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UNA FRÍA BIENVENIDA
El sonido del oleaje rompiendo contra la madera cerca de su cabeza despertó a Alec. Se levantó del estrecho sitio que ocupaba en la proa, miró hacia atrás y vio a Seregil al timón, escudriñando el horizonte. Era una visión triste, con el rostro magullado y la casaca sucia. Bajo aquella luz temprana, parecía pálido, privado de vida.
Fantasmal.
Alec hizo en secreto un signo por su amigo. En aquel mismo momento, Seregil miró en su dirección y esbozó una sonrisa cansada.
—Mira allí —dijo, al tiempo que señalaba hacia delante—. En el horizonte pueden distinguirse las Ea’malies. Estate atento por si ves alguna vela.
Y eso fue lo que hicieron durante la mañana y toda la larga tarde.
Los ojos les ardían por el resplandor y tenían los labios agrietados a causa de la sal y el sol. Mantuvieron rumbo nordeste, utilizando las lejanas islas como guía mientras daban bordadas. De tanto en cuanto, Alec reemplazaba a Seregil en el timón y lo conminaba a dormir, pero éste rehusaba.
Al fin, mientras el sol se inclinaba sobre poniente, Alec avistó una mancha negra contra el plateado semblante del mar.
—¡Allí! —gritó, mientras, presa de la excitación, se inclinaba sobre la borda—. ¿Lo ves? ¿Es una vela?
—Una vela eskaliana —confirmó Seregil. Dio un fuerte golpe de timón—. Espero que podamos alcanzarlo antes de la noche. Nunca nos verían en la oscuridad y somos demasiado lentos para seguirlos.
Durante las dos siguientes horas Alec observó mientras la mota de color crecía hasta convertirse en la silueta lejana de un barco de guerra eskaliano con su vela roja. El navío estaba utilizando la ruta seguida habitualmente por los barcos correo.
—No puede ser otra cosa —dijo Seregil con inquietud mientras se acercaban al navío—. Está solo. No hay otro barco a la vista. ¡Por la Tétrada, espero que no hayamos estado persiguiendo al barco equivocado!
Cualquier temor que pudieran albergar sobre la posibilidad de perder al barco en la oscuridad se disipó rápidamente. El navío varió su rumbo y se dirigió hacia ellos.
—Parece que nuestra suerte está cambiando, después de todo —dijo Alec.
Tan pronto como estuvieron lo suficientemente cerca como para hacerse oír, gritaron su saludo al navío y recibieron el suyo en respuesta. Al situarse a su costado, encontraron una escalera de cuerda esperándolos y, sobre ella, a lo largo de la borda, una línea de rostros expectantes.
—Toma esto —dijo Seregil mientras le tendía un cabo—. Terminemos rápido. No nos conviene perder esta barca hasta que estemos seguros de que éste es el navío correcto.
La escalera se balanceaba salvaje con el movimiento del barco grande, y para cuando Alec hubo llegado a la barandilla estaba mareado y magullado. Unas manos fuertes lo sujetaron y lo subieron en volandas a bordo. Entonces, para su sorpresa, lo arrojaron hacia delante y lo obligaron a ponerse de rodillas.
—Quietos, dejad que… —trató de levantarse pero volvieron a empujarlo contra el suelo, esta vez con más fuerza. Al mirar a su alrededor, se encontró rodeado de marineros armados.
Seregil cayó a su lado, y cuando trató de incorporarse alguien le dio una patada. Alec alargó el brazo hacia la espada pero su amigo lo detuvo con una mirada acerada.
—¡Venimos en nombre de la princesa Klia y de la Reina! —anunció mientras mantenía sus manos bien lejos de las armas.
—Seguro —gruñó alguien.
La multitud se abrió para dejar paso a una mujer morena que llevaba el chaleco de un comandante naval de Eskalia.
—Os habéis alejado bastante de la costa con esa cáscara de nuez —dijo sin sonreír.
—La princesa Klia nos envía para interceptar a su hermano —respondió Seregil, claramente desconcertado por aquel recibimiento hostil.
La comandante cruzó los brazos y no se movió.
—Oh, ¿de veras? ¿Y dónde habéis aprendido a hablar ese bonito eskaliano?
