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ACUSACIONES
Cuando Alec regresó junto con la partida de búsqueda, Seregil lo estaba esperando en los escalones de la entrada.
—¿Ha habido suerte? —le gritó.
El muchacho desmontó y le mostró el amuleto Akhendi.
—Es de Klia, sin duda. Debió de caérsele durante la lucha.
—¡Por los Dedos de Illior! —exclamó Seregil mientras examinaba la ennegrecida talla.
—Kheeta ha ido a buscar a Rhaish —le dijo Alec—. Saaban asegura que él debería ser capaz de decirnos quién es el responsable de esto. Todavía era blanco antes de la cacería. ¿Te atreves a apostar quién lo cambió de color?
Seregil extrajo el anillo del envenenador de la bolsa.
—Aún no, me temo.
—¿Dónde has encontrado eso?
—En el estanque de los peces que hay junto a los aposentos de Ulan. Por desgracia, hasta el momento Thero no ha sido capaz de averiguar nada con magia. Dice que ha sido oscurecido.
Alec enarcó una ceja.
—¿Y eso es difícil de hacer?
—Lo suficientemente difícil como para que sepamos que estamos enfrentándonos a alguien poderoso.
—¡Maldita sea! Entonces este amuleto podría estar oscurecido también.
—Si descubrimos que es así, podría resultar útil —dijo Seregil, mientras volvía a examinar la pulsera—. Eso sugeriría que quienquiera que haya oscurecido uno, lo hizo también con el otro. Lo más probable es que tuviera que estar allí para hacerlo después de que Emiel la atacara.
—¿Entonces se trata de descubrir quiénes de los que participaron en la cacería estuvieron también en el banquete de los Víresse?
Seregil se encogió de hombros.
—Sí, si es que esto ha sido oscurecido.
Kheeta llegó con el khirnari de los Akhendi y Seregil lo hizo pasar a la salita contigua al salón principal, donde esperaban Alec y Thero.
—¿Encontrasteis algo en el bosque? —preguntó Rhaish.
—Esto —contestó Alec mientras le entregaba el ennegrecido amuleto—. ¿Podéis decirnos quién lo hizo?
El khirnari lo sostuvo en alto un momento.
—Ah, sí, es obra de mi esposa. Sería mejor que se lo llevara a ella. Os informaré de lo que descubra. Todavía no se encuentra lo suficientemente bien como para salir.
—Si no os molesta, khirnari, preferiríamos ahorraros problemas y acompañaros —le interrumpió Seregil.
—Muy bien —dijo Rhaish, a quien evidentemente había desconcertado su rudeza. Uno no demandaba entrada a la casa de un khirnari.
—Perdonad mis modales —añadió Seregil rápidamente con la esperanza de suavizar la impresión causada—. Pero el tiempo es esencial, por el bien de Klia.
—Por supuesto, por supuesto. No te disculpes. Akhendi hará cuanto esté en su poder para contribuir a su recuperación.
—Gracias, khirnari ——después de indicar a Alec que los siguiera, Seregil condujo al hombre al exterior.
La tupa de los Akhendi era modesta en comparación con la de los Víresse, y el mobiliario envejecido de la casa del khirnari había conocido sin duda mejores días.
Encontraron a Amali en uno de los patios del jardín, descansando en un asiento de seda y picoteando con aire indiferente de un plato de bayas secas mientras observaba cómo jugaban a los dados varias mujeres.
Al ver aparecer a su esposo pareció iluminarse.
—¿Tan pronto de vuelta, talí? ¡Y me traes compañía!
—Perdonad esta imperdonable intrusión —dijo Seregil con galantería—. No os molestaríamos si el asunto no fuera de la máxima urgencia.
—No es nada —contestó ella mientras se ponía en pie—. ¿Qué os trae aquí?
Seregil le mostró la pulsera.
