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OTRO ENTRETENIMIENTO NOCTURNO
El sueño fue menos coherente esta vez, pero también más vivido.
La habitación que ardía seguía siendo su antiguo dormitorio de Bókthersa, pero ahora las cabezas de Thrys y los demás lo miraban con rencor desde la repisa. Esta vez no tuvo tiempo de elegir qué cosas salvaría y cuáles abandonaría a las llamas. El fuego se abalanzó sobre los colgantes de la cama, sobre las sábanas, subió por sus piernas, pero su toque era mortalmente helado.
El humo que se filtraba entre las tablas del suelo espesó la franja de luz de sol que penetraba en el pequeño aposento y su brillante resplandor lo cegó. Su garganta estaba llena, sus manos eran impotentes.
Al otro lado de la habitación, apenas visible a través del humo, una figura delgada se le aproximaba.
—¡No! —pensó—. Aquí no. Aquí nunca.
La presencia de Ilar no tenía más sentido que la de las esferas de cristal que aferraba desesperadamente con ambas manos. Las llamas se apartaron mientras Ilar se acercaba, con aquella sonrisa cálida, de bienvenida.
Tan hermoso. Tan grácil.
Seregil había olvidado cómo se movía, con la ligereza y facilidad de un lince. Estaba casi al alcance de la mano.
Sintió que las frías llamas lo devoraban y que el suave cristal se deslizaba entre sus dedos.
Ilar extendió una mano hacia él. No, le estaba ofreciendo algo, una espada ensangrentada.
—¡No! —gritó Seregil al tiempo que sujetaba desesperadamente los orbes de cristal—. ¡No, no la quiero!
Seregil despertó bruscamente, empapado de sudor. Para su sorpresa, Alec seguía durmiendo a su lado. ¿No había estado gritando?
¿Gritar?, pensó, repentinamente alarmado. Ni siquiera lograba recuperar el aliento. El humo frío del sueño todavía llenaba sus pulmones, convirtiendo incluso al débil peso del brazo sobre su pecho en una carga sofocante. Estaba ahogándose.
Salió de la cama tan deprisa como su creciente pánico le permitió, irracionalmente preocupado por la posibilidad de despertar a Alec.
Recogió la ropa tirada y se precipitó hacia el pasillo apenas iluminado.
Respirar le resultaba más fácil cuando estaba en movimiento. Pero cuando se detuvo para ponerse los pantalones, la sensación de ahogo volvió a apoderarse de él. Se apresuró y se puso la guerrera —la de Alec, resultó ser— mientras se marchaba.
Ahora estaba prácticamente corriendo, más allá del segundo descansillo de la amplia escalera que conducía al salón.
¿Qué estoy haciendo?
Se detuvo y, como en respuesta, el aliento volvió a espesarse en su garganta. De modo que volvió a correr tambaleándose y rezando por no encontrarse con nadie en aquel estado.
El instinto lo condujo escaleras abajo hasta un pasillo lateral y a través de la cocina hasta el patio de los establos. La luna estaba baja y las sombras se alargaban. Un murmullo de voces y el tenue brillo de la hoguera junto a la puerta marcaban el lugar en el que se encontraban los centinelas, al otro lado de la entrada. Escalar el muro sin ser visto sería pan comido para el hombre antaño conocido como…
Haba.
… el Gato de Rhíminee.
El suave césped de las calles amortiguó el sonido de sus botas mientras saltaba desde lo alto de la muralla y se alejaba corriendo a grandes zancadas, haciendo ondear tras de sí los extremos de su suelta capa.
Durante un momento, la sensación de su corazón y su respiración y las largas piernas que lo llevaban lejos bastó para alejar todo pensamiento. Sin embargo, gradualmente, fue calmándose y su carrera asustada se tornó un paseo meditabundo.
El hecho de haber confundido El Gallito con el cuarto de su infancia… ¿era una especie de regreso al hogar?, se preguntó mientras empezaba a rememorar el sueño que había precipitado este inesperado paseo nocturno. Pero el resto… los orbes de cristal, el fuego, el humo, Ilar. Por mucho que intentara apresarlo, el sentido del sueño seguía eludiéndolo.
