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APOSENTOS
A Alec se le encogió ligeramente el corazón cuando Adzriel les mostró la casa de invitados. Alta, estrecha y coronada por una especie de estructura pequeña y abierta por los lados, se erguía ominosa, casi amenazante contra el cielo del crepúsculo.
En el interior, apenas encontró nada que alterara su opinión. Aunque bien atendido y preparado por sonrientes miembros del clan Bókthersa, el lugar transmitía una sensación sombría y opresiva, nada semejante al etéreo confort de Gedre.
¿Qué demonios les hace pensar que este lugar es hermoso?, volvió a preguntarse, pero se guardó sus opiniones para sí mientras Kheeta los guiaba a través de la casa. Se trataba de un laberinto de habitaciones apenas iluminadas, amontonadas en niveles extraños y conectadas por estrechos corredores y galerías que parecían inclinarse en una medida desconcertante. Las habitaciones interiores no tenían ventanas mientras que las exteriores contaban con amplios balcones, muchos de los cuales carecían de la privacidad de cortinas o biombos.
—Vuestros Bash’wai tenían una interesante concepción de la arquitectura —dijo Alec a Seregil con un gruñido mientras tropezaba con una inesperada elevación del pasillo.
Las paredes interiores estaban construidas con la misma piedra decorada que las exteriores. Acostumbrado como estaba a la riqueza de los murales y la estatuaria de Eskalia, a Alec le sorprendió que un pueblo no dejase un registro pictórico de su vida cotidiana.
Un gran salón de recepciones ocupaba gran parte del primer piso. Detrás de él había habitaciones más pequeñas destinadas a usos privados. Al fondo se sucedían varios baños y una enorme cocina que daba al patio de un establo vallado. Éste tenía a su derecha los establos propiamente dichos y a la izquierda un edificio de piedra que haría las veces de barracón para la turma de Beka. Una puerta trasera conducía al callejón que comunicaba la casa con la Adzriel.
Klia, Torsin y Thero tenían habitaciones en la segunda planta.
Alec y Seregil contaban con una gran habitación para los dos en la tercera. De aire cavernoso a pesar del colorido mobiliario Aurënfaie, su elevado techo se perdía entre las sombras.
Alec descubrió una estrecha escalera al final del pasillo y la siguió: conducía a un tejado plano sobre el que se erguía un pabellón octogonal de piedra.
En cada una de sus ocho paredes un arco abierto ofrecía hermosas vistas del valle. En su interior, suaves bloques de piedra negra servían como bancos y mesas. De pie allí, a solas, no le costaba imaginarse a los habitantes originales de la casa, sentados a su alrededor, disfrutando del frescor de la noche. Por un instante casi pudo oír el eco perdido de las voces y los pasos, el subir y bajar de la música interpretada con instrumentos desconocidos.
El crujido del cuero contra la piedra lo sobresaltó y giró bruscamente sobre sus talones. Seregil lo observaba desde la entrada, sonriendo.
—¿Soñando con los ojos abiertos? —preguntó mientras atravesaba el pabellón hasta la ventana que daba a casa de Adzriel.
—Supongo que sí. ¿Cómo se llama este lugar?
—Es un colos.
—Parece encantado.
Seregil pasó un brazo alrededor de los hombros de Alec.
—Y lo está, pero no hay nada que temer. Sarikali es una ciudad que duerme y algunas veces habla en sueños. Si escuchas el tiempo suficiente, a veces puedes oírla —volvió ligeramente a Alec por los hombros y señaló a un pequeño balcón cerca del tejado de la casa de su hermana—. ¿Ves aquella ventana de allí, la de la derecha? Esa era mi habitación. Solía sentarme allí durante horas y horas, escuchando sin más.
Alec imaginó al inquieto niño de ojos grises que Seregil debía de haber sido, con la barbilla apoyada en una mano mientras escuchaba tratando de descubrir una música extraña en el aire de la noche.
—¿Es así como los escuchabas?
El brazo de Seregil se tensó en torno a sus hombros.
—Sí —murmuró. Y durante un breve momento, su rostro pareció tan nostálgico como el del niño desaparecido. Sin embargo, antes de que Alec pudiera hacer otra cosa que advertir aquella emoción, Seregil volvió a ser su viejo y despreocupado yo—. Sólo había venido a decirte que los baños están preparados. Baja en cuanto estés listo.
Y se marchó sin más.
Alec se demoró todavía un rato, pero sólo oyó el familiar bullicio que hacían sus compañeros de viaje al instalarse.
Beka rechazó una habitación en la casa principal en favor de un pequeño cuarto lateral del barracón.
—No he visto una sola fortificación decente desde que llegamos aquí —gruñó Mercalle mientras recorría el lugar con la mirada.
—Le hace preguntarse a uno qué ocurrió con esos Bash’wai —comentó Braknil—. Cualquiera podría llegar a caballo y ocupar el lugar.
—No es que me guste más que a vosotros, pero no hay nada que podamos hacer al respecto —dijo Beka—. Encended las hogueras de vigilancia, inspeccionad el lugar un millar de veces y apostad centinelas en todas las entradas. Mientras estemos aquí, todo el mundo rotará entre servicios de guardia, escolta para la princesa y tiempo libre. Eso debería bastar para impedir que se aburran demasiado deprisa.
—Pondré a los que no estén de servicio a vigilar la ciudad —dijo Mercalle—. No más de tres por grupo, veteranos que vigilen a los jóvenes y nada de alejarse de aquí durante los primeros días, hasta que sepamos lo cálida que es en realidad la bienvenida que nos deparan. A juzgar por algunos de los Aurënfaie que he visto hoy, es muy probable que haya algunos encontronazos.
—Bien dicho, sargento. Corred la voz: si hay algún problema con los faie, la comandante Klia no quiere que nadie desenvaine a menos que haya vidas en peligro. ¿Está claro?
—Como la lluvia de primavera, capitana —le aseguró el sargento Rhylin—. Es mejor política recibir un puñetazo que darlo.
Beka suspiró.
—Esperemos que no se llegue a eso. Ya tenemos suficientes enemigos al otro lado del mar.
Al entrar en la alargada sala principal de los barracones, se encontró a Nyal, que estaba colocando su modesto equipaje al lado de uno de los jergones.
—¿Te vas a quedar con nosotros, entonces? —preguntó al tiempo que sentía otro pequeño acaloramiento bajo el esternón.
—¿No debería? —preguntó. Alargó un brazo inseguro hacia su mochila.
Beka vio por el rabillo del ojo que Kallas y Steb intercambiaban miradas de complicidad.
—Seguimos necesitándote, por supuesto —replicó con brusquedad—. Tendré que pensar en cómo emplearte. Ahora que van a multiplicarse los detalles quizá Lady Adzriel pueda conseguirme otro intérprete o dos. No podemos esperar que estés en todas partes a la vez, ¿verdad?
—A pesar de ello, haré lo posible por estarlo, capitana —replicó él con un guiño. Pero su sonrisa vaciló mientras añadía—. No obstante, creo que será mejor que no asista a la fiesta de esta noche. Los Bókthersa se ocuparán bien de ti y de tus hombres.
—¿Por qué no? —preguntó Beka, sorprendida—. Estás viviendo en la tupa de Adzriel. Estoy seguro de que serás bienvenido en su casa.
El Ra’basi titubeó.
—¿Podemos hablar en privado?
Beka lo acompañó hasta el cuarto lateral y cerró la puerta.
—¿Cuál es el problema?
