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UN ENTRETENIMIENTO NOCTURNO

Thero pasó en la cama todo el día siguiente. Dado que también él había sido mordido, Alec no podía compartir la actitud divertida de Seregil y estaba más dispuesto a guardar el secreto del mago.

Dio gracias cuando Klia decidió que sería de más utilidad recorriendo a sus anchas la ciudad que en la Ila’sidra. Las deliberaciones de los Aurënfaie se llevaban a cabo a un ritmo glacial y cada asunto parecía estar ligado a siglos de historia y precedente.

Excepto por las visitas ocasionales que realizaba para mantenerse al tanto de los acontecimientos, encontró otras maneras de mantenerse ocupado.

Como resultado, apenas veía a Seregil durante el día y las tardes estaban ocupadas por una aparentemente interminable sucesión de banquetes ofrecidos por los clanes mayores y menores, cada uno de los cuales estaba cargado de un tácito juego subterráneo de voluntades e influencia.

Cuando por fin llegaban a sus aposentos, algunas veces pocas horas antes del alba, Seregil caía dormido inmediatamente o se marchaba al colos para pasear en la oscuridad. Alec ya había visto suficiente para saber el rechazo al que su amigo se enfrentaba cada día. En público, todo el mundo salvo algunos amigos íntimos guardaba las distancias. Los miembros del clan Haman no hacían un secreto de su animosidad. Como de costumbre, no obstante, Seregil prefería enfrentarse a sus demonios a solas. El amor de Alec podía ser bienvenido; su preocupación no lo era.

Adzriel notó el distanciamiento de su hermano, una noche durante una visita en compañía de Klia, y el dolor mudo de Alec. Le puso un brazo sobre el hombro, lo abrazó y susurró:

—El lazo está ahí, talí. Por ahora basta con eso. Cuando esté preparado, él vendrá a ti.

Alec no tenía más opción que aceptar su consejo.

Afortunadamente, tenía cosas que hacer. A medida que se familiarizaba con el lugar, salía más a menudo a solas y pronto formó algunas alianzas propias… y entre las clases con quienes siempre se había sentido más a gusto.

Mientras la Ila’sidra y los miembros importantes de los clanes ocupaban los días en solemnes debates, los miembros menores de las diversas casas frecuentaban las improvisadas tabernas y casas de juego de la ciudad. En tales compañías, el arco de Alec era tan bueno como una carta de presentación. A diferencia de Seregil, la mayoría de los Aurënfaie eran consumados arqueros y disfrutaban tanto como cualquier cazador del norte discutiendo de hechuras y pesos. Algunos de ellos preferían los arcos largos; otros llevaban verdaderas obras maestras de madera y cuerno, graciosamente curvadas. Pero nadie había visto nada que pudiera compararse a su Negro de Radly, y la curiosidad desembocaba casi siempre en amistosas competiciones de tiro.

Alec había hecho algunas shatta de monedas eskalianas, que eran muy apreciadas, pero generalmente ganaba más a menudo de lo que perdía, de modo que no tardó en tener una respetable colección colgando de las correas de su carcaj.

Tales pasatiempos daban asimismo otros frutos, al permitirle acceder al más útil de los recursos, la conversación descuidada que mantienen los sirvientes cuando sus señores no están delante. Los rumores eran oro puro para cualquier espía y Alec tomaba nota discretamente de todo cuanto escuchaba. De ese modo descubrió que la khirnari de los Khatme, Lhaár a Iriel, se había interesado por los ocasionales paseos a caballo que daba Klia en compañía del joven jinete Silmai, Táanil í Khormai. Incluso, Alec logró deslizar algunos rumores sobre el asunto, aunque la verdad era que Klia encontraba al hombre un poco aburrido.

También escuchó rumores que aseguraban que los khirnari de varias casas menores, supuestamente aliados con los Datsia, que les eran favorables, habían sido vistos visitando de noche la tupa de los Ra’basi.

