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SUEÑOS Y VISIONES
Los clanes menores no tenían voz oficial en la Ila’sidra, pero tampoco carecían por completo de influencia. Los Khaladi se contaban entre los más respetados y los más celosos de su independencia. Klia consideraba a este clan un importante aliado potencial.
En Sarikali ocupaban una pequeña sección de la parte oriental de la ciudad. La khirnari, Mallia a Tama, los recibió a la cabeza de lo que parecía ser todo su clan y los condujo a pie hasta la campiña abierta que había más allá de los límites de la ciudad. Su sen’gai, azul y amarillo, estaba hecho con franjas de seda trenzadas y entrelazadas con cuerda roja y vestía una voluminosa capa de seda sobre su ajustada túnica.
Los Khaladi eran más altos y musculosos que la mayoría de los faie que Alec había conocido hasta el momento, y muchos de ellos lucían bandas de intrincados tatuajes alrededor de las muñecas y los tobillos. Eran dados a la sonrisa y trataban a sus invitados con una mezcla de respeto y cálida familiaridad que no tardó en acallar los recelos de Alec.
En una extensión de tierra plana situada justo más allá de los límites de la ciudad, se había cubierto un área circular de varios centenares de metros de diámetro con enormes alfombras multicolores y se había delimitado con fogatas. En lugar de los habituales sofás para la cena se habían dispuesto mesas bajas y cojines a lo largo del perímetro. Mallia a Tama y su familia sirvieron en persona al grupo de Klia, lavando sus manos sobre jofainas para simbolizar el baño que pedía la costumbre y ofreciendo luego vino y frutos secos bañados en miel. Llegaron músicos con unos instrumentos de cuerda alargados que no se parecían a nada que Alec hubiera visto hasta la fecha. En vez de rasgar o pulsar las cuerdas, las acariciaban con una especie de arcos cortos, produciendo un sonido al mismo tiempo melancólico y dulce.
A medida que el sol se ocultaba y la fiesta avanzaba, no le fue difícil a Alec imaginarse transportado a sus fai’thast de las montañas.
En otras circunstancias, hubiera estado encantado de pasar la noche en semejante compañía. Sin embargo, en esta ocasión se dedicó a vigilar con atención a Seregil, quien a menudo se quedaba en silencio y comprobaba con frecuentes miradas el avance de la luna en los cielos.
¿Tanto temes al destino de esta noche?, se preguntó, al tiempo que su propia impaciencia le hacía sentir una cierta culpabilidad.
Cuando el banquete se acercaba a su fin, no menos de treinta Khaladi se pusieron en pie y se quitaron las túnicas. Debajo llevaban tan sólo unos ajustados pantalones cortos de cuero. Su piel, ligeramente cubierta de aceite, brillaba como el satén a la luz de las fogatas.
—¡Ahora sí que vamos a ver algo que merece la pena! —dijo Seregil en voz baja. Por primera vez en toda la noche, parecía contento de verdad.
—Somos grandes bailarines, los mejores de todo Aurëren —le estaba diciendo la khirnari a Klia—. Porque en nuestra danza celebramos los círculos de unidad que forman nuestro mundo: la unidad entre nuestro pueblo y Aura, la unidad entre el cielo y la tierra, la unidad que nos ata los unos a los otros. Es posible que sintáis una cierta magia en ello, pero no os alarméis. Es sólo el khi compartido de los bailarines, que los une a aquellos que los contemplan.
Los músicos empezaron a tocar una melodía sombría y resonante mientras los bailarines ocupaban su lugar. Distribuidos en parejas, se levantaban lentamente y se sostenían los unos a los otros con elegancia sinuosa. Sin la menor traza de tensión o vacilación, sus cuerpos dibujaban figuras que eran al mismo tiempo disciplinadas y eróticas, arqueándose, plegándose y curvándose mientras se alzaban y descendían.
Boquiabierto, Alec empezó a sentir el flujo del khi del que había hablado la khirnari; las energías que emanaban de cada danza sucesiva lo envolvían y lo atraían hacia ellas, a pesar de que no se atrevía siquiera a moverse de donde se encontraba.
Algunas danzas incluían a un solo sexo, mientras otras correspondían a parejas de hombres y mujeres, pero la mayoría de ellas eran interpretada por grupos de diferente configuración al mismo tiempo. Una de las más conmovedoras fue interpretada por varias parejas de niños.
Klia se sentaba inmóvil, con una mano posada inconscientemente sobre los labios. En las delgadas facciones de Thero podía leerse una pura maravilla, que las dulcificaba y dotaba de algo parecido a la belleza. Más allá de ellos, Alec podía ver a Beka, en cuyos ojos brillaban los destellos de lágrimas apenas contenidas. Nyal se encontraba a su lado, sin tocarla, mientras observaba cómo contemplaba ella la danza.
Un par de bailarines atrajeron la atención de Alec danza tras danza. No era sólo su habilidad la que lo conmovía, sino el modo en que cada uno de ellos parecía sostener al otro con la mirada, confiando, anticipándose, trabajando al unísono con perfección insólita; supo sin necesidad de que nadie se lo dijera que eran talímenios y que habían compartido aquella danza, aquella aleación de las almas, durante la mayor parte de sus vidas.
Sintió que la mano de Seregil cubría la suya. Sin la menor vergüenza, Alec la volvió y entrelazó sus dedos con los de su amigo, dejando que la danza hablara por él.
Sin embargo, mientras la luna avanzaba un poco más por el cielo, Alec se encontró cada vez más distraído por el recuerdo de la convocatoria del rhui’auros.