—No se trata de que los Bókthersa no vayan a darme la bienvenida, capitana, sino de los Akhendi. Y más específicamente su khirnari, Rhaish í Arlisandin. Verás, Amali a Yassara y yo fuimos amantes durante algún tiempo, antes de que ella se casara con él.
La noticia le hizo mella como una patada en la boca del estómago. ¿Qué me ocurre? ¡Si apenas lo conozco!, pensó Beka mientras luchaba por permanecer impasible. Entonces recordó repentinamente y con claridad inmisericorde cómo Nyal había guardado las distancias con Amali durante el viaje cuando era tan amigable con todo el mundo y cómo había desaparecido de la escena cuando su marido apareciera en el Vhadasoori.
—¿Sigues enamorado de ella? —deseó poder llamar a las palabras de vuelta en el mismo instante en que las hubo pronunciado.
Nyal apartó la mirada con una sonrisa triste y tímida en los labios.
—Lamento la decisión que tomó y siempre me consideraré su amigo.
Sí, entonces. Beka cruzó los brazos y suspiró.
—Debe de haber sido muy incómodo… volver a encontraros de esa manera.
Nyal se encogió de hombros.
—Ella y yo… fue hace mucho tiempo y la mayoría estuvo de acuerdo en que había tomado una sabia decisión. Sin embargo, su marido es un hombre celoso, como todos los ancianos. Es mejor que esta noche me quede aquí.
—Muy bien —un impulso inconsciente la obligó a posar una mano sobre su brazo mientras se volvía para marcharse—. Y gracias por contármelo.
—Oh, creo que tarde o temprano hubiera sido necesario que dijera algo —murmuró antes de marcharse.
Por la Llama de Sakor, mujer, ¿es que estás perdiendo la cabeza?, se reprendió Beka en silencio al tiempo que recorría a grandes pasos la diminuta habitación. Apenas le conoces y ya estás comportándote como una doncella de cocina celosa. Cuando esta misión termine, no volverás a verlo nunca.
Ah, pero esos ojos. ¡Y esa voz!, replicó su corazón, amotinado.
Sigue siendo un Ra’basi, a pesar de todos sus viajes, replicó. De acuerdo con todos los informes, se esperaba que ese clan apoyara a los Víresse. Y era evidente que Seregil desconfiaba de él, a pesar de que no había dicho nada.
—Demasiados meses sin un hombre —gruñó Beka en voz alta. No era una cosa difícil de remediar y sin todas las molestias que conllevaba el amor.
El amor, había aprendido por las malas, era un lujo que no podía permitirse.
Recién bañados y peinados, Seregil y Alec se dirigieron escaleras abajo para encontrarse con los demás en el salón principal.
Sin embargo, al llegar al rellano del segundo piso, Seregil se detuvo.
—Me sentiría mejor si estuviéramos aquí abajo, más cerca de Klia —comentó mientras recorría el tortuoso corredor donde se encontraba el resto de las habitaciones de los invitados. Al otro extremo había una nueva escalera, con una ventana que daba al patio trasero—. Ésta baja a la cocina, si no recuerdo mal —dijo Seregil mientras se internaba por ella.
Se abrieron paso a través de canastas de verduras, saludaron a los cocineros y recorrieron un pasillo que conducía al salón principal, en la parte delantera de la casa. Klia, Kheeta y Thero ya se encontraban allí, sentados junto a un fuego que ardía alegremente en la chimenea.
—Es una lástima tener a Akhendi aquí la primera noche con… —estaba diciendo Thero a Kheeta pero se detuvo al verlos aparecer.
—Nos debemos a la hospitalidad —murmuró Kheeta con tacto mientras lanzaba a Seregil una mirada de complicidad que provocó una molesta sacudida en el estómago de Alec. No se habían visto desde hacía casi cuarenta años pero seguía existiendo entre ambos una innegable simpatía.
—Por supuesto —concedió Seregil, dando por zanjado el asunto—. Esperamos a Lord Torsin, ¿verdad?
Y cambiando de tema tan rápidamente como de costumbre, pensó Alec.
—Debería de bajar en un momento —dijo Klia. Justo entonces llegó por el corredor el sonido de unos vítores—. Ah, sí. Y la capitana Beka también —añadió con un guiño cómplice.
Un momento después apareció Beka vestida con un traje de terciopelo marrón. Se había soltado el pelo y lo había cepillado hasta hacerlo resplandecer, y llevaba también pendientes de oro y un collar.
Le sentaba bien, pero si uno había de guiarse por su expresión, ella no lo creía. La sargento Mercalle apareció justo detrás, sonriendo ampliamente frente a la incomodidad de su capitana.
—No es de extrañar que tus jinetes estuviesen vitoreándote —exclamó Kheeta—. Por un momento me ha costado reconocerte.
—Adzriel mandó un recado para decirme que estaba incluida entre los invitados —dijo Beka, ruborizándose mientras se limpiaba un imaginario pedacito de gasa de la falda. Levantó la mirada justo a tiempo de descubrir a Alec y Thero, que la miraban fijamente y con aire asombrado—. ¿Qué estáis mirando con la boca abierta? Ya me habéis visto con vestido en otras ocasiones.
Alec intercambió una mirada vergonzosa con el mago.
—Sí, pero no desde hace mucho tiempo.
—Estás muy… bonita —se aventuró a decir Thero, que obtuvo una mirada siniestra por su valor.
—La verdad es que sí, capitana. —Klia rió en voz baja—. Un oficial con futuro tiene que saber comportarse tanto en los salones como en el campo de batalla, ¿no es cierto, sargento?
Mercalle se puso firmes.
—Así es, mi señora, aunque esta guerra no ha dado a los oficiales jóvenes muchas oportunidades para otra cosa que no sea la batalla.
Torsin bajó por la escalera principal y asintió mientras miraba a Beka con aire de aprobación.
—Honráis a vuestra princesa y a vuestro país, capitana.
—Gracias, mi señor —replicó Beka, un poco más relajada.
Adzriel había incluido a todo el séquito de Klia en su invitación y todo el mundo estaba de muy buen humor mientras se dirigían hacia su casa, incluso Seregil.
—Ya casi es hora de que os lleve a conocer a mi familia —dijo, con una sonrisa ladeada, mientras pasaba un brazo alrededor de Alec y Beka.
Adzriel los recibió flanqueada por su marido y su hermana.
—Bienvenidos, bienvenidos al fin y que la Luz de Aura brille sobre vosotros —exclamó, y uno a uno les estrechó la mano a medida que entraban. Seregil y Alec recibieron sendos y sonoros besos en cada una de sus mejillas. No se pronunció la palabra «hermano» pero parecía estar presente como el espíritu de un Bash’wai.
—Los Akhendi y los Gedre ya han llegado —les dijo Mydri mientras atravesaban diversas y elegantes cámaras hasta llegar a un gran patio que había más allá—. Amali está muy impresionada contigo, Klia. No ha hablado de otra cosa desde que llegó.
Esta casa era más grande pero a Alec le parecía más acogedora, como si los siglos que aquella familia había pasado en ella hubiesen imbuido sus duras piedras con parte de su propia calidez.
Sobre una amplia plataforma de piedra, por encima de un jardín agreste, se habían dispuesto bancos bajos, de dos asientos, para los huéspedes de más categoría, colocados de tal manera que los invitados a la cena pudiesen contemplar la salida de la luna sobre las torres de Sarikali.
Alec contó veintitrés personas tocadas con los colores de los Bókthersa y al menos la mitad más de ese número entre Akhendi y Gedre. Los jinetes que habían acompañado a Klia sobre el paso se sentaban en grandes mesas, en el jardín, entre macizos de fragantes flores blancas con forma de embudo. Llamaron con voces alegres a los Urgazhi y les hicieron sitio entre sus filas.