No obstante, quizá su más importante descubrimiento fue que el khirnari de los Lhapnos había discutido con su supuesto aliado, Nazien í Hari, a causa del apoyo a Eskalia, y que algunos Haman se habían aliado con la posición del Lhapnos. El más importante de estos disidentes era el enemigo de Alec, Emiel í Moranthi.

—Eso parece un avance —comentó Lord Torsin mientras Alec daba su informe nocturno a Klia.

La princesa guiñó un ojo al muchacho.

—¿Lo ves, mi señor? Te dije que el muchacho se ganaría su paga.

La décima noche que pasaban en Sarikali supuso un respiro agradecido por todos. Por primera vez desde su llegada no tenían obligaciones externas y Klia ordenó que la cena fuera una sencilla comida comunal servida en el salón principal.

Alec se encontraba en el patio del establo, pasando el tiempo con algunos de los hombres de Braknil, cuando Seregil regresó de la Ila’sidra. Venía solo.

—¿Ha tenido un buen día, señor? —preguntó Minál en voz alta.

—No especialmente —le espetó Seregil, sin detenerse siquiera un instante mientras desaparecía en el interior de la casa.

Con un suspiro para sus adentros, Alec lo siguió hasta sus aposentos.

—¡Por los Dedos de Aura, no tengo alma de diplomático! —estalló Seregil tan pronto como estuvieron a solas. Un botón salió despedido por la habitación mientras se quitaba la casaca. La arrojó a una esquina y la camisa empapada de sudor que llevaba debajo no tardó en seguirla. Tomó la palangana del lavamanos, se asomó al balcón y la vació sobre su cabeza.

—Podrías haber sido un poco más amable con el pobre Minál —le riñó Alec, apoyado contra el marco de la puerta—. Te admira mucho, ¿sabes?

Seregil lo ignoró, se secó el agua de los ojos y lo apartó para entrar en la habitación.

—No importa lo que Klia o Torsin digan, alguien logra siempre retorcerlo y convertirlo en una amenaza. «Necesitamos hierro». «¡Oh, no, queréis colonizar las Ashek!». «Dejadnos usar un puerto septentrional». «Asaltaríais las rutas comerciales de los Ra’basi». Ulan í Sathil es el peor de todos, aunque raramente habla. ¡Oh, no! Él sólo se sienta allí, sonriendo como si estuviese de acuerdo con todo lo que decimos. Entonces, con un único comentario bien elegido, lo convierte todo de nuevo en un tumulto y vuelve a sentarse para disfrutar del espectáculo. Después lo ves reuniendo a los indecisos a su alrededor, susurrando y agitando el dedo. Por los Testículos de Bilairy, qué suavidad la de ese hombre. Ojalá estuviera de nuestro lado.

—¿Y tú qué puedes hacer?

Seregil soltó un bufido.

—¡Si por mí fuera, los desafiaría a todos ellos a una carrera de caballos para resolver el asunto! No sería la primera vez, ¿sabes? ¿De qué te ríes?

—De ti. Desvarías. Y además estás empapado —le arrojó una toalla del lavamanos.

Seregil esbozó una sonrisa de disculpa mientras se secaba.

—¿Y a ti qué tal te ha ido hoy? ¿Algo nuevo?

—No. Parece que ya le he sacado todo lo que podía a la gente amigable y todavía no he encontrado la manera de introducirme entre los Khatme o los Haman —decidió no contarle que, en determinados barrios, su presencia había provocado a menudo miradas desafiantes y susurros de «garshil»——. En Rhíminee, no tenía más que cambiarme de ropa y mezclarme con la multitud. Aquí me miran como un extraño y cuidan sus palabras. Creo que es hora de hacer alguna incursión nocturna.

—Se lo he sugerido a Klia pero dice que esperemos. Una mujer honorable. Sé paciente, talí.

—¡Tú aconsejando paciencia! ¡Eso sí que es algo inesperado!

—Sólo porque ahora mismo no veo otra opción —admitió Seregil—. Al menos tenemos una noche libre. ¿Cómo podríamos pasar el tiempo?

