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CAMINO EQUIVOCADO
Beka cabalgó sin descanso durante toda la noche, evitando las pocas aldeas Akhendi con las que se cruzó en su camino. No hizo ningún esfuerzo por cubrir sus huellas. Contaba con atraer a los posibles perseguidores para proteger a sus amigos.
La lluvia continuaba, formando una especie de niebla fría e inexorable que parecía colarse hasta los mismos huesos. Mientras la silueta amenazante de las montañas se le acercaba más y más, decidió finalmente abandonar el camino y se internó por una vereda lateral que se alejaba serpenteando en dirección este a través del bosque. Al cabo del día siguiente estaba exhausta y perdida por completo.
Mientras deambulaba sin prisas por la zona, divisó una senda de cazadores que ascendía por una ladera y se internó por ella, confiando en encontrar algún lugar en el que pasar la noche.
Justo antes de que oscureciera, encontró una estrecha franja de suelo resguardado y seco, bajo un abeto caído, y acampó allí. Un rayo había caído recientemente sobre el árbol y había destrozado el tronco pero sin llegar a cortarlo del todo, de modo que la copa pendía en ángulo sobre el suelo creando una especie de guarida resguardada bajo las ramas inferiores. Después de bajar su equipaje del caballo, excavó un pequeño agujero en el suelo con el cuchillo y encendió una fogata en su interior para quitarse el frío de los huesos.
Sólo por unas pocas horas, se dijo mientras se acurrucaba tan cerca como podía de las llamas. El calor no tardó en evaporar la humedad de su casaca y sus pantalones. Se envolvió en una manta y se apoyó contra el áspero tronco que tenía detrás. La fina luna creciente se asomó entre dos trizas desgarradas de nube, para recordarle que en apenas dos días la Ila’sidra se reuniría para decidir el éxito o el fracaso de su misión.
—Por la Tétrada —susurró—. Con que Klia logre volver sana y salva a casa me doy por satisfecha.
Sin embargo, mientras se rendía lentamente al cansancio, era Nyal quien ocupaba sus pensamientos, tiñendo sus sueños con una inquietante mezcla de anhelo y dudas.
El contacto de una mano fuerte sobre su hombro la hizo despertar de un salto. Apenas había luz, pero a pesar de ello pudo distinguir a Nyal arrodillado junto a ella. Su rostro estaba a escasos centímetros del suyo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con voz entrecortada al tiempo que se preguntaba si seguiría soñado.
—Lo siento, talía ——murmuró, y a Beka se le encogió el corazón al ver los hombres armados que esperaban detrás de él.
Retrocedió mientras se reprendía por haberse dejado coger con tanta facilidad.
—Beka, por favor… —volvió a decir Nyal, pero ella lo apartó de un empujón y se puso trabajosamente en pie. ¿Cómo habían podido llegar tan cerca sin que los oyera?
—Sus caballos están aquí, pero no hay señales de ellos —dijo un Ra’basi a Nyal.
—¡Hijo de perra! —gruñó Beka. La comprensión se abrió paso en su interior y la heló hasta los huesos—. ¡Los has conducido hasta aquí!
—¿Dónde están, Beka? —preguntó.
Ella escudriñó sus ojos en busca de algún signo de esperanza, pero no encontró ninguno. Se inclinó hacia él, como si fuera a revelarle algo, y le escupió en pleno rostro.
—¡Garshil ke’menios!
La boca de Nyal se frunció en una línea enfadada mientras se limpiaba la mejilla con la manga.
—Hay otros que los buscan, capitana. Los Haman entre ellos.
Beka le dio la espalda y no contestó.
—No sacaremos nada de ella —dijo Nyal a los otros—. Korious, tú y tus hombres llevadla de vuelta a la ciudad. Akara, espera aquí hasta que haya luz suficiente y luego registra el área circundante en busca de alguna señal de ellos. Yo desandaré el camino y más adelante me reuniré con vosotros.
—Muy eficiente, Ra’basi —musitó Beka mientras le quitaban las armas y le ataban las manos.
—Te lo aseguro, capitana, estos hombres te tratarán con todo respeto —le aseguró Nyal—. En cuanto a tus amigos, sería lo mejor para todos los implicados que fuera yo el que diera con ellos. Ambos están en peligro: Seregil y tu medio hermano.
Beka le contestó con una sonrisa despectiva. No estaba dispuesta a permitir que jugara con sus temores.
—Vete al infierno, traidor.
El camino de montaña empeoró más y más a medida que Alec y Seregil ascendían por él. Los rocosos picos desnudos se cernían sobre ellos, cada vez más cercanos, crueles siluetas contra el nuboso cielo.
Llegaron a la segunda aldea justo antes del mediodía. Estaba tan desierta como la primera. Por supuesto, tampoco encontraron en ella caballos de refresco y, para empeorar las cosas, la yegua de Seregil había empezado a cojear visiblemente.