Amali ya estaba sentada con aire encantador, al lado de su marido. No había mostrado simpatía alguna hacia Seregil durante el viaje y tampoco ahora dio señales de haberse ablandado. Para alivio de Alec, le correspondió un asiento a varios bancos de distancia de ella, cerca de Adzriel y el khirnari de los Gedre.
No obstante, mientras se sentaba junto a Seregil, estudió con interés al khirnari de los Akhendi. Rhaish í Arlisandin rodeaba lánguidamente a su mujer con un brazo, claramente complacido por tenerla a su lado después de su larga ausencia. Levantó la mirada hacia Alec y sonrió.
—Amali me ha contado que fuiste el favorito de la fortuna durante el viaje.
—¿Qué? Oh, esto —se llevó una mano al mordisco de dragón de su oreja—. Sí, mi señor. Fue una sorpresa.
Rhaish miró a Seregil con una ceja enarcada.
—Creí que le habrías contado todo sobre esas cosas.
Alec estaba lo suficientemente cerca para sentir que Seregil se ponía tenso, aunque dudaba que alguien más hubiera reparado en ello.
—He sido muy remiso, pues recordar siempre me ha resultado… doloroso.
Rhaish alzó la mano en lo que parecía ser una especie de bendición.
—Que el tiempo que pases aquí te ayude a curar tus heridas —dijo con voz amable.
—Gracias, khirnari.
—Debes sentarte a mi lado, como corresponde a una de las invitadas más honradas, Beka á Kari —la invitó Mydri mientras daba unas palmaditas en el asiento vacío que tenía a su lado—. Tu familia acogió a nuestro… acogió a Seregil. El clan Cavish siempre será bienvenido en los hogares de los Bókthersa.
—Espero que algún día podamos ofrecer la misma hospitalidad a tu pueblo —contestó Beka—. Seregil ha sido un gran amigo para nosotros y ha salvado la vida de mi padre en numerosas ocasiones.
—Normalmente porque, para empezar, era yo el que lo había metido en problemas —añadió Seregil, levantando carcajadas en muchos de los otros invitados.
Los criados trajeron bandejas de comida y vino mientras Adzriel hacía las presentaciones. Alec no tardó en perder la pista a los nombres, pero observó con interés a los diversos Bókthersa. Muchos de ellos eran presentados como primos; a menudo, este término indicaba lazos de afecto más que de parentesco. Una de esas personas resultó ser la madre de Kheeta, una mujer de ojos oscuros que a Alec le recordó a Kari Cavish.
Ella señaló a Seregil con un dedo con aire severo.
—Nos rompiste el corazón, Haba, pero sólo porque te amábamos —la mirada severa dio paso a una sonrisa llorosa mientras lo abrazaba—. Me alegro tanto de volverte a ver en esta casa… Ven a la cocina cuando quieras y te haré pasteles de especias.
—Te haré cumplir esa promesa, tía Malli —contestó Seregil con voz ronca al tiempo que la besaba en el revés de las manos.
Alec era consciente de que estaba presenciando destellos de una historia de la que no formaba parte. Sin embargo, mientras el viejo y familiar dolor amenazaba con cerrarse sobre su corazón, sintió unos dedos largos cerrándose alrededor de los suyos. Por una vez, Seregil comprendía y le ofrecía disculpas en silencio.
La comida dio comienzo informalmente con varios platos de pequeños manjares: bocados de carne especiada o queso envueltos en pasta, aceitunas, frutas, fantasiosos ramilletes de verduras, hierbas y flores comestibles.
—Turab, una especialidad Bókthersa —murmuró uno de los sirvientes mientras llenaba la copa de Alec con una cerveza espumosa y rojiza.
Seregil brindó con Alec haciendo entrechocar las copas mientras murmuraba:
—Mi talí.
Al encontrarse con la mirada de su amigo por encima del borde de su copa, Alec vio en ella una mezcla de alegría y tristeza.
—Me gustaría oír noticias sobre la guerra de tus labios, capitana —dijo el marido de Adzriel, Saaban í Irais, mientras se servía un plato de carne—. Y de los vuestros también, Klia a Idrilain, si no os resulta demasiado incómodo hablar de ello. Hay muchos Bókthersa que se unirán a vuestras filas si la Ila’sidra lo permite.
A juzgar por la manera en que Adzriel frunció el ceño con preocupación, Alec supuso que Sáaban podía ser uno de ellos.
—Cuanto más veo de vuestro pueblo, más me pregunto por qué iban a arriesgarse en un conflicto extranjero —contestó Beka.
—No todos lo harían. O lo harán —le concedió él—. Pero hay muchos entre nosotros que preferirían enfrentarse a los plenimaranos ahora en vez de luchar contra ellos y los zengati en nuestro propio suelo más adelante.
—Toda la ayuda que recibamos es poca —dijo Klia—. Pero por ahora, apartemos a la oscuridad y conversemos de cosas más alegres.
Conforme progresaba la velada y fluía el turab, la conversación derivó hacia los recuerdos de las hazañas de infancia de Seregil.
Kheeta í Branín figuraba en muchos de esos cuentos y Alec se sorprendió al descubrir que el hombre era de hecho unos pocos años mayor que su amigo. Seregil se había trasladado al banco de Kheeta para compartir alguna historia y Alec estudió a la pareja y a aquellos que la rodeaban, intentando a su pesar no pensar en la longevidad de los faie, que también él compartía. Sabía que Adzriel y su marido se encontraban en su duodécima década, la flor de la juventud para los Aurënfaie. El invitado de más edad, un Gedre llamado Corim, se encontraba ya en su tercer siglo y no parecía mayor que Micum, al menos a primera vista.
Son los ojos, pensó Alec. Había una quietud en los ojos de los faie mayores, como si el conocimiento y la sabiduría de sus largas vidas hubiesen dejado allí su marca. Una marca que Kheeta no poseía todavía. Sin embargo Seregil… él tenía ojos viejos en una cara joven, como si hubiera visto demasiado y demasiado pronto.
Y así es, sólo en el tiempo pasado desde que yo lo conozco, meditó Alec. Cuando se conocieron, Seregil había vivido ya una vida humana entera y había visto envejecer y morir a toda una generación.
Ya se había labrado un nombre mientras sus amigos de juventud estaban todavía terminando sus largas infancias. Al verlo allí, entre su propia gente, Alec se percató por vez primera de lo joven que era en realidad su amigo. ¿Qué es lo que veían los suyos cuando miraban a Seregil?
O a mí.
Seregil echó la cabeza atrás, riendo a carcajadas, y por un momento pareció tan inocente como Kheeta. Era bueno verlo así, pero Alec no podía apartar de sí el sombrío pensamiento de que así es como podría haber sido si nunca hubiese ido a Eskalia.
—Estás tan solemne como un búho de Aura, e igualmente silencioso —comentó Mydri mientras se sentaba a su lado y tomaba su mano.
—Todavía estoy intentando creer que me encuentro aquí de verdad —contestó Alec.
—También yo —dijo ella, y otra de aquellas sonrisas inesperadamente cálidas suavizó sus severas facciones.
—¿Podría levantarse alguna vez la pena de exilio? —preguntó Alec en voz baja.
Mydri suspiró.
—Podría ocurrir, especialmente con alguien tan joven. Sin embargo, haría falta una petición del khirnari de los Haman para que el debate fuera planteado siquiera, y eso parece poco probable. Los Haman son personas honorables, pero también son orgullosos de una manera que roza la amargura. El viejo Nazien no es una excepción. Todavía lo aflige la pérdida de su nieto y está resentido por el retorno de Seregil.
