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REVELACIONES BAJO LA LLUVIA
Una suave llovizna persiguió a Seregil y Alec durante todo el día y se fue haciendo más intensa, hasta convertirse en una nevada intermitente conforme la tarde se desplazaba lentamente hacia el crepúsculo.
—Esta lluvia no nos sirve de nada —se quejó Seregil, tiritando mientras se envolvía con la empapada capa—. No cae con la fuerza suficiente para borrar nuestras huellas.
—Es más fácil permanecer caliente en mitad de una tormenta de nieve que aquí —asintió Alec, que también estaba aterido.
Su capa y su casaca se habían empapado ya hasta los hombros y la parte alta de los muslos. Ahora podía sentir cómo se extendía la humedad por todo su cuerpo. La ropa húmeda le arrebataba todo el calor; incluso a aquellas alturas de primavera un hombre podía contraer una pulmonía mortal a causa de ella. Y para empeorar las cosas, la ruta elegida por Seregil se dirigía hacia las montañas más directamente que el camino principal. Los picos que se alzaban delante de ellos mostraban franjas blancas allí donde los campos de nieve seguían blanqueando las cimas. La apagada silueta del sol, apenas visible a través de la niebla, se estaba hundiendo lentamente por el oeste y se llevaba consigo el poco calor que hasta entonces les había ofrecido el día.
—Vamos a tener que parar pronto —dijo, mientras se frotaba los brazos con las manos—. En algún sitio donde podamos encender un fuego.
—Aún no podemos arriesgarnos a eso —replicó Seregil al tiempo que escudriñaba el camino que se abría delante de ellos—. Morir de pulmonía sería peor que ser capturados, ¿no te parece?
Seregil azuzó a su caballo para que cruzara un trecho empinado de camino. Todavía estaban rodeados de árboles, pero empezaba a levantarse un viento para aumentar un poco más su incomodidad.
Cuando el suelo volvió a nivelarse lo suficiente como para marchar de frente, se volvió hacia Alec. Al ver su ceño fruncido y la expresión distante de su rostro, éste supo de inmediato que no había estado pensando en lluvia o refugio.
—Aunque Emiel pretendiera suplantar a Nazien, es casi seguro que matar a Klia no le haría ningún bien a su causa. Emiel es un bastardo violento, de eso no cabe duda, pero… —se interrumpió y se frotó con aire arrepentido el último moratón de su mandíbula—. Es sólo un presentimiento, pero después de haber hablado con él en los barracones aquella noche, me cuesta imaginar que se arriesgara a perder su honor.
—¿Después de todo lo que te hizo? —gruñó Alec—. Sigo diciendo que es el principal sospechoso. ¿Y qué me dices de Ulan í Sathil?
—¿De verdad crees que ese hombre llevaría todo el asunto con tal torpeza? ¿Acaso un hombre capaz de fomentar una guerra civil en un país vecino habría tirado el anillo en su propio patio como un chantajista cualquiera que esconde su sucia colección de cartas bajo el colchón? No, él es demasiado inteligente para eso. Si fuera el responsable, nunca lo hubiéramos descubierto. Además, ¿para qué hacerlo si Torsin estaba tratando de llegar a algún compromiso que beneficiara a Víresse? Debemos mirar en otra dirección. ¿Recuerdas lo que te dije sobre los faie?
Alec sonrió.
—¿Que no son buenos asesinos porque no practican lo suficiente?
—Haz las preguntas correctas —murmuró Seregil, que volvía a vagar entre sus propios pensamientos—. Estamos considerando el asunto como si nos enfrentásemos a algún asesino experto… es a lo que estamos acostumbrados —dejó escapar un suspiro exasperado—. ¡Aficionados! Son los peores.
—Los Ra’basi se han mostrado muy reservados a la hora de tomar partido —dijo Alec, aunque estaba menos dispuesto que nunca a sospechar de Nyal después de la ayuda que les había prestado con Klia—. Conocen el veneno y tenían a alguien dentro de nuestra casa. ¿Y qué me dices de los Khatme? Si tuviera que elegir a alguien por pura malicia, Lhaar y los suyos serían los primeros. Es evidente que no consideran sus iguales a los Tír. Quizá piensen que asesinar a uno o dos de ellos no es un gran crimen.