Desde que Thero mencionara a los misteriosos magos Aurënfaie y a sus habilidades allá en Ardinlee, se había preguntado lo que significaría que la pieza que faltaba le fuera añadida al mosaico de su vida. Mientras vagaba errabundo en compañía de su padre, sin conocer familia alguna, sin llamar a lugar alguno su hogar, nunca se había cuestionado el silencio de su progenitor. Sólo después de haber ido a Watermead y haber sido acogido por la familia Cavish se había dado cuenta de lo que le faltaba. Incluso su nombre formal reflejaba eso: Alec í Amasa de Kerry. Donde debiera haber más nombres para ligarlo con su propia historia, no había más que silencios. Cuando fue lo suficientemente mayor como para formular tales preguntas, su padre ya estaba muerto y todas las respuestas se reducían a cenizas arrojadas sobre los campos de algún extraño.
Quizá aquella noche descubriría su propia verdad.
Seregil y él acompañaron a Klia hasta la casa y luego se encaminaron a lomos de sus caballos hacia el Nha’mahat.
La Ciudad Encantada estaba desierta aquella noche y Alec se encontró escudriñando las sombras, seguro de haber visto movimiento en las vacías ventanas o haber escuchado los susurros de voces en el suspirar de la brisa.
—¿Qué crees que va a ocurrir? —preguntó al fin, incapaz de soportar el silencio un segundo más.
—Ojalá pudiera decírtelo, talí ——contestó Seregil —. Mi experiencia no fue la más habitual. Creo que es como el Templo de Illior; la gente acude en busca de sueños, visiones… se dice que los rhui’auros son extraños guías.
Recuerdo esa casa, esa calle, pensó Seregil, asombrado por el poder de la memoria.
Había evitado aquella parte de la ciudad desde su llegada, pero cuando era niño la visitaba a menudo. En aquellos días, el Nha’mahat era un lugar sugerentemente misterioso en el que sólo se permitía entrar a los adultos y los rhui’auros, unos individuos excéntricos que podían ofrecer dulces, historias, o un bonito hechizo o dos si uno se demoraba el tiempo suficiente entre los arcos de la galería. Aquella percepción se había hecho añicos junto con su infancia cuando por fin entrara en la torre.
Los fragmentados recuerdos de lo que vino después habían morado en los más lejanos confines de sus sueños desde entonces, como lobos hambrientos aullando al otro lado del círculo de luz de una fogata de campamento.
La caverna negra.
El sofocante calor en el interior de la diminuta dhima.
La magia escrutadora que lo había desnudado, le había dado la vuelta, lo había azotado con todas las dudas, toda la vanidad y toda la banalidad de su yo adolescente mientras los rhui’auros buscaban la verdad que escondía el asesinato del desafortunado Haman.
Alec cabalgaba a su lado, embozado en aquel silencio especial que le era tan propio, feliz, lleno de impaciencia. Una parte de Seregil ansiaba advertirlo, decirle…
Sujetó las riendas de su caballo con tanta fuerza que los nudillos le dolieron. No, nunca hablaré de esa noche, ni siquiera contigo. Hoy entro en la torre por propia voluntad, como un hombre libre.
Convocado por un rhui’auros, le recordó una voz interior que susurraba entre los descarnados lobos del recuerdo.
Por fin llegaron ante el Nha’mahat. Desmontaron y condujeron los caballos hasta la puerta principal. Una mujer emergió de las sombras que reinaban en la galería y tomó las riendas de sus manos.
Alec siguió sin decir anda. Ninguna pregunta. Ninguna mirada escrutadora.
Bendito seas, talí.
Un rhui’auros respondió a su llamada. La máscara de plata que cubría su rostro era como las que se llevaban en el Templo de Illior: suave, serena, sin rasgos.
—Bienvenidos —los saludó una profunda voz masculina desde detrás de ella.
El tatuaje de su mano era similar a los de los sacerdotes de Illior.
¿Y por qué no iba a serlo? Eran los Aurënfaie quienes habían enseñado la senda de Aura a los Tír. Por primera vez desde su llegada se percató de lo profundamente entrelazados que seguían estando eskalianos y Aurënfaie, se dieran cuenta de ello o no. Habían pasado años suficientes para que los Tír lo olvidasen pero ¿su pueblo? Era poco probable. ¿Por qué entonces algunos de los clanes temían reclamar los viejos lazos?
El hombre les entregó sendas máscaras y los condujo hasta la cámara de meditación, una sala de techo bajo, sin ventanas, iluminada por lámparas que descansaban en el interior de nichos. Al menos media docena de personas desnudas yacían sobre jergones en ella.
Las lámparas de plata escondían sus sueños. El húmedo aire estaba muy cargado a causa de las densas nubes de fragante humo que emanaban de un brasero situado cerca del centro de la sala. Un poco más allá, una amplia escalera circular descendía hasta perderse de vista. Desde la caverna en que la que se internaba brotaban volutas de humo.
—Espera aquí —le dijo el guía a Seregil, mientras señalaba a un jergón vacío que había junto a la pared más lejana—. Alguien vendrá a buscarte. Elesarit espera a Alec í Amasa.
Seregil atravesó la sala hasta el jergón señalado. Al hacerlo pasó junto a la escalera redonda y se le encogió el corazón. Sabía a donde conducía.
Alec resistió el impulso de mirar hacia atrás en busca de Seregil.
Cuando el rhui’auros le había dicho que trajera a Seregil consigo, había asumido que harían su visita juntos.