—Por la Luz, sois una pareja realmente triste —los llamó Seregil en voz alta y Alec se dio cuenta de que estaba borracho, lo que era raro en él.
—¿De veras lo somos? —le espetó ella con un brillo desafiante en los ojos—. Dime Alec, ¿sigue teniendo Seregil la hermosa voz de antaño?
—Tan buena como la de cualquier bardo —contestó Alec mientras guiñaba un ojo a Seregil.
—¡Canta para nosotros, talí! ——lo animó Adzriel, que había estado escuchando lo que decían. A su señal, un sirviente se adelantó llevando algo grande y chato envuelto en un lienzo de seda decorada con dibujos y lo depositó en las manos de Seregil.
Éste lo desenvolvió con una sonrisa de complicidad. Era un arpa, cuya madera oscura estaba lustrosa por el uso.
—La hemos conservado para ti durante todos estos años —le dijo Mydri mientras él la apoyaba sobre su pecho y pasaba los dedos por las cuerdas.
Tocó una sencilla melodía que arrancó sonrisas llorosas a sus hermanas y entonces se aventuró por una pieza más complicada. Sus dedos volaban sobre las cuerdas conforme una nueva melodía seguía a la anterior. Incluso borracho y falto de práctica, tocaba maravillosamente.
Después de un momento se detuvo y entonces empezó a entonar el mismo lamento del exilio que había cantado la primera vez que le había hablado a Alec de Aurëren.
Mi amor se envuelve en una capa de un verde fluido y lleva la luna a modo de corona.
Y lleva cadenas de una plata fluida.
Sus ojos son dos espejos que reflejan el cielo.
Oh, vagar por tu fluida capa de verde
bajo la luz de la luna que es tu corona.
¿Alguna vez podré beber de tus cadenas de plata fluida y de nuevo vagar a la deriva por tus espejos de cielo?
—En verdad una voz de bardo —dijo Sáaban mientras se secaba los ojos con el borde de la manga—. Con tal poder para conmover, confío en que conozcas melodías más alegres.
—Unas pocas —dijo Seregil—. Alec, danos la armonía para «Hermosa se alza mi amante».
La canción eskaliana fue recibida con aprobación y aparecieron más instrumentos de la nada como si la cosa hubiera estado prevista.
—¿Dónde está Urien? —demandó Seregil mientras miraba con los ojos entornados a los soldados del jardín—. ¡Que alguien le dé un laúd a ese muchacho!
Estas palabras terminaron por derribar las reticencias de los Urgazhi. Los amigos del joven jinete llevaron en volandas al atribulado músico hasta allí y empezaron a exigir sus baladas favoritas como si se encontrasen en cualquier taberna de una encrucijada.
—¡Por el orgullo de la turma, jinete! —le ordenó Mercalle con fingida severidad.
Urien aceptó un laúd Aurënfaie y deslizó una mano con admiración sobre su lomo curvo.
—Por el orgullo de la turma —dijo mientras rasgaba una cuerda—. Es anterior a mi llegada a los Urgazhi.
Lobos Fantasma nos llaman y Lobos Fantasma somos.
Arrastrados al enemigo por una estrella del infortunio
Luchando y quemando, muy lejos de las líneas
nuestra capitana no conocía el miedo, íbamos tras ella.
A la muerte y la magia negra, a demonios se enfrentó, bajo un sol negro, en aquel lugar temible y solitario.
Los negros escudos de Plenimar, fila tras fila, hasta que su Duque Mardus en su sangre se ahogó.
Alec observó consternado cómo se helaba la sonrisa en el rostro de Seregil y Thero empalidecía. Una de tantas baladas que relataba las primeras hazañas de los Urgazhi, ésta hablaba de la muerte de Nysander. Afortunadamente, Beka intervino al instante.
—¡Ya basta, ya basta! —suplicó, escondiendo su preocupación detrás de una mueca cómica—. ¡Por la Tétrada, Urien, de todas las baladas tristes y raídas que podías haber elegido…! Ofrécenos «El Rostro de Illior sobre las Aguas» para honrar a nuestros buenos anfitriones.
El desazonado jinete asintió y comenzó la canción, interpretando cada movimiento sin fallo alguno. Seregil se levantó para sentarse de nuevo junto a Alec.
—Parece como si acabaras de ver un fantasma. ¿Estás bien? —susurró, como si la canción anterior no lo hubiera afectado.
Alec asintió.
La canción terminó y Kheeta le tendió un arpa a Klia.
—¿Y qué hay de ti, mi dama?
—¡Oh, no! Tengo la voz de un cuervo. Thero, ¿acaso no te oí cantar una balada pasable después de nuestra victoria en la encrucijada de Dos Caballos?
—Entonces había bebido bastante más, mi señora —contestó el mago mientras sus delgadas mejillas se teñían de rubor al notar que todos se volvían a mirarlo.
—¡No seas tímido! —exclamó el sargento Braknil—. Todos te oímos cantar a bordo de la Zyria, y estabas sobrio.
—Más razón para no hacerlo. ¿Quizá nuestros anfitriones preferirían una pequeña demostración de magia de la Tercera Oréska? —les ofreció.
—Muy bien —rió Mydri.
Thero sacó una bolsa de fina arena blanca y la esparció formando un círculo en la tierra frente a los bancos. Utilizando la varita de cristal trazó una serie de signos brillantes sobre éste. Sin embargo, en lugar de las pulcras configuraciones que solía producir, se hincharon y palpitaron y por fin explotaron con la fuerza suficiente para arrojar arena y verter copas en todas direcciones. Thero dejó caer la varita con un chillido sobresaltado y se llevó los dedos a la boca.
Alec reprimió una carcajada; el mago, normalmente reservado, parecía un gato que acabara de resbalar sobre un bloque de hielo, avergonzado y determinado a recuperar su dignidad antes de que nadie se diera cuenta de lo ocurrido. Detrás de él, Seregil temblaba, sacudido por una risa silenciosa.
—¡Mis disculpas! —exclamó Thero, consternado—. No… no puedo imaginarme qué ha ocurrido.
—La culpa es mía. Debería haberte advertido —lo tranquilizó Adzriel quien, saltaba a la vista, estaba tratando de reprimir una sonrisa—. En este lugar la magia debe realizarse con gran cuidado. El poder de Sarikali alimenta al nuestro, convirtiendo algunas veces la magia en algo impredecible. Y más aún en tu caso, evidentemente.
—Ya veo. —Thero recuperó la varita y volvió a guardarla en su cinturón. Después de reflexionar un momento, esparció un nuevo círculo de arena y volvió a intentar el hechizo, sólo que esta vez trazó los signos con los dedos. Los patrones pendieron unos centímetros sobre el suelo y entonces se fundieron en un disco plano de luz plateada del tamaño de una bandeja de servir. Añadió otro signo y la tranquila superficie se tiñó con un abigarrado conjunto de colores luminosos y por fin se transformó en una ciudad en miniatura sobre un puerto igualmente diminuto.
—¡Qué maravilla! —exclamó Amali mientras se inclinaba hacia delante para admirar su creación—. ¿Qué lugar es ése?
—Rhíminee, mi señora —contestó.
—Esta monstruosidad blanca y negra que se desparrama por todas partes es el Palacio real, mi casa —comentó Klia con voz seca—. Mientras que esta hermosa estructura blanca de aquí, la que tiene las resplandecientes cúpulas y torres, es la Casa Oréska.
