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RENDICIÓN

Acunado por el balanceo del barco, Seregil durmió profundamente a pesar de lo que les esperaba. Había temido a medias volver a soñar y a medias lo había deseado, pero cuando despertó antes del alba al día siguiente, no recordaba nada. A su lado, Alec fruncía el ceño y murmuraba en sueños. Cuando Seregil le acarició la mejilla, despertó dando un respingo.

Después de mirar a través de la diminuta ventana que había al otro extremo del camarote, Alec se apoyó sobre los codos.

—Parece que seguimos en alta mar.

Seregil se movió para poder ver mejor.

—Faltan tres o cuatro kilómetros. Ya puedo ver las luces de Gedre.

Apenas dijeron nada mientras se vestían con la ropa que les habían prestado. Con una punzada de remordimiento, Seregil se quitó el anillo de Corruth y se lo colgó del cuello con un cordel. La pulsera Akhendi descansaba en el fondo de su mochila, envuelta en el sen’gai que le habían quitado a los hombres que les tendieron la emboscada.

—¿Qué hay de nuestras armas y herramientas? —preguntó Alec.

—Lleva tu espada —dijo Seregil mientras se abrochaba el cinto de la suya—. Deja el resto aquí; dudo que se nos permita llevar nada más peligroso que un cuchillo de fruta después de hoy.

Esta vez ningún barco salió a su encuentro. Después de dejar su escolta en la boca del puerto, Korathan ancló más allá de los rompeolas y fue llevado a tierra firme en un bote junto con los dos magos. Seregil y Alec lo siguieron en un segundo bote, encapuchados y mezclados con su guardia personal.

—Riagil debe de sospechar algo —susurró Alec mientras recorría con la mirada la multitud que los esperaba en la costa.

Seregil asintió. Parecía que la mayoría de la ciudad se había reunido para recibirlos, pero no había la menor señal de bienvenida: nada de canciones, botes ni flores arrojadas al agua. Se frotó las palmas nerviosamente sobre las perneras de sus pantalones de piel.

Sabía que cada boga de los remos los acercaba un poco más a lo que podía resultar ser un momento de sinceridad muy descorazonador.

La sensación de presagio que lo embargaba se hizo más intensa mientras se detenían en los bajíos, saludados tan solo por el áspero suspiro del viento y el azote de las olas a lo largo de la playa.

Siguieron a Korathan y su séquito, pero cuidándose de permanecer donde no llamaran la atención.

Siguiendo las instrucciones de Seregil, Korathan se detuvo justo antes de tocar la orilla y esperó a ser convocado a aquella tierra prohibida. Un hombre se destacó entre la multitud y Seregil vio con alivio que se trataba de Riagil í Molan. Debía de haber vuelto a casa tan pronto como su desaparición fue descubierta. El khirnari se aproximó a Korathan sin sonreír, con las manos unidas a la espalda en vez de extendidas en señal de bienvenida.

Alec se agitó, nervioso, sumergido en el agua hasta las rodillas.

—Sé paciente —susurró Seregil—. Podrían estarnos observando.

—¿Quiénes sois vosotros, que venís a mis costas con barcos de guerra? —demandó Riagil en eskaliano.

—Soy Korathan í Malteus Romeran Baltus de Rhíminee, hijo de la Reina Idrilain y hermano de la Reina Phoria. No vengo para batallar, khirnari, sino reclamando teth’sag por el ataque contra mi hermana y el asesinato de su embajador, Lord Torsin. Por los lazos de sangre que me unen a los Bókthersa, reclamo ese derecho.

La tensión se deshizo mientras Riagil se adelantaba con una sonrisa en los labios para encontrarse con él.

—Eres bienvenido en este lugar, Korathan í Malteus. —Riagil se quitó un pesado brazalete de la muñeca y se lo ofreció al príncipe—. Cuando dejé Sarikali tu hermana todavía vivía, aunque permanecía enferma y apartada. Los suyos la protegen bien. Enviaré un mensaje a la Ila’sidra para anunciar tu llegada.

—Deseo hablar con ellos en persona —le dijo Korathan—. Demando una audiencia en el nombre de la Reina.

—Eso es de lo más irregular, como mínimo —respondió Riagil, desconcertado por la rudeza de los modales del príncipe—. No sé si te permitirán cruzar las montañas, pero puedes estar seguro de que tu demanda de honor será escuchada.