Subieron tres tramos de escaleras en silencio, sin cruzarse con nadie por los corredores oscuros. Al llegar al tercer piso siguieron un pasillo corto que desembocaba en una pequeña cámara. Una lámpara de arcilla ardía en una esquina, y bajo su vacilante luz Alec comprobó que la habitación estaba vacía a excepción de un vistoso brasero de metal que había junto a la pared opuesta. Sin saber lo que se esperaba de él, se volvió para preguntar a su guía, pero éste ya había desaparecido.
Una gente extraña, la verdad, pensó. Y, sin embargo, poseían la llave para abrir el cofre de su pasado. Demasiado excitado para permanecer sentado e inmóvil, Alec empezó a pasear por la pequeña caverna, mientras escuchaba con ansiedad tratando de encontrar el sonido de pasos que se acercaban.
Por fin llegaron. El rhui’auros que entró no llevaba máscara y Alec lo reconoció: era el anciano que había conocido en la taberna. Se acercó a él, dejó caer el saco que llevaba y le estrechó calurosamente la mano.
—Así que al final has venido, pequeño hermano. A buscar tu pasado, si no me equivoco.
—Sí, Honorable. Yo… yo quiero saber lo que significa ser un Hâzadriëlfaie.
—¡Bien, bien! Siéntate.
Alec tomó asiento con las piernas cruzadas donde le indicaba el hombre, en el centro de la sala.
Elesarit arrastró el brasero hasta allí, invocó un fuego, tomó dos puñados de lo que parecía ser una mezcla de ceniza y pequeñas semillas del saco y los arrojó a las llamas. Un humo denso y oscuro se alzó de ellas, haciendo que a Alec le lloraran los ojos.
El rhui’auros se quitó la túnica por la cabeza y la arrojó a un rincón. Completamente desnudo salvo por los tatuajes que cubrían sus manos y pies, empezó a dar lentas vueltas alrededor de Alec. Sus suelas desnudas susurraban al deslizarse sobre el suelo mientras se movía. A pesar de lo delgado y marchito de su cuerpo, lo hacía con elegancia, zigzagueando con sus manos cubiertas de dibujos y su figura a través del humo. Alec sintió que la piel de los brazos se le ponía de gallina y supo al instante que aquella, como las danzas de los Khaladi que viera antes, era una forma de magia. Una música tenue, extraña y distante, se cernía en los lindes de su percepción, acaso magia, acaso mero recuerdo.
La ceremonia resultaba inquietante: el silencio del anciano, las formas que serpenteaban brotando del humo y se disolvían antes de que pudiese distinguirlas del todo, el intenso aroma de las sustancias que ardían entre los carbones del brasero. Mareado, Alec tuvo que luchar contra una repentina oleada de sopor.
Y mientras tanto el rhui’auros seguía bailando, entrando y saliendo del campo de visión de Alec, entrando y saliendo de aquel humo cada vez más espeso que parecía incluso arrollarse en volutas todavía más densas detrás de él. Los pies del hombre fascinaban a Alec. No podía apartar la vista de ellos mientras pasaban levantando aquel susurro apagado a su lado: dedos largos, piel morena y racimos de venas diminutas bajo la negra tracería de los tatuajes.
El humo hacía que le picaran los ojos, pero descubrió que no tenía fuerzas para levantar la mano y limpiárselos. Ahora podía oír al rhui’auros pasando detrás de él y sin embargo, de alguna manera, los pies permanecían delante, llenando toda su visión.
Esos no son sus pies, se dio cuenta Alec con asombro silencioso.
Pertenecían a una mujer: pequeños y delicados a pesar de la suciedad que rodeaba las uñas y oscurecía las grietas de los callosos talones.
Aquellos pies no estaban bailando. Estaban corriendo.
Entonces se encontró mirándolos desde arriba, como si fueran los suyos, volando bajo el borde de una sucia falda marrón, corriendo por una senda que atravesaba una pradera cubierta de escarcha poco antes del alba.
Un mal paso y un tropezón contra una piedra afilada. Sangre. Los pies no dejaron de correr.
Huían.
No había sonido ni sensación física alguna, pero Alec sintió la desesperación que lo impulsaba con tanta claridad como si las emociones fueran suyas.
El prado dejó paso a un bosque con la velocidad de un sueño. Un paisaje se había fundido en el siguiente. Sintió el ardor de los pulmones, el desgarrador dolor del vientre del que seguía manando la oscura sangre y el peso de la carga que llevaba entre los brazos, un diminuto fardo envuelto en un sen’gai alargado y profundo.
Un niño.
El rostro del bebé seguía manchado con la sangre del parto. Sus ojos estaban abiertos. Eran azules.
Como los suyos.
Gradualmente, su línea de visión se fue alzando y contempló con los ojos de ella una solitaria figura que esperaba en la distancia, de pie sobre una piedra, recortada contra las primeras luces del alba.
¡Amasa!
Alec había reconocido a su padre por la manera en la que llevaba el arco a lo largo de los hombros. Ahora el viento apartaba el desaliñado cabello rubio de aquel cuadrado, sencillo y barbudo rostro en el que Alec había tratado en vano tantas veces de encontrarse. Era joven, no mucho mayor que el propio Alec, y mientras miraba más allá de la muchacha parecía ganado por la desesperación.
Se acercó más y más hasta que pareció llenar por completo la visión de Alec. Entonces vino una sacudida espantosa y al instante Alec estaba mirando al rostro de una joven que tenía sus mismos ojos de color azul marino, sus mismos labios gruesos y sus mismos rasgos de huesos finos, enmarcados todos ellos por los desgarrados mechones de un pelo castaño y cruelmente corto.