Desmontó en la plaza cubierta de maleza, pasó una mano por la pata trasera que estaba utilizando más y encontró una fea hinchazón en el corvejón.
—¡Mierda! —siseó. El animal retrocedió y tuvo que calmarlo—. ¡Tiene una infección!
—El castrado sigue estando bien —le dijo Alec después de examinar el otro caballo de Seregil. Una de las monturas de Alec, una yegua baya, tenía dificultades para apoyar una de las patas y no atravesaría mucho más terreno abrupto antes de empezar a cojear también.
Seregil cambió la silla al castrado y luego señaló hacia un lejano desfiladero que se abría entre dos peñascos.
—Deberíamos llegar al camino que busco unos cuantos kilómetros más allá, dentro del área protegida por la magia. Hay una torre dravniana cerca del alto. Si estos pencos aguantan, quizá lo logremos. No me gustaría dormir al raso esta noche. Hay lobos y bandidos ahí arriba.
—¿Y contrabandistas?
—Si es así, confío en que estén comerciando con caballos. Pero sospecho que la guerra ha puesto fin a eso. No tiene mucho sentido llevar mercancías hasta la costa si no va a haber ningún barco eskaliano esperándolas.
—Es una lástima. Esperaba conocer a ese tío tuyo del que no dejas de hablar. ¿Ahora qué vas a hacer con la yegua coja?
Como respuesta, Seregil le dio un fuerte azote en la grupa y observó cómo trotaba desmañadamente hasta desaparecer de la vista entre las casas abandonadas.
—Vamos. Veamos cuánto podemos avanzar antes de perder ese bayo.
Casi dos kilómetros después de la aldea, Seregil divisó un poste tallado, medio escondido por enredaderas y matas.
—Aquí es donde tenemos que vendarte los ojos, amigo mío.
Alec extrajo un jirón de tela y se lo ató sobre los ojos.
—Ya está, estoy en tus manos, Guía.
—No exactamente como a mí me gustaría. —Seregil esbozó una sonrisa afectada mientras tomaba las riendas de la montura de Alec y reanudaba la marcha.
Alec se inclinó hacia delante y se sujetó sobre los estribos mientras el suelo se hacía cada vez más empinado. Sabía por los olores que lo rodeaban que seguían en los bosques, pero el eco de las pisadas de los caballos parecía sugerir que se encontraban en un claro estrecho. De pronto escuchó el traqueteo de rocas provocado por algún pequeño desprendimiento y durante un momento aterrador su caballo tropezó y arañó salvajemente el suelo en busca de un asidero. Él llevó su mano a la venda, aterrorizado ante la perspectiva de ser arrojado al suelo o aplastado por un caballo caído.
—Todo va bien —la mano de Seregil se cerró con fuerza alrededor de su muñeca y lo obligó a apartar la suya.
—Maldita sea, Seregil. ¿Falta mucho? —jadeo Alec.
—Otros dos kilómetros. Dentro de poco se nivela.
La marcha se hizo más sencilla pero de pronto Alec se dio cuenta de que ahora sólo escuchaba ecos a su izquierda. Un viento frío suspiraba regularmente contra su mejilla derecha.
—¿Estamos junto a un acantilado? —preguntó, de nuevo tenso.
—No demasiado cerca —le aseguró Seregil.
—Entonces, ¿por qué no dices nada?
—Estoy buscando el atajo que conduce al paso. Guarda silencio y deja que me concentre.
Después de otra pequeña eternidad, Seregil dejó escapar un suspiro de alivio.
—He encontrado el camino. No tardaremos en llegar, te lo prometo.
El aire se enfrió a su alrededor y Alec olió el aroma especiado de la resina de los pinos y los cedros.
—¿Puedo quitarme esta venda? —preguntó. Sus anteriores recelos estaban dejando paso a un simple y puro aburrimiento—. Me gustaría ver qué aspecto tiene el lugar con la magia.
—Te haría enfermar —le advirtió Seregil—. Espera sólo un poco más. Ya casi hemos… ¡Oh, Illior! ¡Alec, agacha la cabeza!
Antes de que el muchacho pudiera obedecer, su caballo se volvió bruscamente y un agudo zumbido pasó muy cerca de su oído. Al instante, algo lo golpeó con fuerza en el pecho y el aire se le escapó de los pulmones en un gruñido de sorpresa. Seregil gritó algo y el caballo de Alec corcoveó. Y entonces, de pronto, estaba cayendo, cayendo…
En el mismo momento en que vio a los hombres que los habían emboscado, Seregil supo que era demasiado tarde.