—El atui de los Gedre es bien conocido —contestó Korathan—. Como prueba de mi buena fe, honro el teth’sag de los Haman contra mis propios parientes.

De inmediato, Seregil se adelantó con la mirada apartada. Avanzó chapoteando hasta llegar a la playa, desenvainó la espada y señaló con ella la húmeda arena.

—Ya me conoces, Riagil í Molan —dijo, mientras se quitaba la capucha—. Reconozco que he desafiado el teth’sag y por propia voluntad me entrego al juicio de los Haman y la Ila’sidra.

Cayó de rodillas y se postró cabeza abajo con los brazos extendidos a ambos lados en un gesto de abyecta sumisión.

Sobrevino un momento de silencio espeluznante. Seregil yacía inmóvil por completo, escuchando cómo el agua discurría ente los granos de arena de la playa, bajo su mejilla. Riagil podía por derecho matarlo ahora mismo por haber roto el decreto de exilio. Si estaba compinchado con los Akhendi, sería una táctica muy conveniente.

Escuchó que unos pasos apagados se acercaban y entonces, por el rabillo del ojo, vio que la hoja de la espada vibraba ligeramente al cogerla alguien por la empuñadura.

Entonces una mano firme se cerró alrededor de su hombro.

—En pie, Exiliado —dijo Riagil mientras lo ayudaba a levantarse—. En nombre de los Haman, te tomo prisionero —bajó la voz y añadió—. La Ila’sidra espera tu regreso antes de celebrar la votación. Tienes muchas cosas que explicar.

—Estoy ansioso por hacerlo, khirnari.

Alec caminó hasta su lado, clavó la espada en la arena y adoptó la postura ritual.

—Como eskaliano, debes ser juzgado por tus compatriotas, Alec í Amasa —dijo Riagil mientras lo levantaba. A su señal, uno de sus parientes recogió sus espadas. Algunos más se colocaron junto a Seregil.

—Debo pediros dos cosas que pondrán a prueba vuestra paciencia, khirnari ——dijo Korathan —. Se debe permitir a estos dos hombres hablar en mi favor, a despecho de la sentencia que recaiga sobre sus cabezas. Vinieron a mi encuentro poniendo en peligro sus vidas para revelarme la identidad de quien ha atacado a mi familia.

—Tengo que hablar frente a la Ila’sidra. La vida de Emiel í Moranthi y el honor de tres clanes depende de ello —le dijo Seregil—. Lo juro en el nombre de Aura.

—¿Por eso te marchaste? —preguntó Riagil.

—Creo que es razón más que suficiente, khirnari ——no era del todo una mentira.

—También preferiría que su regreso se guardara en secreto hasta que lleguemos a la ciudad sagrada —añadió Korathan.

Riagil reparó en el rostro magullado de Seregil y asintió.

—Como desees. Basta con que hayan regresado. Ven, Korathan í Malteus, serás bienvenido en mi casa hasta que se conozca la voluntad de la Ila’sidra. Enviaré un mensaje a Sarikali ahora mismo.

Y así fue como, poco tiempo más tarde, Seregil volvió a encontrarse una vez más en el patio pintado de Riagil. Alec y él se sentaban apartados de los demás bajo la vigilante mirada de los centinelas mientras Korathan y los suyos recibían vino y comida.

—Al menos no te han encadenado —señaló Alec con tono esperanzado.

Seregil asintió de forma ausente mientras estudiaba a Korathan.

Habían pasado treinta años o más desde la última vez que recorrieran juntos la Ciudad Baja. El tiempo se había cobrado un precio elevado en el hombre y la mayor parte del tiempo parecía sumido en un aire sombrío rayano en la melancolía. Sentado a la sombra de un árbol nudoso, no parecía encontrarse a gusto en aquel escenario apacible, como si la calidez de la luz del sol o la generosidad y simpatía de los sonrientes Gedre que lo atendían no lograran conmoverlo.

Un hombre hecho tan solo para la guerra, pensó Seregil. Y sin embargo, también un hombre de razón o no se encontrarían sentados allí ahora.

Al cabo de una hora, Riagil se reunió con ellos. Era portador de buenas noticias.

—La Ila’sidra os ha concedido entrada a la ciudad sagrada, Korathan í Malteus —anunció con aire feliz—. No obstante, habrá restricciones.

