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KORATHAN

Cuatro navíos de guerra aparecieron desde el nordeste al llegar la puesta de sol, siluetas oscuras contra un cielo que se sumía ya en sombras. Mientras observaba cómo se acercaban, Alec pudo distinguir el estandarte de la Casa Real de Eskalia, ondeando en el mástil del primero. El navío se colocó al lado del suyo y la marinería tendió cabos de abordaje con pesos para unirlos.

—Hace mucho que no hago esto —dijo Seregil mientras se sostenía en precario equilibrio sobre la barandilla para sujetar la cuerda.

—Yo nunca lo he hecho —murmuró Alec, obligándose a no bajar la mirada hacia el estrecho canal azotado por el oleaje que mediaba entre ambos barcos. Detrás de Seregil, sujetó la cuerda, enrolló el extremo suelto alrededor de la rodilla de su pierna sana y saltó con bravura, dejando que el movimiento del otro barco lo balanceara hasta la otra cubierta; incluso logró aterrizar de pie al llegar allí.

Alec sólo había visto al Príncipe Korathan a distancia unas pocas veces, pero el hombre resultaba inconfundible. Era de rasgos sencillos y piel clara como su madre y su hermana, y tenía los mismos ojos agudos e inteligentes que ellas. Su casaca negra y sus pantalones ajustados eran de corte militar, pero llevaba la pesada cadena de oro del vicerregente sobre el pecho.

Un mago lo acompañaba. Era un hombre calvo y corpulento, completamente vulgar salvo por la manga recogida con alfileres de su vistosa y elegante túnica verde.

—¿Wydonis? —preguntó Alec.

Seregil asintió.

—¿Seregil? Por la Llama de Sakor, hombre, ¿qué estás haciendo aquí? —inquirió el príncipe. No parecía demasiado complacido por verlo.

Quizá Seregil había sobreestimado el cariño que albergaba el hombre por sus recuerdos de juventud, después de todo, pensó Alec con incomodidad.

Seregil logró hacer una reverencia medianamente elegante a pesar de sus magulladuras y sus ropas mugrientas.

—Hemos pasado por considerables penurias para dar con vos, mi señor. Las noticias que os traemos debéis escucharlas en privado.

Korathan los examinó a ambos con una mirada desapacible y entonces les indicó con un gesto seco que lo siguieran.

—¿Quién es este? —preguntó en cuanto entraron en su camarote, sacudiendo el pulgar en dirección a Alec.

—Alec de Ivywell. Un amigo, mi señor —le dijo Seregil.

—Ah, sí. —Korathan miró a Alec una segunda vez—. Creía que era rubio.

Los labios de Seregil temblaron de forma casi imperceptible.

—Normalmente lo es, mi señor.

El camarote era tan austero como el hombre que lo ocupaba.

Korathan se sentó frente a una pequeña mesa e indicó a Seregil que tomara asiento en la única otra silla de la habitación. Alec se acomodó sobre la tapa de un cofre.

—Muy bien, suéltalo —dijo Korathan.

—Sé por qué estáis aquí —respondió Seregil, no menos seco—. Creía que erais un jugador más inteligente. Este es el acto de un necio.

El príncipe entornó sus pálidos ojos.

—No sobrevalores nuestra pasada asociación.

—Es por el bien de esa asociación y por el amor que siento hacia vuestra familia que me encuentro aquí —contestó Seregil—. Este plan para capturar Gedre sólo puede acabar en un desastre. Y no sólo para Klia y el resto de los que están atrapados con ella. También para Eskalia. ¡Es una locura! Sin duda os dais cuenta de ello.

Para sorpresa de Alec, Korathan pareció considerar las duras palabras de Seregil.

—¿Cómo es que estás al corriente de mi misión?

—Vuestra hermana no es la única con espías en otros campos —replicó Seregil.

—La vieja Magyana, ¿verdad?

Seregil no dijo nada.

Los dedos de Korathan tamborilearon sobre la mesa.

—Muy bien, ya nos ocuparemos más delante de eso. Phoria tiene el apoyo de los generales en esta aventura. Como vicerregente, estoy obligado a obedecer.