—La visité durante el tiempo que pasé en Rhíminee —dijo Adzriel—. Según recuerdo, los magos de Eskalia estaban originalmente desperdigados por todo el país, algunos solos, otros al servicio de las diferentes casas nobiliarias.
—Sí, mi señora; eso era lo que nosotros llamamos la Segunda Oréska. Después de que la vieja capital, Ero, fuera destruida, la Reina Tamír fundó Rhíminee y concluyó una alianza con los magos más grandes de su época, la Tercera Oréska. Ellos ayudaron a erigir la ciudad y otras maravillas; como recompensa, ella les concedió su patronazgo y los terrenos para la Casa Oréska.
—¿Entonces es cierto que aquellos de entre vosotros que poseen magia son apartados de los demás? —preguntó un Akhendi.
—No, en absoluto —replicó Thero—. Es sólo que somos tan diferentes por causa de esa magia y de su efecto sobre nosotros, unas vidas tan largas como las vuestras y la esterilidad que es su precio, que es bueno contar con un refugio, un lugar en el que podamos vivir y compartir nuestros saberes. Los magos no están obligados a vivir allí pero muchos deciden hacerlo. Yo mismo he pasado la mayor parte de mi vida en la Casa Oréska, en la torre de mi maestro Nysander í Azusthra. Los magos son altamente honrados en Eskalia, os lo aseguro.
—¿Pero no lo encuentras triste, el verte apartado del discurrir natural de la vida entre los de tu propia especie? —preguntó el mismo Akhendi.
Thero consideró la cuestión y se encogió de hombros.
—No, la verdad es que no. Es la única vida que he conocido.
—Rhaish y yo visitamos vuestra ciudad cuando éramos niños —dijo Riagil í Molan a Klia—. Fuimos para asistir a la boda de Corruth í Glamien con tu antepasada, Idrilain I. Nos llevaron a vuestra Casa Oréska. ¿Rhaish, recuerdas a la maga que nos hizo ese truco?
—Oriena, creo que era su nombre —replicó el khirnari de los Akhendi—. Era un lugar hermoso, con jardines en los que siempre reinaba la primavera y un gran mosaico en el suelo que mostraba el dragón de Aura. El Palacio Real era mucho más sombrío, con aquellos gruesos muros que lo hacían parecer una fortaleza.
—Lo que sólo demuestra que mi antepasada, la Reina Tamír, debería haber incluido más magos entre sus constructores —dijo Klia, sonriendo.
—Me gustaría conocer esta Tercera Oréska —dijo Amali.
—Con placer os la mostraría, mi señora, aunque ahora es un lugar más triste de lo que un día fue. —Thero pronunció una rápida orden y la imagen de la ciudad fue reemplazada por una vista de los jardines de la Oréska. Podían verse algunas figuras cubiertas con túnicas, pero el lugar parecía extrañamente desierto. La escena cambió y Alec reconoció la vista del atrio central desde el balcón situado junto a la puerta de la torre de Nysander. Algunas secciones del mosaico del dragón mostraban todavía los daños causados por el ataque de Mardus y sus nigromantes. Y también había menos gente que lo que Alec recordaba del tiempo que había pasado allí.
—¿Este es el aspecto que tiene ahora? —preguntó Seregil en voz baja.
—Sí. —Thero volvió a cambiar la imagen para mostrarles la villa que Seregil poseía en la calle de la Rueda.
—Mi casa eskaliana —dijo Seregil con un cierto tono de ironía.
¿Qué es lo que verían si Thero conjuraba su verdadero hogar?, se preguntó Alec. ¿Seguiría allí el agujero ennegrecido del sótano o habría sido construido algún nuevo establecimiento sobre las ruinas?
—Yo conozco una magia parecida —dijo Saaban. Un sirviente le trajo una gran jofaina de plata montada sobre un trípode. Después de llenarla con agua, sopló suavemente sobre ella. Unas ondas erizaron la superficie por un instante y entonces desaparecieron, dejando tras de sí una vista de bosques verdes bajo picos tapizados de nieve.
Sobre una colina que dominaba un amplio lago se alzaba un sinfín de blancos edificios de piedra interconectados, similares a la casa del khirnari de Gedre, sólo que mucho más grandes y más complicados.
Desde lo alto de la colina, una aldea se desparramaba por la ladera hasta llegar a la orilla del lago. En el extremo del bosque se erguía un templo levantado sobre pilares en una arboleda de abedules blancos y la cúpula que tenía por techo resplandecía bajo la brillante luz de sol que bañaba la escena.
—¡Bókthersa! —jadeó Seregil—. Había olvidado tanto…
La imagen se desvaneció y los criados sirvieron más turab.
Seregil dio un largo trago a su copa.
—Vimos un poco de magia Akhendi mientras atravesábamos vuestras fai’thast —dijo Klia a Rhaish í Arlisandin mientras alzaba la muñeca izquierda para mostrarle la hoja grabada que pendía de ella.
—Son amuletos mágicos, ¿no es cierto? —preguntó Thero, quien llevaba uno similar.
—Exacto —dijo el khirnari con un gesto de reconocimiento—. Es tanto el nudo como el propio amuleto lo que contiene la magia. El abedul por sí solo no sirve.
—Me gustaría aprender cómo se hacen, si se me permite. No tenemos nada parecido en Eskalia.
—¡Por supuesto! Es una habilidad muy común entre nuestro pueblo, aunque algunos son mejores que otros con ella. —Rhaish se volvió hacia su mujer—. Talía, tú tienes un don con estas cosas. ¿Llevas lo necesario?
—Siempre lo llevo. —Amali se sentó junto al mago y extrajo un ovillo de finos lazos de cuero de una bolsa de su cinturón—. Es simplemente cuestión de conocer los patrones —le explicó. Con un suave gesto pasó los lazos por su mano y creó una corta pulsera de intrincado diseño, bastante más compleja que cualquier otra que los eskalianos hubiesen visto hasta el momento—. El segundo pase otorga la magia al amuleto, de acuerdo a las necesidades de aquel para quien se prepara —sacó una pequeña bolsa y vertió una colección de pequeñas tallas de madera sobre su regazo. Observó a Thero durante un momento y entonces eligió una placa sencilla y afilada grabada con el símbolo de un ojo—. Para la sabiduría —dijo, al tiempo que urdía el encantamiento en la pulsera y la ataba alrededor de la muñeca del mago.
—Uno nunca está sobrado de eso —rió Klia.
Amali creó rápidamente otra y se la ofreció a ella; ésta mostraba un pajarillo muy similar a los que Alec y Torsin lucían en las muñecas.
—Es un simple hechizo de protección. Te avisa si alguien te desea algún mal.
—Me han resultado útiles en más de una ocasión —comentó Torsin al tiempo que les mostraba el suyo—. Ojalá los magos de la Oréska poseyeran el don de crearlas.
—¿Puedes decirme lo que son éstas? —dijo Klia, mostrándole el amuleto con la hoja tallada y otro hecho con una bellota atada a unas pocas hebras anudadas—. No entendí una palabra de lo que dijo la mujer que las hizo.
Amali las examinó y sonrió.
—Son más chucherías o amuletos de la suerte que verdaderos objetos mágicos, pero fueron regalados con el corazón. La hoja es para traer buena salud; la bellota simboliza un vientre fértil.
—Entonces usaré la hoja pero será mejor que guarde la otra para más adelante. —Klia desató el amuleto de la bellota y lo guardó.
—¿Y dices que sólo los Akhendi poseen esta magia? —dijo Thero mientras examinaba uno de los amuletos de su muñeca con interés.
