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SE AGITAN VIEJOS FANTASMAS

Una media luna temprana estaba ya levantándose cuando Seregil regresó. Los jinetes de Beka habían instalado el campamento y encendido las hogueras para preparar el desayuno. Buscó caras familiares entre ellos, preguntándose qué decuria habría traído ella consigo, y se vio sorprendido por la poca gente a la que reconocía.

—Nikides, ¿verdad? —preguntó mientras se acercaba a un pequeño grupo reunido alrededor de la fogata más cercana.

—¡Lord Seregil! Me alegro de volver a veros —exclamó el joven. Se estrecharon la mano.

—¿Sigues con el sargento Rhylin?

—Aquí estoy, mi señor —exclamó Rhylin al tiempo que salía de una de las pequeñas tiendas.

—¿Alguna idea sobre lo que está ocurriendo aquí? —preguntó Seregil.

Rhylin se encogió de hombros.

—Vamos donde se nos ordena, mi señor. Todo lo que sabemos es que desde aquí tenemos que regresar a Cirna para reunimos con el resto de la turma. La capitana os espera en la cabaña. Sólo para que lo sepáis, tiene una prisa terrible por ponerse en marcha.

—Eso me había parecido, sargento. Descansad bien mientras tengáis oportunidad.

Beka estaba sentada con Alec y Micum junto a la puerta delantera. Ignorando su expectante mirada, Seregil saludó a Alec y fue a lavarse las manos en una jofaina que había junto al barril de la lluvia.

—La comida huele bien —señaló, guiñando un ojo a Micum mientras olía los agradables aromas que traía la brisa por el portal abierto—. Tenéis suerte de que sea Alec quien cocine esta noche.

—Estaba pensando que pareces delgado —dijo Micum con una risilla mientras entraban.

—No es exactamente igual que tu mansión de la calle de la Rueda, ¿verdad? —comentó Beka al tiempo que señalaba con un gesto la única habitación de la cabaña.

Alec sonrió.

—Llámalo un ejercicio de austeridad. Nevó tanto el pasado invierno que tuvimos que hacer un agujero en el tejado para poder salir. Y, sin embargo, es mejor que muchos lugares en los que hemos estado.

El lugar estaba sin duda a un mundo de distancia de las confortablemente desordenadas habitaciones que habían compartido en El Gallito, o de la elegante mansión que poseía Seregil en la calle de la Rueda.

Una cama baja ocupaba casi una cuarta parte del suelo. Cerca de ella había una mesa desvencijada, con cajas y taburetes a modo de sillas. Estanterías, ganchos y unos pocos y destartalados cofres contenían sus escasas pertenencias. Las diminutas ventanas estaban cubiertas por cuadrados de pergamino claveteados para contener las corrientes de aire. En la chimenea de madera borboteaba una olla colgada sobre un gancho de hierro.

—Pasé por la calle de la Rueda el mes pasado —observó Micum mientras se reunían alrededor de la mesa—. El viejo Runcer está un poco achacoso, pero todavía se basta para mantener el lugar tal como tú lo dejaste. Ahora, uno de sus nietos le ayuda a ocuparse del lugar.

Seregil se agitó, incómodo, preguntándose si con este comentario su amigo había pretendido hacer algo más que una observación casual. Aquella casa era el único lazo que le quedaba con Rhíminee.

Al igual que Thrys, el viejo Runcer había guardado los secretos de su señor y había cubierto sus huellas, permitiendo a Seregil ir y venir a voluntad sin levantar sospechas.

—¿Dónde dice que hemos estado todo este tiempo? —preguntó.

—Según las últimas noticias, estabais en Ivywell, ocupándoos de los intereses de Sir Alec y proporcionando caballos al ejército de Eskalia —dijo Micum al tiempo que le guiñaba el ojo a Alec. Ivywell era el ficticio señorío micenio legado a Alec por su bucólico e igualmente ficticio padre. Supuestamente, este desconocido caballero había nombrado a Lord Seregil de Rhíminee guardián de su único hijo. Seregil y Micum habían elaborado tanto la historia como el título una noche, entre copa y copa de vino, para explicar la repentina aparición del muchacho en Rhíminee. Dada la escasa significación del título y el lugar, nadie se los había cuestionado jamás.