—Mi dama, vuestro presente para la princesa Klia fue un acierto. Creo que puede conducirnos hasta su atacante.
—¡Qué maravilla! —exclamó ella mientras tomaba la sucia pulsera con dos dedos—. Pero ¿qué le ha pasado?
—Klia la perdió durante la cacería —le explicó Alec—. Yo la encontré cuando regresé al lugar esta mañana.
—Ya veo —apretó el amuleto entre las dos manos y murmuró un hechizo sobre él. Un momento después, dejó escapar un jadeo, retrocedió tambaleándose y se desplomó sobre los cojines. Su rostro había perdido todo el color—. ¡Un Haman! —dijo con voz tenue—. Veo su rostro, deformado por la cólera. Lo conozco: está aquí en la ciudad. Es el sobrino de Nazien í Hari.
—¿Emiel í Moranthi? —preguntó Alec mientras lanzaba a Seregil una mirada victoriosa.
—Sí, ese es el nombre —susurró Amali—. Tanta furia y desprecio… ¡Tanta violencia…!
—¿Podéis decirnos algo más, mi señora? —preguntó Seregil al tiempo que se inclinaba hacia delante.
—¡Ya basta! —con los labios fruncidos por la furia, Rhaish le arrebató la pulsera de un tirón como si fuese una víbora—. Talía, todavía no estás lo suficientemente recuperada para esto —se volvió hacia Seregil y dijo con severidad—: Ya ves en qué condición se encuentra. ¿Qué más necesitas?
—Si pudiera decirnos algo más sobre la naturaleza del ataque, khirnari, nos sería de gran ayuda.
—Deja esto con nosotros por ahora, entonces. Cuando haya recuperado las fuerzas, quizá pueda ver algo más.
—Prefería conservarlo conmigo —le dijo Seregil—. Cuando vuestra esposa se encuentre bien, volveré a traerlo.
—Muy bien. —Rhaish miró la pulsera con aire pensativo y luego se la devolvió a Seregil—. Qué extraño, que tantas cosas dependan de un objeto tan sencillo.
—En mi experiencia, suelen ser las cosas más pequeña las que ofrecen los mayores descubrimientos —replicó Seregil.
—¿Y bien? —inquirió Alec mientras regresaban a la casa en compañía de Thero—. Ya te dije que la había atacado. ¡Esta es la prueba que me pediste!
—Supongo que sí —contestó Seregil con aire ausente.
—¿Lo supones? Por la Tétrada, Seregil, ella estaba examinando su propia magia.
Seregil bajó la voz hasta un susurro.
—Pero ¿por qué, Alec? Klia y Torsin fueron envenenados en la tupa de los Víresse, de eso estoy seguro. Si el responsable es un Haman, entonces tuvo que ser otro que Emiel, porque él no se encontraba en la fiesta.
—Si los Haman están detrás de todo esto, el que lo planeó es un necio —añadió Thero—. Todos sabían que marcharían de cacería a la mañana siguiente. ¿Por qué elegir un veneno que la afectaría mientras estuviese con ellos?
—¿Y por qué molestarse en atacarla si ya se estaba muriendo? —señaló Seregil.
—A menos que Emiel no supiese nada del veneno —dijo Alec—. Es un bastardo violento, Seregil. Una vez trató de atacarme en medio de la ciudad y delante de testigos. ¡Por no mencionar lo que te hizo a ti!
—Aquello era diferente. Atacar a Klia fue una locura. Basándonos en lo que Amali acaba de contarnos, podría enfrentarse al dwai sholo —le tendió el anillo del envenenador a Thero—. Guarda esto. Te apuesto mi mejor caballo a que si encontramos a quienquiera que lo utilizó, no es un Haman.
—Crees que podría tratarse de cosas diferentes, ¿verdad? —preguntó el mago mientras miraba con atención el letal círculo de acero.