La mayoría de sus compañeros estaban ya sentados cuando ellos bajaron a cenar. Se habían dispuesto grandes mesas, a la manera eskaliana, en el salón principal, y Beka les señaló sendos asientos en un extremo de la mesa de Klia.

—Empezaba a preguntarme dónde se había metido todo el día —murmuró Seregil al ver a Nyal a su lado.

—Compórtate —le advirtió Alec.

—Podéis dar las gracias a vuestra capitana por los delicados postres y el queso que tenemos esta noche —anunció Nyal mientras tomaban asiento.

—¿A mí? —Beka rió—. Él se enteró ayer de que una caravana de mercaderes venía desde Datsia. Salimos a recibirlos fuera de la ciudad y nos llevamos lo mejor que traían antes de que nadie se enterase. ¡Nunca has probado una miel como ésta, Alec!

—Estaba pensando que tenías aspecto de haber encontrado algo dulce, sí —comentó Seregil con tono inocente.

Alec utilizó la llegada fortuita de Thero para darle una patada bajo la mesa sin que nadie lo advirtiera.

Klia se puso en pie y levantó la copa como si todos ellos fueran cantaradas en un simple comedor de soldados.

—No hay sacerdotes entre nosotros, así que yo haré los honores. Por la Llama de Sakor y la Luz de Illior. Que le sonrían a los propósitos que nos han traído hasta aquí —se volvió, esparció algunas gotas en el suelo como libación y, acto seguido, tomó un largo trago. Los demás hicieron lo mismo.

—¿Cómo van las cosas en la Ila’sidra, comandante? —preguntó Zir desde la mesa más próxima—. ¿Debemos tener el equipaje preparado o deshacerlo?

Klia hizo una mueca.

—Dada nuestra recepción hasta el momento, cabo, yo diría que haríais bien en poneros cómodos. El tiempo parece significar mucho menos para los faie que para nosotros —se detuvo y saludó a Alec y a Seregil con la copa—. Exceptuando a la presente compañía, por supuesto.

Seregil le devolvió el saludo con una risa irónica.

—Si alguna vez tuve algo de paciencia Aurënfaie, hace tiempo que la perdí.

Habían abierto las puertas y las ventanas para dejar pasar la brisa; el canto de las aves del crepúsculo puso la música a la cena mientras las sombras se arrastraban lentamente por el suelo. Las únicas notas discordantes eran los ocasionales ataques de tos de Torsin.

—Está empeorando —señaló Thero, observando cómo se limpiaba el embajador los labios con un pañuelo manchado—. Él no lo admitirá, por supuesto. Asegura que es el clima de este lugar.

—¿Podría tratarse de las mismas fiebres que has tenido tú?

El rostro de Thero permaneció mudo un instante y entonces sacudió la cabeza.

—No, no es eso. Puedo ver una oscuridad flotando sobre su pecho.

—¿Sobrevivirá a las negociaciones? —preguntó Alec mientras observaba al anciano con preocupación.

—Por la Luz, la última cosa que necesitamos es que muera en mitad de todo esto —murmuró Seregil.

—¿Por qué no habrá dejado a su nieta venir en su lugar? —susurró Beka—. Lady Melessandra sabe tanto de los faie como él.

—Este es el logro que corona una larga y distinguida carrera —replicó Seregil—. Supongo que no podía soportar la idea de no participar en ello hasta el fin.

Mientras la cena llegaba a su fin, Klia se acercó hasta el extremo de la mesa en el que se encontraban.

—Se nos ha ofrecido el lujo de una noche ociosa, amigos míos. Kheeta í Branín dice que el colos ofrece una agradable vista de la puesta de sol. ¿Alguno quiere unirse a nosotros?

—Todavía haremos una Aurënfaie de ti, mi dama —dijo Seregil mientras se levantaba para acompañarla.

—Bien. Alec y tú podéis ser nuestros juglares para esta noche.

—Si me excusáis, señora mía, yo debo retirarme temprano —dijo Torsin, todavía sentado.

Klia posó una mano en el hombro del anciano.

—Por supuesto. Descansad bien, amigo mío.