Después de doblar un recodo del camino entre dos grandes afloramientos de roca, Alec y él habían desembocado en una estrecha franja del camino que atravesaba una empinada y poco arbolada ladera que descendía hasta el lecho de un arroyuelo varios cientos de metros más abajo. Justo delante de ellos, la estrecha vereda que atravesaba la ladera de la montaña en dirección al paso había desaparecido bajo un masivo desprendimiento de rocas. Los arqueros habían tomado posiciones entre ellas y desde allí tenían una visión perfecta del camino. Incapaz de dirigirse a derecha o izquierda, Seregil sólo podía retroceder por donde había venido, y confiaba en lograrlo antes de encontrarse con una flecha en la espalda. Pero mientras hacía girar a su montura, arrastrando a Alec consigo por las riendas, vio a otros hombres, de pie sobre las piedras junto a las que acababan de pasar. La trampa se había cerrado.
—¡Agacha la cabeza! —volvió a gritar, pero también era demasiado tarde para eso. El bayo de Alec retrocedió pifiando. Una flecha sobresalía de sus cuartos delanteros. Todavía con los ojos vendados, Alec fue arrojado al suelo y cayó hacia la ladera. Seregil apenas tuvo tiempo de ver las dos flechas clavadas en el hombro y el pecho de su amigo antes de que éste desapareciera.
—¡Alec! —saltó del caballo para seguirlo pero cuatro atacantes más saltaron de la escasa maleza que había sobre él y lo tiraron al suelo.
Luchó salvajemente, desesperado por escapar, encontrar a Alec y huir…
Si es que seguía vivo.
… pero lo superaban en número. Los hombres que lo habían capturado lo inmovilizaron de bruces, le aplastaron la cara contra el suelo y luego le dieron la vuelta. Alguien lo sujetó violentamente por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás. Un hombre de pelo canoso se inclinó sobre él, daga en mano y Seregil cerró los ojos, esperando el inevitable tajo en la garganta.
En su lugar, el hombre cortó la parte delantera de su casaca y la punta del cuchillo arañó los anillos de acero de la cota que llevaba debajo. Alargó el brazo, le arrancó la cadena de un tirón y sostuvo en alto el anillo de Corruth. Un hombre más joven apareció delante de él pero, antes de que pudiera verlo bien, un lado de su cabeza explotó de dolor y el mundo se volvió negro.
El miedo anulaba todo lo demás mientras Alec golpeaba el suelo y continuaba cayendo y dando vueltas sobre sí mismo. Siempre le habían dado miedo las caídas, y el caer a ciegas lo sumió en el pánico. Por fin, chocó contra algo que le arrebató el aire de los pulmones. Sólo entonces, tendido sobre el costado, cubierto de magulladuras y con la respiración entrecortada, pudo prestarle la debida atención al furioso dolor que se extendía desde su muslo izquierdo y su hombro derecho y a la sensación punzante justo bajo las costillas. Esto último resultó ser la empuñadura de su espada, atrapada debajo de él en un ángulo incómodo.
Gracias a la Tétrada por eso, al menos, pensó al tiempo que movía un poco el arma de modo que pudiera respirar.
En algún lugar por encima de su cabeza escuchó las voces de unos hombres que se llamaban a gritos. Aparentemente lo estaban buscando.
Con magia o sin ella, no podía quedarse esperando allí, como un animal ciego y herido. Se arrancó la odiada venda de los ojos, parpadeó varias veces a causa de la súbita luminosidad y vio… helechos.
Podía ver perfectamente bien, después de todo, aunque el tenue hormigueo de la magia sobre su piel le advirtió que todavía no había abandonado por completo la zona protegida.
Al escuchar unos gritos desde lo alto de la ladera supo que no le queda tiempo para seguir reflexionando sobre ello. Levantó la cabeza un poco y vio que se encontraba sobre un denso macizo de helechos altos en la base de un abedul muy viejo. Desde allí podía distinguir el camino, varios cientos de metros por encima de él, y a algunos hombres que se movían allí de un lado a otro. Forajidos, supuso, al ver que no llevaban sen’gai. Como había temido, otros pocos estaban descendiendo por la ladera en su dirección.
Mientras se agachaba el hombro derecho volvió a dolerle. Unos eslabones con una muesca reciente asomaban por el desgarrón de la manga de la casaca, donde una flecha lo había golpeado con una trayectoria oblicua.
La herida de su pierna era más seria. La flecha había atravesado el muslo y había quedado allí alojada. Durante la caída, el extremo empenachado se había partido, pero la cabeza metálica sobresalía unos centímetros por debajo de los cordones inferiores de sus pantalones. Sin darse tiempo para pensar, sujetó el astil justo por debajo de la cabeza y la sacó de un tirón.
Entonces se desvaneció.
Cuando volvió en sí, alguien lo estaba arrastrando por el hombro herido sobre un suelo desigual. El dolor de su pierna había aumentado terriblemente y volvió a perder el sentido por un momento.
Cuando su mente se aclaró de nuevo, estaba gozosamente inmóvil, sujeto por unos brazos fuertes y apoyado sobre un pecho poderoso.
—Seregil, creí que… —pero los ojos almendrados que lo miraban desde arriba no eran grises, sino verdes.