—Evidentemente, los generales no saben de lo que son capaces los Aurënfaie si se sienten atacados o insultados —replicó Seregil, ahora serio por completo—. Confiaron en vuestra madre y muchos de ellos confían en Klia. Vuestra medio-hermana es una diplomática de talento. Ya había logrado atraer a nuestro campo a varios de los clanes que se nos oponían antes de que llegasen las noticias de la muerte de Idrilain. Pero Phoria es un caso diferente. Al cabo de varios días desde que llegara la noticia, los Víresse estaban difundiendo la historia de que había traicionado a su madre para colaborar con los leranos. Ulan í Sathil tiene los documentos que lo demuestran. ¿Lo sabíais?

El príncipe lo miró directamente a los ojos.

—Pareces saber muchas cosas que deberías ignorar. ¿Cómo es eso?

—¿Reconocéis esto? —Seregil alzó la mano y le mostró el anillo.

—¡De modo que lo tenías tú!

—Un regalo de vuestra madre, por ciertos servicios prestados. Tanto Alec como yo conocemos la historia al completo. El cómo es lo de menos ahora. Ulan í Sathil reveló el asunto bajo la peor de las luces a varios de los khirnari. Entre los Aurënfaie, un acto como ese demuestra una completa falta de honor. Incluso aquellos que estaban decididos a votar a nuestro favor lo están reconsiderando. Si lleváis adelante este poco meditado ataque, los siguientes eskalianos con los que se avendrán a tratar os llamarán ancestro.

—Es un suicidio, mi señor —añadió Alec, cansado de que lo ignoraran—. Conseguiréis que nos maten a todos y no lograréis nada.

Korathan se volvió hacia él con una mirada molesta en el rostro.

—Tengo órdenes…

—¡Malditas sean las órdenes! —dijo Seregil—. Sin duda la habéis aconsejado en contra de este acto.

—Ella es la Reina ahora, Seregil. —Korathan bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas. Frunció el ceño—. Ya conoces a Phoria; eres su aliado o su enemigo. Uno no puede ser neutral. Y eso es válido en mi caso tanto como en otro cualquiera.

—No lo dudo, pero creo que podemos ofreceros una alternativa que satisfaría el honor de todos los bandos —le dijo Seregil.

—¿Y es?

—Interpretad el papel de agraviado y poned al honor de vuestro lado. ¿Sabe Phoria que Klia y Torsin fueron envenenados en Sarikali?

—¡No, por la Llama! ¿Están muertos?

—Él sí. Klia se debatía entre la vida y la muerte cuando nos marchamos de allí, hace tres noches. Podéis utilizarlo, Korathan. Cuando nos marchamos, nadie en Aurëren parecía saber que veníais. Si lo han descubierto desde entonces, podemos decir que vuestros motivos no son los que ellos creen. Apareced mañana en Gedre con todas las banderas desplegadas y enviad mensajes anunciando que venís a reclamar justicia contra los asesinos. Enarbolad la bandera del honor agraviado y reclamad que se os reciba en Sarikali.

—¿Quiénes son esos asesinos? —preguntó Korathan—. Sin duda la Ila’sidra no habrá tratado tal asunto con ligereza.

—No, mi señor, no lo ha hecho.

Con la ayuda de Alec, Seregil le explicó los acontecimientos de los pasados días. Le mostraron el sen’gai Akhendi que habían encontrado y la botella que contenía la pulsera de la princesa. Cuando por fin hubieron terminado su relato, Korathan estaba mirando a Seregil fijamente de nuevo.

—De modo que no eres el petimetre que pretendes ser. Ahora me pregunto si alguna vez lo has sido.

Seregil tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Todo cuanto he hecho, mi señor, lo he hecho por el bien de Eskalia… aunque son muy pocos los que pueden dar testimonio de mi lealtad y muchos menos a los que podéis entregar vuestra confianza. Vuestra madre estaba al corriente de algunos de mis esfuerzos en su favor, como atestigua este anillo. Y también Nysander. Si hay un decidor de verdad entre vuestros magos, Alec y yo no someteremos gustosos a sus pruebas.

—Una pretensión valerosa, Lord Seregil, pero siempre has sido un jugador arriesgado —dijo Korathan con una sonrisa astuta. Alzando la voz, llamó—. ¿Qué dices a eso, Doriska?

Una puerta lateral se abrió y entró una mujer ataviada con una túnica de la Oréska.