—En la corte de la Reina Idrilain, que Sakor la tenga en su gloria —contestó Seregil. Trató de levantarse y volvió a ser empujado—. ¡Escuchadme! No tenemos demasiado tiempo. Soy Lord Seregil í Korit y éste es Alec í Amasa de Ivywell. Somos ayudantes de la Princesa Klia. Han surgido problemas y debemos hablar con Korathan.
—¿Por qué iba a estar Lord Korathan en mi barco? —inquirió ella.
—Si no es en el vuestro, entonces estará en uno cercano —dijo Seregil y Alec quedó consternado al ver que su amigo titubeaba. Miró a su alrededor en busca de alguna salida y no encontró ninguna.
Seguían rodeados por la tripulación y había arqueros armados y preparados a lo largo de la borda, observándolos con evidente interés.
Aunque lograran liberarse, no había lugar al que correr.
—Veamos vuestras pruebas, entonces —demandó la mujer.
—¿Pruebas?
—Algún salvoconducto.
—Nuestro viaje era demasiado peligroso como para llevar algún documento escrito —contestó Seregil—. La situación en…
—Qué conveniente… —respondió ella con voz lenta y cansina, arrancando una fea risa a los demás—. Parece que hemos cogido un par de sucios espías faie, muchachos. ¿Tú qué dices, Methes?
El marinero rubio que se erguía a su lado examinó a Alec y Seregil con una mirada poco amistosa.
—Estos son peces pequeños, capitana. Será mejor destriparlos y arrojarlos por la borda a menos que puedan contarnos una historia mejor —sacó un cuchillo alargado del cinto e hizo un gesto a varios otros marineros, que inmovilizaron a Seregil y a Alec sujetándolos por los brazos. Luego agarró a Seregil del pelo y le echó la cabeza atrás para dejar el cuello al descubierto.
—¡Por el fuego del infierno, escuchadnos! —gruñó Seregil.
—Somos quienes decimos ser. Podemos demostrarlo —gritó Alec, que ahora se debatía por su vida.
—Nadie sabe de la llegada del Príncipe Korathan —les dijo la capitana—. Nadie podría estar al corriente de ella, salvo unos espías. ¿Qué estáis haciendo aquí, Aurënfaie? ¿Quién os ha enviado?
—¡Por la Luz, detened esto ahora mismo! —gritó un hombre desde el otro lado de la cubierta.
Un individuo de mediana edad ataviado con una deshilachada túnica de la Oréska se abrió camino a codazos entre la multitud. Su largo pelo estaba rielado de gris y tenía la cicatriz de una quemadura en la mejilla izquierda. Alec no recordaba su nombre, pero sí que lo había visto en la Oréska y en la corte.
—Ayuda, por fin —volvió a gruñir Seregil.
—¡Ya basta, necios! —gritó de nuevo el mago—. ¿Qué estáis haciendo?
—Son sólo un par de espías faie ——le espetó la capitana.
El mago miró fijamente a Seregil y Alec y entonces se volvió hacia ella.
—¡Este hombre es Lord Seregil í Korit, un amigo de la Familia Real y de la Casa Oréska! Y el joven, si no recuerdo mal, es Sir Alec, su protegido.
La capitana lanzó a Seregil una mirada dubitativa y luego ordenó a sus hombres que retrocedieran.
—Sí, esos son los nombres que dieron.
Seregil se levantó y se sacudió la ropa.
—Gracias, Eletheus. Me alivia encontrar una persona cuerda a bordo. ¿Qué hacen estos necios? ¿Degollar a todo Aurënfaie que cae en sus manos?
—Son órdenes de la Reina, me temo —contestó el mago—. Capitana Heria, desearía interrogar a estos hombres en mi camarote. Por favor, haced que nos bajen algo de comida y bebida. Se ve que lo han pasado mal últimamente.
El camarote del mago era una especie de leonera siniestra, pequeña y estrecha, pero éste no tardó en hacer que estuvieran cómodos. Limpió las atestadas literas e hizo llamar al drisiano de a bordo para que se ocupara de la pierna de Alec.
Hundido sobre un taburete, Seregil se permitió al fin relajarse un poco. Eletheus era un hombre decente y un antiguo amigo de Nysander.
—¿Qué otros magos acompañan al príncipe? —preguntó mientras aceptaba un vaso de vino con un gesto de agradecimiento y observaba cómo trabajaba el curandero.