—Otros pueden a veces aprender algunos trucos pero es el don de nuestro clan… hacer magia utilizando nudos, lazos o ataduras. —Amali le tendió algunas hebras—. ¿Quieres intentarlo?
—¿Pero cómo? —preguntó él.
—Simplemente piensa en alguno de los presentes y desea que las hebras se anuden para él.
Después de varias intentonas fallidas, Thero logró anudar dos hebras en un lazo desigual.
Rhaish rió entre dientes.
—Bueno, quizá con algo más de práctica… Permíteme que te muestre algo más sofisticado.
Caminó hasta el jardín y volvió con un puñado de enredaderas en flor. Se sacó un anillo de oro del dedo y le ató una de las enredaderas.
Entonces, los apretó entre sus manos. Cada hoja y cada delicada flor de la enredadera se convirtieron en oro delante de sus ojos, resplandecientes como finos trabajos de joyería. Rhaish hizo una guirnalda con ella y se la ofreció a Klia.
—¡Es hermosísima! —exclamó ésta mientras la colocaba sobre su cabeza—. Qué maravilla debe de ser, poseer el don de crear tal belleza con tanta facilidad.
—Ah, pero es que nada es tan fácil como parece. La verdadera magia estriba en esconder el esfuerzo.
La conversación divagó un rato más mientras terminaban el vino, como si no fuesen más que un grupo de viejos amigos reunidos para una velada de placer sencillo. Si embargo, por fin, Klia la devolvió suavemente al asunto que se traían entre manos.
—Mis honorables amigos, Lord Torsin me ha descrito las impresiones de la Ila’sidra con respecto a nuestra llegada. Me interesaría mucho escuchar lo que vosotros pensáis.
Adzriel tamborileó con un largo dedo sobre su mejilla mientras consideraba la pregunta y Alec se vio de nuevo sorprendido por la gran semejanza que guardaba con su hermano.
—Es pronto para decirlo —contestó—. Aunque puedes estar segura del apoyo de los Bókthersa y los Akhendi, así como de la oposición de los Víresse, sigue habiendo muchos que permanecen indecisos. Tu objetivo es obtener ayuda para tu país. Sin embargo, lo que pides requeriría de nosotros la violación del Edicto de Separación, lo que te ha enredado en un debate que lleva años desarrollándose aquí y que ha terminado por ulcerarse.
—No tiene por qué ser así —replicó Klia—. Un puerto abierto más… eso es todo lo que pedimos.
—Un puerto o una docena, es lo mismo —dijo Riagil—. Los Khatme y sus aliados pretenden expulsar a todos los extranjeros de Aurëren. Y luego están los Víresse; Ulan í Sathil se opondrá a cualquier cambio que amenace a su monopolio del comercio norteño.
—Y aquellos que han terminado por depender de su buena voluntad para dar salida a sus propias mercancías están recibiendo sutiles presiones para no oponerse a él —añadió el khirnari de los Akhendi mientras la cólera ensombrecía su rostro—. Hagas lo que hagas, jamás subestimes a Ulan í Sathil.
—Lo recuerdo bien de las negociaciones con los zengati —dijo Seregil—. Podía encantar a las piedras de la tierra, pero detrás de sus sedosos modales se escondía la voluntad y la paciencia de un dragón.
—Muchas veces me he topado con esa voluntad a lo largo de los años —dijo Torsin con una sonrisa un poco amarga.
—¿Quiénes son sus aliados más seguros? —preguntó Thero.
Adzriel se encogió de hombros con un gesto expresivo.
—Los Goliníl y los Lhapnos, sin duda. Los Goliníl a causa de los lazos de sangre que les unen.
—Y los Lhapnos porque se arriesgan a perder valiosas rutas comerciales si Gedre se abre y las mercancías del norte ya no deben seguir siendo enviadas a través del gran río de Lhapnos y por la costa hasta Víresse, y pueden viajar por el camino más corto que atraviesa las montañas —añadió Rhaish í Arlisandin.
—Eso es cierto, pero yo sigo diciendo que es el propio Edicto el que provoca la mayor oposición —dijo Mydri.
—Pero se promulgó a causa del asesinato de Lord Corruth, ¿no es cierto? —preguntó Alec—. Seregil y yo demostramos quién lo había asesinado. ¿Acaso el honor… atui… no está satisfecho?
Ella sacudió la cabeza con tristeza.
—Esa no fue la razón del Edicto, sólo lo precipitó. Desde los tiempos del primer contacto entre los Tír y los Aurënfaie, muchos de los nuestros se han opuesto a mezclarse con los Tír de cualquier clase. Para algunos es una cuestión de atui. Otros, como los Khatme, aseguran que es la voluntad de Aura. Sin embargo, de lo que deriva todo ello en último caso es del deseo de preservar a nuestra raza.
—¿Para impedir la aparición de Ya’shel como yo, quieres decir? —dijo Alec.
—Sí, Alec í Amasa. Por mucho que te parezcas a los faie, los años discurren de manera diferente por tu sangre… ya se muestra en el hecho de que eres casi adulto a la edad de diecinueve. Eso se frenará a medida que te hagas mayor, pero mira a Seregil y Kheeta; tienen tres veces tu edad pero no están tan lejos. No eres Aurënfaie ni Tírfaie, sino una mezcla de los dos. Hay quienes piensan que se pierde más de lo que se gana con tales emparejamientos. Pero creo que son los magos eskalianos los que les preocupan por encima de todo —continuó, mirando a Thero—. Los magos de Eskalia se llaman a sí mismos la Tercera Oréska. La Primera Oréska es mi propia raza. La mezcla de la sangre confirió magia a la vuestra pero también cambió esa magia con el paso de los años. La esterilidad de tus iguales sólo es una parte de ese cambio. Podéis mover objetos, incluso gente, a grandes distancias algunos de vosotros. Y también leer pensamientos, una práctica estrictamente prohibida en esta tierra. Y también habéis perdido el poder de curar. —Mydri se llevó las manos a las marcas de sus mejillas—. Eso queda para los sacerdotes de otros dioses.
—Los drisianos —dijo Seregil.
—Sí, los drisianos. Los únicos vestigios de ese don parecen perdurar entre los plenimaranos, que tomaron la sabiduría de Aura y la mezclaron con los negros cultos de Seriamaius para crear la nigromancia, perversión del arte de la curación.
—Todo esto se estaba debatiendo ya hace generaciones —les explicó Adzriel—. La desaparición de Corruth sólo fue la última ráfaga de viento que hizo prender a la ardiente yesca. Nuestro pueblo sigue comerciando con las tierras que se encuentran al sur y al este de Aurëren. La razón de que no fueran incluidos en la prohibición es que no hay magia entre los ya’shel de esos pueblos.
Thero pestañeó, sorprendido.
—¿No poseen magia?
—Ninguna que no poseyeran antes —corrigió Sáaban—. Así, la presencia de la Tercera Oréska supone un impedimento en la mente de algunos, independientemente de lo persuasivo de vuestros argumentos. Pero para responder a vuestra pregunta original, quienes se oponen ahora mismo a vosotros son lo Víresse, los Goliníl, los Lhapnos y los Khatme, cuatro de los Once ya.
—¿Y qué hay de los Ra’basi? —preguntó Alec, pensando en Nyal—. Son vecinos de los Víresse al sur, ¿no?
—Moriel a Moriel no ha expuesto abiertamente la posición de su clan, así como tampoco los Haman, a quienes la apertura de Gedre favorecería casi sin duda. Por ahora nos han negado su apoyo por lealtad a sus aliados en Lhapnos.