—¿Quieres decir que más de un clan quería la muerte de Klia? —Alec sintió los comienzos de una jaqueca detrás de los ojos—. Quizá Sarikali se parece más de lo que yo creía a Rhíminee, después de todo.
Era un pensamiento deprimente.
Rhaish í Arlisandin despidió a las mujeres tan pronto como sus visitantes eskalianos se hubieron marchado y entonces se arrodilló junto a Amali. El aire de triunfo silencioso que la envolvía le provocó un estremecimiento gélido; por un momento, apenas pudo sentir la tierra bajo sus pies.
—Por la Luz —dijo con voz entrecortada mientras la sujetaba por la muñeca—. Amali, ¿qué has hecho?
Ella alzó la barbilla orgullosamente, a pesar de que, él podía verlo, tenía los ojos inundados de lágrimas.
—Lo que había de hacerse, esposo mío. Por Akhendi y por ti. El Haman no es un hombre de honor; la violencia es suya.
Alargó el brazo hacia él pero Rhaish rehuyó su contacto. La mezcla terrible de congoja y adoración que leía en el rostro de su esposa lo quemaba como un fuego furioso, mientras el mundo se tornaba más siniestro a su alrededor. Se desplomó sobre una silla cercana y se cubrió los ojos con las manos.
—¡No confiabas en mí, esposo mío! —le dijo con aire implorante—. Pero yo podía ver tu angustia. Cuando Aura colocó los medios en mi mano, supe lo que tenía que hacer.
—La Portadora de la Luz no ha tenido nada que ver en esto —murmuró él.
Alec y Seregil se dirigieron directamente a la habitación de Klia.
Aunque todavía no había recuperado la consciencia por completo, querían estar en su presencia el máximo tiempo posible, como si pudiesen prestarle sus fuerzas vitales por mera proximidad.
Era también la habitación más segura de toda la casa. Dos Urgazhi montaban guardia en la puerta. En el interior, Beka dormitaba en una silla, al pie de la cama. Despertó sobresaltada en cuanto entraron y su mano voló a la empuñadura de su cuchillo.
—Somos sólo nosotros —susurró Seregil mientras se aproximaba a la cama.
Klia estaba dormida pero sus pálidas mejillas habían recuperado algo de color. Su frente y su labio superior resplandecían a causa del sudor.
—Todavía no puede hablar, pero Mydri ha logrado que tome un poco de caldo —les dijo Beka—. Lleva así casi todo el día, aunque abre los ojos de tanto en cuanto. Es difícil saber si ha comprendido lo que le hemos contado hasta ahora.
Alec contuvo el aliento mientras un olor repulsivo inundaba sus fosas nasales. La mano izquierda de Klia estaba vendada desde las yemas de los dedos hasta la muñeca, y unas líneas rojizas de infección ascendían por su antebrazo. Al amanecer no habían estado allí.
—Amali dice que Emiel la atacó. Sin duda —le dijo Seregil a Beka.
Ella cerró los ojos. Parecía fatigada.
—Lo sabía. ¿Ha dicho por qué?
—No. Creo que será mejor que hablemos con Nazien, aunque la verdad es que no estoy ansioso por hacerlo.
—¿Qué hay de los Víresse? —preguntó ella.
Seregil se pasó una mano por el cabello y suspiró.
—Haber encontrado el anillo en el estanque de los peces de Ulan debería de ser prueba suficiente.
—¿Debería?
—Bueno, arrojar el anillo por la ventana de su dormitorio es la cosa más arriesgada o la más estúpida que he visto desde hace mucho tiempo. Todavía no he decidido cuál de las dos.
—Si los Haman son los culpables, podrían haber dejado el anillo allí para incriminar a Ulan —sugirió Alec.
—Eso si damos por sentado que apoyaban el levantamiento del Edicto. Si Nazien era sincero al decir que estaba del lado de Klia, podría querer que Ulan fuera deshonrado. De otro modo, lo hubiera apoyado. En cuanto a Emiel, él estaba del lado de los Víresse, así que es poco probable que estuviera detrás de un ardid como ese.