—¿Qué se dice del Gato de Rhíminee? —preguntó Seregil.

Micum soltó una carcajada.

—Después de seis meses más o menos, comenzó a extenderse el rumor de que debía de estar muerto. Debes de ser el primer ladrón cuya muerte ha sido lamentada por la nobleza. Por lo que he podido descubrir, después de tu desaparición se produjo una ausencia significativa de intrigas entre los miembros de esa clase.

Otra razón para no regresar. Seregil había hecho su fortuna trabajando clandestinamente como el Gato. Su trabajo como uno de los Centinelas de Nysander le había dado un propósito. Ahora, lo único que le quedaba era el papel que había interpretado públicamente como el petimetre de Lord Seregil, y éste se había vuelto cada vez más difícil de sobrellevar.

—Supongo que debería vender la casa pero no soy capaz de poner a Runcer en la calle. Ha sido su hogar más tiempo que el mío. Quizá os la ceda a Elsbet y a ti cuando ella termine su instrucción en el templo. Ella lo conservará a su lado.

Micum le dio unas palmaditas en la mano.

—Es una oferta muy amable pero ¿no podríais necesitarla de nuevo, uno de estos días?

Seregil miró la mano grande y pecosa que cubría la suya y sacudió la cabeza.

—Sabes que eso no va a ocurrir.

—¿Cómo está todo el mundo en Watermead? —preguntó Alec.

Micum se reclinó en su asiento y metió ambas manos bajo el cinturón.

—Bastante bien, salvo porque os echan de menos a los dos.

—Yo también los he echado de menos —admitió Seregil.

Watermead había sido una segunda casa para él, y Kari y sus tres hijas, una segunda familia.

Además, habían aceptado a Alec como uno de los suyos desde el primer día que el muchacho pusiera el pie en su casa.

—Elsbet sigue en Rhíminee. Enfermó durante la plaga que asoló la ciudad el pasado invierno pero se ha recuperado por completo —continuó Micum—. La vida del templo la complace. Está pensando en convertirse en iniciada. Kari está muy ocupada con los dos pequeños, pero Illia ya es lo suficientemente mayor para ayudar. Eso es otra cosa buena. Desde que Gherin aprendió a caminar ha estado tratando de seguirle el ritmo a su hermano de leche. Ese Luthas es un travieso. Una mañana, Kari se los encontró a mitad de camino del río.

Seregil sonrió.

—Nada comparado con lo que ocurrirá teniéndote a ti como padre.

Conversaron durante un rato, intercambiando noticias e historias como si aquella fuera alguna visita sin importancia. De pronto, sin embargo, Seregil se volvió hacia Beka.

—Será mejor que me cuentes más. ¿Dices que Klia está al mando de esa delegación?

—Sí. La turma Urgazhi le ha sido asignada como guardia de honor.

—Pero ¿por qué Klia? —preguntó Alec—. Es la más joven.

—Una persona cínica podría decir que eso la convierte en la más prescindible —señaló Micum.

—En todo caso, Korathan o ella hubieran sido a los que yo hubiera elegido —murmuró Seregil—. Son los más inteligentes, se han probado en el campo de batalla y se conducen con autoridad. Supongo que Torsin también acudirá, junto con un mago o dos.

—Lord Torsin ya se encuentra en Aurëren. Por lo que se refiere a los magos, últimamente escasean tanto en los campos de batalla como los generales, de modo que ella sólo se llevará a Thero —replicó Beka, y Seregil supo que lo estaba observando en busca de una reacción.

Y con buenas razones, pensó. Thero lo había sucedido como pupilo de Nysander después de que él hubiera fracasado. No se habían gustado al conocerse y durante años habían reñido como si fueran hermanos celosos. Y, sin embargo, habían terminado el uno en deuda con el otro después de que Mardus raptase a Thero y a Alec.