—Ya lo esperaba —replicó Korathan—. ¿Cuáles son?

—Podéis llevar con vos a vuestros magos pero no más de veinte soldados, y debéis ordenar a vuestros navíos que anclen fuera del puerto.

—Muy bien.

—Además, debéis invocar el lazo de sangre que os une a los Bókthersa si queréis declarar teth’sag. Adzriel actuará como vuestra madrina delante del concilio.

—Eso me habían dicho —contestó el príncipe—. Aunque no entiendo por qué a mi hermana Klia se le permitió hablar por sí misma y a mí no.

—Esto es diferente —le explicó Riagil—. Klia vino a negociar. Vos les presentáis una cuestión de atui y, siento decir esto, algunos de los clanes podrían cuestionar vuestro derecho a hacerlo. Los Tírfaie… ningún Tírfaie tiene los mismos derechos que nosotros bajo la ley de Aurëren. Pero podéis descansar tranquilo, Adzriel os será de gran ayuda.

Korathan miró a su anfitrión con el ceño fruncido.

—¿Entonces nos consideráis una raza inferior?

El khirnari se llevó una mano al corazón e hizo una leve reverencia.

—Algunos lo creen así, amigo mío; yo no. Por favor, creedme cuando os digo que haré todo cuanto esté en mi mano para conseguir que vuestra hermana y Torsin í Xandus reciban justicia.

La columna se puso en marcha aquella misma tarde, con Riagil y veinte espadachines del clan Gedre como escolta. Esta vez, no había animales de carga o músicos que frenaran la marcha. Korathan, que no era dado a las ceremonias innecesarias, viajaba junto a sus jinetes como si estuvieran en campaña, llevando tan solo lo necesario.

Seregil y Alec cabalgaban con los eskalianos, ataviados con las guerreras y los anchos cascos de acero de la guardia personal del príncipe.

—Por fin de uniforme, ¿eh? —dijo Seregil, sonriendo, mientras Alec manoseaba la correa de su casco—. Entre eso y el cabello negro dudo que hasta Thero pueda reconocerte.

—Esperemos que los Akhendi no puedan —replicó Alec mientras escudriñaba con aire cauteloso los acantilados junto a los que discurría el camino por aquella zona. ¿No crees que alguien se dará cuenta de que somos los únicos miembros de la guardia personal del príncipe que no llevan armas?

—Si alguien te pregunta, somos los cocineros personales de Korathan.

Dejaron atrás la torre dravniana para acampar más adelante. Al llegar al primer tramo de camino protegido, Korathan aceptó con elegancia la venda y comentó tan sólo que ojalá Eskalia dispusiera de salvaguardas como aquella.

Llegaron al humeante lago del Vhada’nakori a última hora de la mañana siguiente y se detuvieron para dar descanso a los caballos.

Alec y Seregil permanecieron con los soldados mientras Riagil mostraba a Korathan y a los magos el dragón de piedra.

La yegua de Seregil solía aspirar cuando la ensillaban, y durante la última marcha a ciegas él había sentido que la silla empezaba a deslizarse. Después de darle de beber, le apretó las cinchas con más fuerza y le dio una pequeña palmada en el costado para hacer que exhalara.

Mientras lo hacía, prestaba atención a las conversaciones que se mantenían a su alrededor. Desde el principio los jinetes de Korathan se le habían antojado un grupo arisco, pero sus compañeros Gedre empezaban a ganarse a algunos de ellos. Unos cuantos conversaban a trompicones en un argot que era mezcla de faie y eskaliano, tratando de hacerse entender. Pero también se percató de la existencia de una preocupante tendencia oculta entre algunos de los eskalianos: quejas acerca de las vendas y la «extraña y antinatural magia». Parecía que Phoria no estaba sola en su desconfianza hacia los faie y los magos en general. Aquella era una actitud nueva entre los eskalianos, y lo preocupaba profundamente.

Estaba terminando de colocar las cinchas cuando, repentinamente, todo se quedó muy silencioso.

—Hijo de Korit —dijo una voz junto a su oído.

Se le erizó el vello de la nuca. Giró sobre sí mismo como un rayo.