—Quizá estuvimos a punto de sorprender al asesino —dijo Alec con aire abatido al recordar al visitante invisible que los había interrumpido mientras registraban los aposentos de Ulan.
Justo en ese momento, Thero entró en la habitación y los demás lo saludaron con miradas esperanzadas.
—Todavía nada —dijo el mago mientras se inclinaba sobre la cama de Klia para entregarle a Seregil el anillo—. Ojalá pudiera hacerle algunas preguntas sobre aquella noche.
—Nuestro asesino eligió bien su momento, fuera quien fuese —musitó Alec—. Si prescindimos de los Haman y los Víresse, la mayoría de Sarikali sigue siendo sospechosa.
—Aunque tuviera libertad para leer mentes, tardaríamos meses en encontrarlo —añadió el mago.
Beka tomó el anillo del envenenador.
—Buen servicio nos hace esta cosa si no puedes sacarle más de lo que has hecho.
—Ya te lo dije, es imposible. Alguien lo ha oscurecido para que no pueda seguir su rastro hasta su dueño —le espetó Thero—. Estamos tratando con un mago de verdad, no con un hechicero de pacotilla.
—Entonces, a pesar de todo lo que sabemos, el hombre al que estamos buscando ha escapado —dijo ella, preocupada, al tiempo que se lo devolvía—. La gente aquí entra y sale a todas horas. Nuestro hombre podría encontrarse ya a kilómetros de distancia. Por la Llama, Seregil, ¿es que no pueden hacer nada esos rhui’auros?
Él suspiró y apoyó el rostro sobre una mano.
—Según uno con el que hablé esta mañana, ya sé quién lo hizo, signifique esto lo que signifique.
Beka se detuvo frente a Seregil y apoyó una mano sobre su hombro.
—Cuéntanos lo que te dijo, palabra por palabra.
Seregil bajó la mirada hacia Klia y descubrió que ella tenía los ojos abiertos y fijos en él. Levantó su mano sana y la sostuvo con delicadeza.
—Veamos. Me dio de desayunar mientras hablábamos de Nysander. Admitió que había mandado a Nyal aquí pero aseguraba que no lo había enviado a buscarme —miró a Thero y sacudió la cabeza—. Ya sabes cómo son. En cualquier caso, luego me dio la botella de lissik plenimarano. Cuando reconocí la factura, me dijo, «Aquel que posee dos corazones es dos veces más fuerte» y me llamó «khi de ya’shel».
—Alma con dos sangres —tradujo Alec para Beka.
Seregil asintió.
—He pasado todo el día dándole vueltas en la cabeza, junto con lo otro que dijo sobre mi don, por llamarlo así. Sea lo que sea.
—Y dijo que tú lo combatías —intervino Alec.
Seregil volvió a encogerse de hombros.
—¿Un don para la ineptitud mágica? ¿Un don para robar bolsillos y mentir bien? Lo único que dijo que tiene algún sentido para mí es que de una u otra manera no hemos hecho las preguntas correctas.
—O a las personas correctas —dijo Beka—. ¿Qué te dijo Adzriel sobre la votación? ¿Seguirá adelante tal como están las cosas?
—Nada ha cambiado, que yo sepa.
—Tanto los Víresse como los Haman siguen bajo interdicción —dijo Alec—. ¿No nos da eso una ventaja? Quiero decir, sabemos que los Víresse hubiesen votado en nuestra contra y que los Haman podría haberlo hecho.