Pero las imágenes le hablaban de un pasado que lamentaba y aquí estaba, solo bajo las estrellas, como tantas veces había soñado durante los solitarios años pasados en Eskalia.
A solas con sus propios pensamientos.
La introspección nunca había sido uno de sus pasatiempos favoritos. De hecho, estaba bastante acostumbrado a esquivarla.
«Toma lo que te envíe el Portador de la Luz y da gracias». ¿Cuántas veces había citado éste, su credo, su piedra angular, su baluarte frente a la revelación personal?
El Portador de la Luz enviaba sueños… y locura. Su fina boca esbozó una sonrisa falsa, sin alegría: mejor no pensarlo demasiado.
No obstante, el sueño le había hecho salir a solas por vez primera desde que llegara a Sarikali. Tenía la piel de gallina y se embozó en la capa. Al hacerlo, advirtió de forma ausente que le estaba un poco grande de hombros.
Alec.
Seregil había estado con él o con los demás día y noche desde su llegada, lo que había hecho más fácil el llenar cada momento con el asunto que se traían entre manos… tantas preocupaciones, tanto que hacer. Resultaba tan fácil evitar los pensamientos que había estado fermentando desde que pusiera el pie en Gedre… demonios, desde que Beka le hablara de la misión.
Exilio.
Traidor.
A solas en el silencio embrujado de la noche de Sarikali, sus defensas fueron derribadas.
Asesino.
Asesino de un hermano.
Con una claridad alucinatoria, sintió la dureza del pomo de aquella daga, perdida tanto tiempo atrás, que aferraba con la mano derecha, volvió a sentir como si fuera la primera vez la sacudida mientras la hoja se hundía en el pecho del enfurecido Haman…
Lo conocías. Tenía un nombre. Ahora la voz de su padre, empapada de repugnancia.
Dhymir í Tilmani Nazien.
Asesino de un hermano.
… en el pecho de Dhymir í Tilmani Nazien durante todas aquellas noches y años y muertes. Había una simplicidad obscena en aquella sensación. ¿Cómo es que hacía falta menos esfuerzo, menos vigor, para atravesar a alguien con un golpe letal que para grabar la marca de uno en la mesa de una taberna?
Con aquel pensamiento vino la misma pregunta imposible de responder: ¿qué le había hecho desenvainar un arma contra otro hombre cuando con la misma facilidad podría haber escapado corriendo? Con un solo golpe había tomado una vida y había cambiado el curso de la suya. Un solo golpe.
Habían pasado casi nueve años antes de que volviera a matar, esta vez para protegerse a sí mismo y al ladrón micenio que le había enseñado los primeros rudimentos del oficio en los siniestros tugurios y las asquerosas calles de Keston. Ninguna duda había acompañado a aquel asesinato. Su maestro se había mostrado complacido, había dicho que podría hacer un gran matarife de él, pero incluso bajo su cuestionable tutela, nunca había matado sin verse obligado a ello.
Más tarde, cuando había matado a un torpe salteador de caminos para proteger al joven compañero al que acababa de conocer, llamado Micum Cavish, su nuevo amigo había asumido que aquella era la primera vez de Seregil y le había hecho lamer un poco de la sangre que goteaba de la hoja, una vieja costumbre de soldado.
—Bebe la sangre de tu primera muerte y ni su fantasma ni ningún otro podrán atormentarte —le había prometido Micum, tan serio, tan bienintencionado. Seregil nunca había podido confesarle que ya era demasiado tarde o que sólo una muerte lo había atormentado alguna vez, una que era más amarga que todas las demás juntas.
Un destello de luz delante de él mientras doblaba una esquina interrumpió sus pensamientos. Había estado vagando sin preocuparse por la dirección, o al menos eso había creído. Una sonrisa sombría se asomó a las comisuras de sus labios cuando se percató de que su vagabundeo lo había conducido hasta el interior de la tupa de los Haman.
La luz provenía de un gran brasero y bajo su titilante brillo pudo ver a los hombres que se habían reunido a su alrededor. Eran jóvenes y estaban bebiendo. Incluso a aquella distancia, reconoció a algunos de los que había visto en la cámara del concilio, incluyendo varios parientes de Nazien.
Si se marchaba ahora, nunca sabrían que había estado allí.