Unos criados subieron vino, pasteles y cojines al colos. Seregil hizo una parada rápida en su habitación para recoger su arpa. Cuando se reunió con los demás, ya se habían puesto cómodos para disfrutar del frescor del anochecer. El tardío resplandor verde de la puesta de sol estaba desvaneciéndose rápidamente en el horizonte del oeste. Al este, una luna rojiza y llena empezaba a alzarse sobre la ciudad.

Alec y él recibieron entre risas el lugar de honor, frente a Klia.

Beka y Nyal se tendieron en el suelo, cerca de la puerta, con las espaldas apoyadas contra la pared.

A Seregil se le hizo un nudo en la garganta mientras tocaba las primeras notas de «Suavemente sobre las aguas»; desde donde se encontraba podía ver el colos de la casa de Adzriel, donde había jugado con su familia en tantas noches como aquella. Antes de que pudiera detenerse o vacilar, Alec continuó la melodía mientras lo miraba con un pequeño e interrogante arqueo de la ceja. Combatiendo un inesperado acceso de pena, Seregil se concentró en la complicada interpretación de la canción y se unió a los demás en el estribillo, dejando que las demás voces ocultaran cualquier temblor que quedara todavía en la suya.

A Alec seguía divirtiéndolo verse en compañía de la nobleza. No hacía tanto tiempo, en los días en los que los faie eran criaturas de leyenda y no sus hermanos de raza, su idea del placer era sentarse cerca de la chimenea encendida en alguna sucia taberna.

Seregil se animó a medida que avanzaba la noche y los dos acabaron por salir del paso con notable éxito. Cuando sus gargantas se cansaron, Thero se hizo cargo del entretenimiento con una bonita colección de ilusiones que había aprendido durante sus viajes con Magyana.

—El vino se está terminando —anunció Kheeta al fin.

—Te echaré una mano —se ofreció Alec, que deseaba sentir la misma ligereza en la vejiga que en la cabeza. Kheeta y él recogieron las jarras vacías y se dirigieron a las escaleras de servicio en el corredor del segundo piso. Pasaron junto al dormitorio de Torsin y Alec vio que la puerta estaba entreabierta. Más allá, la habitación estaba a oscuras. Pobre anciano, pensó mientras cerraba con suavidad el picaporte. Debía de estar más enfermo de lo que parecía para haberse retirado tan temprano.

—Vuestra princesa es una gran dama —señaló Kheeta con voz cálida mientras se dirigían a la cocina. Había bebido bastante vino y se atropellaba ligeramente al pronunciar las palabras—. Es una pena…

—¿El qué es una pena?

—Que la sangre faie sea tan débil en sus venas —replicó el Bókthersa con un suspiro—. No comprendes lo afortunado que eres por ser un ya’shel. Espera tan sólo unos pocos cientos de años.

Los cocineros habían dejado abierta la puerta de la cocina para que entrase la brisa desde el patio. Al pasar junto a ella, Alec distinguió una figura encapuchada que se escabullía a toda prisa por la puerta exterior. Algo en la inclinación de los hombros del hombre le hizo detenerse; una tos familiar y ahogada le hizo dejar las jarras todavía vacías en los brazos de su compañero y seguirlo.

—¿Dónde vas? —dijo Kheeta a su espalda.

—Necesito tomar el aire. —Alec recorrió a la carrera el patio antes de que el otro pudiera interrogarlo.

Los centinelas apostados en el fuego de guardia no se fijaron en él más de lo que lo habían hecho con Torsin. ¿Para qué preocuparse por la marcha de uno de los suyos si lo que debían impedir era que alguien entrase subrepticiamente? Al otro lado de la puerta, Alec se detuvo mientras dejaba que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad.

Una tos cercana lo guió hacia la izquierda.

Había actuado por puro instinto hasta el momento, pero de pronto se sintió bastante estúpido, siguiendo sigilosamente al consejero más fiable de Klia como si fuese un espía plenimarano. ¿Qué iba a contarle a ella cuando regresara o qué iba a decirle al propio Torsin si lo sorprendía detrás de sí? A modo de respuesta, un gran búho —el primero que veía desde que dejaran Akhendi— voló deslizándose en la misma dirección en la que Torsin había desaparecido.