—Un pensamiento interesante —dijo Seregil—. Y su celo religioso parece haber aumentado durante mi ausencia. Cuando estalla la guerra, el fanatismo puede hacer más estragos que la magia —dijo. Sin embargo, no parecía convencido.
Pernoctaron en una choza en ruinas, acurrucados miserablemente bajo mantas húmedas mientras tomaban una cena fría a base de venado seco, queso y agua de lluvia. Poco después del anochecer, se alzó un viento que parecía encontrar su camino a través de cada agujero y cada grieta de su triste escondrijo, y agitaba la ropa empapada que colgaba de la única pared que le quedaba en pie a la cabaña.
Apretado contra Alec por los hombros, Seregil apoyó la cabeza sobre las rodillas y trató de ignorar la tiritona que se había apoderado de él y la manera en la que el menor movimiento parecía atraer aire helado hacia los bordes de las mantas. No es que el frío resultase peligroso, era sólo que lo incomodaba hasta extremos miserables.
Como de costumbre, Alec se calentó antes que él.
—Ven aquí —dijo de pronto al tiempo que tiraba de Seregil y lo colocaba entre sus piernas, con la espalda apoyada sobre su pecho. Reordenó las mantas para que lo tapasen lo más posible y lo rodeó con sus brazos—. ¿Mejor?
—Un poco. —Seregil escondió las manos bajo las axilas para calentarlas.
Alec rió con suavidad cerca de su oreja.
—No creo que hubieras sobrevivido donde yo me crié.
Seregil soltó un leve bufido.
—Yo podría decir lo mismo de ti. Pasé algunos tiempos duros y tuve que aprender lecciones difíciles mientras vagabundeaba por toda Eskalia.
—El Gato de Rhíminee.
—Fui un montón de cosas antes que eso. Desde que nos conocemos, ¿te has preguntado alguna vez por qué soy tan generoso con las prostitutas?
—No hasta ahora mismo —la voz de Alec transmitía una nota de abatida resignación.
La mirada de Seregil se perdió más allá de un agujero del tejado y contempló las oscuras formas de las ramas de árbol azotadas por el viento.
—El hecho de estar allí, en Sarikali… es como… No lo sé. Es como si estar allí me nublara la mente. Considerando la confusión que hemos dejado detrás, no estoy muy seguro de haber sido de utilidad a Idrilain o a Klia —respiró profundamente mientras combatía un ataque de culpa—. Deberíamos haber sido capaces de averiguar más, de hacer más.
Los brazos de Alec lo apretaron con más fuerza.
—Lo habríamos hecho, pero Phoria se encargó de impedirlo. Y tenías razón al decir que éramos los únicos que podíamos llegar hasta la costa. Probablemente, también estés en lo cierto con Emiel.
—Puede ser, pero me siento como si hubiese estado sonámbulo desde que llegamos.
—Creí que yo te lo había dicho ya, no hace mucho —señaló Alec, irónico—. Pero no eres sólo tú. Aurëren es un lugar difícil para la gente de nuestro oficio. Demasiado honor.
Seregil soltó una carcajada.
—¿Qué ha sido de aquel honesto dálnico al que conocí?
—Se marchó hace mucho, con mis saludos. —Alec movió las piernas para adoptar una postura más confortable—. ¿De verdad crees que Korathan nos escuchará?
—¿Estaría aquí si no lo creyera?
—Eso no es una respuesta.
—Tendré que hacer que escuche.
Volvieron a quedarse en silencio y al cabo de un rato la respiración pausada y regular de Alec le indicó a Seregil que el muchacho se había quedado dormido. Se movió apoyándose sobre su hombro mientras su mente seguía volando a toda velocidad.
Quizá necesitaba liberarse del poderoso influjo de Sarikali. Las palabras enrevesadas del rhui’auros, sus propios y extraños sueños, sus patéticos esfuerzos por mostrarse digno… ¿a dónde lo había conducido todo ello, salvo a una confusión más profunda? Todo el asunto lo enfermaba por completo y ansiaba recuperar la sencilla y peligrosa vida que había abandonado en Eskalia. Recordó entonces algo que Adzriel le había dicho cuando se vieran tan brevemente poco antes de que estallara la guerra: ¿Podrías estar contento sentado en casa bajo los árboles, contándoles cuentos a los niños o debatiendo con los ancianos del consejo si el dintel del templo debería pintarse de blanco o de plateado?