Pero no se volvió o siquiera frenó su paso.
Toma lo que el Portador de la Luz te envía…
Con un perverso estremecimiento de excitación, alzó los hombros, se echó el pelo hacia atrás y pasó junto a ellos, lo suficientemente cerca para que la luz del fuego iluminara la mitad de su cara. No dijo nada, no los saludó ni los provocó, pero no pudo evitar una pequeña y vertiginosa sonrisa mientras media docena de pares de ojos se abrían y lo seguían con reconocimiento y odio inmediatos. La sensación de opresión regresó al pecho de Seregil mientras sentía el fuego de sus miradas entre sus omóplatos.
El inevitable ataque fue rápido pero extrañamente silencioso. Se produjo el esperado tropel de pasos y al instante muchas manos lo sujetaron desde la oscuridad. Lo arrojaron contra una pared y luego lo tiraron al suelo. Seregil alzó los brazos de forma instintiva para protegerse el rostro pero no hizo ningún otro movimiento para defenderse. Botas y puños volvieron a golpearlo desde todas direcciones, encontrando su vientre y su entrepierna y la magulladura todavía reciente de la flecha en su hombro. Lo alzaron en vilo, pasó de uno a otro de ellos, fue golpeado, escupido, arrojado al suelo y pateado un poco más. La oscuridad frente a sus ojos se iluminó momentáneamente en un estallido de chispas blancas cuando un pie le golpeó la parte trasera de su cabeza.
Pudo haber durado minutos u horas. El dolor era tosco, errático, exquisito.
Satisfactorio.
—¡Asesino! —siseaban mientras lo golpeaban—. ¡Exiliado! ¡No tienes nombre!
Era extraño lo dulces que sonaban tales epítetos cuando estaban aderezados con el seco acento de los Haman, pensó, mientras flotaba oníricamente hacia la inconsciencia. Les hubiera dado las gracias de haber podido tomar aire para hablar, pero ellos estaban decididos a impedirlo.
¿Dónde están vuestros cuchillos?
La paliza terminó tan abruptamente como había empezado, aunque él sabía sin necesidad de levantar la cabeza que seguían a su alrededor. Alguien murmuró una orden pero no pudo comprender las palabras sobre el tintineo de sus oídos.
Entonces un chorro de líquido caliente y maloliente lo golpeó en la cara. Otro cayó entre sus piernas extendidas y un tercero le mojó el pecho.
Ah, pensó, mientras pestañeaba para impedir que la orina le entrara en los ojos. Un toque exquisito.
Después de darle unas últimas patadas desdeñosas, lo abandonaron, no sin antes volcar el brasero como si pretendiesen negarle hasta el consuelo de su calor. Igualmente podrían haberlo vaciado sobre él.
Nobles Haman. Piadosos hermanos.
Una risotada sorda se alzó en su pecho como un alambre curvo y oxidado. Oh, reír resultaba doloroso —tenía algunas costillas rotas para recordar aquella noche—, pero una vez que empezó fue incapaz de parar. Los ahogados jadeos se convirtieron en una risilla muy poco digna y por fin devino en ruidosas carcajadas lanzadas con todas sus fuerzas que le provocaron un intenso dolor en la cabeza y los costados. El sonido probablemente volvería a atraer a los Haman, pero él ya era incapaz de preocuparse. Manchas rojizas bailaban delante de sus ojos y no podía quitarse de encima la extraña sensación de que, si no dejaba pronto de reírse, su rostro intacto se le caería de la cabeza como si fuera un máscara demasiado grande.
Eventualmente, su risa se trocó por hipo y bufidos y por fin menguó hasta convertirse en un lloriqueo. Se sentía asombrosamente ligero, purificado incluso, a pesar de que sentía en la seca boca un amargo regusto a orín. Se arrastró unos pocos metros hasta un lugar más seguro, se dejó caer sobre el césped húmedo de rocío y lamió la humedad de la hierba que había debajo de sus labios. Sólo encontró la suficiente para atormentarlo. Abandonó y se puso de pie con grandes dificultades.
—Eso está bien —musitó, a nadie en particular—. Ya es hora de marcharse a casa.
Algo se agitó dolorosamente en su pecho mientras volvía a pronunciar aquellas palabras.