—No te muevas —le ordenó Nyal mientras se asomaba sobre el borde de la grieta en la que se escondían. Llevaba la cabeza desnuda y sus ropas eran de colores apagados que se confundían con las sombras del atardecer, cada vez más alargadas sobre el suelo del bosque.
Cerca de ellos, unas pisadas hicieron crujir las hojas muertas del suelo, y al cabo de un rato se perdieron en dirección opuesta.
Después de un momento, Nyal se inclinó a su lado y examinó la herida de su pierna.
—Está limpia pero hay que vendarla. Quédate aquí y mantén los ojos cerrados si puedes.
—Puedo ver —le dijo Alec.
El Ra’basi parpadeó, sorprendido, pero no había tiempo para explicaciones. Agazapado, abandonó a toda prisa la grieta y se perdió de vista entre el sombrío sotobosque.
Los atacantes parecían haber renunciado a encontrarlo por el momento. Miró ladera arriba y no vio señal alguna de movimiento.
Unos momentos más tarde, Nyal estaba de vuelta con un arco y una gran bolsa de viajero.
—No está sangrando mucho —musitó mientras extraía de ésta última un frasco y un sen‘gai sin dibujos—. Vamos, toma un trago de esto —le ordenó al tiempo que le tendía el frasco.
El fuerte licor hizo arder la garganta de Alec y tomó un segundo trago. Luego estiró el cuello y observó nerviosamente cómo Nyal colocaba apresuradamente varias compresas sobre los agujeros de flecha.
—Esto debería bastar por ahora. —Nyal le dio una palmada en el hombro—. Veamos si puedes andar. Seregil nos necesita.
Se puso en pie y le tendió una mano.
Alec la estrechó y tiró de ella para levantarse. La pierna todavía le dolía como el infierno pero la bebida, junto con la presión de los vendajes, conseguía que resultara soportable.
—¿Quién más nos siguió, además de ti?
—Nadie —contestó el Ra’basi mientras sostenía a Alec pasando una mano bajo su brazo—. No hay huellas que se crucen con las vuestras. Os estaban esperando. Sólo lamento no haberos alcanzado antes. Probablemente estaban intentando matar a tu caballo cuando tu pierna se interpuso.
—¿Y esto? —preguntó Alec con aire dubitativo mientras le mostraba el desgarrón de su casaca.
—No todo el mundo es tan bueno como tú con el arco, amigo mío.
Alec estaba sudando a causa del dolor cuando llegaron al borde de la ladera, justo bajo el nivel del camino. Tendidos sobre el vientre, se asomaron a él. El lugar estaba desierto.
—Quédate aquí —susurró Nyal. Se encaramó al terraplén a toda prisa y se dirigió agazapado hacia el caballo muerto de Alec. De pronto, un hombre apareció desde detrás de una mata y se precipitó hacia el Ra’basi.
—¡Cuidado! —gritó Alec.
Nyal giró sobre sus talones, se arrojó a un lado y rodó sobre sí mismo. El otro hombre volvió a abalanzarse sobre él y se encontró con un golpe feroz en plena cara. Se desplomó sin un sonido.
Nyal lo ató y lo amordazó y entonces regresó fríamente a su tarea. Recuperó el arco y el carcaj de Alec de la silla de montar. La cuerda se había partido en la caída y pendía inútil de un lado a otro un lado mientras Nyal regresaba al lugar en el que Alec lo esperaba.
—Espero que tengas una de repuesto —dijo, mientras le ponía el Radly en sus manos—. Las mías no servirán para éste.
Alec extrajo una cuerda nueva de la bolsa de su cinturón y se incorporó para doblar el arco. Apoyó el extremo de uno de los brazos contra su pierna, tiró hacia abajo del más elevado y dejó escapar un gruñido mientras el dolor volvía a recorrerle el hombro izquierdo. Nyal tomó el arco y colocó la cuerda en su lugar.
—¿Puedes tirar?
Alec volvió a flexionar el brazo.
—Eso creo.
—¿Y puedes ver? —dijo Nyal mientras sacudía la cabeza con asombro.
—Es algo que tiene que ver con los Bash’wai, creo —dijo Alec a modo de explicación mientras pensaba en la extraña despedida que le habían ofrecido.
—Has debido de gustarles mucho. Vamos. Tenemos que encontrar a Seregil.
El crepúsculo se les echaba encima con rapidez y divisaron el amarillo resplandor de una hoguera en lo alto del área inclinada que rodeaba el paso. Desechando el camino interrumpido por el derrumbe, Nyal lo llevó por una senda ascendente y sinuosa que los condujo frente a una repisa de roca que dominaba lo alto de un acantilado.
Cerca del borde, ocho hombres descansaban en una franja de tierra plana. Algunos de ellos llevaban antorchas, cuya luz era suficiente para que Alec pudiera disparar. Detrás de ellos se encontraba Seregil, tendido sobre las rodillas y los codos, con las manos atadas delante de sí. Tenía la cabeza gacha y el cabello le ocultaba el rostro. Había un hombre delante de él, con su espada en la mano mientras los demás discutían entre sí.