¡Ireya!
No sabía si la voz era la suya o la de su padre, pero sintió la agonía de aquel grito desesperado. Impotente como lo había sido su padre, Alec observó presa del horror cómo ella confiaba el niño a sus brazos y regresaba a la carrera por donde había venido, hacia los jinetes que la estaban persiguiendo.
De nuevo, Alec estaba mirando a los pequeños y magullados pies mientras ella corría hacia los hombres con los dos brazos extendidos como si pretendiera recoger las flechas que se aprestaban a buscar su corazón desde los arcos de sus hermanos.
La fuerza del primer flechazo hizo caer a Alec de espaldas y un dolor caliente le arrebató el resuello de los pulmones. Sin embargo, pasó tan rápidamente como había llegado y sintió que la vida se le escapaba como si fuera humo por las heridas, alzándose en el centelleante aire de la mañana hasta que pudo ver a los jinetes que se habían reunido alrededor de su cuerpo inmóvil. No podía ver sus rostros para saber si lo que acababan de hacer los enorgullecía o los horrorizaba. Sólo vio que ignoraban la figura distante que escapaba hacia el oeste con su diminuta carga en los brazos.
—Abre los ojos, hijo de Ireya a Shaar.
La visión se desplomó.
Alec abrió los ojos. Se encontraba tendido de espaldas sobre el frío suelo, con ambos brazos extendidos.
Elesarit estaba acurrucado a su lado, con los ojos medio cerrados y los labios fruncidos en una extraña mueca.
—¿Mi madre? —preguntó Alec con la boca seca y demasiado débil para incorporarse. Le dolía la parte trasera de la cabeza. De hecho, le dolía todo el cuerpo.
—Sí, pequeño hermano. Y tu padre Tírfaie —dijo Elesarit con suavidad al mismo tiempo que tocaba la sien de Alec con las yemas de los dedos de una de sus manos.
—Mi padre… ¿no tenía otros nombres?
—Ninguno que él supiera.
El humo volvió a cerrarse sobre él y trajo consigo una nueva oleada de sopor y mareo. Sobre su cabeza, el tejado se disolvió en una marea de cambiantes colores.
¡Basta!, suplicó, pero su garganta estaba entumecida. No escapó de ella sonido alguno.
—Llevas contigo los recuerdos de tu pueblo —dijo el rhui’auros, perdido en alguna parte de la niebla cambiante—. Los extraigo de ti, pero no sin dar algo a cambio.
Repentinamente, Alec se encontraba en una escarpada ladera de montaña bajo una enorme luna creciente. Delante de él, tan lejos como alcanzaba su vista, se alzaban picos desnudos. Mucho más abajo, una procesión de antorchas, avanzaba siguiendo una vereda serpenteante, cientos de personas, se diría, o acaso miles. La cadena de minúsculas lucecitas parpadeantes se extendía a lo largo de la noche como un collar de cuentas de ámbar arrojado sobre un lienzo de seda negra y arrugada.
—Pregunta lo que desees —retumbó una voz inhumana detrás de él como una avalancha de rocas.
Alec se volvió como un torbellino y alargó la mano hacia una espada que no estaba en su cintura. Algunos metros más allá de donde se encontraba, un acantilado se alzaba hacia la oscuridad de los cielos, completamente liso salvo por un pequeño agujero situado cerca de la base y no mucho más grande que la puerta de una caseta de perro.
—Pregunta lo que desees —volvió a decir la voz, y las trepidaciones producidas por ella hicieron saltar los guijarros alrededor de los pies de Alec.
Se puso de rodillas y se asomó al agujero, pero más allá sólo había oscuridad.
—¿Quién eres? —trató de preguntar, pero de alguna manera las palabras abandonaron sus labios convertidas en—: ¿Quién soy?
—Eres el vagabundo que lleva su hogar en el corazón —replicó la voz invisible. Parecía complacida por la pregunta—. Eres el pájaro que construye su nido sobre las olas. Serás el padre de un niño que no nacerá de mujer.
Un estremecimiento helado se apoderó de él.
—¿Una maldición?
—Una bendición.
Repentinamente, Alec sintió peso y calor contra su espalda.
Alguien lo cubrió con una túnica de piel que había sido calentada delante de un fuego. Era tan pesada que no pudo levantar la cabeza para ver quién lo había hecho, pero un vistazo a sus manos le permitió reconocerlas: manos Aurënfaie, fuertes y de dedos largos. Las manos de Seregil.
—Hijo de la tierra y de la luz —pronunció la voz—. Hermano de las sombras, centinela de la oscuridad, amigo de mago.
—¿Cuál es mi clan? —preguntó Alec con voz entrecortada mientras la cálida túnica lo empujaba hacia abajo.
—Akavi’shel, pequeño Ya’shel y ningún clan. Búho y dragón.
Siempre y nunca. ¿Qué tienes?
Alec bajó la vista hacia sus manos, apretadas contra el rocoso suelo mientras luchaba para sostener el peso de la túnica. Enredado entre los dedos de su mano izquierda estaba el brazalete Akhendi con el talismán ennegrecido. Bajo la derecha, hecho un ovillo, había una tela manchada de sangre: un sen’gai, aunque no podía distinguir su color.
El peso de la túnica era demasiado para él. Cayó hacia delante y su sofocante pesó lo atrapó.
—¿Qué nombre me dio mi madre? —gimió mientras se desvanecía la luna.
No hubo respuesta.
