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LA MUERTE DE IDRILAIN

La medianoche había pasado hacía ya largo rato cuando Korathan llegó al campamento de Phoria. Había dejado a su escolta varios kilómetros atrás y había seguido su marcha a solas con la vana esperanza de asistir a las últimas palabras de su madre.

Los centinelas lo reconocieron y se apartaron del camino sin hacerle detenerse. Entró en el campamento como un torbellino y se detuvo frente a la tienda con el estandarte de su madre, desperdigando al hacerlo una multitud de sirvientes y oficiales que se habían reunido en la entrada.

Al entrar en la tienda, lo asaltó el espeso aroma de la muerte.

Aquella noche, sólo Phoria y un marchito drisiano atendían a la Reina. Su hermana le daba la espalda cuando entró, pero el rostro solemne del drisiano le reveló que su madre ya había muerto.

—Llegas tarde —le informó Phoria con brusquedad.

A juzgar por el aspecto de su uniforme, supuso que también a ella la habían llamado mientras se encontraba en el campo de batalla. Tenía las mejillas secas y el rostro compuesto, pero Korathan sintió en ella una terrible furia que sólo a duras penas lograba contener.

—Una emboscada retrasó a tu mensajero —replicó mientras arrojaba la capa a un lado. Se unió a ella junto a la estrecha cama de campaña y observó el cadáver que había sido su madre.

El drisiano había empezado ya a realizar los últimos preparativos para la pira. Bajo la amplia capa funeraria, Idrilain estaba vestida con su gastada armadura de campaña. Eso la hubiera complacido, pensó él, mientras se preguntaba si aquellos cuidados eran obra de Phoria o de los criados. La correa de su yelmo de guerra estaba apretada con fuerza para mantener cerrada la mandíbula y los ojos turbios habían sido abiertos a la fuerza para permitir la migración del alma. Su macilento rostro había recuperado una cierta dignidad en la muerte, pero vio rastros de sangre y saliva seca en las comisuras de sus labios pálidos.

—¿Ha tenido una mala muerte? —preguntó.

—Luchó con todas sus fuerzas hasta el final —replicó el drisiano, a punto de llorar.

—Que Astellus te lleve en sus brazos e Illior ilumine tu camino a casa, Madre —murmuró con voz ronca al tiempo que cubría las frías manos de su madre con las propias—. ¿Dijo algo antes de morir?

—No tenía demasiadas fuerzas para charlas —le dijo Phoria, mientras se volvía abruptamente y se marchaba airada—. Todo lo que dijo fue «Klia no debe fracasar».

Korathan sacudió la cabeza. Conocía mejor que nadie el dolor que escondía la cólera de Phoria. A lo largo de los años había observado en silencio cómo las diferencias entre la Reina y la heredera se hacían más grandes, al mismo tiempo que Idrilain y Klia se acercaban cada vez más. Leal como era a ambas, no había sido capaz de consolar a ninguna. Phoria nunca había hablado de lo que había causado el distanciamiento final entre su madre y ella, ni siquiera con él.

Fuera lo que fuera, ahora eres reina, hermana mía, mi gemela.

Dejando a solas al drisiano para que terminara su tarea, Korathan se encaminó lentamente hacia la tienda de Phoria. Mientras se aproximaba, oyó que su voz se alzaba aguda. Un momento después, Magyana emergió apresuradamente por la puerta.

Al ver a Korathan, la maga hizo una respetuosa reverencia y murmuró:

—Mis condolencias, querido príncipe. Lloramos profundamente la muerte de tu madre.

Korathan asintió y continuó.

Encontró a Phoria sentada frente a su mesa de campaña. Llevaba los grises cabellos sueltos sobre los hombros. La manchada guerrera y la cota de malla yacían tiradas junto a la silla. Sin levantar la mirada del mapa que tenía frente a sí, dijo con voz neutra:

—Voy a nombrarte vicerregente, Kor. Quiero que vayas a Rhíminee. La situación aquí es demasiado desesperada como para que yo abandone el frente, así que celebraremos la coronación mañana mismo, en cuanto hayas reunido al número necesario de sacerdotes. Mi mago de campaña oficiará la ceremonia.

—¿Organeus? —Korathan tomó asiento frente a ella—. La costumbre es que sea el mago de la reina anterior el que oficie. O sea…

—Magyana. Sí. Lo sé. —Phoria levantó la mirada. Sus pálidos ojos despedían destellos peligrosos—. Pero sólo porque Nysander murió. ¿Quién era ella antes de eso, salvo una vagabunda que pasaba más tiempo en tierra extranjera que en su patria? ¿Y qué hizo mientras sirvió a Madre aparte de convencerla de que se arrojara en brazos de extranjeros?

—¿Te refieres a la misión a Aurëren?

Phoria dejó escapar un bufido muy poco elegante.