—¡No es justo! —estaba diciendo uno de ellos con tono furioso.
—No te corresponde a ti cuestionarlo —replicó otro más joven, que hablaba con la autoridad de un líder—. ¡No hay deshonor en ello!
¿De modo que incluso los bandidos Aurënfaie discutían sobre el atui? Alec extrajo una flecha del carcaj y la colocó sobre la cuerda.
Detrás de él, Nyal hizo lo mismo. Pero en ese mismo momento, varios hombres levantaron los brazos y se apartaron algunos metros. Seregil se debatió débilmente mientras dos de los otros lo sujetaban por los hombros y lo arrastraban hasta el acantilado. Evidentemente pretendían arrojarlo al vacío.
Alec levantó el arco y dejó volar la flecha, rogando que no acertara a su amigo. No tenía por qué haberse preocupado. Había apuntado mal y la flecha se clavó sin hacer daño en el suelo, frente a los dos hombres. Sobresaltados, retrocedieron de un salto y Seregil se liberó y se apartó del borde. La mayoría de los atacantes se dispersó y corrió en busca de refugio. Nyal acertó a dos de ellos antes de que hubiesen recorrido ni dos metros. El líder se dirigió hacia Seregil y Alec volvió a tirar. Esta vez le acertó en mitad del pecho. Seregil vio su oportunidad y salió corriendo hacia las sombras.
Alec logró abatir a uno más antes de que el resto desapareciera.
—Por aquí. —Nyal lo guió ladera abajo por otro camino salpicado de rocas y lo sostuvo cuando la pierna herida de Alec cedió. Mientras llegaban al acantilado, el sonido de unos cascos de caballos les llegó arrastrado por el aire tranquilo de la noche, resonando como un eco desde la dirección del camino principal.
—¡Maldita sea, se escapan!
—¿Cuántos serán? —se preguntó Nyal.
—Los suficientes para causarnos problemas si no salimos de aquí ahora mismo —dijo una voz familiar desde lo alto.
Alec levantó la mirada y vio a Seregil, medio escondido detrás de una roca. Salió de allí y se deslizó ladera abajo para reunirse con ellos. Seguía teniendo las manos atadas, pero ahora aferraban la empuñadura de la espada.
—De modo que puedes ver —dijo, mientras evaluaba a Alec con una mirada reflexiva.
Éste se encogió de hombros.
—¿Cuántos eran? —preguntó Nyal.
—No tuve tiempo de contarlos antes de que me golpearan —contestó Seregil mientras los llevaba de vuelta al lugar en el que descansaban los cadáveres. Había cinco cuerpos.
—Nuestra suerte habitual, ir a toparnos con bandidos —murmuró Alec.
Seregil se rascó el nuevo moratón que empezaba a aparecer sobre su pómulo.
—Tuvieron la cortesía de discutir si debían matarme o no. A algunos de ellos no les gustaba la idea. Pero pensaban que habían acabado contigo, Alec, y lo mismo puede decirse de mí, ya que estamos. Cuando te vi caer del caballo… —alargó una mano hacia Nyal y dijo, casi a regañadientes—: Supongo que debo alegrarme de verte. Te debemos la vida.
Nyal le estrechó la mano.
—Quizá puedas pagarme la deuda hablando a Beka en mi favor. Imagino que todavía estará maldiciendo mi nombre.
—De modo que también la encontraste a ella, ¿no? —gimió Alec. Se sentía como un tonto por haber sido tan fácil de rastrear después de tantas complicaciones—. ¿Dónde está?
—No tan lejos como ella pensaba. La encontramos esta mañana, al amanecer, a menos de quince kilómetros de aquí.
—¿Encontramos? —Seregil entornó la mirada.
—La Ila’sidra me envió en pos de vosotros con un grupo de búsqueda —contestó Nyal—. De hecho, me presenté voluntario. Cuando resultó evidente que los demás sospechaban hacia dónde os dirigíais, pensé que sería mejor que yo os encontrara primero. Mientras os seguía el rastro, vi que os separabais y supuse que os dirigiríais al paso de los contrabandistas, sin saber que estaba bloqueado. De modo que me aseguré de que mis compatriotas estuvieran ocupados con ella y luego vine a buscaros.
—¿Nuestra pequeña estratagema no te engañó?
Nyal sonrió.
—Afortunadamente para vosotros, mis compañeros carecen de mi destreza para el rastreo. Un caballo sin jinete camina de manera ligeramente diferente que uno que lleva a un hombre. Por este camino no podéis continuar, ¿sabéis?
—Ya lo veo —dijo Seregil mientras sacudía la cabeza—. Debería haberlo supuesto. Simplemente asumí que las aldeas habían languidecido por falta de comercio.