Exhausto, atrapado y dolorido en cada músculo de su cuerpo, Alec enterró la cabeza entre los brazos y lloró por una mujer muerta diecinueve años atrás, y por el hombre silencioso y melancólico que había presenciado la muerte de su único amor.
Seregil inhaló profundamente mientras esperaba, confiando en que el humo de las potentes hierbas limaría su miedo. En aquella cámara no había ningún símbolo asociado a la meditación: ninguna Reina de la Fertilidad, ningún Ojo Nublado, ningún Arco de la Luna.
Quizá los rhui’auros estaban demasiado cerca del Portador de la Luz para necesitar tales cosas.
—Aura Elustri, envíame tu luz —murmuró, juntó las manos con laxitud sobre el regazo, cerró los ojos y trató de encontrar el silencio interior que necesitaba para liberar sus pensamientos, pero en vano.
He perdido práctica. ¿Cuántas veces había entrado en un templo durante los muchos años pasados en Eskalia? Menos de media docena, probablemente, y siempre acuciado por alguna necesidad.
Las respiraciones pausadas de los soñadores en toda la sala acuciaban sus nervios y parecían burlarse de su impaciencia. Cuando por fin apareció un guía para conducirlo por las escaleras en espiral hasta la caverna subterránea, fue casi un alivio.
Oh, sí, recordaba aquel lugar, con sus toscas paredes de piedra y su calor, y el olor burdo y metálico que estaba tensando el nudo de miedo que ya había empezado a hacérsele en el estómago.
Tres pasadizos salían de la cámara principal y se sumergían en la oscuridad y hacia abajo. El guía de Seregil hizo un ademán y, tras aparecer una esfera de luz, se internó por el que había a su derecha.
¿El mismo?, se preguntó Seregil mientras lo seguía dando un traspié. Era imposible saberlo con certeza; había estado tan aterrorizado aquella noche mientras lo arrastraban hacia una oscuridad total…
El calor aumentó mientras entraban. El vapor manaba copiosamente por grietas en la roca. Desde lo alto goteaba el agua de la condensación. Costaba respirar.
Ahogándose en la oscuridad…
A lo largo del túnel se erguían pequeñas dhimas a intervalos regulares, pero el guía de Seregil se internó mucho más profundamente antes de detenerse delante de una de ellas.
—Aquí —le indicó el hombre mientras levantaba la solapa de cuero—. Deja tu ropa fuera.
Seregil se quitó todo salvo la máscara de plata y penetró arrastrándose. Era sofocante y apestaba a sudor y lana húmeda; una pequeña fisura emitía un flujo constante de vapor caliente. Seregil se arrastró hasta una estera de juncos que había junto a la entrada del vapor. Su guía esperó hasta que estuvo sentado y entonces volvió a bajar la solapa. La negrura se cerró rápidamente a su alrededor; los pasos del hombre se desvanecieron en la misma dirección por la que había venido.
¿A qué le tengo tanto miedo?, se preguntó, al tiempo que combatía el pánico que amenazaba con amedrentarlo. Ya terminaron conmigo y se dictó una sentencia. Aquello acabó. Ahora estoy aquí gracias a una dispensa de la Ila’sidra, como representante de la Reina de Eskalia.
¿Por qué no venía nadie?
El sudor empapaba su cuerpo, haciendo que le picaran las heridas medio cicatrizadas de su espalda y sus costados. Caían gotas de la punta de su nariz y se acumulaba en las curvas del interior de su máscara. Odiaba la sensación, odiaba aquella oscuridad y la certeza irracional de que las paredes se estaban cerrando sobre él.
Nunca había temido a la oscuridad, ni siquiera cuando era niño.
Excepto en aquel lugar. Entonces.
Y ahora.
Cruzó los brazos sobre el pecho desnudo, tiritando a pesar del calor. Allí no podía espantar a los lobos de la memoria. Lo perseguían, llevando los rostros de todos los rhui’auros que lo habían interrogado.
Habían hincado su magia en las profundidades de su mente y habían extraído pensamientos y miedos como si fuesen dientes picados.
Ahora, mientras yacía allí, hecho un ovillo, temblando y enfermo de miedo, se presentaron nuevos recuerdos, recuerdos que había enterrado a mayor profundidad; el escozor agudo de la bofetada de su padre cuando había tratado de saludarlo; la manera en que sus amigos se habían negado a mirarlo a los ojos; la visión del único hogar que jamás conociera o deseara convirtiéndose en nada en la distancia…
Y seguía sin aparecer nadie.
Su aliento silbaba con fuerza a través de la máscara. La dhima no dejaba salir el vapor, que ardía en sus pulmones. Extendió los brazos hasta tocar las costillas de madera que había a ambos lados para asegurarse de que las empapadas paredes no se estaban cerrando sobre él. Sus dedos se toparon con madera caliente y descansaron sobre ella. Sin embargo, un momento más tarde, dejó escapar un agudo siseo de sorpresa mientras algo caliente y suave pasaba rozando sobre su mano izquierda. Antes de que pudiera retirarla, la criatura invisible se había enroscado alrededor de su muñeca. Unos dientes como agujas atravesaron la zona carnosa de su palma situada por debajo del pulgar y la criatura se estiró rápidamente para englobar su mano entera.
Un dragón, y uno del tamaño de un gato, como mínimo, a juzgar por su peso.
Seregil consiguió no moverse a base de fuerza de voluntad. La bestia lo soltó, se dejó caer sobre su muslo desnudo y después desapareció.