Según le había contado Alec posteriormente, cada uno de ellos había mantenido con vida al otro a lo largo de un viaje horrible, el tiempo suficiente para que Alec escapara justo antes de la batalla final en aquella desolada franja de la costa de Plenimar. La muerte de Nysander había adormecido su rivalidad, pero cada uno de ellos era para otro el recuerdo viviente de lo que habían perdido.

Seregil lanzó una mirada esperanzada a Micum.

—Tú vendrás, ¿verdad?

Micum se miró los dedos.

—No he sido invitado. Sólo estoy aquí para convencerte de que vayas. Esta vez tendrás que ir con Beka.

—Ya veo. —Seregil apartó el plato—. Bueno, tendréis mi respuesta por la mañana. Y ahora, ¿quién se apunta a una partida de Espada y Moneda? Ya no resulta divertido jugar con Alec. Se sabe todas mis trampas.

Durante un rato, Seregil fue capaz de perderse en el simple disfrute del juego, un placer que resultaba aún más precioso por la certeza de que aquel momento de paz era pasajero.

Había disfrutado de su largo descanso. A menudo sentía como si hubiese abandonado su mundo para entrar en el que Alec había conocido antes de que se encontraran: una vida más sencilla de cacerías, vagabundeos y duro trabajo físico. Durante todo ese tiempo habían encontrado las ocasiones suficientes para mantener sus habilidades como ladrones y espías, pero generalmente habían realizado trabajos honestos.

Y habían hecho el amor. Seregil sonrió mientras miraba las cartas, pensando en las muchas veces que Alec y él habían yacido entrelazados en incontables posadas, junto a incontables fogatas bajo las estrellas o en la cama que Micum estaba utilizando en aquel momento como asiento. O en la suave hierba primaveral bajo los robles que había más abajo, junto al arroyo, o en el dulce heno de otoño o en el estanque de la cresta y, una vez, rodando a medio vestir en una nieve profunda y recién caída bajo una acerada luna creciente que les había hurtado el sueño durante tres noches completas. Ahora que lo pensaba, no eran muchos los lugares a su alrededor en los que no los hubiese arrebatado el deseo en uno u otro momento. Habían recorrido un camino muy largo desde aquel primer beso desmañado que Alec le diera en Plenimar pero, claro, el muchacho había sido siempre un alumno aventajado.

—Menudas cartas debes de llevar —dijo Micum mientras le lanzaba una mirada burlona—. ¿Te importa enseñarnos unas pocas? Es tu turno.

Seregil echó un diez de picas y Micum se hizo con él mientras reía triunfante.

Seregil observó a su viejo amigo con una mezcla de tristeza y afecto. Micum tenía aproximadamente la edad de Beka cuando se conocieron: un vagabundo alto y amigable que había compartido gustoso las aventuras de Seregil, aunque no su cama. Ahora los cabellos plateados superaban en número a los rojizos en la espesa melena y el mostacho de su amigo, así como en la incipiente barba que cubría sus mejillas.

Tírfaie, asi los llamamos: los de vida corta. Observó a Beka riendo con Alec. También él vería cómo la plata rayaba sus rojizos cabellos mientras los suyos seguían siendo oscuros. O lo haría, Sakor mediante, si ella sobrevivía a la guerra.

Arrinconó rápidamente este pensamiento sombrío con los otros que aullaban en algún lugar de las profundidades de su mente.

Dos velas se consumieron por completo hasta convertirse en grumos de cera antes de que Micum dejara las cartas sobre la mesa.

—Bueno, creo que ya he perdido suficiente por una sola noche. Tanto viaje está empezando a poder conmigo.

—Te dejaría dormir aquí, pero… —empezó a decir Seregil.

Micum atajó su disculpa con una mirada de complicidad.

—Es una noche despejada y tenemos buenas tiendas. Nos veremos por la mañana.

Seregil observó desde la puerta hasta que Beka y Micum hubieron desparecido entre las tiendas, y entonces se volvió hacia Alec, con el vientre encogido de miedo.

El muchacho estaba sentado con aire frívolo, barajando las cartas, y la luz vacilante del fuego le hacía parecer mayor de lo que era.

—¿Y bien? —preguntó, con voz suave pero implacable.

Seregil tomó asiento y apoyó los codos sobre la mesa.