—A casa.
Más adelante, Seregil no pudo recordar con claridad cómo había conseguido regresar a la casa de invitados, pero cuando recuperó la consciencia estaba acurrucado en una esquina de la sala de los baños y la luz del amanecer se derramaba suavemente a su alrededor a través de la ventana abierta. Respirar resultaba doloroso. Moverse resultaba doloroso. Abrir los ojos resultaba doloroso, así que los cerró.
Unos pasos apresurados corretearon a su alrededor.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—No lo sé —éste era Olmis, uno de los criados—. Lo encontré cuando vine a calentar el agua.
—¿Alguien lo vio?
—He preguntado a los guardias. Nadie oyó nada.
Seregil abrió penosamente un párpado y vio a Alec arrodillado a su lado. Parecía furioso.
—Seregil, ¿qué te ha pasado? —preguntó y entonces retrocedió arrugando la nariz, asqueado por el hedor que emanaba de las manchadas ropas de su amigo—. ¡Por las Tripas de Bilairy, apestas!
—Salí a dar un paseo —se produjo una erupción de fuego en su costado mientras hablaba, que convirtió sus palabras en jadeos.
—¿Quieres decir la pasada noche?
—Sí. Había tenido un… mal sueño —el fantasma de una carcajada se escapó antes de que pudiera detenerlo. Más dolor.
Alec lo miró fijamente un momento y entonces le indicó a Olmis con un gesto que le quitara la ropa sucia. Al abrir la guerrera, ambos dejaron escapar una exclamación sobresaltada. Seregil tenía una idea aproximada de cuál debía de ser su aspecto.
—¿Quién te ha hecho esto? —demandó Alec.
Seregil consideró la pregunta y suspiró.
—Me caí en la oscuridad.
—Por una letrina, a juzgar por cómo huele —musitó Olmis mientras le quitaba los pantalones.
Alec sabía que estaba mintiendo, naturalmente. Seregil podía asegurarlo por el duro rictus que se había pintado en la boca de su amante mientras ayudaba a Olmis a meterlo en un baño caliente y a limpiar en la medida de lo posible las huellas de la debacle de la pasada noche.
Probablemente trataron de ser cuidadosos, pero a Seregil le dolía demasiado como para apreciar sus esfuerzos. Ya no se sentía ligero.
El hechizo eufórico de la noche había terminado; este dolor resultaba sordo, nauseabundo y constante. Nada de destellos brillantes y nada de entusiasmo. Cerró los ojos y sufrió el baño, sufrió el que lo levantaran y lo envolvieran en una suave toalla. Se dejó deslizar hacia la inconsciencia, lejos de las terribles pulsaciones de su cabeza.
—Debería ir a buscar a Mydri —estaba diciendo Olmis, su voz casi apagada ya en los oídos de Seregil.
—No quiero que nadie más lo vea en este estado. Ni sus hermanas ni, especialmente, la princesa. Esto nunca ha ocurrido —replicó Alec.
Bien hecho talí, pensó Seregil. Y además, tampoco quiero tener que explicarlo porque no puedo.
Seregil despertó tendido en una suave cama. Pestañeó, confuso, tratando de descifrar los reflejos que proyectaba la luz del fuego sobre las gasas onduladas que pendían sobre su cabeza.
—Has dormido todo el día.
Moviendo tan sólo los ojos, Seregil vio a Alec junto a la cama, sentado en una silla con un libro en el regazo.
—¿Dónde…? —preguntó con un jadeo.
—Así que te caíste, ¿eh?
Alec cerró el libro con fuerza y se inclinó hacia delante para llevar una copa de agua a los labios de Seregil y luego una segunda que contenía un brebaje lechoso y dulce. Seregil esperaba con todas sus fuerzas que fuese un remedio para el dolor o un veneno rápido. Tenía que levantar ligeramente la cabeza para beber y al hacerlo se tensaban alambres de dolor en su cuello y su garganta. Tragó tan rápidamente como pudo y se dejó caer de nuevo sobre la cama, rezando por no vomitar lo que acababa de tragar. Aquello supondría demasiado movimiento.
—Le he dicho a todo el mundo que anoche sufriste unas fiebres —esta vez no había duda: Alec estaba refrenando a duras penas su cólera.