Se inclinó sobre uno de los cuerpos y extrajo el puñal del pecho del hombre.
—He mantenido mi promesa, Adzriel —murmuró mientras limpiaba la hoja en la camisa del hombre y la devolvía a su bota. Se inclinó sobre un segundo y vació el contenido de su bolsa sobre el suelo.
—¡Ah, aquí está! —exclamó. Levantó el anillo de Corruth—. La cadena ha desaparecido. Oh bueno, lo que prohibe la sabiduría, la necesidad lo dicta —se lo puso en un dedo y continuó con lo que estaba haciendo.
Después de dejar los cuerpos para los cuervos, recorrieron la zona y encontraron tres caballos atados en una pequeña arboleda situada en la ladera que ascendía desde el camino. Todavía estaban ensillados.
—Llevaos estos —dijo Nyal—. El mío está escondido ahí abajo, cerca del lugar en el que te encontré, Alec. Hay otra senda unos dos kilómetros más abajo de ésta que os llevará hasta la costa. Os acompañaré hasta allí y luego regresaré para informar de que no he encontrado ni rastro de vosotros. Supongo que eso no bastará para que Beka me perdone, pero al menos será un comienzo.
Seregil posó una mano en su brazo.
—No nos has preguntado por qué hemos escapado.
El Ra’basi lo observó con una mirada inescrutable.
—Si quisieras que lo supiera, ya me lo habrías dicho. Confío lo suficiente en tu honor y en el de Beka como para saber que debes de tener una buena razón para arriesgar tu vida de esta manera.
—¿Entonces no lo sabes, realmente? —le preguntó Alec.
—Ni siquiera mi oído es tan fino.
—¿Confías en los hombres que tienen a Beka? —preguntó Alec, ansioso por verlo marchar.
—Sí. Con ellos está a salvo. ¡Y ahora, deprisa! Hay otros que os buscan.
—¿Realmente vas a dejar que nos marchemos? —volvió a preguntar Seregil, incapaz de creerlo.
El Ra’basi sonrió.
—Ya os lo dije, no pretendía capturaros. Vine para proteger a Beka, y por ella os ayudo ahora.
—Pero ¿qué hay del atui? ¿Dónde está tu lealtad hacia tu clan, hacia la Ila’sidra?
Nyal se encogió de hombros. Su sonrisa estaba ahora teñida de tristeza.
—Aquellos de nosotros que viajamos lejos de nuestras fai’thast vemos el mundo de manera diferente a los demás, ¿no es cierto?
Seregil escudriñó al hombre una última vez y entonces asintió.
—Enséñanos esa vereda tuya, Nyal.
La noche era clara y fría y la luna iluminaba lo suficiente el camino como para poder viajar con facilidad por donde habían venido.
Seregil no conocía otras sendas en la zona, pero en un momento dado Nyal tiró de las riendas y los condujo a pie a través de una zona de árboles aparentemente virgen hasta una pequeña charca. En su orilla más lejana, justo detrás de una pila de piedras revueltas, dieron con una vereda que desaparecía colina arriba.
—Tened cuidado —le advirtió Nyal—. Es una buena ruta, bien señalada después de que la hayáis seguido durante algunos kilómetros, pero puede ser un poco traicionera en algunos lugares y hay lobos y dragones en ella. Que Aura os proteja a los dos.
—Y a ti —respondió Seregil—. Confío en que volvamos a encontrarnos, Ra’basi, y en circunstancias más felices.
—Lo mismo digo. —Nyal extrajo un frasco de su cinturón y se lo tendió a Alec—. Necesitarás esto, creo. Ha sido un honor conocerte, Alec í Amasa de los Hâzadriëlfaie. Haré lo que pueda por mantener a tu medio hermana a salvo, me quiera o no.
Con esas palabras, se desvaneció entre las sombras. Al cabo de poco rato, escucharon el golpeteo de los cascos de su caballo alejándose rápidamente por el camino.
El camino era tan malo como Nyal les había advertido. Empinado e irregular, serpenteaba alrededor de barrancos y cruzaba por encima de arroyos. Si alguien les tendía una emboscada en aquel lugar, no tendrían lugar donde esconderse.
La marcha era difícil y, aunque Alec no se quejaba, Seregil vio que daba varios sorbitos rápidos al frasco que Nyal le había entregado. Estaba a punto de sugerir que se detuvieran para pernoctar cuando, de improviso, el caballo de Alec tropezó, resbaló por una ladera rocosa y estuvo a punto de aterrizar encima de su jinete.
Alec logró permanecer montado pero Seregil oyó su estrangulado grito de dolor.
—Acamparemos aquí —dijo, señalando a un saliente que había un poco más allá.
Ataron a sus monturas con las riendas sueltas por si aparecían lobos, se arrastraron bajo el refugio del saliente y extendieron sus mantas robadas.