—Los Haman hubieran sido la clave —intervino Seregil—. Estando Víresse fuera, el voto de Nazien hubiera roto cualquier empate, para bien o para mal. Ahora las cosas son más inciertas que nunca. De los nueve que quedan, sabemos que Goliníl, Khatme y Lhapnos están contra nosotros. ¿Y en cuanto a Ra’basi y los demás? ¿Quién puede saberlo, ahora que todo el mundo siente tanta desconfianza hacia Phoria? Ulan podría ganar sin ni siquiera tener que votar. Beka, me gustaría que fueras a buscar a Nazien í Hari. No le digas por qué quiero verlo, sólo que tengo información concerniente a su sobrino.
—Puede que haya llegado la hora de que regrese a las tabernas —se ofreció Alec—. A menos que convierta el allanamiento de morada en un trabajo a jornada completa, no sé cómo podemos averiguar mucho más de lo que ya sabemos. Quienquiera que dejase ese anillo pretendía que acabásemos exactamente donde estamos ahora, cubiertos de fango hasta las rodillas.
—También podrías…
Lo interrumpió la llegada de Mydri con infusiones recién hechas para Klia.
—Pero no vayas solo —continuó—. Que te acompañen Kheeta y uno o dos jinetes. Nadie debe salir solo a partir de ahora.
—Entonces, ¿crees que el asesino sigue todavía aquí? —le preguntó Beka.
—Tenemos que estar preparados para esa posibilidad y para el hecho de que todavía no haya terminado con nosotros —contestó Seregil.
—Tened mucho cuidado —les advirtió Mydri al seguir el hilo de la conversación—. Algunos hombres de Klia han estado escuchando rumores por toda la ciudad; la noticia sobre lo que habéis descubierto ya se ha difundido y los ánimos están muy soliviantados. Los Akhendi son los peores y acusan directamente a los Víresse de asesinato. Se habla de expulsar de la votación a los Goliníl, e incluso los Khatme parecen estar bajo sospecha. Se rumorea que Lháar a Iriel y Ulan í Sathil se estaban reuniendo en secreto para conspirar contra Klia.
—¿Hay alguna noticia de la Nha’mahat? ——preguntó Seregil.
Mydri lo miró con sorpresa.
—Ya sabes que no se mezclan en los asuntos de la Ila’sidra.
—Por supuesto. —Seregil se inclinó para dar unas palmaditas en la mano de Klia por última vez y luego indicó a Alec que lo siguiera.
Mientras salían, estuvieron a punto de chocar con la sargento Mercalle en el corredor.
—Perdonadme, señores —dijo, mientras los saludaba con rapidez—. Necesito hablar con la capitana Beka por lo referente a las órdenes.
—¿De qué se trata, sargento? —preguntó Beka después de salir y reunirse con ellos.
—Es el prisionero, capitana. Sus parientes se encuentran en la puerta principal y preguntan qué vamos a hacer con él.
—Vaya, vaya, Nazien nos ha ahorrado la molestia de tener que ir a buscarlo —murmuró Seregil—. Decidle que hablaremos con él de inmediato, sargento. Hacedlo pasar a la salita que hay junto al salón principal.
Mercalle hizo un gesto con la cabeza a uno de los Urgazhi que montaban guardia en la puerta y el hombre salió corriendo.
—Otra cosa —añadió—. Los criados de la casa quieren saber qué se ha de hacer con el cadáver de Lord Torsin.
Una mueca se pintó en el rostro de Beka.
—Por la Llama de Sakor, hace ya un par de días, ¿no es cierto? Habrá que quemarlo y enviar sus cenizas a Eskalia.
—Tendrá que hacerse fuera de la ciudad —le dijo Seregil—. Probablemente Nyal pueda encontrar cuanto necesitamos. Encárgate de que se haga esta noche; los sacerdotes podrán llevar a cabo los ritos apropiados cuando volvamos a Rhíminee. Y ahora será mejor que lleves a Emiel al salón. Quiero que esté allí cuando le dé a su tío las malas noticias.
—No puedo esperar a ver sus caras —dijo Beka mientras se dirigía a grandes zancadas hacia la escalera trasera en compañía de Mercalle.