—Y por rencor a los Bókthersa —dijo Seregil con voz tranquila.
Saaban asintió.
—Eso también. El resentimiento sigue nublando su juicio. Los Silmai, los Datsia y los Bry’kha siguen mostrándose esquivos; se encuentran muy al oeste, cuentan con comercio al oeste y al sur y están emparentados sobre todo entre sí, de modo que tienen poco que ganar o que perder.
—¿Quién de los tres posee más influencia? —preguntó Klia.
—Brythir í Nien de Silmai es el Anciano de la Ila’sidra y cuenta con el respeto de todos —dijo Mydri, y otros asintieron para mostrar que estaban de acuerdo.
—Entonces quizá Aura le esté sonriendo por fin a nuestros esfuerzos —dijo Klia—. Mañana cenamos con él.
La reunión se trasladó al interior cuando el aire nocturno empezó a refrescar. Alec escuchó cómo Thero, Mydri y Saaban comparaban sus hechizos y se hubiera unido a ellos, pero se vio arrinconado por una sucesión de bienintencionados y curiosos Bókthersa. Al otro lado de la habitación, Seregil resultaba apenas visible en medio de una pequeña multitud de admiradores.
A solas por el momento, Alec no tardó en abandonar toda pretensión de comprender las intrincadas conexiones familiares que cada nuevo conocido le detallaba.
—Si la pena de exilio se levanta alguna vez, podrías ser iniciado en nuestro clan como talímenios, ¿sabes? —le informó una mujer en el transcurso de una conversación.
—Eso sería un gran honor. También esperaba poder descubrir de quién descendía mi madre.
Los rostros que lo rodeaban se tornaron solemnes.
—No conocer el linaje de uno es una gran tragedia —dijo la mujer mientras le daba unas amables palmaditas en la mano.
—¿Cuánto tiempo hace que eres talímenios? ——preguntó Kheeta, que acababa de unirse a ellos.
—Dos años —dijo Alec. Lo miró fijamente, esperando una reacción.
Pero Kheeta se limitó a asentir con aire de aprobación mientras lanzaba una mirada a Seregil al otro lado de la sala.
—Es agradable verlo feliz por fin.
—¿Dónde están las otras hermanas de Seregil?
El rostro de Kheeta adoptó una expresión amarga.
—Adzriel sólo ha traído a aquellos Bókthersa que aceptan el retorno de Seregil. No te dejes engañar por lo que has visto aquí. Hay muchos que no lo han hecho. Shalar e Ilina se cuentan entre ellos. Supongo que resulta comprensible en el caso de Shalar; estaba enamorada de un Haman y el enlace fue prohibido después de… vaya, después del problema. En cuanto a Ilina, ella y Seregil eran los más próximos en edad, pero nunca se entendieron.
Más discordias; no era de extrañar que Seregil nunca hablase de su pasado.
—¿Y qué hay de Saaban? Seregil no sabía que se había casado con Adzriel pero parece bastante feliz con su elección.
—Se conocían antes de que Seregil fuera expulsado. Saaban y Adzriel han sido amigos durante años. Es un hombre de gran honor e inteligencia, además de poseer un don notable para la magia.
—¿Quieres decir que es un mago?
—Si comprendo el uso que vosotros le dais a esa palabra, sí. Bastante bueno.
Alec estaba empezando a meditar sobre las posibilidades que presentaba esta nueva información cuando fueron interrumpidos de nuevo y se vio arrastrado una vez más para responder las mismas preguntas una y otra vez: No, no recordaba nada de los Hâzadriëlfaie; sí, Seregil era un gran hombre en Eskalia; sí, estaba contento de encontrarse en Aurëren; no, nunca había visto un lugar como Sarikali.
Empezaba a examinar la habitación en busca de rutas de escape cuando sintió una mano sobre el hombro.
—Ven conmigo. Hay algo que debo hacer y necesito tu ayuda —susurró Seregil mientras lo guiaba por una puerta y subían una escalera trasera.
—¿Dónde vamos?
—Ya lo verás.
Su amigo despedía un fuerte olor a turab pero sus pasos eran más firmes de lo que Alec hubiera esperado. Subieron tres tramos de escaleras, deteniéndose en cada piso para inspeccionar una habitación o dos. Normalmente, podía contarse con que Seregil se detendría largo tiempo para contarle mucho más de lo que cualquiera necesitaría saber sobre la historia de un lugar u objeto. Aquella noche, sin embargo, no dijo nada. Sólo se detenía aquí y allá para tocar algún objeto, como si estuviese reanudando viejos lazos con el lugar.
Alec tenía talento para el silencio. Con las manos unidas a la espalda, siguió a Seregil por un tercer corredor sinuoso. Sencillas puertas de madera, idénticas entre sí por lo que él alcanzaba a ver, se abrían en el corredor a intervalos regulares. Una pequeña aldea o un clan entero podrían haberse instalado en aquel lugar cómodamente.
Seregil se detuvo frente a una puerta, junto a un abrupto giro del corredor. Llamó una vez y entonces levantó el picaporte y se deslizó al interior de la oscura habitación.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que allanaran una casa, pero Alec evaluó inmediatamente el lugar: no había luz, ni olor a fuego o a humo de vela, ni colcha sobre la cama. La habitación era segura, nadie la estaba ocupando en aquel momento.
—Por aquí.
Alec escuchó el crujido de unas bisagras y entonces vio, recortada contra un arco de cielo nocturno, la silueta de la forma inclinada de Seregil al otro lado de la habitación. Borracho o no, podía moverse en silencio cuando lo deseaba.
El arco daba a un pequeño balcón que dominaba la casa de invitados.
—Esa es nuestra habitación —le dijo Seregil mientras señalaba una de sus ventanas.
—Y ésta era tu habitación.
—Ah, sí. Ya te lo dije, ¿verdad? —Seregil se apoyó en el parapeto de piedra, el rostro inescrutable bajo la luz de la luna.
—Aquí es donde te sentabas para escuchar el sueño de la ciudad —murmuró Alec.
—Y también soñé bastante por mí mismo. Espera aquí —volvió a entrar y regresó al cabo de un rato con una polvorienta funda de plumas que había sacado de la cama. La colocó contra la pared, se sentó, alargó el brazo hacia Alec y lo hizo sentarse entre sus piernas, con la espalda apoyada sobre su pecho.
—Esto —se arrimó a la mejilla de Alec y lo abrazó—. He aquí un sueño que estaba destinado a cumplirse, en todo caso. Aura lo sabe, nada más ha resultado como yo creí que sería.
Alec se apoyó contra él, disfrutando del calor que compartían.
—¿Qué más cosas soñaste mientras estabas sentado aquí?
—Que dejaría Bókthersa y viajaría.
—Como Nyal.
Alec sintió más que oyó la irónica risilla de Seregil.
—Supongo que sí. Que viviría entre gente extranjera, que me sumergiría en sus costumbres durante años pero que siempre regresaría aquí. Y a Bókthersa.
—¿Qué harías en tus viajes?
—Sólo… buscar. Lugares que ningún Aurënfaie hubiera visto. Gente a la que jamás conocería si me quedaba en casa. Mi tío siempre decía que hay una razón para cada don. Mi habilidad con los idiomas y la lucha… él suponía que eran las que correspondían a alguien destinado a viajar. Cuando ahora lo recuerdo, supongo que en lo más profundo de mí, lo que esperaba era encontrar un lugar donde pudiera ser algo más que la mayor decepción de mi padre.
Alec meditó sobre esto durante un momento.
—Es difícil para ti, ¿verdad? Estar aquí, tal como son las cosas.