—Naturalmente que quiero regresar a Aurëren. Pero no de esta manera. Nada ha sido perdonado.

—Cuéntamelo todo, Seregil. Esta vez lo quiero todo.

¿Todo? Eso nunca, talí.

Los recuerdos volvieron a emerger como una sucia riada de primavera, inundando las riberas de sus pensamientos. ¿Qué recoger primero de entre los escombros de su roto pasado?

—Mi padre, Korit í Solun, era un hombre muy poderoso, uno de los miembros más influyentes de la Ila’sidra —un dolor sordo se apoderó de su corazón mientras dibujaba el rostro de su padre, tan delgado y austero, los ojos fríos como el humo del mar. No habían sido así antes de la muerte de su madre, o al menos eso fue lo que le dijeron a Seregil.

»Mi clan, los Bókthersa, es uno de los más antiguos y más respetados. Nuestras fai’thast se encuentran en la frontera occidental, cerca de las tierras tribales de los Zengati.

—¿«Faitas»?

Fai’thast. Significa «tierras ancestrales», «hogar». Es el territorio que posee cada clan. —Seregil deletreó la palabra para él, un ritual confortadoramente familiar. Lo habían hecho tan a menudo que apenas notaban la interrupción. Sólo más tarde le chocó el que ésta no se encontrara entre todas las palabras que generosamente había derramado para él en su lengua nativa durante los dos últimos años—. Los clanes occidentales siempre tuvieron más tratos con los Zengati… incursiones desde las montañas, piratas a lo largo de la costa, esa clase de cosas —continuó—. Pero los Zengati también se organizan en clanes y algunas tribus son más amistosas que otras. Los Bókthersa y unos pocos clanes más comerciaron con algunas de ellas durante años; mi abuelo, Solun í Meringil, quería ir todavía más lejos y establecer un tratado entre ambos países. Transmitió este sueño a mi padre, quien finalmente convenció a la Ila’sidra de que se reuniese con una delegación Zengati para discutir las posibilidades. El encuentro se produjo durante el verano en que yo tenía veintidós años; según las cuentas de los Aurënfaie, eso me hacía más joven de lo que tú eres ahora.

Alec asintió. No existía una correlación exacta entre las edades humana y Aurënfaie. Algunas etapas de la vida duraban más que otras, otras duraban menos. Siendo tan solo medio Aurënfaie, estaba madurando más deprisa de lo que lo haría un Aurënfaie, aunque posiblemente viviría tanto como él.

—Muchos Aurënfaie estaban en contra del tratado —continuó Seregil—. Desde tiempos inmemoriales los Zengati han asolado nuestras costas, tomando esclavos y quemando las aldeas. Cada una de las casas de la costa meridional posee algunos trofeos de guerra. Es testimonio de la influencia de nuestro clan el hecho de que mi padre lograra llegar tan lejos como lo hizo con su plan. El encuentro se produjo en la ribera de un río situado en el extremo occidental de nuestras fai’thast, y al menos la mitad de los clanes había venido para asegurarse de que fracasaba. Algunos de ellos odiaban realmente a los Zengati pero había otros, como los Virésse y los Ra’basi, a quienes no gustaba la posibilidad de una alianza entre los clanes occidentales y nuestros vecinos. Cuando ahora pienso en ello, supongo que era una preocupación justificada. ¿Recuerdas que te conté que Aurëren no tiene rey ni reina? Cada clan es gobernado por un khirnari

—«Y los khirnari de los once clanes principales forman el Consejo de la Ila’sidra, que actúa como lugar de reunión para la formación de alianzas y la resolución de disputas y agravios» —terminó Alec como si estuviese recitando una lección.

Seregil rió. Rara vez tenía que enseñarle algo dos veces, especialmente si estaba relacionado con Aurëren.

—Mi padre era el khirnari de los Bókthersa, al igual que lo es mi hermana Adzriel ahora. Los khirnari de los clanes principales y muchos de los menores acudieron, junto con los Zengati. Las tiendas ocupaban acres enteros, toda una ciudad surgida de la nada como un campo de setas de verano —sonrió con aire nostálgico, mientras recordaba días mejores—. Vinieron familias al completo, como si se tratase de una celebración. Los adultos salían y se gruñían los unos a los otros durante todo el día, pero para el resto de nosotros era divertido.