Thero esperó hasta que las dos mujeres se hubieron marchado y entonces dijo, bajando la voz:
—He estado pensando en lo que dijiste sobre los rhui’auros. Piense lo que piense tu hermana, creo que ellos ven en todo este asunto algo más que mera política. Estoy convencido de que quieren esta alianza.
—Lo sé —replicó Seregil—. Lo que me intriga es por qué no parecen estar diciéndoselo a los suyos.
—Puede que los Aurënfaie no estén escuchando —sugirió Alec.
Nyal estaba paseando por el patio de los establos cuando Beka salió con Mercalle. Al verlo, el corazón de la capitana dio un vuelco. A juzgar por el polvo de sus botas y su capa, había estado fuera, cabalgando. Mientras se le acercaba, pudo oler en su aliento cerveza y hierbas verdes y en sus cabellos el aroma de una suave brisa.
Hubiera dado la paga de un mes por pasar cinco minutos entre sus trazos.
—Necesitamos materiales para levantar una pira funeraria. Que arda con fuerza y rápidamente —le dijo, manteniendo un tono neutro.
Los ojos almendrados del Aurënfaie se abrieron, alarmados.
—Por la Luz de Aura, Klia no…
—Para Lord Torsin —le dijo ella.
—Ah, por supuesto. En la ciudad se guardan los materiales adecuados para tales contingencias —contestó él—. Estoy seguro de que se os entregarían, pero sería mejor que algún miembro del clan Bókthersa realizase la petición en nombre de Eskalia. ¿Quieres que vaya a buscar a Kheeta í Branin?
—Gracias —dijo Beka, aliviada—. Me gustaría que sus cenizas estuvieran preparadas para que se las llevara el correo de mañana, si fuera posible.
—Me ocuparé de todo —dijo él, que ya se había puesto en marcha.
—Es un buen amigo, capitana —dijo Mercalle con evidente afecto.
¡Por la Tétrada, no sabes cómo deseo creerlo!, pensó Beka, mientras observaba cómo se perdía su amante de vista.
—Reúne una guardia de honor para mí, sargento. Que esté en el salón principal dentro de cinco minutos. Lord Seregil se va a reunir con los Haman y tenemos que causar una impresión apropiada.
Mercalle le guiñó un ojo con aire de complicidad.
—Me aseguraré de que sean altos y tengan cara de estar muy enfadados, capitana.
—Eso último no debería ser demasiado difícil, considerando quiénes son nuestros invitados —replicó Beka al mismo tiempo que le daba una palmada en el hombro.
La condición de Klia y su propio sentido de culpabilidad la habían distraído demasiado como para prestar mucha atención al «huésped» no bienvenido que tenían en los barracones. Mientras se dirigía hacia allí para recoger a Emiel, pensó que no debían de haber sido unos días demasiado agradables para él, rodeado por los miembros de la propia guardia de Klia que le lanzaban miradas asesinas a todas horas. No había uno sólo de ellos que no le hubiera rebanado gustoso la garganta al Haman.
Media docena de jinetes pasaba el rato en el interior de los barracones. Dos más estaban de guardia en el fondo de la habitación que hacía las veces de celda, donde Emiel se sentaba sobre su paleta. A su lado tenía el plato con su última comida. Al acercarse ella, levantó la mirada y la complació ver un destello de aprensión en sus ojos.
—De pie. Se te reclama en la casa —le ordenó.
En el exterior, Emiel pestañeó mientras sus ojos se acostumbraban a la luz directa del sol de la tarde. No mostró miedo pero Beka lo sorprendió mirando de soslayo a la puerta del patio de los establos, que permanecía tentadoramente abierta.
Vamos, intenta correr hacia ella, pensó mientras aflojaba un poco su presa y se preguntaba si él sería consciente de lo mucho que agradecería la oportunidad de derribarlo.