Seregil se quedó inmóvil hasta que estuvo seguro de que se había marchado y entonces se llevó la mano al pecho. ¿Qué estaba haciendo un dragón de ese tamaño tan lejos de las montañas y cuan venenosa era su mordedura? Eso le hizo recordar a Thero y estalló en carcajadas histéricas.
—Eso dejará una señal de buena fortuna.
Seregil volvió la cabeza hacia arriba con un movimiento súbito. A menos de treinta centímetros, a su izquierda, se encontraba, sentado en cuclillas y desnuda, la figura brillante de un rhui’auros. El ancho rostro del hombre le resultaba vagamente familiar. Sus grandes manos estaban cubiertas por señales dibujadas con trazos gruesos, al tiempo que su musculoso pecho lucía otras que parecían moverse, dotadas de vida propia, mientras extendía un brazo hacia Seregil para examinar su herida.
No había luz; Seregil no podía ver su propia mano pero podía ver al rhui’auros con tanta claridad como si ambos estuvieran sentados a plena luz del día.
—Te recuerdo. Te llamas Lhial.
—Y tú eres conocido ahora como el Exiliado, ¿no es así? El Dragón sigue ahora al Búho.
La última frase le resultó familiar de alguna manera, pero no pudo ubicarla, aunque reconoció las dos referencias a Aura: los dragones de Aurëren, los búhos de Eskalia.
El rhui’auros ladeó la cabeza y lo examinó con aire burlón.
—Vamos, pequeño hermano. Déjame ver tu herida más reciente.
Seregil no se movió. Aquél era uno de los que lo había interrogado.
—¿Por qué me has pedido que viniera aquí? —preguntó al fin, su voz apenas un susurro ronco.
—Has hecho un largo viaje. Ahora has regresado.
—Vosotros me expulsasteis —respondió Seregil con amargura.
El rhui’auros sonrió.
—Para que vivieras, pequeño hermano. Y ahora dame la mano antes de que se te hinche aún más.
Desconcertado, Seregil observó como se hacía visible su mano al ser tocada por el rhui’auros. Un suave brillo emanó de los dos e iluminó la diminuta cámara y a ambos. Lhial se aproximó a Seregil hasta que sus rodillas se tocaron.
Mientras tocaba con suavidad una de las magulladuras del pecho de Seregil, sacudió la cabeza.
—Esto no sirve de nada, pequeño hermano. Otro trabajo te espera.
Volvió su atención a la mano de Seregil y examinó la mordedura. Líneas paralelas de pinchazos vertían sangre en la parte inferior de su palma y en el revés de su mano, donde las mandíbulas del dragón se habían cerrado alrededor del pulgar. El rhui’auros extrajo un frasco de lissik y dio un masaje a la herida con el ungüento.
—¿Recuerdas la noche que te trajeron aquí? —preguntó sin levantar la mirada.
—¿Cómo podría no recordarla?
—¿Sabes para qué fuiste traído aquí?
—Para ser sometido a examen. Para ser exiliado.
Lhial sonrió para sí.
—¿Eso es lo que has aprendido después de todos estos años?
—¿Para qué entonces?
—Para que te encontraras con tu destino, pequeño hermano.
—No creo en el destino.
—¿Y acaso piensas que eso supone alguna diferencia?
El rhui’auros levantó la mirada. Una sonrisa divertida brillaba en su rostro y Seregil retrocedió hasta toparse con la pared de la dhima.
Los ojos de Lhial habían adquirido el color del oro bruñido.
Una imagen se insinuó en los pensamientos de Seregil: los brillantes y dorados ojos del khtir’bai observándolo desde la oscuridad, aquella noche en las Ashek.
Tienes mucho que hacer, hijo de Korit.
—Yo camino por las orillas del tiempo —le dijo Lhial con voz suave—. Observándoos. Veo todos vuestros nacimientos, todas vuestras muertes, todos los trabajos que el Portador de la Luz ha preparado para vosotros. Pero el tiempo es una danza de muchos pasos y muchos tropiezos. Aquellos de nosotros que vemos debemos actuar en algunas ocasiones. El Dwai sholo no era tu danza. Lo supe la noche que fuiste traído aquí, y por tanto se te preparó para otras tareas. Algunas de ellas ya han sido cumplidas.
—¿Fue la muerte de Nysander parte de esa danza?
Los ojos dorados pestañearon con lentitud.
—Aquello que juntos tú y él lograsteis, lo es. Él, tu amigo, danza voluntariamente. Su khi se remonta como un halcón desde debajo de la hoja de tu espada. Todavía sigue danzando. Lo mismo deberías hacer tú.
Las lágrimas enturbiaron la visión de Seregil. Se las limpió con la mano libre y levantó la vista hacia unos ojos que volvían a ser de color azul y a estar llenos de preocupación.
—¿Te duele, pequeño hermano? —preguntó Lhial mientras daba unas palmaditas sobre la mano de Seregil.
—Ya no tanto.
—Eso está bien. Sería una lástima dañar unas manos tan hábiles —Lhial se recostó contra la pared opuesta y entonces tomó algo de las sombras que había sobre su cabeza y se lo arrojó a Seregil.
Éste lo cogió. Para su sorpresa, se trataba de una esfera de cristal del tamaño de una ciruela y con un aspecto que le resultaba muy familiar. Podía ver su propio y perplejo reflejo sobre su superficie oscura y ligeramente áspera.
—No eran negras —susurró mientras la sostenía con la palma de la mano.
—Sueños —dijo el rhui’auros mientras se encogía de hombros.
—¿Qué es?
—¿Qué es? —Lhial imitó su voz y le arrojó otras dos antes de que pudiera dejar la primera a un lado.
Seregil cogió una de ellas pero la segunda se le escapó. Se hizo añicos junto a su rodilla derecha y al hacerlo lo salpicó de gusanos. Se quedó paralizado un instante y entonces se los sacudió de encima con repugnancia.
—Hay muchas más —dijo el rhui’auros con una sonrisa, mientas le lanzaba más esferas.
Seregil logró coger cinco antes de que otra se rompiera. Ésta liberó una llovizna de nieve que brilló por un instante en el aire como un millar de chispas antes de fundirse.
Seregil apenas tuvo tiempo de considerar lo que estaba ocurriendo antes de que el rhui’auros siguiera lanzándole esferas. Otra se rompió y liberó una brillante mariposa verde de un prado estival en Bókthersa. Y otra, que lo cubrió con sangre oscura y coagulada mezclada con fragmentos de hueso. Más y más abandonaron volando los dedos del rhui’auros, una detrás de otra, hasta que Seregil estuvo rodeado por una pequeño montón de ellas.
—Unas manos muy hábiles, en verdad, para haber podido coger tantas —comentó Lhial con aire de aprobación.
—¿Qué son? —preguntó Seregil, sin atreverse a moverse un ápice por miedo a romper más.
—Son tuyas.
—¿Mías? Nunca las había visto antes.
—Son tuyas —insistió el rhui’auros——. Ahora debes recogerlas y llevártelas contigo. Vamos, pequeño hermano, recógelas.
La misma sensación de impotencia que había tenido en sus sueños amenazaba con dominarlo ahora.
—No puedo. Hay demasiadas. Déjame por lo menos coger mi camisa.
El rhui’auros sacudió la cabeza.
—Apresúrate. Es hora de marcharse. No puedes irte hasta que las hayas recogido todas.
Los ojos del rhui’auros recobraron de nuevo el color dorado mientras lo miraban a través de las columnas de vapor y Seregil sintió que el miedo se apoderaba de él.
Erguido lo mejor que pudo en la pequeña cámara, trató de cargar varias de ellas en los brazos pero, como si fueran huevos, se le escurrieron entre las manos y se hicieron pedazos, liberando hedores, perfumes, fragmentos de música, trozos de huesos chamuscados. No podía moverse sin destrozarlas o hacerlas desaparecer de un empujón entre las sombras.
—¡Es imposible! —gritó—. No son mías. ¡No las quiero!
—Entonces debes elegir. Y pronto —le dijo Lhial con un tono que era al mismo tiempo amable y despiadado—. Las sonrisas esconden cuchillos.
La luz desapareció y Seregil volvió a estar sumido en la oscuridad.
—Las sonrisas esconden cuchillos —volvió a susurrar Lhial, esta vez tan cerca del oído de Seregil que éste dio un respingo y lanzó un manotazo. No encontró nada, salvo el aire vacío. Esperó un momento y entonces volvió a extender cautelosamente la mano.
Las esferas habían desaparecido.
Lhial había desaparecido.
Desorientado, enfadado y tan ignorante como cuando entrara en la cámara, Seregil se arrastró hacia la puerta pero no fue capaz de encontrarla. Tanteó las paredes con su mano sana y dio varias vueltas a la pequeña cámara antes de abandonar; la puerta también había desaparecido.
Volvió a la estera y se tendió sobre ella con aire desdichado y los brazos cruzados alrededor de las rodillas. Las palabras de despedida del rhui’auros, las extrañas esferas de cristal que ahora aparecían en su vida además de atormentar sus sueños… debía de haber algún significado detrás de todo ello. Sabía en su fuero interno que era así, pero que Bilairy se lo llevara si podía encontrarlo.
Se quitó la máscara y se limpió el sudor de los ojos mientras apoyaba la frente sobre las rodillas.
—Gracias por iluminarme, Honorable —gruñó.
Despertó en la cámara de meditación pública. Le dolía la cabeza, pero estaba vestido y la máscara de plata volvía a estar en su lugar.
Levantó la mano izquierda y la encontró intacta. No había mordedura de dragón. No había mancha de lissik. Casi lo lamentó: hubiera sido una bonita marca. ¿Había entrado verdaderamente en la caverna, se preguntó, o le había provocado el humo que flotaba en aquella sala una alucinación?
Se levantó tan deprisa como la pulsación que sentía detrás de los ojos se lo permitió y descubrió a Alec, sentado sobre un jergón cercano. Una máscara cubría todavía su rostro y parecía estar mirando al otro lado de la habitación, sumido en sus ensoñaciones.
Seregil se levantó para acercarse a él. Mientras lo hacía, algo se deslizó entre los pliegues de su guerrera y rodó hacia la escalera: un pequeño orbe de cristal negro. Antes de que pudiera reaccionar, rodó sobre el borde y desapareció sin un sonido. Seregil observó la escalera durante un momento y luego fue a llamar a Alec.
El muchacho despertó en cuanto Seregil tocó su hombro.
—¿Podemos marcharnos ya? —susurró mientras se ponía trabajosamente en pie.
—Sí. Creo que ya han terminado con nosotros.
Después de quitarse las máscaras, las dejaron sobre el suelo junto al adormilado guardián de la puerta y abandonaron el lugar.
Alec parecía aturdido, abrumado por lo que quiera que le hubiese ocurrido en la torre. Tomó a su caballo por las riendas y empezó a caminar. No dijo una palabra, pero Seregil sintió que un peso de tristeza se cernía sobre él. Extendió un brazo, lo obligó a detenerse y entonces vio que el muchacho estaba llorando.
—¿Qué ocurre, talí? ¿Qué te ha pasado ahí dentro?
—No fue… no fue como yo había esperado. Tenías razón sobre mi madre. Su propio pueblo la asesinó después de que yo naciera. El rhui’auros me lo mostró. Se llamaba Ireya a Shaar.
—Bueno, eso es un comienzo. —Seregil trató de rodearlo con el brazo pero Alec se apartó.
—¿Existe algún clan llamado Akavi’shel?
—No que yo sepa. La palabra significa «muchas sangres».
Alec agachó la cabeza mientras más lágrimas acudían a sus ojos.
—Sólo es otra palabra para decir bastardo. Siempre y nunca…
—¿Qué más te dijo? —preguntó Seregil con suavidad.
—Que nunca tendré hijos.
La evidente angustia de Alec tomó a Seregil por sorpresa.
—Rara vez son claros los rhui’auros sobre algo —dijo, tratando de reconfortarlo—. ¿Qué te dijo exactamente?
—Que sería el padre de un niño no nacido de mujer —contestó Alec—. A mí me parece bastante claro.
Era así y Seregil guardó silencio durante un momento, mientras le daba vueltas en su mente. Finalmente, dijo:
—No sabía que quisieras tener hijos.
Alec dejó escapar un sonido áspero, a medias carcajada y a medias sollozo.
—¡Tampoco yo! Quiero decir, nunca me había parado a pensar sobre ello antes de ahora. Sólo era algo que asumí que ocurriría más tarde o más temprano. Cualquier hombre quiere tener hijos, ¿no? Alguien que lleve su nombre.
Las palabras atravesaron a Seregil como una espada.
—Yo no —replicó rápidamente, tratando de esclarecer el asunto—. Pero claro, yo no fui educado como un dálnico. No esperarías que yo fuera a darte hijos, ¿verdad?
El lazo que los unía era demasiado fuerte como para poder esconder el repentino destello de cólera y miedo que lo había poseído.
Una mirada al rostro de Alec bastó para decirle que había ido demasiado lejos.
—Nada nos separará. Nunca —susurró Alec.
Esta vez no se resistió mientras Seregil lo abrazaba, sino que lo atrajo hacia sí con fuerza.
Seregil lo sostuvo, acariciando su espalda y maravillándose ante aquella furiosa mezcla de dolor y amor.
—El rhui’auros… ——la voz de Alec sonaba amortiguada contra su cuello —. Ni siquiera puedo explicar lo que vi o lo que sentí. ¡Por los Testículos de Bilairy! Ahora comprendo por qué odias este lugar.
—No importa lo que creas que hayas visto allí, talí. A mí no me perderás. No mientras me quede aliento en el cuerpo.
Alec permaneció agarrado a él un momento más y entonces dio un paso atrás y se limpió los ojos en la manga.
—Vi morir a mi madre. Sentí cómo ocurría —seguía habiendo mucha pena en su voz, pero también un miedo reverente—. Murió para salvarme, pero mi padre no me habló de ella jamás. Ni una sola vez.
Seregil apartó un mechón de rubio cabello de la mejilla de Alec.
—Algunas cosas son demasiado dolorosas como para hablar de ellas. Debe de haberte amado mucho.
Una mirada ausente se pintó un segundo en el rostro de Alec, como si estuviese viendo algo que a Seregil se le escapaba.
—Sí, así es —volvió a limpiarse los ojos—. ¿Qué querían de ti?
Seregil volvió a pensar en las absurdas esferas de cristal, la nieve y la suciedad y la mariposa. En algún lugar entre todos aquellos detalles revueltos yacía un patrón, una clave de familiaridad.
Son tuyas.
—No estoy seguro.
—¿Te dijeron algo sobre el levantamiento del exilio?
—No se me ocurrió preguntarlo.
O quizá no quería oír la respuesta, pensó.
Un gran letargo se apoderó de Seregil mientras regresaban a casa. Cuando llegaron, se había rendido ya por completo a él.
Unas pocas lámparas iluminaban el camino hacia sus aposentos.
El brazo de Alec se deslizó alrededor de su cintura y le devolvió el abrazo, agradecido por el contacto.
Cansado como estaba, apenas prestó atención a la franja de luz que podía verse bajo una puerta de la segunda planta.
Un toque delicado como un susurro sobre el pecho de Thero lo había despertado en mitad de la noche. Se incorporó sobresaltado y examinó la habitación.
No había nadie. Los pequeños glifos de protección que había colocado en la puerta al instalarse allí no habían sido perturbados.
Sólo después de haber registrado la habitación por completo con la mirada reparó en el pergamino doblado que yacía entre las desordenadas sábanas.
Lo cogió, rompió el sencillo sello de cera y lo abrió. El pequeño cuadrado estaba en blanco, a excepción de un diminuto símbolo en una esquina: la marca de Magyana.
Unos pasos en el corredor lo hicieron detenerse. Invocó un hechizo de visión y, después de comprobar que se trataba tan solo de Seregil y Alec, devolvió su atención al mensaje de Magyana.
Manos, corazón y ojos, pronunció en silencio al tiempo que pasaba la mano sobre la hoja. La tinta emergió a la superficie del pergamino para formar la estrecha caligrafía de Magyana.
«Mi querido Thero, te envío tristes noticias en secreto y por mi cuenta y riesgo. Por tus Manos, tu Corazón y tus Ojos…»
Un pesado nudo de miedo cristalizó en la garganta del joven mago mientras seguía leyendo. Cuando hubo terminado, se puso una túnica y se dirigió con los pies descalzos a la cámara de Klia.