Se levantó para servir vino fresco y se sentó junto a la chimenea, haciendo girar el contenido de su copa, que todavía no había probado.

Cuanto más se acercaba al corazón de la historia, más difícil le resultaba continuar.

—Supongo que no te he contado demasiado sobre mi infancia.

—No mucho —asintió Alec, y Seregil sintió la pizca de resentimiento que todavía escondían aquellas palabras—. Sé que, como yo, no conociste a tu madre. Una vez se te escapó que tienes tres hermanas aparte de Adzriel. Veamos: Shalar, Mydri y… ¿Cuál es la más joven?

—Ilina.

—Ilina, sí. Y que Adzriel te crió.

—Bueno, hizo lo que pudo. De niño era bastante salvaje.

Alec esbozó una sonrisa afectada.

—Me hubiera sorprendido oír lo contrario.

—¿De veras? —Seregil agradeció aquella broma, pues le concedía un breve respiro—. Sin embargo, eso no complacía a mi padre. De hecho, no recuerdo que casi nada de mí lo hiciera, salvo mi habilidad con la música y la esgrima, y la mayoría de los días esto no bastaba. En la época de la que estoy hablando, en general me limitaba a apartarme de su camino. Pero aquel encuentro volvió a reunimos y al principio hice todo lo que pude para comportarme apropiadamente. Entonces conocí un joven llamado Ilar —con sólo pronunciar el nombre, se le encogió el corazón—. Ilar í Sontír. Pertenecía al clan Chyptaulos, uno de los orientales, que mi padre confiaba en atraer a nuestro bando. Mi padre estuvo encantado… al principio, Ilar era… —La siguiente parte resultaba difícil. Pronunciar su nombre en voz alta lo traía de vuelta, como un espíritu invocado—. Era guapo, impetuoso y siempre tenía tiempo de sobra para ir a cazar o a nadar conmigo y con mis amigos. Era ya casi un adulto y su atención nos halagaba terriblemente a todos nosotros. Yo fui su favorito desde el principio, y al cabo de unas pocas semanas empezamos a salir los dos solos cada vez que podíamos.

Tomó un largo sorbo de la copa y vio que su mano estaba temblando. Había enterrado aquellos pensamientos durante años, pero con sólo contar la historia una vez, los viejos sentimientos salían a la superficie crudos como habían sido durante aquel verano, tantos años atrás.

—Yo había tenido algunas relaciones poco serias… amigos, primas, cosas así… pero nada como aquello. Supongo que podría decirse que me sedujo, aunque tal como lo recuerdo no le hizo falta demasiado esfuerzo.

—Lo amabas.

—¡No! —contestó Seregil con brusquedad mientras se burlaban de él los recuerdos de labios sedosos y manos callosas contra su piel—. No, no era amor. Pero yo estaba cegado por la pasión. Adzriel y mis amigos trataron de advertirme sobre él, pero yo estaba tan encaprichado que hubiera hecho cualquier cosa por él. Y, al final, así fue. Irónicamente, Ilar fue el primero en advertir mis talentos menos nobles y en animarme a desarrollarlos. Incluso sin instrucción, yo poseía manos diestras y una habilidad innata para el sigilo. Preparó pequeños desafíos para probarme… inocentes al principio, después no tanto. Yo vivía para sus alabanzas —miró a Alec con aire culpable—. Algo así como tú y yo cuando nos conocimos. Ésta es una de las cosas que me hizo contenerme contigo durante tanto tiempo: el miedo a corromperte de la manera en que él lo había hecho conmigo.

Alec sacudió la cabeza.

—En nuestro caso fue diferente. Vamos, termina con esto y déjalo a un lado. ¿Qué ocurrió?

Mayor que su edad, volvió a pensar Seregil.

