurrido —se volvió hacia los Bry’kha—. Quedaos un momento, por favor.

Una sensación de frialdad que agradecía se apoderó de Seregil mientras se arrodillaba junto a la camilla. En sus pensamientos, el cadáver había sido reducido ya a un enigma que debía ser resuelto.

Apartó la capa. Allí estaba Torsin, tendido sobre la espalda, con las rodillas alzadas y dobladas hacia la izquierda. El brazo derecho, rígido, estaba alzado sobre su cabeza y la mano extendida estaba blanca e hinchada bajo una delgada capa de barro seco. La mano derecha estaba cerrada con fuerza y apretada contra el pecho. La túnica era la misma que había vestido la noche anterior, sólo que manchada y húmeda. Los cabellos del anciano y los eslabones de su pesado collar de oro estaban cubiertos de briznas de hierba muerta.

Alguien había atado un lienzo alrededor de su rostro. Se había manchado de sangre negra que le había salido por la boca. Más sangre se había secado en la parte delantera de su abrigo y en el revés del puño que se apretaba en una posición complicada contra su pecho.

—¡Por la Luz, le han cortado el cuello! —exclamó Thero.

Seregil tanteó la parte inferior de la mandíbula, apretada contra el pecho y rígida.

—No, su cuello está intacto.

Apartó el lienzo del rostro del hombre, mientras una certeza empezaba a posarse sobre su mente. Los labios, la barbilla y la barba estaban manchados de sangre seca y llenos de briznas de hierba y barro. La muerte había transformado cruelmente aquellas dignas facciones, y los insectos no habían estado ociosos en los ojos abiertos y entre los labios. La parte izquierda de su cabeza se había tornado de un color púrpura moteado y estaba salpicada de pequeñas mordeduras. El resto del rostro y el cuello tenían un color plomizo.

Thero aspiró con fuerza e hizo un signo de protección.

—No hay necesidad de eso —le dijo Seregil. Había visto más cadáveres de los que era capaz de recordar y conocía las señales de la muerte como si fueran un alfabeto. Posó la yema de un dedo sobre la lívida mejilla y la levantó—. Este lado de la cabeza estaba apoyado contra el suelo. Es la acumulación de la sangre después de la muerte lo que provoca que la piel se decolore de esta manera. ¿Ves esto, en la parte inferior de sus brazos y su cuello? —volvió a apretar la ennegrecida piel y advirtió que no palidecía bajo su contacto—. Lleva muerto desde anoche.

Volvió a mirar a los Bry’kha.

—Cuando lo encontrasteis, estaba tendido de bruces sobre el borde del agua, ¿verdad? ¿Con este brazo sumergido y el otro doblado debajo de él?

Los Bry’kha intercambiaron miradas sorprendidas.

—Sí —contestó Alia—. Fuimos esta mañana al Vhadasoori para recoger agua de bendiciones y lo encontramos tendido tal como vos habéis dicho. ¿Cómo lo sabíais?

Preocupado, Seregil ignoró la pregunta.

—¿Dónde estaba la Copa?

—En el suelo, a su lado. Debió de dejarla caer mientras bebía —hizo una señal de bendición sobre el muerto—. Lo tratamos con todo el respeto y dijimos las palabras rituales sobre él.

—Tus parientes y tú tenéis mi gratitud, Alia á Makinia, y también la de la princesa —dijo Seregil, a pesar de que hubiera preferido que hubieran dejado el cuerpo donde lo habían encontrado—. ¿Encontrasteis alguna otra cosa cerca del cuerpo?

—Sólo ese lienzo.

—¿Dónde está la Copa ahora?

El muchacho mayor se encogió de hombros.

—Volví a dejarla sobre la piedra.

—¡Ve a buscarla de inmediato! —le ordenó Seregil con voz aguda—. O mejor aún, llévasela a Brythir í Nien de Silmai y explícale lo que ha ocurrido. Dile al khirnari que temo que pueda estar envenenada.

—¿La Copa de Aura envenenada? —dijo la mujer con voz entrecortada—. ¡Eso es imposible!

—No tiene sentido correr riesgos. Si puedes, averigua si alguien la ha utilizado entre tanto. ¡Corre, por favor!

En el momento mismo en que se hubieron marchado, dejó escapar un bufido de enojo.

—Gracias a su amabilidad, es posible que ya hayamos perdido el rastro.

—No es de extrañar que nadie lo viera marcharse —murmuró Thero mientras se agachaba junto al cadáver—. No debió de llegar a la casa.

—Beka dijo que rehusó que lo acompañara una escolta desde casa de Ulan.

El mago tocó el rostro de Torsin con mucho cuidado.

—Mi experiencia con la muerte es todavía muy limitada, por lo que parece. Nunca había visto a un cadáver ponerse azul como éste. ¿Qué puede significar?

—Asfixia, lo más probable. —Seregil sostuvo en alto el pañuelo—. Sus pulmones fallaron por fin y lo ahogaron con su propia sangre. Claro que también puede haber sido estrangulado o ahogado. Será mejor que lo examinemos por completo, sólo para asegurarnos. Ayúdame a desnudarlo.

Y reza a Aura para que no haya sido asesinado, pensó. Nunca se había producido un asesinato en Sarikali, al menos que él recordase.

Era mejor que Eskalia no sentara ese precedente. No había manera de predecir cómo reaccionarían los faie ante eso.

Era posible que Thero estuviese poco versado en la muerte, pero la guerra lo había endurecido. Durante los resguardados días de la Casa Oréska, el joven mago había carecido de estómago para tales cosas; ahora trabajaba con sombría determinación, la boca fruncida en una línea apretada mientras cortaban las ropas y se las arrancaban a los rígidos miembros.

No encontraron heridas o magulladuras obvias ni evidencia alguna de robo. El cráneo y los alargados huesos de Torsin estaban intactos y su mano y su muñeca derechas no mostraban heridas que indicasen que hubiera tratado de repeler a un atacante; en cuanto al puño izquierdo, tendrían que esperar hasta que la rigidez de la muerte hubiese pasado.

—Entonces, ¿qué crees? ¿Fue veneno? —susurró Thero cuando hubieron terminado.

Seregil apretó los rígidos músculos del rostro y el cuello del muerto y luego abrió los arrugados labios.

—Es difícil de decir con la decoloración. ¿Sientes algo de magia en él?

—No. ¿Qué estaba haciendo en el estanque?

—Se encuentra entre este lugar y la tupa de los Víresse. Debió de detenerse allí para refrescarse la garganta y entonces se desplomó. Se tambaleaba cuando llegó a la orilla del agua.

—¿Cómo sabes todo eso?

Seregil tomó uno de los zapatos del cadáver.

—Mira el tacón, lo rayado y manchado que está. Torsin nunca hubiera llevado unos zapatos manchados a un banquete; por tanto, ocurrió después de que se marchara. ¿Y ves cómo se acumula la suciedad de la parte delantera de la túnica en torno a las rodillas y los brazos? Se cayó dos veces por lo menos antes de llegar al agua, y a pesar de ello tuvo la presencia de ánimo suficiente como para utilizar la Copa en vez de beber con las manos. Estaba enfermo, es cierto, pero yo diría que la muerte se apoderó repentinamente de él cuando ya se encontraba allí, al borde del agua.

—Pero ¿y la contorsión del cuerpo?

—No tiene aspecto de haber sido una agonía larga, si a eso te refieres. Se desplomó y cayó de lado. El rigor de la muerte provocó que sus extremidades quedasen de esta manera. Es una imagen espeluznante, sí, pero no hay nada inusual en ella. De todas maneras, sigo queriendo echar un vistazo al lugar en el que lo encontraron.

—No podemos dejarlo aquí sin más.

—Haz que los criados lo suban al piso de arriba.

Thero se miró las manchadas manos y suspiró.

—Primero Idrilain y ahora él. La muerte parece estar persiguiéndonos.

Seregil suspiró a su vez.

—Ambos eran viejos y estaban enfermos. Confiemos en que Bilairy haya tenido suficiente con los nuestros que ya han atravesado sus puertas, al menos por algún tiempo.

Adzriel apareció en el salón justo cuando Seregil y Thero se marchaban hacia el Vhadasoori.

—Kheeta nos ha avisado. ¡Pobre Lord Torsin! —exclamó—. Lo echaremos mucho de menos. ¿Creéis que habrá un nuevo período de luto?

—Lo dudo —contestó Seregil—. No era de sangre real.

—Eso está bien —reflexionó ella, pragmática a pesar de sus preocupaciones—. Las negociaciones ya son suficientemente tensas tal como están las cosas.

—Vamos a ver el lugar en el que lo encontraron. ¿Quieres acompañarnos?

—Quizá debería.

El sol ya había coronado las más altas torres de Sarikali cuando llegaron al estanque sagrado. Para consternación de Seregil, una pequeña multitud de curiosos se había congregado en el exterior del círculo de piedras. Dentro, el viejo Brythir í Nien se encontraba junto a la Copa en compañía de Lhaar a Iriel y Ulan í Sathil. De los tres, era el Víresse el que parecía más visiblemente afectado.

¿Acaso has venido para tantear el terreno ahora que tu principal consejero ha muerto?, pensó Seregil.

—Quedaos aquí un momento, por favor —dijo a Thero y Adzriel—. Ya ha habido suficiente gente pisoteando el lugar.

Utilizando el pedestal y la casa de Ulan como referencias, recorrió el lugar por el que más probablemente había pasado Torsin, desde las piedras y hacia el interior.

La noche pasada había caído mucho rocío y la hierba estaba todavía húmeda. Aquí y allí Seregil encontró las huellas de lo que parecían ser zapatos eskalianos, cubiertas de humedad. Los talones dejaban una impresión más profunda que las botas planas que preferían los faie. La irregularidad en la distancia entre ellas y el ocasional y pequeño agujero o muesca en el césped revelaban que se trataba de un hombre que caminaba con dificultades.

Podría haber encontrado huellas más claras cerca del agua si sus bienintencionados predecesores no hubieran pisoteado en su celo toda la zona. Incluso Micum hubiera tenido dificultades para encontrar algo en medio de aquella confusión, pensó echando humo.

No obstante, su persistencia tuvo su premio, al menos en parte.

En el mismo borde del agua encontró cuatro huellas alargadas dejadas por unos dedos que se habían hundido en el suelo. Una extensión aplastada de tierra mostraba el lugar en el que había yacido el cuerpo, alrededor del cual podían verse numerosas huellas diferentes. Entre ellas, había algunas pisadas desiguales, los últimos pasos de Torsin. Unas marcas paralelas de botas Aurënfaie eran con toda probabilidad las de los Bry’kha que se lo habían llevado de allí.

En un punto, alguien se había arrodillado junto al cuerpo. Las huellas de éste habían sido cruzadas por las de los Bry’kha. Y todas ellas se cruzaban con las de Torsin.

Se enderezó y llamó a Thero y a su hermana con un ademán.

—Nuestras condolencias por vuestra pérdida —le dijo Brythir. Su marchito rostro estaba sombrío—. Nadie ha tocado la Copa desde que llegué.

—Supongo que crees que la han envenenado —dijo Lháar con tono ácido—. Has vivido demasiado tiempo entre los Tír. Ningún Aurënfaie envenenaría la Copa de Aura.

—Hablé apresuradamente, khirnari ——replicó Seregil mientras los saludaba con una reverencia —. Cuando oí que la Copa había sido encontrada junto al cuerpo, no quise arriesgarme a que sucediera una desgracia. No obstante, después de haber examinado el lugar, estoy razonablemente seguro de que Torsin encontró su fin solo y que ya estaba muriendo cuando llegó al agua.

—¿Puedo examinar la Copa, khirnari? ——preguntó Thero —. Tal vez fuera posible averiguar algo sobre el estado mental de Torsin si la tocó antes de morir.

—La ley Aurënfaie prohibe el espionaje de los pensamientos —replicó la Khatme, brusca.

Brythir le puso una mano sobre el brazo.

—Un invitado ha muerto estando bajo nuestra protección, Lháar a Iriel. Sus compañeros tienen el derecho a llevar a cabo las pesquisas a su manera hasta quedar satisfechos respecto a la naturaleza de su muerte. Además, la mente de Torsin ha partido junto con su khi. Thero í Procepios sólo busca recuerdos. Puedes proceder, joven mago. ¿Qué puede contarte este objeto mudo?

Thero examinó el cuenco de alabastro con atención e incluso se atrevió a tomar un poco de agua y probarla.

—Dejas que nos deshonre con sus sospechas —murmuró la Khatme.

—La verdad no deshonra a nadie —dijo Ulan í Sathil.

Ajeno a sus palabras, Thero llevó la Copa hasta su frente y murmuró un encantamiento con voz muda. Después de varios minutos, volvió a dejarlo sobre el pedestal y sacudió la cabeza.

—Este recipiente no ha conocido más que reverencia hasta que Torsin vino aquí. Cuando él lo tocó, su mente estaba confusa y eso era debido a la gravedad de su estado.

El mago se llevó una mano al pecho.

—He sentido algo de lo que Torsin sintió mientras la sostenía… un dolor ardiente aquí, bajo el esternón.

—¿Y qué hay de sus últimos pensamientos? —preguntó el Khatme, desafiante.

—No poseo la magia que eso requeriría —replicó Thero.

—Gracias por vuestra paciencia, khirnari ——dijo Seregil —. No hay nada más que pueda hacerse ya salvo esperar al regreso de Klia.

Brythir sacudió la cabeza con aire triste.

—Qué lastima estropear el agradable día de la princesa con tales noticias.