Puedo decir que vi un presagio, pensó.

Enfermo o no, Torsin se movía como si lo condujera un propósito más serio que tomar el fresco aire de la noche. En las tabernas reinaba más bullicio que nunca y la música parecía venir de todas direcciones. Los Aurënfaie habían salido en parejas o en grupos y disfrutaban de la noche. El embajador se detenía de tanto en cuanto para intercambiar saludos con algunas personas a las que conocía, pero no perdía el tiempo charlando.

Después de abandonar la tupa de los Bókthersa, guió a Alec a través de una sucesión de calles que los llevaron junto a las señales de los Akhendi y los Haman. Cuando por fin se detuvo, a Alec se le encogió el corazón. Esta calle estaba marcada con el símbolo de la luna de los Khatme. Afortunadamente, allí había menos gente en las calles, pero Alec se cuidó de mantenerse entre las sombras de los portales y los callejones. No estaba haciendo nada ilícito, se dijo, confiando en no tener que justificarse ante nadie más. Sólo estaba vigilando a un hombre anciano y enfermo.

Torsin se detuvo frente a una imponente casa que Alec supuso, con razón, que debía de pertenecer a Lhaár a Iriel. El brillo de una vela se coló por la rendija de la puerta durante un instante breve e iluminó el rostro del anciano mientras entraba. Alec se encontraba lo suficientemente cerca para distinguir lo que parecía ser resignación en el ojeroso semblante de Torsin.

No había maneras evidentes de penetrar en la casa, ni siquiera para Alec. En comparación, las bien custodiadas mansiones de Rhíminee poseían una simetría reconfortante. Puede que uno tuviese que saltar vallas, evitar perros o engañar a los criados para abrirse paso, pero casi siempre podías encontrar alguna abertura para deslizarte al interior si conocías tu oficio. Aquí no había más que puertas atrancadas y ventanas imposibles de alcanzar.

Además, lo refrenaba el hecho de que aquel edificio, fuera lo que fuese, lindaba con varios otros, cada uno de los cuales presentaba una fachada igualmente desnuda. Estaba a punto de abandonar cuando escuchó el sonido de varias voces en algún lugar por encima de su cabeza.

Levantó la vista y distinguió el oscuro contorno de una terraza.

Las voces hablaban demasiado bajo como para que pudiera comprender lo esencial de la conversación, pero la errática puntuación de las toses de Torsin no dejaba lugar a dudas en la mente de Alec de que había vuelto a encontrar a su hombre.

Había otros dos con él, un hombre y una mujer: acaso la propia Lhaár á Iriel.

La conversación no duró demasiado. Los invisibles conspiradores no tardaron en volver a desaparecer en el interior de la casa. Alec esperó unos cuantos minutos para ver si volvían a salir y luego se dirigió a la parte delantera del edificio para esperar.

Torsin salió varios minutos más tarde, pero no estaba solo. Un hombre caminó con él durante varios minutos antes de volverse en la dirección opuesta.

Alec estaba tratando de decidir a cuál de los dos seguiría cuando una forma familiar emergió de entre las sombras a su lado.

—¿Seregil?

—Sigue a Torsin; yo me encargaré del otro. Cuidado con los Khatme mientras lo haces. Aquí no eres bienvenido —con esas palabras, Seregil desapareció tan rápidamente como había aparecido.

Torsin llevó a Alec hasta la puerta de su propia casa, esta vez la principal. Después de intercambiar algunas palabras con los centinelas, entró.

Alec levantó la vista hacia el colos y vio que todavía había luces allí. Sin saber qué excusas se habrían dado para explicar su ausencia o la de Seregil, entró a través del patio del establo y subió por las escaleras traseras. A medio camino, escuchó las voces de Klia y Torsin.

—Creí que ya estaríais en vuestro dormitorio —decía Klia.

—Un paseo bajo el aire de la noche me ayuda a conciliar el sueño —contestó Torsin. No mencionó dónde había estado.