—Muy bien, de acuerdo. Uno de los oponentes más decididos de mi padre era Nazien í Hari, khirnari del clan Haman. Ilar me convenció de que ciertos documentos que se encontraban en la tienda de Nazien podían ayudar a la causa de mi padre, y de que sólo yo poseía la habilidad necesaria para entrar subrepticiamente y «tomarlos prestados» —esbozó una mueca, disgustado al recordar lo tonto que había sido—. Así que fui allí. Aquella noche todo el mundo había salido para acudir a algún ritual, pero uno de los parientes de Nazien regresó y me sorprendió con las manos en la masa. Estaba oscuro; no debió de ver que estaba sacando su daga contra un muchacho. Pero había luz suficiente para que yo pudiera ver el brillo de su hoja y el resplandor fiero de sus ojos. Aterrorizado, saqué mi propia daga y lo golpeé. No pretendía matarlo, pero lo hice —dejó escapar una risa amarga—. Supongo que ni siquiera Ilar esperaba eso cuando lo envió a la tienda.

—¿Él quería que te capturaran?

—Oh, sí. Aquella había sido la causa de todas sus atenciones. Los faie rara vez se rebajan al asesinato, Alec, o siquiera a la violencia abierta. Todo está relacionado con el atui, nuestro código de honor. Atui y clan lo son todo… definen al individuo, a la familia —sacudió la cabeza con tristeza—. Ilar y sus camaradas conspiradores… porque eran varios, como acabó por descubrirse… sólo tenían que convencerme de que traicionara el atui de mi clan para alcanzar su propósito, que no era otro que desbaratar las negociaciones. ¡Y ciertamente lo lograron! Lo que siguió fue todo muy dramático y de mal gusto, dada mi reputación y mi bien conocida relación con Ilar. Me declararon culpable de complicidad en la conspiración y de asesinato. ¿Alguna vez te he contado cuál es la pena por asesinato entre mi pueblo?

—No.

—Es una antigua costumbre llamada dwai sholo.

—¿«Dos cuencos»?

—Sí. El castigo es responsabilidad del clan del criminal. El clan agraviado reclama teth’sag contra la familia del culpable. Si ésta rompe el atui y no cumple con su deber, la otra familia puede declararse agraviada y cualquier muerte que se produzca a continuación no se considera asesinato hasta que el honor haya sido restaurado. En todo caso, en el dwai sholo, el culpable es encerrado en una celda diminuta de la casa de su propio khirnari y cada día que pasa se le ofrecen dos cuencos de comida. Uno de ellos está envenenado, el otro no. El condenado puede elegir rechazar uno o los dos, día tras día. Si sobrevives un año y un día, se considera un signo de Aura y eres liberado. Pocos lo logran.

—Pero a ti no te lo hicieron.

—No —el calor abrasador, la oscuridad, las palabras que desollaban… Seregil tomó la copa—. En vez de ello, fui exiliado.

—¿Y los demás?

—La pequeña celda y los dos cuencos, por lo que yo sé. Todos salvo Ilar. Escapó la misma noche que yo fui capturado. Ya había alcanzado su propósito. Los Haman utilizaron el escándalo para hacer fracasar las negociaciones. Todo cuanto mi familia y otras habían trabajado décadas por conseguir fue echado abajo en menos de una semana. Todo el complot se había basado en engañar al hijo de Korit Solun para que traicionase el honor del clan. ¿Y sabes qué?

Repentinamente su voz estaba ronca, tan ronca que tuvo que tomar otro trago de vino para poder terminar.

—Lo peor de todo no fue el asesinato o el exilio. Fue el hecho de que la gente en la que debiera haber confiado había tratado de advertirme, pero yo era demasiado necio y testarudo para escuchar —apartó los ojos, incapaz de soportar la mirada de simpatía de Alec—. Así que ahí lo tienes, mi vergonzoso pasado. Nysander era la única persona a la que se lo había contado hasta hoy.

—¿Y todo eso ocurrió hace cuarenta años?

—De acuerdo con las cuentas Aurënfaie, todavía son noticias recientes.

—¿Tu padre te ha perdonado?

—Murió hace años y no, nunca me perdonó. Tampoco lo han hecho mis hermanas salvo Adzriel… ¿te he mencionado que Shalar estaba enamorada de un Haman? Dudo que uno sólo de entre los muchos miembros de mi clan que han arrastrado la carga de la vergüenza con que manché nuestro nombre esté deseando darme la bienvenida.