Algo cobró sentido en los confusos pensamientos de Seregil.
—No había salido a espiar sin ti —le hubiera gustado contar con parte de la histeria de la pasada noche para animarlo, pero ya se había ido, dejándolo triste y deprimido.
—¿Entonces qué? —preguntó Alec con voz exigente—. ¿Quién te ha hecho esto y por qué?
Seregil bajó la mirada y vio que sus costillas habían sido vendadas por una mano experta. Las vendas estaban sólo lo suficientemente tensas para aliviar el dolor y ayudar a los huesos rotos a soldarse. El resto de su cuerpo desnudo estaba cubierto por una colección verdaderamente impresionante de moratones de tamaños y formas diversos. El acre aroma de los orines había sido reemplazado por el olor empalagoso de algún ungüento de hierbas. Podía ver su brillo oleoso sobre su piel.
—Nyal te vendó —le informó Alec mientras reemplazaba la ropa de cama con manos bastante más amables que su tono—. Esperé hasta que los otros hubieron salido y entonces fui a buscarlo. Nadie más lo sabe, salvo Olmis. Les dije a los dos que guardaran el secreto. Y ahora dime, ¿quién te ha hecho esto?
—No lo sé. Estaba oscuro. —Seregil cerró los ojos; realmente no era una mentira tan grande; sólo conocía el nombre de uno de ellos, el sobrino del khirnari, Emiel í Moranthi, y Kheeta le había insinuado que Alec y él se habían enfrentado, aunque se había negado a explayarse.
Si es venganza lo que buscas, talí, no te molestes. La balanza está todavía muy inclinada a favor de los Haman.
Una vez que sus ojos estuvieron cerrados, le resultó difícil volver a abrirlos. Evidentemente, el líquido lechoso era un remedio contra el dolor y dio la bienvenida al alivio que le proporcionaba.
Después de un momento, escuchó suspirar a Alec.
—La próxima vez que sientas la necesidad de salir para «caerte», me lo dices, ¿entendido?
—Lo intentaré —susurró Seregil, sorprendido por el repentino hormigueo de lágrimas que sentía detrás de los párpados.
Unos labios cálidos acariciaron su frente.
—Y la próxima vez, lleva tu propia ropa.
Por insistencia de Alec, las «fiebres» de Seregil duraron todo el día siguiente.
—Yo me encargaré de vigilar a Torsin y a los Víresse —le dijo, poco después de prohibirle que se levantara de la cama—. Si ocurre algo verdaderamente interesante, te contaré hasta el último detalle.
La verdad era que Seregil no estaba en condiciones de discutir. Una visita a las letrinas había sido un ejercicio de dolor en más sentidos de los que quería pensar, aunque había logrado valerse por sí mismo. Estaba orinando sangre y tenía que dar gracias a los dioses que todavía lo escuchasen porque Alec no estuviese tan pendiente de él como para comprobarlo. Tendría que hablar con el criado que limpiaba el lugar y decirle que mantuviera la boca cerrada. Demonios, le pagaría si tenía que hacerlo. Había sobrevivido a cosas peores y no había razón para preocupar a Alec más de lo que ya estaba.
Después de quedarse a solas, Seregil dormitó algún rato, sólo para despertar empapado en sudor y aterrorizado mientras Ilar se inclinaba sobre él. Trató de apartarse y fue detenido por un muro sólido de dolor.
Cayó hacia atrás con un gemido estrangulado y se encontró frente a Nyal. A juzgar por la expresión del rostro del Ra’basi, su mirada al despertarse no había sido precisamente de bienvenida.
—Venía a comprobar tus vendajes.
—Pensé que eras… otra persona —gimió Seregil mientras trataba de contener las náuseas que se acumulaban en el fondo de su garganta.
—Estás a salvo, amigo mío —le aseguró Nyal, sin comprender—. Toma, bebe un poco más de esto.
Seregil dio gustosamente un sorbito del brebaje lechoso.
—¿Qué es?
—Semilla de amapola, cariana machacada, camomila y hoja de cilantro hervidas en leche de cabra y miel. Debería aliviar tus dolores.
—Lo hace. Gracias.
Seregil podía sentir ya sus efectos, limando el filo de su agonía.