Esperaba encontrar a un rhui’auros o a un khtir’bai a su lado. En su lugar, sólo vio a Alec y a los soldados, que seguían ocupados en sus quehaceres. Pero seguía sin oír nada.

Mientras se preguntaba si se habría quedado sordo de pronto, se volvió para apoyarse en su caballo y se encontró con un dragón del tamaño de un sabueso posado sobre la silla. Tenía las alas plegadas a ambos lados y estiraba el cuello como si fuese una serpiente. Antes de que pudiese hacer otra cosa que percibir su presencia, la criatura atacó, cerrando las mandíbulas alrededor de su mano derecha, justo por encima del pulgar.

Seregil se quedó paralizado. Primero sintió el calor, intenso como el de un horno contra la piel, luego el dolor de los dientes y del veneno al ascender por su brazo. Se agarró a las crines de su caballo con la mano sana y trató de no apartar la otra bruscamente ni gritar. Las garras del dragón dibujaron pálidos arañazos en el cuero de la silla mientras apretaba su presa y le daba a su mano una sacudida brusca.

Entonces volvió a quedarse inmóvil y lo observó con un ojo de un intenso amarillo mientras la sangre manaba de su boca escamosa y empezaba a bajar por su muñeca de Seregil.

¡Oh Aura, éste es en verdad grande! Peligrosamente grande. Sus mandíbulas se extendían hasta el otro lado de su mano.

Eso deja una señal de buena suerte.

El dolor no tardó en aumentar hasta tornarse algo parecido al éxtasis. La criatura parecía llenar su visión y él la contemplaba con agónica reverencia mientras una luz dorada y vaga se fundía con ella.

Sus escamas reflejaban la luz del sol con un resplandor iridiscente.

Las rígidas púas de su cara parecían vibrar mientras lo sujetaba, y volutas de vapor brotaban de sus doradas y delicadas fosas nasales.

—Hijo de Korit —volvió a decir la voz.

—Aura Elustri —susurró él, temblando.

El dragón lo soltó y se alejó volando sobre el humeante lago.

El sonido volvió a aparecer a su alrededor y de pronto Alec se encontraba allí, ayudándolo a tenderse sobre el suelo mientras sus piernas cedían. Aturdido, contempló la doble línea de aguijonazos sangrantes que cruzaban su mano, por la palma y el revés.

—Mayor que el de Thero —murmuró al mismo tiempo que sacudía la cabeza, asombrado.

—¿Seregil? —dijo Alec mientras lo sacudía por los hombros—. ¿Por dónde ha venido? ¿Estás bien? ¿Dónde está ese frasco?

—¿Frasco? La bolsa —resultaba difícil concentrarse mientras el brazo entero se le incendiaba desde dentro. La gente se agolpó a su alrededor para ver y lo abrumó con sus sonidos.

Alec sacó de un tirón la bolsa del cinturón de Seregil y extrajo de su interior el frasco de lissik que el rhui’auros le había entregado… el mismo que había estado a punto de dejar olvidado.

Dejó escapar una carcajada estrangulada. Sabían que lo necesitaría. Lo sabían desde el principio.

Alec untó cuidadosamente el líquido oscuro y oleoso en la herida y la quemazón empezó a aliviarse.

La multitud se abrió para dejar paso a Riagil y Korathan. El khirnari se arrodilló, tomó la mano de Seregil entre las suyas y entonces pidió que le trajeran unas hierbas.

—¡Por la Luz, Seregil! —murmuró mientras preparaba rápidamente un emplasto, envolvía su mano con él y lo ataba con trapos húmedos—. Ser marcado de esta manera es…

—Un don —gimió Seregil mientras sentía cómo se extendía el veneno del dragón por todo su cuerpo, convirtiendo sus venas en alambres de ardiente acero.

—Un don, ciertamente. ¿Puedes montar?

—Atadme a la silla si es necesario —trató de ponerse en pie y no lo consiguió. Alguien acercó un frasco a sus labios y bebió un trago de una infusión amarga.

—Estás temblando —musitó Alec mientras lo ayudaba a incorporarse—. ¿Cómo vas a poder seguir adelante?

—No tenemos demasiadas opciones, talí ——contestó —. Lo peor debería de pasar en un día o dos. No me ha mordido muy profundamente, sólo lo justo para marcarme y hacerme recordar.

—¿Recordar el qué?

Seregil sonrió débilmente.

—Quién soy.