—¡Todavía no ha pasado ni una hora desde la muerte de la Reina y Magyana ya está aquí, tratando de arrancarme la promesa de que continuaremos con el plan de Idrilain! Supongo que Nysander no hubiera hecho otra cosa. Todos esos ancianos magos son unos entrometidos. Han olvidado cuál es su lugar.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Korathan rápidamente con la esperanza de evitar una nueva diatriba.

—Le informé de que como reina no respondo ante mago alguno y de que sería informada de mis decisiones cuando yo lo considerara apropiado.

Korathan titubeó y eligió sus siguientes palabras con cuidado. Era necesario hacerlo cuando Phoria estaba de ese humor.

—¿Pretendes abandonar las negociaciones? Tal como han ido las cosas durante estos últimos meses, la ayuda de los Aurënfaie podría ser de gran valor.

Phoria se levantó y recorrió la tienda de un lado a otro.

—Es un signo de debilidad, Kor. Me atrevería a decir que la rendición de las tropas micenias a lo largo de la frontera noroeste…

—¿Se han rendido? —Korathan gimió. En toda la historia de los Tres Reinos, Micenia nunca había dejado sola a Eskalia frente a las incursiones de Plenimar.

—Ayer mismo. Arrojaron las armas a cambio de una tregua. Sin duda habían sabido que la Reina de Eskalia había enviado a su hija menor a suplicar ayuda a los faie y eso acabó con su moral, tal como yo había predicho que ocurriría. Micenia meridional sigue a nuestro lado, pero sólo es una cuestión de tiempo que también ella cambie de bando. Y, por supuesto, los plenimaranos lo saben. Los informes hablan de incursiones en la costa occidental hasta la propia Ylani.

Korathan escondió el rostro entre las manos durante un instante mientras la magnitud de la situación pasaba por encima de él.

—He tenido que retroceder quince kilómetros en los últimos seis días. El ejército que se nos enfrentó en Haverford tenía nigromantes en primera línea. Eran poderosos, Phoria, no los insignificantes hechiceros con los que os habéis encontrado aquí. Mataron a todos los caballos de una turma entera mientras ésta cargaba y luego enviaron a los cadáveres al galope de vuelta hacia nuestras líneas. Fue un descalabro. Creo…

—¿Qué? ¿Que Madre estaba en lo cierto? —Phoria se volvió hacia él—. ¿Que necesitamos a los Aurënfaie y a su magia para sobrevivir a esta guerra? Te diré lo que necesitamos: caballos Aurënfaie, acero Aurënfaie y el puerto Aurënfaie de Gedre si hemos de defender Rhíminee y las islas del sur. ¡Pero las discusiones continúan en la Ila’sidra!

Korathan observó con cautelosa fascinación cómo paseaba su gemela, la mano izquierda cerrada sobre el pomo de su espada con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.

Su vieja espada de campaña, advirtió. Por el momento había dejado la espada de Gérilain a un lado para poder ser investida formalmente con ella en su coronación, con todo el poder y la autoridad que ello representaba. Había sabido toda su vida que ese momento llegaría, el momento en que su hermana se convertiría en reina. ¿Por qué ahora que la observaba, se sentía repentinamente como si el suelo hubiera cedido bajo sus pies?

—¿Has enviado un mensaje a Klia? —preguntó al fin.

Phoria sacudió la cabeza.

—No, aún no. Prefiero esperar a la llegada de los despachos de mañana. Ya veremos en qué dirección está soplando el viento. Fuerza, Kor. Debemos conservar una posición de fuerza a toda costa.

—Cualquier noticia que te traiga un mensajero, incluso si llega mañana, tendrá como mínimo una semana de antigüedad. Además, sin duda Klia sabrá hacer lo que resulte más conveniente, en especial una vez que sepa que has ascendido al trono.

Phoria le ofreció una sonrisa extraña y tirante que le hizo entornar los ojos como si fueran los de un gato. Se dirigió a una mesa que había en un lado de la tienda, abrió la cerradura de una caja de hierro y extrajo un fajo de pequeños pergaminos.

—Klia y Torsin no son mis únicas fuentes de información en Sarikali.

—Ah, sí. Tus espías entre los soldados. ¿Qué dicen? ¿Nos dará la Ila’sidra lo que le pedimos?

La boca de Phoria dibujó una línea severa y reservada.

—De una forma o de otra, obtendremos lo que necesitamos. Te quiero en Rhíminee, hermano mío.

Se acercó a él, tomó una de sus grandes manos entre las suyas y le sacó un anillo del dedo, el que tenía una gran piedra negra tallada con la figura de un dragón que se mordía su propia cola. Sonriendo, lo deslizó en el dedo índice de su mano izquierda.

—Estate preparado, Korathan. Cuando este dragón vuelva a ti, habrá llegado la hora de ir a buscar a otro.