—Sólo el hechicero de campo de Su Alteza, Wydonis.
—Ah, sí. Lo recuerdo. Manco. Un poco reservado en las fiestas. No tenía una gran opinión de los entretenimientos que ofrecía Nysander.
—No, pero respetaba sus habilidades. Después de que te marcharas se le entregó la torre de Nysander.
Seregil apretó la copa con fuerza, al mismo tiempo que trataba de contener el repentino nudo que se le había hecho en la garganta al pensar en aquellas habitaciones tan familiares ocupadas por cualquier otro. Al levantar la vista, se dio cuenta de que Alec lo estaba mirando por encima de los hombros del drisiano y sus ojos azules brillaban con comprensión.
—Me pregunto cómo lo ha conseguido —preguntó Seregil tratando de quitarle hierro al asunto.
—Ahora es el mago del vicerregente —dijo Eletheus.
Seregil apuró la copa y aceptó más vino. Estaba impaciente porque el drisiano terminara. Cuando el hombre hubo desaparecido, Seregil sacó la pulsera Akhendi.
—¿Puedes ocultar esto de la magia de ojos espías sin perturbar la magia que contiene?
—Alguien lo ha estado utilizando para encontrarnos y no queremos que vuelva a hacerlo y menos aquí —añadió Alec—. Nysander solía guardar las cosas en frascos en casos así.
—Naturalmente. —Eletheus revolvió el contenido de un pequeño baúl y sacó una pequeña botella de arcilla con un tapón de corcho.
Después de colocar la pulsera en su interior, volvió a ponerle la tapa, la ató con un pedazo de cordel y conjuró un hechizo sobre ella. Una luz azulada titiló a su alrededor por un instante. Cuando ésta hubo desaparecido, el mago le tendió el frasco a Seregil.
—No muy elegante, quizá, pero debería de manteneros ocultos hasta que volváis a abrirla. Y ahora, ¿qué estáis haciendo aquí?
—Klia nos envía —respondió Seregil, de nuevo cauteloso—. ¿Qué era toda esa palabrería sobre espías?
Eletheus sacudió la cabeza.
—Phoria ha estado muy atareada en ausencia de su hermana. Incluso antes de la muerte de la reina, estaba usando la inactividad de la Ila’sidra para atizar los malos sentimientos contra Aurëren. Sin duda se estaba preparando para tomar lo que necesita por la fuerza. De ahí la presencia de Korathan en este lugar y este momento. La presión de Plenimar sobre nuestra frontera oriental es cada vez más fuerte y ella se está agarrando a un clavo ardiendo.
Seregil sacudió la cabeza.
—Puedo comprender su impaciencia, pero empezar una segunda guerra contra un enemigo que puede combatirte durante siglos y con magia… ¡es una locura! ¿Dónde están los antiguos consejeros de su madre? Sin duda ellos habrán tratado de disuadirla.
—Phoria ya sólo escucha a sus generales y aduladores. Incluso los magos de la Oréska pueden enfrentarse ahora mismo a acusaciones de traición si no son cuidadosos. Lady Magyana ya ha sido expulsada de la corte.
—¿Magyana? ¿Por qué? —Seregil fingió sorpresa con su habitual facilidad.
Eletheus lo estudió durante un momento.
—Fue ella la que os avisó, ¿verdad?
Desazonado, Seregil no dijo nada.
—Está bien —el mago se encogió de hombros y sonrió—. Aquellos de nosotros que vigilamos, guardaremos los secretos que deban ser guardados.
Alec lanzó a Seregil una mirada sorprendida detrás de la espalda del mago y, acto seguido, hizo con la mano el signo de «Centinela».
Seregil observó al mago, tratando de evaluar su expresión y entonces dijo, con ligereza:
—¿Por qué lo jurarías?
—Por mi corazón, mis manos y mis ojos.
Seregil se vio invadido por el alivio.
—¿Tú? Lo ignoraba.
—En tu caso, yo lo sospechaba —replicó el mago con una sonrisa irónica—. Siempre hubo rumores, dada tu íntima asociación con Nysander. Pero debo decir que te has ocultado bien durante todos estos años; se te ha echado mucho de menos en las mesas de juego y las casas de placer desde que desapareciste la última vez. La mitad de Rhíminee te cree muerto.