El hombre no era tan necio como para intentarlo, por supuesto, y mantuvo una fachada desdeñosa hasta que entró en el salón y vio a media docena de parientes suyos, de pie con aire brusco frente al improvisado tribunal reunido por Thero. Alec y Saaban flanqueaban al mago y la guardia reunida por Mercalle formaba una línea detrás de ellos. Seregil entró un momento más tarde, escoltando a Rhaish í Arlisandin.
—¿Hay alguien más a quién deseéis presentar? —preguntó Thero a Nazien.
—No, nadie —respondió el Haman—. Aseguráis tener pruebas de la culpabilidad de mi pariente. Mostrádmelas y acabemos con esto.
El Akhendi dio un paso al frente y Seregil le tendió el amuleto de protección de Klia.
—Ya conocéis la habilidad de mi pueblo con esta clase de magia —dijo Rhaish—. La culpabilidad de tu pariente está escrita aquí, en esta pequeña talla. Supongo que sabes lo que es.
Nazien tomó el amuleto y lo apretó, al tiempo que cerraba los ojos. Después de un momento, aflojó los hombros. Cuando miró a Emiel, había repugnancia en sus ojos.
—Te traje a Sarikali para aprender sabiduría, sobrino. En vez de eso, has traído la desgracia a nuestro nombre.
Beka sintió que el joven Haman se ponía rígido.
—No —su voz escapó en un jadeo entrecortado—. No, tío…
—¡Silencio! —ordenó Nazien mientras le daba la espalda a Emiel y se volvía hacia Thero—. Me someto a la expiación para evitar el teth’sag entre nuestros pueblos. Si no pueden encontrarse pruebas de la inocencia de mi sobrino en el plazo del próximo ciclo de la luna, será ejecutado por haber intentado asesinar a la hermana de la reina.
Nazien observó a Emiel con mirada glacial durante un prolongado momento.
—¿Sabíais —dijo al fin— que durante la cacería prometí apoyar a Klia y a su causa?
—No, khirnari, no lo sabíamos —contestó Thero—. La princesa no ha podido hablar desde entonces.
—¿Quién os oyó hacer esa promesa, me pregunto? —preguntó Rhaish í Arlisandin con dureza.
El Haman lo miró a los ojos.
—Hablamos en privado pero estoy seguro de que Klia confirmará mis palabras cuando se recupere. Buenos días. Que Aura ilumine la verdad para todos.
Ni uno solo de los Haman dedicó una mirada a Emiel mientras salían en fila. Éste observó cómo salían sus parientes y entonces se volvió hacia Rhaish í Arlisandin.
—¡Debería de haber sabido que los Akhendi utilizarían sus miserables baratijas para vender su honor! —gruñó. Se soltó de un tirón de Beka y se abalanzó sobre el khirnari con los brazos extendidos, tratando de estrangularlo.
Beka lo sujetó y lo hizo caer al suelo, pero necesitó la ayuda de tres fuertes jinetes para inmovilizar al hombre mientras se debatía y maldecía. Consiguió un codazo en el ojo por sus molestias pero siguió apretando a ciegas hasta que, repentinamente, el Haman dio una sacudida y dejó de debatirse.
Beka levantó los ojos, un poco aturdida. Alec se encontraba sobre el Haman y se frotaba los puños.
—Gracias —gruñó mientras se ponía en pie—. Ate a este loco, sargento, y que limpien uno de los almacenes para que sirva como celda. ¡Hasta que tengamos que colgarlo, lo quiero en una habitación cerrada con llave!
Mercalle hizo un gesto a sus hombres, quienes sacaron a rastras de la habitación al inconsciente Haman sin demasiada delicadeza.
Beka se inclinó frente al Akhendi.
—Mis disculpas.
—No son necesarias —contestó el anciano, aparentemente conmocionado por lo que acababa de presenciar—. Si me perdonáis, debo regresar con mi esposa. Todavía no se encuentra bien.