Llevaba su nueva espada al alcance de la mano. Alargó el brazo y acarició la empuñadura con los dedos, mientras recordaba cómo se había sentido al blandiría por primera vez. Pensaran lo que pensaran el rhui’auros, Nysander o incluso Alec, era bueno haciendo una cosa y tan solo una cosa: como espía, ladrón, mercader de los asuntos que tenían lugar entre las sombras, mensajero de la oscuridad, cortesano, aprendiz de mago, diplomático, honorable miembro de un clan, hijo… todos aquellos habían sido esfuerzos fallidos, todos.
Sentado allí, con una espada al cinto, Alec a su espalda, un viaje peligroso delante de sí y quién sabe cuántos de sus antiguos compatriotas buscando su sangre, se sintió en paz por vez primera desde hacía meses.
—Que así sea —murmuró mientras la fatiga lo vencía al fin.
El sueño había cambiado de nuevo. Se encontraba, sí, en su vieja habitación, pero esta vez estaba fría y sombría, llena de polvo. Las estanterías estaban vacías, las cortinas desgarradas, las paredes encaladas llenas de ronchones y manchas de porquería. Algunos juguetes y el biombo pintado de su madre yacían rotos en el suelo.
Esto era peor, pensó, embargado por una furia que desafiaba cualquier miedo. Se echó a llorar y cayó de rodillas delante de la desvencijada cama mientras esperaba que llegasen las llamas. Pero en vez de ello, el silencio y el frío se hicieron más intensos a su alrededor mientras la luz empezaba a fallar. De algún modo, supo que el resto de la casa estaría igualmente vacía y le faltó valor para investigar. Continuó sollozando, unas lágrimas tan frías que los dientes le castañetearon. Exhausto por fin, se limpió la nariz en el borde de la manta medio podrida y entonces escuchó el familiar tintineo del cristal.
Las esferas de cristal, pensó con un destello de cólera que hizo enmudecer a su anterior congoja. Se levantó de un salto y alzó los brazos para arrojarlas de la cama pero se detuvo al instante, boquiabierto, al verlas organizadas en un patrón circular, como un enorme sol. Algunas eran negras, otras resplandecían como joyas. El patrón tenía en su conjunto más de un metro de diámetro y en su centro sobresalía la empuñadura de una espada que había sido clavada en la cama. Vaciló temiendo perturbar el dibujo, y entonces extrajo la espada y observó con asombro cómo empezaba a cambiar de forma. Un instante era la espada que había sacrificado el día que asesinara a Nysander, al siguiente tenía un pomo que era como una luna nueva. Pero la siguieron otras, otras espadas y extrañas hojas de acero con empuñaduras dobladas de madera o hueso, cada una de las cuales estaba empapada de sangre, que corrió hasta su mano en un flujo cada vez más copioso, tiñendo las líneas de su mano, goteando sobre la cama.
Miró hacia abajo y vio que los orbes habían desaparecido; en su lugar descansaba un estandarte cuadrado y negro con el mismo diseño intrincado. Las gotas de sangre seguían manando de la mano con la que empuñaba el arma y se convertían en rubíes allá donde caían.
—Aún no está completo, hijo de Korit —susurró una voz, y repentinamente se vio engullido por un dolor desgarrador y una completa oscuridad…
Alec despertó y soltó una imprecación estrangulada cuando algo lo golpeó con fuerza en el rostro. Cegado momentáneamente por el dolor, se debatió con frenesí contra el peso que oprimía su pecho y sus piernas. Al instante desapareció, sustituido por una ráfaga de aire frío contra su piel sudorosa. El intenso y cálido sabor de la sangre en el fondo de la garganta le hizo retorcerse. Se tocó la nariz con cautela y notó algo húmedo.
—¿Qué demonios…?
—Lo siento, talí.
Todavía estaba demasiado oscuro como para poder ver a Seregil, pero Alec oyó que algo se movía en la oscuridad y entonces sintió que una mano que se movía a tientas lo tocaba en el brazo.
Escupió en la dirección opuesta, tratando de sacarse toda la sangre de la boca.
—¿Qué ha ocurrido?
—Lo siento —volvió a decir Seregil. Alec escuchó más ruidos, como si alguien se moviese, y luego la luz repentina de una piedra luminosa le hizo pestañear. Seregil la sostenía con una mano y se rascaba la nuca con la otra—. Parece que mi pesadilla nos ha despertado a ambos.