Fue una vigilia fría. Mientras observaban cómo la luna recorría el cielo lentamente hacia el oeste, podían oír los aullidos de los lobos en la distancia, junto con algún que otro sonido más cercano.
A pesar de lo cansado que estaba, Seregil no podía dormir. La emboscada no se le iba de la cabeza y no dejaba de preguntarse cómo era posible que un grupo de ese tamaño los hubiese adelantado en un terreno como aquél.
—Esos no eran bandidos, Alec —musitó mientras jugueteaba con aire inquieto con el puñal de su cinturón—. Pero ¿cómo ha podido alguien seguir nuestras huellas tan deprisa como para preparar una emboscada?
—Nyal dijo que no nos habían seguido —replicó Alec medio adormilado.
—¿Qué?
—Eso es lo que yo pensé también, pero él aseguraba que no había visto otras huellas que las nuestras. Ya estaban allí, esperándonos.
—¡Entonces es que alguien los avisó! Alguien que sabía exactamente dónde estaríamos. Sólo que yo era el único que sabía a qué paso nos dirigíamos. Tu piedra de luz, Alec. ¿La llevas contigo?
Con la ayuda de la luz, desató las alforjas de sus robadas monturas y las vació en un montón. Había varios paquetes con comida, que incluían pan fresco y queso.
—Un triste botín para un grupo de bandidos, ¿no te parece? —comentó mientras le llevaba un poco a Alec. Volvió junto al montón y buscó entre las cosas que lo formaban: camisas, ropa interior limpia, un jarro de lascas de fuego y algunas menudencias.
—¿Qué es eso? —preguntó Alec señalando algo que asomaba entre las prendas. Salió cojeando de debajo del saliente, cogió un fajo de tela y lo sostuvo frente a la luz.
—¡Por los Testículos de Bilairy! —dijo Seregil con voz entrecortada.
Era un sen’gai Akhendi.
—Podría ser robado.
Revolvió las ropas pero no encontró ninguno más.
Seregil regresó junto a los caballos y encontró un segundo escondido bajo el arco de una silla, justo donde él hubiera escondido algo parecido.
—¡Pero iban a matarte! —jadeo Alec, incrédulo—. ¿Por qué harían los Akhendi una cosa como esa? ¿Y cómo han logrado encontrarnos?
—¡Por la Tétrada! —Seregil arrancó una bolsa de su cinturón y la vació junto a las demás cosas. Allí, entre las monedas y baratijas se encontraba el amuleto de Amali, todavía cubierto de barro seco—. Olvidé que lo tenía —gruñó, mientras lo apretaba entre sus dedos—. Iba a devolvérselo a Amali, pero entonces llegó la carta de Magyana…
—Maldita sea. Alguien podría haberlo utilizado para encontrarnos.
Seregil asintió con aire sombrío.
—Pero sólo si sabían que yo lo tenía.
Alec lo tomó y le dio la vuelta en su mano, al tiempo que lo acercaba más a la luz.
—Oh, no…
—¿Qué ocurre?
—¡Oh, no, no, no! —gimió Alec—. Esta pulsera es la que Amali hizo para Klia, pero el amuleto es diferente.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Seregil.
—Porque éste es el mío, es el que me dio aquella niña en el primer pueblo Akhendi en el que nos detuvimos. ¿Ves esta pequeña grieta en el ala? —le mostró a Seregil la fisura que estropeaba una de las alas—. Esto ocurrió cuando tuve aquel encuentro con Emiel que hizo que se volviera negro. Pero la talla es la misma que la de Klia y estaba cubierta de barro cuando la encontré. Nunca se me ocurrió la idea de mirarla más de cerca.
—¡Por supuesto que no! —Seregil lo recuperó—. La cuestión es, ¿cómo es que volvió a ser blanca de nuevo por un tiempo y apareció en la pulsera de Klia? Todos vimos cómo la hacía Amali para ella, y por entonces tú todavía tenías la tuya.
—Nyal debe de habérsela dado —dijo Alec, que volvía una vez más a albergar dudas sobre el Ra’basi.
—¿Y qué estaba haciendo él con el amuleto?
Alec le habló del día que se había encontrado con Emiel en la Casa de los Pilares y de lo que ocurrió después.
—Me libré de él para que no te enteraras. Ya estabas suficientemente molesto y en ese momento pensé que Emiel no era importante. Estaba a punto de tirarla, pero Nyal me dijo que se podía arreglar y que se la daría a un Akhendi para que lo hiciese. Me había olvidado de ello.
Seregil se rascó la cara.
—¡Creo que puedo imaginarme qué Akhendi! Ya has visto cómo se hacen y cómo pueden cambiarse los talismanes los Akhendi.
—La mañana de la cacería, Amali y Rhaish vinieron a vernos —dijo Alec, que ahora recordaba aquel momento con chocante claridad—. Pensé que era raro, dado que ella había estado muy enferma la noche anterior.