—Gracias, khirnari —dijo Thero mientras levantaba la pulsera—. Vuestra ayuda ha sido de un valor incalculable. Confío en averiguar algo más de este objeto.
—No estoy familiarizado con vuestros métodos, Thero í Procepios, pero os prevengo que no debéis deshacer ninguno de los nudos. Una vez que la magia del objeto se ha roto de esa manera, nadie será capaz de averiguar nada mas de él.
—Eso no será necesario —dijo Seregil mientras lo tomaba y se lo guardaba—. Capitana, aseguraos de que el khirnari llega a su casa sano y salvo.
Beka estaba contenta de tener que salir con el Akhendi. Aquel día había algo diferente en el aire y la tensión se cernía sobre las calles, de ordinario tan plácidas. No era nada evidente, sólo una sensación que la asaltó al pasar junto a tabernas demasiado silenciosas y pequeños grupos de gente.
Nyal la esperaba en los escalones de la entrada cuando regresó.
—Estás exhausta, talía ——dijo, mientras tomaba una de sus manos y tiraba de ella.
—Todavía no tengo tiempo para estar cansada —contestó ella en tono agrio, a pesar de que sabía que él tenía razón. El abatimiento empezaba a pesarle y el mundo adoptaba un brillo irreal.
—He oído que Emiel no ha confesado. ¿Es cierto?
Durante un instante, Beka vio a Nyal con los ojos de Seregil: un extranjero que hacía demasiadas preguntas.
—No soy yo quien debe hablar de eso —contestó bruscamente antes de cambiar de tema—. Creo que nuestros problemas han soliviantado a la población en general.
Nyal la miró con una sonrisa ladeada en los labios.
—Quizá los Khatme hayan tenido razón todos estos años. Dejad que los eskalianos entren en Sarikali y no tardaremos en tener peleas callejeras.
—Bueno, muy pronto nos habremos marchado.
—Dejando un caos detrás de vosotros. Vuestra sencilla petición ha hecho hervir muchas disputas entre los clanes que hasta ahora ardían a fuego lento. Ahora, con las muertes, todo el mundo tiene nuevas razones para desconfiar de sus enemigos.
—¿Alguna vez han ido los clanes a la guerra? —preguntó Beka. Tal cosa parecía poco posible a pesar de todo cuanto había visto durante los últimos tiempos.
Nyal se encogió de hombros.
—Sí, aunque no durante mucho tiempo. Matar en una guerra no es un asesinato, pero a pesar de todo las vidas se frustran antes de tiempo. Para un faie, verter la sangre de otro faie… ¡Ah, Aura lo prohibe! Es la peor cosa imaginable.
Quizá si ella no hubiese estado tan cansada, aquellas palabras no le hubiesen dolido tanto. Tal como estaba, ardieron como sal derramada sobre una herida reciente.
—¿Qué sabes tú de la guerra? —saltó Beka—. Vuestro pueblo se sienta aquí, chasqueando la lengua mientras nos mira, pero cuando tratamos de conseguir ayuda para salvar algunos cientos de nuestras cortas vidas, ¡os sentáis ociosos mientras discutís si debemos o no mancillar vuestras sagradas costas! Poco importa que hayáis asesinado a uno de los nuestros y mutilado a Klia de modo que nunca…
Se interrumpió abruptamente al ver que los centinelas que tenían cerca se agitaban, incómodos. Prácticamente estaba gritando.
No era culpa de Nyal, en absoluto, pero en aquel preciso momento se le antojaba el representante de cada uno de los Aurënfaie de habla morosa, leguleyos y obstruccionistas que vivían en aquella tierra.
—Estoy cansada y tengo muchas cosas que hacer —dijo, mientras cerraba los ojos y los apretaba.
—Descansa un poco —dijo Nyal con voz suave—. Duerme si puedes.
Ella suspiró.
—No, tenemos que levantar una pira funeraria.