Alec esperó hasta escuchar cómo se cerraban las dos puertas.

Luego se dirigió a su dormitorio y se dispuso a esperar a Seregil para que pudieran hacer concordar sus respectivas historias. Aquel parecía un plan seguro, mucho más que ser el que le dijera a Klia que el embajador en el que tanto confiaba acababa de encontrarse a sus espaldas con sus oponentes.

El hombre de Seregil no llevaba sen’gai, pero a juzgar por el corte de su camisa éste supuso que pertenecía a uno de los clanes orientales. Pronto descubrió que estaba en lo cierto. El hombre lo condujo hasta la casa de Ulan í Sathil.

Escondido en un portal cercano, Seregil ponderaba las posibles conexiones. Los intratables Khatme y los cosmopolitas Víresse; los dos clanes estaban tan separados por su ideología como por la espuela montañosa que se erguía entre sus respectivas tierras. El único factor unificador que él conocía era la oposición de los dos al tratado con Eskalia.

La pregunta más importante era si Torsin sabía de aquella conexión.

Regresó a su casa. El colos estaba a oscuras y la música se había apagado. Al entrar por la puerta trasera, se encontró con Korandor y Nikides de guardia.

—¿Ha entrado o salido alguien más por aquí esta noche, cabo? —preguntó.

—Sólo Lord Torsin, mi señor —respondió Nikides—. Salió hace un rato y no hemos vuelto a verlo desde entonces.

—Creí que se había retirado a descansar.

—No podía dormir, según nos dijo. Ahora, que tengo para mí que el aire de la noche no es lo mejor para unos pulmones débiles, pero no tiene mucho sentido decirles nada a estos aristócratas… si me disculpáis, señor.

Seregil le guiñó un ojo al soldado con aire de complicidad y siguió su camino como si sólo hubiese estado considerando un problema personal.

Encontró a Alec en el dormitorio, paseando con impaciencia por toda la habitación. Todas las lámparas estaban encendidas. Las sombras seguían aferradas a las esquinas, resistiendo sus esfuerzos supersticiosos por disiparlas.

—Parece que no podían seguir sin nosotros —comentó Seregil mientras señalaba hacia el abandonado colos.

—Klia bajó hace cosa de una media hora —le dijo Alec al tiempo que se detenía en el centro de la habitación.

—¿Qué dijeron al ver que yo no regresaba?

—Kheeta contó una historia sobre que el vino te había sentado mal, pero me hizo un gesto subrepticiamente. ¿Qué pasó?

Alec se encogió de hombros.

—La suerte de los ladones, si quieres decirlo así. Resulta que estaba allí cuando Torsin decidió salir. Regresaba directamente hacia aquí desde la tupa de los Khatme cuando te vi. Klia se lo encontró en el pasillo mientras subía.

—¿Sabía ella dónde había estado?

—No estoy seguro. ¿Qué hay de tu hombre?

—¿No lo adivinas?

—¿Víresse?

—Muy inteligente. Es una lástima que no sepamos lo que se habló en ambos lugares.

—Entonces tampoco tú has descubierto nada. —Alec se dejó caer en una silla junto a la chimenea—. ¿Qué supones que estaba haciendo Torsin?

—Trabajando en beneficio de los intereses de la Reina, espero —replicó Seregil con aire dubitativo al tiempo que tomaba asiento en la silla que había frente a la de Alec.

—¿Se lo decimos a Klia?

Seregil cerró los ojos y se dio un masaje en las sienes.

—Esa es la pregunta, ¿verdad? Dudo que el espiar a los nuestros fuera lo que ella tenía pensado cuando nos invitó a acompañarla.

—Puede que no, pero también dijo que temía que él fuese demasiado favorable a Víresse. Esto lo demuestra.

—Esto no demuestra nada, excepto que se encontró con alguien relacionado con Ulan í Sathil en casa de Lhaár a Iriel.

—Entonces, ¿qué hacemos?

Seregil se encogió de hombros.

—Esperar un poco más y mantener los ojos abiertos.