Miró al techo mientras el Ra’basi comprobaba cuidadosamente los vendajes de su pecho y se preguntó qué demonios había estado haciendo, poniéndose al alcance de los Haman de aquella manera. Se mortificaba al pensar lo que se diría de su ausencia en el cámara de la Ila’sidra. Sus atacantes no serían tan necios como para jactarse de haber recurrido a la violencia en suelo sagrado, pero los rumores podían estar ya discurriendo a lo largo de la intrincada red de chismorreos que existía por debajo de cualquier reunión importante.
Aparte de lo cual, había abandonado virtualmente sus responsabilidades y había dejado la carga sobre los hombros de Alec.
—Qué locura —siseó.
—Cierto. Alec sigue muy enfadado contigo y tiene buenas razones para ello. Nunca te hubiera tomado por un estúpido.
Seregil logró soltar una risilla débil.
—Eso es que todavía no me conocías lo suficiente.
Nyal lo miró con el ceño fruncido. Repentinamente no parecía albergar la menor simpatía hacia él.
—Si ese pequeño encuentro nocturno hubiera tenido lugar un solo paso más allá de los lindes de Sarikali, tu talimenios podría estar de luto en este preciso momento.
Avergonzado, Seregil apartó la mirada.
—¿Qué? ¿Eso no te hace gracia? Bien. —Nyal sacó una humeante esponja de algún lugar situado por debajo de la línea de visión de Seregil y empezó a lavarlo.
—No sabía que fueras curandero —dijo Seregil cuando se atrevió a hablar de nuevo.
—La verdad es que no lo soy, pero cuando uno viaja aprende toda clase de cosas.
Seregil estudió el perfil del otro.
—Es cierto, ¿verdad?
Nyal apartó la mirada un momento de su tarea.
—Eso casi ha parecido amistoso, Bókthersa.
—Te meterás en problemas si me llamas eso.
Nyal hizo un ademán despreocupado con la esponja.
—¿Quién va a oírlo aquí?
Seregil recibió la broma con una sonrisa.
—Eres un bastardo entrometido y un oriental. Por no mencionar el hecho de que también eres el amante de una joven que es lo más parecido a una hija que jamás tendré. La combinación me pone nervioso.
—Ya me he percatado. —Nyal volvió cuidadosamente a Seregil para aplicar el ungüento de hierbas sobre su espalda—. Y un espía, ¿no es así?
—Quizá, o puede que sólo el equilibrio para mi presencia.
Nyal volvió a tenderlo despacio boca arriba y Seregil lo miró a los ojos. Unos ojos increíbles, verdaderamente, claros y aparentemente candidos. Era raro que no hubiese reparado en ellos hasta ahora. No era de extrañar que Beka…
Estaba divagando, se dio cuenta de ello de inmediato.
—¿Entonces lo eres?
—¿Un factor de equilibrio?
—Un espía.
Nyal se encogió de hombros.
—Respondo ante mi khirnari, como todos. Lo que le he contado es que lo que tu princesa dice en privado no es diferente a lo que dice frente a la Ila’sidra.
—¿Y qué hay de Amali a Yassara? —por los Dedos de Illior, ¿había dicho aquello en voz alta? La poción de Nyal debía de tener más efectos de los que había pensado.
El Ra’basi se limitó a sonreír.
—Eres un hombre observador. Amali y yo fuimos amantes una vez, pero ella decidió aceptar la mano de Rhaish í Arlisandin. A pesar de lo cual, sigo preocupándome por ella y hablándole cuando puedo hacerlo sin peligro.
—¿Sin peligro?
—Rhaish í Arlisandin ama mucho a su esposa; seria impropio de mí convertirme en causa de discordia entre ellos.
—Ah, ya veo. —Seregil se hubiera dado unos golpecitos cómplices sobre la nariz si hubiera podido levantar el brazo hasta allí.
—No existe nada deshonroso entre Amali y yo, te doy mi palabra de honor. Ahora ven, debes levantarte y caminar un poco antes de que tus músculos se atrofien un poco más. Supongo que te dolerá.