—Sí.
¿Cómo podía una sencilla palabra expresar tanto dolor, tanta congoja?
—¿Y qué más deseaste mientras estabas sentado aquí? —preguntó rápidamente, sabiendo que no había nada que él pudiera hacer para mitigar el dolor de aquella herida; era mejor alejarse sin más.
Una mano se deslizó lentamente bajo su mandíbula y envolvió su barbilla mientras unos labios posaban un beso en su mejilla. El contacto provocó un hormigueo impaciente por todo su costado derecho.
—Esto, talí. A ti —dijo Seregil, el cálido aliento contra su piel—. Entonces no podía ver tu rostro, pero era contigo con quien yo soñaba. Había tenido tantos amantes… docenas, quizá centenares. Pero ninguno de ellos… —se detuvo—. No puedo explicarlo. Creo que una parte de mí te reconoció la primera noche que nos vimos, rendido y sucio como estabas.
—En aquella lejana tierra extranjera. —Alec se volvió para responder a su beso con uno propio. ¿Cuánto tiempo tenían antes de que alguien los echara de menos y viniera a buscarlos?
Tiempo suficiente.
Pero Seregil se limitó a atraerlo hacia sí y a acunarlo sin los tanteos juguetones que solían preceder a sus encuentros amorosos.
Permanecieron así durante algún tiempo, hasta que Alec se dio cuenta de que aquello era lo que Seregil había venido a buscar.
El silencio volvió a hacerse entre ellos y Alec sintió que se deslizaba lentamente hacia el sueño. Despertó dando un respingo cuando Seregil movió las piernas.
—Bueno, supongo que deberíamos volver —dijo su amigo.
Alec se puso en pie desmañado, todavía profundamente adormilado. Sentía el frío aire de la noche en su costado izquierdo, donde había yacido contra él. El fin repentino del contacto físico lo había dejado desorientado y un poco melancólico, como si hubiese absorbido la pena de Seregil a través de la piel.
Su amigo estaba mirando de nuevo la casa de invitados.
—Gracias, talí. Ahora, cuando mire hacia aquí desde allí, podré recordar esto como algo más que un lugar que ha dejado de ser mío.
Volvieron a colocar la cubierta de plumas sobre la cama. Casi habían salido de la habitación cuando Seregil se detuvo y se volvió, musitando para sus adentros.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alec.
En vez de responder, Seregil apartó el armazón de la cama a un lado y desapareció debajo de ella.
Alec escuchó el rozar de piedra contra piedra, seguido por una risotada triunfante. Al instante, Seregil volvió a aparecer, con un garfio y una cuerda en las manos.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Alec, divertido ante el evidente deleite de su amigo.
—Ven a verlo por ti mismo.
Alec se subió a la polvorienta cama y se asomó por el borde.
Seregil había apartado una de las brillantes baldosas del suelo. Debajo de ella había un espacio oscuro.
—¿Hiciste tú ese agujero?
—No y tampoco fui el primero en utilizarlo. El garfio era mío, un añadido posterior. Y esto —levantó un claro cristal de cuarzo tan largo como la palma de su mano—. Encontré la baldosa suelta por accidente. Estas otras cosas estaban ya aquí. Tesoros —una hermosa caja de taraceado Aurënfaie siguió al cristal y en su interior Alec encontró un collar de niño con cuentas azules y rojas y un cráneo de halcón. Seregil colocó un dragón de madera pintada con alas doradas a su lado y luego un pequeño retrato de una pareja Aurënfaie pintado sobre marfil. Finalmente, con sumo cuidado, levantó una frágil muñeca de madera. Los grandes ojos negros y la boca de carnosos labios estaban pintados pero el cabello era de verdad: bucles largos y rizados de un negro lustroso.
—¡Por la Tétrada! —Alec llevó un dedo reverente al cabello—. ¿Crees que todo esto es Bash‘wai?
Todavía arrodillado detrás de la cama, Seregil tocó cada uno de los objetos con evidente afecto y asintió.
—La muñeca lo es, y quizá también el collar.
—¿Y nunca se lo has contado a nadie?
—Sólo a ti. —Seregil devolvió cuidadosamente cada objeto a su lugar salvo el garfio—. No habría sido especial si cualquier otro lo hubiera sabido.
Se puso en pie y ofreció a Alec una de sus sonrisas ladeadas.
—Y ya sabes lo bueno que soy guardando secretos.
Alec desenrolló la cuerda del garfio. Todavía era flexible y contaba con nudos cada pocos centímetros para poder trepar.
—Es demasiado corta para llegar al suelo.
—Me decepcionas, talí ——lo reprendió Seregil mientras se dirigía al balcón. De un diestro lanzamiento, la aseguró en el borde del tejado.
Después de despedirse de Alec con un guiño, desapareció trepando por la cuerda.
Consciente de que acababa de ser desafiado, Alec lo siguió.
Encontró a Seregil en el gran colos del tejado, esperándolo.
—Solía escaparme de mi cuarto de esta manera y luego utilizaba las escaleras traseras para salir de la casa. Otras veces, Kheeta y yo nos encontrábamos aquí para intercambiar los dulces que habíamos robado de la cocina. Más adelante los dulces se transformaron en cerveza o turab. De hecho, es un milagro que no me rompiera el cuello una de esas noches mientras bajaba —miró a su alrededor un momento y entonces rió a carcajadas—. Una vez estábamos seis aquí, borrachos como cubas, cuando oímos subir a mi padre. Bajamos todos por la cuerda y nos escondimos en mi cuarto hasta que amaneció.
Alec sonrió, pero no pudo reprimir del todo otra punzada de celos, especialmente al escuchar la mención a Kheeta. Había pasado la mayor parte de su vida siguiendo a su errante padre y nunca había tenido un hogar de verdad o muchos amigos. Volaron a su mente pensamientos sobre los rhui’auros y se prometió en silencio que, antes de que el viaje terminara, descubriría cuanto pudiera sobre su desconocido pasado.
Seregil debió de haber sentido esta riada de emociones porque de pronto volvía a encontrarse junto a Alec, dándole un beso con aroma a turab en los labios.
—Es uno de los pocos recuerdos que no me duelen —le dijo.
—¿Vamos a bajar por donde hemos subido? —preguntó Alec, cambiando de conversación con ligereza.
—¿Por qué no? Estamos prácticamente sobrios.
De vuelta en el balcón, Seregil dio una pequeña sacudida a la cuerda y el garfio se soltó. Volvió a enrollarla y la devolvió al escondite con el resto de los juguetes.
—¿Para el próximo niño que descubra tu secreto? —preguntó Alec.
—No sé si me gustaría. —Seregil volvió a colocar la baldosa en su lugar y la cubrió con la pata de la mesa—. Es bueno saber que hay algo por aquí que no ha cambiado.
Alec pensó en los juguetes escondidos en la oscuridad mientras regresaban a la reunión. De alguna manera, parecían encajar en el extraño y complejo mosaico de la vida de Seregil, un modelo diminuto de las habitaciones llenas de tesoros e igualmente escondidas que habían compartido en El Gallito o los inesperados fragmentos de su pasado que Seregil repartía como preciosas reliquias.
O quizá preciosas no era el término exacto.
Es uno de los pocos recuerdos que no me duelen.
¿Y nunca se lo has contado a nadie?
Sólo a ti.
¿Cuántas veces lo había mirado alguien con sorpresa cuando había mencionado algo que Seregil había compartido con él? ¿Te contó eso?
Sobrecogido al comprenderlo, condujo a Seregil hasta Kheeta y se marchó en busca de Beka.