—¿El khirnari tocó a Klia? —preguntó Alec—. Piensa, Alec. ¿Es posible que se acercara lo suficiente a ella como para cambiar los amuletos de alguna manera?
—No —contestó Alec lentamente—. Pero ella sí.
—¿Amali?
—Sí. Le estrechó la mano. Estaba sonriendo.
Seregil sacudió la cabeza.
—Pero no se encontraba en la tupa de los Víresse aquella noche.
—No, pero Rhaish sí.
Seregil se dio una palmada en la frente.
—El rhui’auros me dijo que yo ya sabía quién era el asesino. Eso es porque vimos cómo ocurría. ¿Recuerdas que Rhaish dio un traspié mientras saludaba a Torsin? Unas horas más tarde estaba muerto y no llevaba ningún amuleto consigo. Alguien se lo había quitado. Rhaish debió de verlo en su muñeca y sabía que podía delatarlo. Anudar y tejer, Alec. Debió de quitarle el amuleto mientras lo envenenaba.
—Y Klia ayudó a Rhaish a levantarse después de que tropezara —añadió Alec—. Se marchó poco después, de modo que debió de ser entonces cuando lo hizo —se detuvo—. Pero espera. Klia llevaba encima la misma clase de amuleto. ¿Por qué llevarse la pulsera de Torsin y no la de ella?
—No lo sé. ¿Estás seguro de que aquella mañana estaba intacto?
—Sí. Por la mañana me fije en que lo llevaba en la muñeca. De modo que, ¿por qué cambiarlo por el mío?
—No lo sé, pero es evidente que alguien lo cambió en algún momento y no debieron de hacerlo sin una buena razón.
Se detuvo al caer en la cuenta de algo.
—¡Podrían haber sido el marido y la esposa juntos! «Las sonrisas esconden cuchillos». ¿No es eso lo que nos dijeron? Por el Taparrabos de Bilairy… He estado más ciego que un topo a medianoche en un montón de excrementos. Rhaish no confiaba en que la Ila’sidra votara a su favor. Nunca lo hizo, y si descubrió las negociaciones secretas de Torsin y lo que suponían para Akhendi… necesitaba desacreditar a Víresse. ¿Y qué mejor manera que hacer creer que Ulan í Sathil había asesinado a uno de sus invitados? ¡Precisamente yo debería haberme dado cuenta de ello! —se llevó ambas manos a la cabeza—. Si vuelvo alguna vez en mi vida a ser tan estúpido, ¿harás el favor de darme una patada en el trasero?
—Yo no lo he hecho mucho mejor —dijo Alec—. ¿De modo que Ulan es inocente y Emiel también?
—Al menos de asesinato.
—¡Maldita sea, Seregil, tenemos que advertir a Klia y a Thero! ¡Después de tu familia, los Akhendi son los que más gozan de su confianza!
—Si no detenemos a Korathan, eso no supondrá mucha diferencia. Primero hemos de encontrar al príncipe.
Alec lo miró fijamente, incrédulo.
—Beka se dirige directamente hacia allí y todavía no sabemos de qué lado está en realidad Nyal. Cualquiera que sepa que ella nos acompañaba puede asumir que sabe lo mismo que nosotros.
Seregil contempló el amuleto Akhendi.
—Sospecho que ahora corre menos peligro que nosotros. Nos encontraron con esto una vez. Pueden volver a hacerlo. Y sin embargo es la única prueba que tenemos contra los Akhendi, así que no podemos permitirnos el lujo de tirarlo o destruirlo. Tendremos que seguir adelante tan deprisa y tan cautelosamente como sea posible. Una vez que hayamos tratado con Korathan, ya pensaremos qué hacer.
—¿Quieres decir que la abandonemos? —enfadado, Alec le dio una patada a una piedra suelta—. Así que esto es lo que de verdad significa ser un Centinela, ¿no?
—Algunas veces —por primera vez desde hacía mucho tiempo, Seregil sintió el abismo de edad y experiencia que los separaba, tan profundo como el Canal de Cirna. Tomó a Alec suavemente por la nuca, sabiendo que nada que él pudiera decir aliviaría el dolor de su amigo o el propio. Sólo los largos años pasados con Nysander y Micum le permitían negarse a la visión de Beka muerta, capturada, perdida.
—Vamos —dijo al fin. Ayudó a Alec a regresar a su tosco refugio—. Thero la eligió por buenas razones. Ya lo sabes. Ahora duerme un poco si puedes. Yo montaré guardia.
Envolvió a Alec con las mantas y lo ayudó a tenderse tan cómodamente como le fuera posible sobre la dura piedra. El muchacho no dijo nada pero, Seregil volvió a sentir en él una mezcolanza de emociones que no podía ser expresada con palabras.
Dejándolo a solas con su pena, salió para hacer la guardia. El deber era una cosa agradable y noble la mayoría de los días. Sólo en momentos como aquél se daba cuenta de cómo desgastaba el alma, igual que el agua al correr sobre la piedra.