Incapaz de seguir hablando, Seregil apuró el vino que le quedaba mientras las imágenes de aquel último día en el puerto de Víresse recorrían libremente como destellos su mente: el silencio enfurecido de su padre, las lágrimas de Adzriel, los mordaces abucheos y silbidos que lo habían seguido mientras ascendía por la escalerilla de un navío extranjero. No había llorado entonces y no lo hizo ahora, pero la aplastante sensación de remordimiento era tan intensa como antaño.

Alec esperó en silencio, con las manos entrelazadas en la mesa, frente a sí. No menos silencioso, con aire desamparado junto al fuego, Seregil se encontró de pronto anhelando el contacto tranquilizador de aquellos dedos fuertes y diestros.

—¿Entonces, vas a ir? —volvió a preguntar Alec.

—Sí —había sabido la respuesta desde que Beka le hablara por vez primera del viaje. Mientras formulaba la pregunta que no se había atrevido todavía a hacer, Seregil se obligó a recorrer el espacio que los separaba y le tendió una mano a Alec—. ¿Vas a venir conmigo? Puede que no sea demasiado agradable ser el talímenios de un exiliado. Allí ni siquiera tengo un nombre de verdad.

Alec tomó la mano extendida y la apretó casi hasta el punto del dolor.

—¿Recuerdas lo que ocurrió la última vez que trataste de marcharte sin mí?

La risa aliviada de Seregil los sobresaltó a ambos.

—¿Que si lo recuerdo? ¡Creo que todavía tengo algunos moratones! —apretando su mano, hizo que Alec se levantara de la silla y lo arrastró hasta la cama—. Aquí, te los voy a enseñar.

La repentina demanda de sexo de Seregil sorprendió a Alec menos que el salvajismo que siguió. La cólera permanecía agazapada justo detrás de la frenética pasión de su amante, una cólera que no lo tenía a él como objetivo pero que a pesar de todo dejó una colección de pequeños cardenales por toda su piel para que la descubriera el sol de la mañana.

Alec no necesitaba los aguzados sentidos del lazo de un talímenios para saber que Seregil había tratado de borrar el recuerdo del odiado primer amante de su propia piel, y que no lo había conseguido.

Después, sudoroso y jadeante entre los brazos de Seregil, escuchó mientras la respiración trabajosa del otro se frenaba hasta volverse normal, y por vez primera se sintió vacío e incómodo en vez de saciado y seguro. Un negro abismo de silencio los separaba a pesar de que yacían pecho contra pecho. Lo asustaba pero no lo rechazó.

—¿Qué ocurrió con Ilar? ¿Llegaron a encontrarlo? —susurró al fin.

—No lo sé.

Alec tocó la mejilla de Seregil, esperando encontrar lágrimas.

Estaba seca.

—Una vez, justo después de que nos conociéramos, Micum me dijo que nunca perdonabas la traición —dijo en voz baja—. Más tarde, Nysander me dijo lo mismo. Ambos creían que es por lo que te ocurrió en Aurëren. Fue él, ¿verdad?, ¿llar?

Seregil tomó la mano de Alec y apretó la palma contra sus labios, luego la movió hasta su pecho desnudo para dejar que sintiera el rápido y pesado latir de su corazón. Cuando habló al fin, su voz estaba empapada de pesar.

—Darle a alguien tu amor y confianza… ¡Lo odio por eso! Por arrebatarme la inocencia demasiado pronto. Con todo lo malvado y necio y testarudo que podía ser, nunca había tenido que odiar a alguien hasta entonces. Pero también me enseñó cosas: que el amor y la confianza y el honor son de verdad y que nunca debes darlos por sentados.

—Supongo que si alguna vez llegamos a encontrarnos, al menos tendré que darle las gracias por eso —murmuró Alec, y entonces se quedó helado al notar que la mano de Seregil se había cerrado bruscamente con fuerza alrededor de la suya.

—No tendrías tiempo de hacerlo, talí, antes de que yo le cortara la garganta.