—Y ha faltado muy poco para que tuvieran razón. Y ahora, ¿dónde está Korathan? El mensaje que llevamos es sólo para sus oídos.
—No debería de tardar demasiado en reunirse con nosotros —le dijo el mago mientras conjuraba una pequeña esfera de mensajes—. Mi señor Korathan —dijo, hablando al pequeño punto de luz—. Hay mensajeros de vuestra hermana a bordo y traen noticias de la máxima urgencia.
—Ya está —dijo, mientras enviaba la esfera y se levantaba para marcharse—. Ahora descansad, amigos míos, y no os preocupéis por el príncipe. No es un mal hombre siempre que uno sea directo con él.
Seregil soltó una risilla.
—Lo conocí cuando era joven. No reía demasiado pero siempre estaba dispuesto a hacer un préstamo.
Eletheus sacudió la cabeza.
—La suerte de los ladrones.
—Y la de los magos, amigo —contestó Seregil.
—Las cosas están mejorando —comentó Seregil cuando el mago los hubo abandonado—. Si logramos llevar a Korathan hasta Sarikali, yo iré con él. Dadas las circunstancias, es la estratagema más segura que se me ocurre.
—Espera un segundo —dijo Alec, frunciendo el ceño—. No pretenderás regresar allí, ¿verdad?
—Tengo que hacerlo, Alec.
—¿Pero cómo? Has infringido cada una de las condiciones que se establecieron para tu regreso… abandonaste la ciudad, llevaste armas, por no mencionar que mataste a un hombre durante la emboscada.
—También tú, si no recuerdo mal.
—Sí, pero no es contra mí contra quien declararon el teth’sag Nazien í Hari y la Ila’sidra al completo.
Seregil se encogió de hombros.
—No hay otra manera.
—¡Y una mierda de caballo, claro que la hay! Yo sólo soy un estúpido eskaliano. No serán tan duros conmigo.
—No, y tampoco te escucharán. —Seregil acercó el banco a Alec y tomó una de sus manos—. Ya no es sólo por explicar los envenenamientos o la inesperada aparición de Korathan. Ya no.
—Entonces, ¿por qué?
—Por honor, Alec. Desafié el teth’sag y abandoné Sarikali porque las circunstancias lo requerían. Si logramos convencer a Korathan de que haga las cosas a nuestra manera, de que actúe como si hubiera venido a instancias de Klia, entonces nuestro viaje habrá valido el riesgo. Pero tengo que acabar este trabajo de la manera correcta. Tenemos que limpiar el nombre de Emiel y de los Víresse. Tenemos que descubrir qué Akhendi estaban involucrados y por qué. Podríamos incluso conseguirle a Phoria lo que necesita, lo quiera ella o no.
—¿Y demostrarles a todos que no eres el Exiliado que escapó corriendo? —preguntó Alec.
—Sí, porque eso es lo único que seré para siempre a los ojos de mis compatriotas a menos que regrese y haga las cosas bien.
—Pero esta vez podrían condenarte a muerte.
Seregil esbozó una sonrisa ladeada.
—Si lo hacen, necesitaré tu ayuda para llevar a cabo otra fuga deslumbrante. Pero de esta manera la elección es mía y, por una vez, elijo el honor. Necesito que lo comprendas, talí ——se detuvo mientras pensaba en todos los extraños sueños y las visiones que había recibido desde su regreso —. Es algo que el rhui’auros ha tratado de decirme desde que llegué.
—¿Honor, atui?
—Atui —admitió Seregil—. Actuar como un verdadero Aurënfaie, sean cuales sean las consecuencias.
—Has tardado mucho tiempo en volver a preocuparte por eso.
—Siempre me preocupé —dijo Seregil con voz suave.
—Muy bien. Entonces regresamos. ¿Cómo?
—Nos rendiremos en Gedre y dejaremos que nos lleven hasta allí.
—¿Y si Riagil está compinchado con los Akhendi después de todo?
—Lo descubriremos muy pronto.
Alec bajó la mirada hacia sus manos enlazadas y pasó el pulgar por encima de los nudillos de Seregil.
—¿De verdad crees que funcionará?
Por un momento, Seregil casi pudo sentir el calor opresivo de la dhima y escuchar el tintineo del cristal contra el cristal.
—Oh, sí. Tengo un don para esta clase de cosas.