—La próxima vez te calientas tú solo —gruñó Alec mientras trataba con limitado éxito de envolverse con la manta que le quedaba.
Seregil recogió la otra y utilizó una de sus esquinas para limpiar la hemorragia de la nariz de Alec. Sin embargo, las manos le temblaban terriblemente y Alec se apartó para no sufrir más daño.
—¿Cuánto tiempo hemos dormido?
—El suficiente. Pongámonos en marcha —contestó Seregil. Sus ojos, muy abiertos, mostraban parte de la confusión que Alec podía sentir emanando de él.
Se vistieron en silencio. El desagradable contacto de la lana y la piel mojadas los hacía tiritar. Fuera seguía soplando el viento, pero Alec notó un cambio en el tiempo. Al salir de la cabaña, pudo ver estrellas que se asomaban a través de grandes jirones entre las nubes.
—Sólo faltan una hora o dos para el amanecer, creo.
—Bien. —Seregil montó y dio una vuelta a las riendas de su caballo de reserva sobre el arzón de la silla—. Deberíamos de llegar al primer paso guardado sobre esa hora.
—¿Guardado?
—Con magia —le explicó Seregil. Su voz volvía a sonar como la que Alec conocía—. Yo podría atravesarlo de noche, pero no quiero que tú lo hagas con los ojos vendados. Puede ser un poco traicionero en algunos lugares.
—Eso sí que es algo que espero con impaciencia —gruñó Alec mientras se rascaba la nariz con la manga de la camisa—. Eso y un desayuno frío a lomos de un caballo.
Seregil enarcó una ceja.
—¡Por fin empiezas a hablar como yo! Antes de que te des cuenta estarás pidiendo un baño.
Nyal había dado todo un espectáculo al registrar los establos de los eskalianos en busca de huellas, a pesar de que ya tenían una idea bastante aproximada del paradero y el destino de Seregil y los demás.
Los había seguido el tiempo suficiente para ver cómo cambiaban de monturas en la posta y continuaban por el camino. Más tarde, en la Ila’sidra, había escuchado al khirnari Akhendi advertir a Nazien í Hari de la existencia de cierto paso al que era muy probable que Seregil se dirigiera, un paso que Nyal conocía bien por sus propias razones.
Se llevó doce jinetes para la persecución, jóvenes pertenecientes a algunos de los clanes más neutrales, incluyendo a varios de sus parientes. Los había elegido cuidadosamente; sólo quería hombres de quienes pudiese esperarse que harían lo que se les mandaba.
Poco antes de la caída de la noche llegaron a la posta. Interrogó al muchacho que cuidaba de los caballos y descubrió que el último trío de jinetes correo no le había hecho una cierta señal, lo cual había levantado sospechas antes casi de que hubiesen desaparecido de su vista. Eso, y el hecho de que la jinete eskaliana comprendía más Aurënfaie del que aparentaba.
A partir de allí el rastro no era difícil de seguir; la yegua que Beka montaba tenía una muesca en el casco de su pata trasera izquierda.
Sin embargo, algunos kilómetros más adelante Nyal descubrió con sorpresa que otros jinetes se les habían unido. Seregil y Alec debían de ser más osados de lo que había supuesto para hacerse pasar por Akhendi precisamente allí. La verdad era que no se estaban molestando en cubrir sus huellas y seguían por el camino principal en vez de separarse y perderse por el laberinto de sendas que partían de él. Había arroyos que hubieran podido cruzar para cubrir sus huellas, caminos poco frecuentados que daban vueltas sobre sí mismos. Claro que era poco probable que Seregil conociera aquellas rutas.
—Quizá los otros jinetes son también conspiradores —dijo uno de los Silmai que lo acompañaba mientras se detenían junto a una fuente del camino en la que los fugitivos habían parado para beber.
—Si es así, no los están ayudando demasiado —dijo Nyal mientras estudiaba las huellas que podían verse sobre la blanda tierra que rodeaba el borde de la fuente: dos pares de botas Aurënfaie, unas eskalianas. Los otros no habían desmontado.
—No deben de conocer el área o los habrían conducido lejos del camino principal y por otras rutas que pudieran despistarnos.
—Aún no —murmuró Nyal. Se preguntaba qué estaba haciendo Seregil.
No fue hasta el día siguiente, al llegar finalmente al lugar en el que ambos grupos se habían separado, cuando empezó a comprender.