—Dicen la verdad, mi señor.

Korathan los miró con una ceja enarcada.

—Lo cual es una suerte para vosotros. Os habéis acercado peligrosamente a una acusación de traición sólo con venir aquí.

—Nada nos preocupaba menos, mi señor. Vuestra madre me envió aquí como consejero en asuntos Aurënfaie. Dejadme que lo sea también para vos. En esta tierra el honor y la familia lo son todo. Estáis en vuestro derecho de desembarcar y exigir el regreso de Klia. Si jugamos bien nuestra mano, incluso podríamos salvar algo de su misión. Pero os lo advierto: no conseguiréis nada por la fuerza. Si alguien llega a sospechar siquiera que habéis venido con un ejército, para atacar, vuestros barcos estarán ardiendo antes de que veáis la costa. De modo que ya veis, puede que también estemos salvando vuestra vida.

—Entonces pretendes negociar en mi favor, ¿no es así?

—En Gedre, al menos. Creo que Riagil es un hombre en quien se puede confiar. Podría conseguir que se os conceda la entrada en Sarikali, pero no tiene el poder que necesitáis para tratar con la Ila’sidra y nadie me escuchará a mí después de lo que he hecho. Necesitaréis a Adzriel para eso.

—¡Soy perfectamente capaz de hablar por mí mismo! —gruñó Korathan—. Soy el vicerregente de Eskalia y pariente de sangre de la mujer a la que han tratado de asesinar.

—Si no reivindicáis vuestro parentesco con los Bókthersa, nada de eso importará —le dijo Seregil—. El lazo de la sangre es vuestra baza, mi señor, así como la de Klia. Dejad que Adzriel os ayude a utilizarla en vuestro favor. Por supuesto, es posible que ni siquiera os permitan entrar. Pero ocurra lo que ocurra, Alec y yo tendremos que llegar a Sarikali y presentar las pruebas que hemos encontrado contra los Akhendi.

—¿Te escucharán a ti pero no a mí? —preguntó Korathan—. ¿Es ésta otra de tus apuestas arriesgadas?

—Sí, mi señor, lo es —intervino Alec—. Puede que se enfrente a una sentencia de muerte si regresa. Si todavía albergáis alguna duda sobre nuestra lealtad…

Seregil lo cortó en seco con una mirada de advertencia.

—Creo que las identidades de aquellos a quienes acusan y a quienes exculpan las pruebas que tenemos serán muestra más que suficiente de nuestra buena fe, mi señor.

Korathan lanzó a Alec otra de sus miradas despectivas que expresaban bien a las claras que lo consideraba poco más que un sirviente. Y uno que haría bien en contener su lengua.

—Conozco las condiciones de tu regreso, Seregil, y lo que significa haberlas desafiado. Me asombra un sacrificio como éste por una tierra que abandonaste hace dos años y por una reina en la que evidentemente no confías.

Seregil se inclinó.

—Con todo el respeto, mi señor, pero esto lo hacemos por Klia y por nosotros mismos. Y si Alec y yo hubiéramos abandonado Eskalia, como acabáis de decir, jamás hubiéramos aceptado esta misión. Lo digo para que nos entendamos.

—Lo hacemos —replicó Korathan con una sonrisa tirante que levantó una onda de incomodidad por toda la espalda de Alec—. Tu declaración de lealtad es muy apreciada.

—No confío en él —susurró Alec cuando volvieron a estar a salvo en la cubierta y lejos de los oídos del príncipe—. Y tú no has sido de mucha ayuda. ¡Prácticamente has insultado a la reina delante de él!

—Esa decidora de verdad seguía acechando detrás de la puerta. Además, dudo que le haya dicho algo que él no hubiera pensado ya. Sabe que intentar un ataque era una necedad; le he mostrado una manera de salir victorioso de este atolladero.

—Si es que podemos regresar a la ciudad —musitó Alec mientras enumeraba sus dudas con los dedos—. Si los Gedre o los Akhendi no te ejecutan en nombre de los Haman antes de que lleguemos allí. Si la Ila’sidra nos cree. Y si estamos en lo cierto sobre los Akhendi.

Seregil pasó un brazo alrededor de los hombros del muchacho.

—De una en una, talí. Hemos llegado hasta aquí, ¿no es cierto?