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EL CORAZÓN DE LA JOYA

—Lady Amali parece haberle cogido bastante afecto a Klia —comentó Alec a la mañana siguiente cuando, a poco de partir, vio a las dos mujeres riendo a carcajadas a causa de algún comentario que compartían.

—Ya me he dado cuenta —contestó Seregil en voz baja. Miró a su alrededor, sin duda para cerciorarse de que Nyal no se encontraba lo suficientemente cerca como para oírlos—. Tienen la edad adecuada para ser amigas. Ella es mucho más joven que su marido. Es su tercera esposa, según nuestro amigo Ra’basi.

—¿De modo que lo encuentras útil, después de todo?

—Yo encuentro útil a todo el mundo —dijo Seregil con una sonrisa maliciosa—. Lo cual no significa que confíe en él. No obstante, no les he vuelto a ver saliendo a hurtadillas. ¿Y tú?

—No. Y he estado vigilando. Ella se muestra educada con él, pero rara vez hablan.

—Tendremos que vigilarlos una vez que lleguemos a Sarikali, comprobar si se buscan el uno al otro. La joven esposa de un hombre de edad y Nyal, un hombre tan guapo y divertido… podría resultar interesante.

Llegaron a un río ancho y caudaloso y lo siguieron en dirección sur a través de bosques cada vez más espesos durante el resto del día. Las aldeas eran cada vez más escasas y la caza más abundante… y, en ocasiones, peculiar. Las manadas de unos ciervos negros no más grandes que perros eran comunes en los recodos pantanosos del río, donde se alimentaban de malvas tiernas y de lilas de agua arrancadas del barro.

Había osos también, los primeros que Alec veía desde que abandonara su hogar en las montañas. Pero éstos eran pardos en vez de negros y llevaban la blanca luna creciente de Aura sobre el pecho.

No obstante, las más extrañas y agradables de todas las criaturas eran los pequeños moradores de los árboles de color gris llamados pories. El primero de ellos apareció a poco de pasar el mediodía, pero muy pronto parecieron estar por todas partes, abundantes como ardillas. Aproximadamente del tamaño de un niño recién nacido, los pories tenían caras chatas, parecidas a las de los gatos, orejas grandes y móviles y colas alargadas y con franjas negras que giraban salvajemente detrás de ellos, mientras saltaban entre las ramas de los árboles utilizando sus diestras y prensiles garras.

Unos cuantos kilómetros más allá, los pories desaparecieron tan bruscamente como habían aparecido. Las sombras de media tarde empezaban a deslizarse bajo los árboles cuando los viajeros llegaron a una ancha bifurcación en el río. