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COMIENZA EL GRAN JUEGO

La primera ronda de negociaciones comenzó a la mañana siguiente, y desde el principio Seregil se dio cuenta de que iba a ser un proceso laborioso.

La Ila’sidra se reunía en un pabellón de piedra con vistas al gran estanque del centro de la ciudad. El propósito original del constructor para el amplio edificio octogonal no era conocido; en el interior era una enorme cámara de dos pisos con una galería de piedra en curva. Un templo, quizá, aunque nadie sabía a qué dioses habían adorado los Bash’wai.

Los once khirnari principales ya estaban sentados en cabinas abiertas situadas en torno al círculo central de la sala. Cada khirnari se situaba delante con sus consejeros principales; los escribas, parientes y sirvientes de diferentes clases tenían asientos detrás de ellos. En el exterior del círculo y en la galería se ordenaban, de acuerdo con una jerarquía propia, los miembros de los numerosos clanes menores. Carecían de voto en la Ila’sidra pero tenían voz.

Sentado con Alec en la cabina de los eskalianos, justo detrás de Klia, Seregil recorría con la mirada la cámara abovedada y examinaba los rostros. Se había preguntado cómo se sentiría al asistir por primera vez a la Ila’sidra siendo adulto. Mientras reparaba en Adzriel y su pequeño séquito, decidió que la experiencia no resultaba del todo agradable. Saaban, que actuaba también como consejero, se sentaba a la derecha de Adzriel, y Mydri a su izquierda. Por derecho, también a él hubiera tenido que corresponderle un lugar allí. En vez de ello, se sentaba en el lado opuesto del círculo conciliar, llevando las ropas y utilizando las palabras de un extranjero. Era mejor no recrearse en eso, se dijo con severidad. Él mismo era el responsable de que se encontrara allí; ahora tenía trabajo que hacer, trabajo honorable por una causa honorable.

Klia había vuelto a demostrar un talento considerable para las apariencias. Había cabalgado hasta el salón del concilio de uniforme y escoltada por dos decurias. Torsin y Thero la flanqueaban, como una especie de cuadro viviente: la sabiduría de la ancianidad y el intelecto juvenil. Si alguien estaba esperando la súplica de una nación agonizante, le aguardaba una buena sorpresa.

Cuando todo el mundo hubo tomado asiento, una mujer se adelantó y golpeó una vara de plata hueca contra el suelo. Su solemne repique reverberó por toda la cámara de piedra, imponiendo silencio.

—Que nadie olvide que estamos en Sarikali, corazón vivo de Aurëren —anunció—. Alzaos frente a los ojos de Aura y decid la verdad.

Volvió a golpear el suelo con la vara y se retiró a una pequeña plataforma. Brythir í Nien fue el primero en ponerse en pie para hablar.

—Hermanos y hermanas de la Ila’sidra y toda la gente de Aurëren que se encuentra en este lugar —comenzó—. Klia a Idrilain, princesa de Eskalia, reclama una audiencia hoy. ¿Hay alguien que ponga objeciones a su presencia o a la de sus servidores?

Sobrevino una pausa grave; entonces, el khirnari de los Haman, el de los Lhapnos y el de los Goliníl se alzaron al unísono.

—Nosotros objetamos a la presencia del exiliado, Seregil de Rhíminee —declaró Galmyn í Nemius.

Alec y Thero lanzaron a Seregil miradas preocupadas, pero él esperaba que tal cosa ocurriera.

—Vuestras objeciones son registradas —dijo Brythir í Nien a los disidentes—. ¿Alguien más? Muy bien, pues. Klia a Idrilain, puedes hablar.

Klia se puso en pie y realizó una digna reverencia frente a la asamblea.

—Honorables khirnari y pueblo de Aurëren, vengo hoy ante vosotros como representante de mi madre, la Reina Idrilain. Os traigo sus saludos y una proposición. Como todos sabéis, Plenimar vuelve a hacer la guerra a Eskalia y a nuestra aliada, Micenia. Gracias a nuestros agentes sabemos que ha cortejado a vuestro propio enemigo, Zengat. Aurëren ha combatido a nuestro lado contra Plenimar en el pasado. Me presento hoy ante vosotros como un guerrero que se ha enfrentado a su agresión en el campo de batalla y puede deciros que son tan poderosos como lo fueron en los días de la Gran Guerra. Nuestras rutas comerciales con las tierras del norte ya han sido cortadas. Lo más probable es que Micenia acabe por caer. Los eskalianos somos grandes guerreros y sin embargo, sin aliados o suministros, ¿cuánto tiempo podremos resistir llegado el invierno? Si Plenimar se apodera de los Tres Reinos y sus territorios, ¿cuánto tiempo pasará hasta que sus flotas y las de los piratas Zengati aparezcan en masa frente a vuestras costas? Nuestras dos razas se alzaron frente a Plenimar durante los oscuros días de la Gran Guerra. Durante muchos años mezclamos nuestra sangre y nos llamamos hermanos. Frente a esta nueva crisis, la Reina Idrilain os propone una alianza renovada entre nuestras dos naciones para su defensa y su mutuo beneficio.

Galmyn í Nemius de Lhapnos fue el primero en responder.

—Has hablado de suministros, Klia a Idrilain. Pero ya los has obtenido de nosotros, ¿no es cierto? Las mercancías de Aurëren siguen siendo enviadas al norte desde Víresse por navíos Tírfaie.

—Pero muy pocos de ellos son navíos eskalianos en estos tiempos —replicó ella—. Pocos de nuestros navíos pueden llegar a Víresse y todavía menos regresan. Los barcos de Plenimar acechan detrás de cada isla. Atacan sin provocación, saquean los cargamentos, asesinan a las tripulaciones y envían los barcos al fondo del Mar de Osiat. Entonces regresan para comerciar en vuestros puertos. Y su brazo es cada día más largo. Mi propio barco fue atacado a no más de un día de distancia de Gedre.

—¿Qué quieres de nosotros, entonces? —preguntó la khirnari de los Khatme, Lhaár a Iriel.

Klia hizo un gesto a Lord Torsin.

—La lista, por favor.

El embajador se adelantó un paso y desenrolló un pergamino. Se aclaró la garganta y leyó:

—Primero, la Reina Idrilain II solicita que el concilio de la Ila’sidra conceda a Eskalia un segundo puerto franco: Gedre, y permita que sus barcos recalen allí y en las islas Ea’malie mientras dure el presente conflicto. A cambio, promete incrementar los pagos por los caballos, el grano y las armas Aurënfaie. Además, la reina propone una alianza militar para la defensa y el mutuo beneficio de nuestras dos naciones. Os pide que os comprometáis a realizar una leva de barcos, soldados y magos Aurënfaie y se compromete a realizar lo mismo en el caso de que Aurëren sea atacada.

—Una promesa vacía, en boca de un reino que ni siquiera puede defenderse a sí mismo —comentó un Haman. Torsin continuó como si no lo hubiera oído.

—Finalmente, desea honestamente reestablecer el acuerdo que antaño existió entre nuestros dos pueblos. En esta hora oscura, confía en que la Ila’sidra honrará la llamada de la sangre y volverá a tratar a Eskalia como su amiga y su aliada.

Nazien í Hari estaba en pie antes de que Torsin hubiera terminado de enrollar el pergamino.

—¿Tan cortas son las memorias de los Tír, Torsin í Xandus? —le conminó—. ¿Es que tu reina ha olvidado lo que separó a nuestros pueblos en primer lugar? No soy el único de los aquí presentes hoy lo suficientemente viejo para recordar las protestas de tu pueblo contra Corruth í Glamien cuando desposó a Idrilain I, o cómo desapareció inmediatamente después de la muerte de la reina… asesinado por eskalianos. Adzriel á Illia, ¿cómo puedes apoyar a quienes nos piden que abracemos a los asesinos de tu propio pariente?

—¿Acaso los eskalianos son un único clan, para que los actos de uno de ellos traigan la vergüenza a todos? —replicó Adzriel—. El Exiliado, antaño mi hermano, se encuentra entre nosotros hoy debido en parte a su papel en la resolución del misterio de la desaparición de Corruth. Gracias a sus esfuerzos, los huesos de mi pariente descansan por fin en Bókthersa y el clan que lo asesinó ha caído en desgracia y ha sido castigado. El atui ha sido satisfecho.

—¡Ah, sí! —Nazien esbozó una sonrisa despectiva—. Y qué descubrimiento más conveniente fue ese. Se me ocurre que sólo tenemos la palabra de sus asesinos para demostrar que aquel puñado de huesos quemados que todos vimos eran en realidad los de Corruth. ¿Qué pruebas se han ofrecido hasta el momento?

—Pruebas suficientes para su pariente, la Reina —contestó Klia—. Pruebas suficientes para mí, que vi el cuerpo antes de que ardiera. Y todavía hay más pruebas. Seregil, si te place.

Seregil reunió fuerzas, se puso en pie y se encaró a Nazien.

Khirnari, ¿conocías bien a Corruth í Glamien?

—Lo conocía, sí —le espetó Nazien. Y enseguida, añadió intencionadamente—. Mucho antes de que la discordia marchitase los lazos de amistad entre los Haman y los Bókthersa.

Muchas gracias por recordarlo aquí, pensó Seregil. Pero golpea una herida el número suficiente de veces y se volverá insensible.

—Entonces reconocerás esto, khirnari ——sacó el anillo y lo llevó lentamente por todo el círculo para que todos pudieran verlo.

El rostro de Nazien se ensombreció de sospecha mientras pasaba junto a él.

—Esto era de Corruth —reconoció a regañadientes.

—Cogí este anillo y el sello del regente de la mano de su cuerpo intacto antes de que fuera quemado —dijo Seregil, mirando directamente al hombre a los ojos—. Como la Princesa Klia ha declarado, ella misma vio el cuerpo.

Cuando todos hubieron visto y reconocido el anillo, regresó a su asiento.

—El asesinato de Corruth concierne a los Bókthersa y a la reina de Eskalia, no a esta asamblea —argüyó con impaciencia Elos í Orian de Goliníl—. Lo que la Princesa Klia acaba de proponer desafía al Edicto de Separación. Durante más de dos siglos hemos vivido en paz dentro de nuestras fronteras, comerciando con quienes hemos decidido hacerlo y sin permitir que extranjeros ni bárbaros merodeasen por nuestro suelo.

—¡Comerciando con quienes han decidido los Víresse, querrás decir! —estalló Rhaish í Arlisandin, enfurecido. Sus palabras levantaron una marejada de murmullos de aprobación entre muchos de los clanes menores que se sentaban fuera del círculo—. Todo esta bien para vosotros los clanes orientales… no tenéis que transportar vuestras mercancías en carromatos más allá de los puertos que utilizasteis en el pasado y os beneficiáis de aquellos que sí deben hacerlo. ¿Cuándo fue la última vez que los mercados de Akhendi o Ptalos vieron los bienes o el oro de los Tírfaie? ¡No desde que vuestro Edicto de Separación se cerró alrededor de nuestras gargantas!

—¿Quizá Víresse preferiría que Eskalia cayera? —sugirió Iriel a Kasrai de Bry’kha—. ¡Después de todo, el viaje hasta Benshál siempre ha sido más corto que hasta Rhíminee!

Ulan í Sathil permaneció sumido en un conspicuo silencio mientras el resto de la asamblea se arrojaba de buena gana a la habitual batalla; evidentemente, el khirnari de los Víresse sabía cuándo debía dejar que otros pelearan por él.

—He ahí a tu adversario más fuerte —dijo Seregil a Klia, dejando que el tumulto reinante ahogase sus palabras.

Klia lanzó una mirada en dirección a Ulan y sonrió.

—Sí, ya me doy cuenta. Me gustaría conocer mejor a ese hombre.

Silmai era el más rico de los clanes occidentales y Brythir í Nien no había escatimado en gastos en nombre de la hospitalidad. Tenso como estaba a causa de los asuntos del día y la perspectiva de la velada que le esperaba, Seregil sintió que algo se relajaba un poco en su pecho mientras él y los demás entraban en el jardín del tejado, que el khirnari había hecho preparar para agasajarlos.

Tres de los lados de la cornisa estaban cubiertos por una densa sucesión de plantas en flor y enormes árboles en urnas talladas, que ocultaban a la vista el resto de la ciudad, a excepción de la amplia avenida que discurría inmediatamente debajo y que había sido acordonada para acoger espectáculos de doma. Brillantes estandartes de seda y cometas ceremoniales crujían suavemente, sacudidos por la brisa de la tarde, sobre sus cabezas. En cuencos de agua de mar decorados con pinturas de criaturas marinas flotaban diminutos barcos de plata que llevaban velas y humeantes conos de incienso sobre las cubiertas. Los sen’gai de los Datsia y los Bry’kha que ya habían llegado contribuían a crear la ilusión de que todos ellos habían sido transportados a la propia Silmai.

—Pensé que los Haman iban a venir —susurró Alec mientras recorría cautelosamente la multitud con la mirada.

—Todavía no están aquí. O quizá mi presencia los haya ahuyentado.

—Nazien í Hari no me parece alguien que se deje asustar fácilmente.

Ataviado con el sen’gai y una fluida túnica de fiesta color turquesa Silmai, Brythir í Nien se apoyaba en el brazo de una joven mujer de ojos oscuros mientras daba la bienvenida a Klia y su grupo.

—Honráis nuestra casa con vuestra presencia —dijo mientras empujaba suavemente a una niña pequeña vestida con una túnica bordada y muy colorida. La niña hizo una reverencia y ofreció a Klia un par de pesados brazaletes de oro y turquesas. Al observar cómo los colocaba ella en sus muñecas junto a los brazaletes Gedre y los amuletos Akhendi, Seregil se preguntó si tales regalos acabarían por cansar los brazos. Era poco probable que llegara a descubrirlo por sí mismo.

—Me han dicho que sentís un aprecio poco común por los caballos y que sabéis mucho de ellos —continuó Brythir, dirigiéndose a la princesa con una sonrisa de complicidad—. Montáis un Silmai negro, si no me equivoco.

—La mejor montura que jamás haya tenido, khirnari ——contestó ella —. He cabalgado con ella en numerosas batallas entre aquí y Micenia.

—Cómo me gustaría poderos mostrar los grandes pastizales de nuestras fai’thast. Nuestras manadas cubren las colinas.

—Si mi visita a Sarikali resulta productiva, quizá podáis hacerlo —contestó Klia con una sonrisa sutil.

El anciano reconoció las tácitas implicaciones de sus palabras. Le ofreció su delgado brazo y un guiño travieso que contradecía su edad mientras la conducía al jardín.

—Creo que las diversiones de esta noche serán muy de vuestro agrado, querida mía.

—Tengo entendido que Nazien í Hari se unirá a nosotros —dijo Klia—. ¿Es un aliado vuestro?

El anciano le dio unas palmaditas en la mano como si fuera una de sus nietas.

—Somos amigos, él y yo, y espero conseguir que acabe siéndolo vuestro. Este Edicto me ha pesado mucho con los años, a pesar de lo mucho que amaba a Corruth í Glamien. Era mi sobrino, ¿sabéis? Pero no, los Silmai somos viajeros, marineros, los mejores mercaderes de Aurëren. No nos gusta que nos digan adonde podemos ir y adonde no. ¡Cuánto echo de menos la vista de Rhíminee desde lo alto de sus grandes acantilados!

—Vuestro jardín me hace añorar la costa occidental —comentó Seregil mientras él y los otros caminaban junto a ellos—. Casi me parece ir a ver en cualquier momento el verde Mar de los Zengati más allá de los tejados.

Brythir tomó el brazo de Seregil durante un instante con una mano frágil.

—La vida es larga, hijo de Aura. Quizá un día vuelvas a verlo.

Sorprendido, Seregil se inclinó frente al anciano antes de dirigirse hacia el jardín.

—¡Eso ha sido alentador! —susurró Alec.

—O diplomático —le contestó Seregil en tono igualmente bajo.

La recepción que le depararon los otros invitados fue más fría.

Los clanes Datsia, Bry’kha, Ptalos, Ameni y Koramia habían apoyado los esfuerzos de su padre con los Zengati, y por tanto habían sido los más perjudicados por el crimen de Seregil. Se aproximó a ellos con cauta educación y fue igualmente recibido por la mayoría, aunque sólo fuera por respeto a la hospitalidad de Brythir o quizá por el interés que Alec despertaba en todos ellos.

Si el peso de ser una novedad estaba cansando a su compañero, la verdad es que no daba muestras de ello. A pesar de su larga ausencia de los salones de Rhíminee, las lecciones que había aprendido en ellos le sirvieron bien. Modesto, discreto, rápido en sonreír, se movía entre los invitados tan fácilmente como el agua entre las piedras. Prendido a su estela, Seregil observaba con una mezcla de diversión y orgullo cómo algunos de los invitados estrechaban la mano de Alec durante un momento demasiado prolongado o dejaban que sus miradas vagaran sobre él con un poco más de libertad de lo apropiado.

Dando un paso atrás, Seregil se imaginó viendo a su amigo, su talímenios, a través de los ojos de ellos: un joven y delgado ya’shel de cabellos rubios y apenas consciente de su propio encanto. Y no era sólo su apariencia lo que impresionaba a la gente. Alec poseía un don para escuchar, un modo de concentrarse en quienquiera con el que estuviese conversando que hacía sentir a éste como si fuese la persona más interesante de la habitación. No importaba que la persona en cuestión fuera un haragán de taberna o un aristócrata, Alec tenía ese toque.

El orgullo dio paso a un apetito sensual al recordar que habían hecho poco más que dormir juntos desde Gedre y que antes de eso habían pasado casi dos semanas de abstinencia. Alec miró en su dirección y sonrió. Seregil escondió su propia sonrisa detrás del borde de una copa de vino. De pronto se sentía contento de la longitud de su casaca eskaliana. Un talímenios podía ser una cosa peligrosa en público.

El tenor de la reunión experimentó un cambio sutil con la llegada de los Haman. Seregil se mantuvo apartado mientras Klia saludaba a Nazien í Hari y su séquito. Sorprendentemente, el hombre la recibió con cordialidad, le estrechó la mano y le ofreció un anillo de su propio dedo. Ella hizo lo mismo y ambos empezaron a conversar mientras Brythir los observaba con benevolencia.

—¿Qué piensas de eso? —exclamó Alec en voz baja desde detrás de él.

—Es interesante. Quizá incluso alentador. Después de todo, es a a quien odian los Haman, no a Eskalia. ¿Por qué no te acercas hasta allí para escuchar?

—¡Ah, aquí estás! —sonrió Klia mientras Alec se reunía con ellos—. Khirnari, creo que no conocéis a mi ayudante, Alec í Amasa.

—¿Cómo estáis, honorable señor? —dijo Alec con una reverencia.

—He oído hablar de él —contestó Nazien, de repente frío.

Evidentemente, el hombre sabía quién era y lo detestaba por principios. Con una única y sutil mirada, el Haman lo rechazó con tanta contundencia como si jamás hubiera existido. Y lo que resultaba más asombroso aún, Klia no pareció haber advertido su desaire.

Alec retrocedió un paso. Se sentía como si el aliento le acabase de ser arrancado de los pulmones. Fue su instinto de Centinela lo que lo mantuvo allí con Klia, escuchando, cuando el decoro le aconsejaba una retirada apresurada.

De modo que permaneció cerca, estudiando los rostros de los Haman bajo sus sen’gai amarillos y negros mientras fingía estar prestando atención a una conversación próxima. Había doce Haman con Nazien: seis hombres y seis mujeres, parientes cercanos la mayoría, a juzgar por los ojos oscuros y acerados que compartían con su khirnari. La mayoría de ellos consideraban invisible a Alec, aunque uno, un hombre de anchos hombros con una mordedura de dragón en la barbilla, le lanzó una mirada desafiante.

Ya estaba a punto de marcharse cuando Nazien mencionó algo sobre el Edicto.

—Es un asunto complejo —le estaba diciendo el khirnari a Klia—. Debéis comprender que hubo mucho más que la desaparición de Corruth. El éxodo de los Hâzadriëlfaie siglos antes seguía fresco en el recuerdo de nuestro pueblo… la terrible pérdida.

Alec se acercó unos centímetros; aquello estaba relacionado con lo que Adzriel les había contado la pasada noche.

—Entonces, conforme el comercio con los Tres Reinos se intensificaba, empezamos a observar cómo más faie se marchaban en dirección a las tierras del norte y mezclaban su sangre con los Tír —prosiguió Nazien—. Muchos miembros de nuestro clan se mezclaron con los vuestros, perdiendo sus lazos con sus hermanos.

—¿Entonces consideráis que un faie pertenece a Aurëren y a ningún otro lugar? —preguntó Klia.

—Es un sentimiento muy común —contestó Nazien—. Quizá es difícil de comprender para un Tírfaie, puesto que vosotros podéis encontrar a vuestros hermanos allá donde viajéis. Nosotros somos una raza aparte, nativa de esta tierra. Tenemos largas vidas, es cierto, pero también somos, en la gran sabiduría de Aura, lentos en engendrar. No digo que nuestras vidas sean más sagradas para nosotros que las de los Tír para vos, pero nuestra actitud hacia cosas como la guerra y el asesinato es de gran horror. Creo que tendréis grandes dificultades para convencer a cualquier khirnari de que envíe a su pueblo a morir en vuestra guerra.

—Y sin embargo, bastaría con que permitierais la marcha de aquellos que deseasen ir —replicó Klia—. No debéis subestimar el amor que nosotros sentimos por la vida. Cada día que paso aquí, más de los míos mueren por falta de una ayuda que podríais conceder con gran facilidad. No luchamos por el honor sino por nuestras mismas vidas.

—Pero por mucho que eso sea…

La llamada al banquete los interrumpió. La luz estaba menguando rápidamente y se encendieron antorchas en el jardín y en la calle. Klia y Nazien fueron a reunirse con su anfitrión. Alec se marchó y buscó a Seregil.

—¿Y bien? —preguntó Seregil mientras tomaban asiento en un banco cerca del de Klia.

Alec se encogió de hombros, escamado todavía por el trato que le habían deparado los Haman.

—Sólo más política.

El entretenimiento empezó con el banquete. Sonó un cuerno y docenas de jinetes en negros caballos Silmai aparecieron desde detrás de la esquina de un edificio lejano. Las sillas y las correas de las cinchas de los caballos estaban decoradas con tintineantes ornamentos de oro y turquesas, y sus arrebatadas colas y crines blancas brillaban como si fueran de seda del color de la leche.

Los jinetes, hombres y mujeres, eran igualmente exóticos. Se ataban las largas cabelleras en la espalda formando una coleta rígida y cada uno de ellos lucía una luna creciente de Aura de plata en la frente. Los hombres vestían faldas cortas teñidas del azul turquesa de su clan, firmemente ceñidas con cinturones de oro. Las mujeres vestían túnicas de similar diseño.

—Son ya’shel, ¿no es cierto? —preguntó Alec mientras señalaba a varios jinetes de piel casi dorada de tan bronceada y cabellos negros y ensortijados.

—Sí. Algo de sangre zengati, diría yo —le dijo Seregil.

Montando a pelo y a velocidad de vértigo, los artistas saltaron de una montura a otra y siguieron cabalgando de pie sobre las espaldas de sus caballos, cuyos miembros ungidos brillaban a la luz de las hogueras. Al unísono, dieron una palmada y de las yemas de sus dedos brotaron arremolinadas masas de luces de colores, semejantes a oriflamas, que fueron entonces entretejidas para formar intrincados dibujos por sus complicados movimientos. Los eskalianos aplaudieron y vitorearon. Los jinetes de Beka, formados en guardia detrás de Klia, fueron los que gritaron con más fuerza.

Cuando los artistas hubieron terminado y se retiraron, un jinete solitario se hizo con el escenario. Vestido como los demás, avanzó a medio galope y saludó a su audiencia mientras sujetaba los costados de su montura con unas piernas largas y fibrosas. Tenía la piel dorada y su cabellera era una cascada de rizos negros y alargados.

—Mi nieto más joven, Táanil í Khormai —anunció Brythir sonriendo a Klia.

—Y el plato principal del banquete, supongo —murmuró Seregil al oído de Alec mientras le daba un codazo.

Mientras Táanil comenzaba a dar una primera vuelta del área cubierta de hierba dispuesta para los jinetes, el khirnari se inclinó hacia Klia.

—Las habilidades de mi nieto no se limitan a la equitación. Es un marinero intrépido y un estudioso de las lenguas. Habla la vuestra con notable perfección, según me han dicho. Recibiría con agrado la oportunidad de conversar con vos.

No me cabe duda, pensó Seregil mientras esbozaba una sonrisa tras el borde de su copa.

Táanil recorrió a galope el campo, sujetó la correa de la cincha de su montura, saltó de un lado a otro sobre su lomo y por fin dio una voltereta con el cuerpo rígido como una lanza. La visión arrancó más de un grito de admiración a las filas del contingente eskaliano.

Después del espectáculo, el joven Silmai se reunió con Klia en su banco y los encantó a todos con sus historias sobre navegación y equitación.

Cuando se marchó para actuar de nuevo, Klia se inclinó sobre Seregil y susurró:

—¿Me están cortejando?

Seregil le guiñó un ojo.

—Hay más de una manera de forjar una alianza. Desposarse con el nieto de un khirnari, aunque no sea el primogénito, es un precio pequeño a cambio de un nuevo aliado comercial, ¿no te parece?

—¿Estás diciendo que me están ofreciendo mercancía de segunda categoría?

Seregil alzó una ceja.

—Te aseguro que yo nunca llamaría a Táanil «segunda categoría». Lo que quería decir es que no perderían un khirnari en potencia si se marchara.

Sus palabras hicieron reír a Klia.

—No creo que tengan demasiado de que preocuparse en ese aspecto, pero supongo que podré soportar su compañía mientras estemos aquí —le guiñó un ojo—. Después de todo, necesitamos caballos.