Salir de la cama resultó lo peor de todo. Con la ayuda de Nyal y una considerable colección de imprecaciones, Seregil logró embutirse en una túnica suelta y arrastrarse penosamente a lo largo de la habitación varias veces. En una de aquellas vueltas se vio a sí mismo en el espejo y se encogió: los ojos demasiado grandes, la piel demasiado pálida, la expresión demasiado impotente para tratarse del famoso Gato de Rhíminee. No, aquel era el exiliado aterrorizado y cubierto de vergüenza que había regresado a su casa.
—Puedo caminar solo —gruñó y se apartó de Nyal. Pero enseguida descubrió que no podía, no para un paseo largo.
Nyal lo sujetó mientras se tambaleaba.
—Ya es suficiente por ahora. Vamos, te vendrá bien un poco de aire fresco.
Seregil se rindió en las manos capaces del hombre y no tardó en encontrarse instalado más o menos cómodamente en una soleada esquina del balcón. Nyal estaba cubriéndolo con una manta cuando llamaron a la puerta.
Nyal se dirigió hacia allí pero fue Mydri la que regresó. Seregil comprobó rápidamente el cuello de su túnica para asegurarse de que ninguna marca reveladora resultaba visible. Fue un esfuerzo fútil.
—Unas fiebres, ¿no? —dijo, mientras lo examinaba con mirada ceñuda—. ¿En qué estabas pensando, Seregil?
—¿Qué te ha contado Alec?
—No ha tenido que contarme nada. Se le veía en la cara. Deberías decirle a ese muchacho que no se molestase en mentir; carece de habilidad para ello.
La tiene cuando quiere, pensó Seregil.
—Si estás aquí para reñirme…
—¿Reñirte? —el arco de las dos cejas de Mydri se hizo más pronunciado, tal como le ocurría cuando estaba verdaderamente enfadada—. Ya no eres ningún niño, o al menos eso me habían dicho. ¿Tienes idea del efecto que tendría en las negociaciones si llegara a saberse que un miembro de la delegación de Klia ha sido atacado por los Haman? Nazien empieza a expresar admiración por la princesa…
—¿Quién ha dicho nada sobre los Haman?
La mano de su hermana se movió tan deprisa que tardó un segundo en darse cuenta de que lo había abofeteado, con la fuerza necesaria para hacer que los ojos le lloraran y los oídos le zumbaran.
Para entonces, ella se encontraba inclinada de nuevo sobre él y le daba dolorosos golpecitos sobre el pecho con el dedo.
—¡No compliques tu estupidez con una mentira, hermanito! ¿Acaso pensaste que un acto tan necio arreglaría las cosas? ¿Pensaste algo o te limitaste a actuar ciegamente como siempre has hecho? ¿Tan poco has cambiado?
Las palabras dolían mucho más que la bofetada. Probablemente no había cambiado casi nada, pero no era tan necio como para decirlo ahora.
—¿Alguien más lo sabe? —preguntó con voz apagada.
—¿Oficialmente? Nadie. ¿Quién se atrevería a ir por ahí jactándose de haber roto la paz de Aura? Pero se escuchan rumores. Mañana debes estar en la Ila’sidra. ¡Y será mejor que aparentes haber estado enfermo!
—No creo que eso sea un problema.
Por un momento, pensó que ella iba a golpearlo de nuevo. Pero después de dedicarle una última mirada enfadada, su hermana se marchó hecha una furia. Se agarró a los bordes de la silla para esperar al portazo, pero ella se contuvo. No quiere darle a los criados nada de lo que hablar.
Apoyó la cabeza sobre los cojines, cerró los ojos y se concentró en el sonido de los pájaros, la brisa y la gente que pasaba por la calle, debajo de él. Un momento más tarde, la caricia de unos dedos frescos contra su mejilla lo sobresaltó. Pensó que Nyal se había marchado tras aparecer su hermana, pero allí estaba de nuevo, estudiándolo con una preocupación a la que no daba la bienvenida.
—¿Allí en Eskalia está todo el mundo tan ansioso por golpearte? —preguntó el hombre mientras examinaba la nueva marca dejada por Mydri.
Aquella intrusión hubiera debido molestar a Seregil, pero de pronto se sentía demasiado cansado, demasiado enfermo.
—De vez en cuando —replicó, al tiempo que volvía a cerrar los ojos—. Pero normalmente se trata de extraños.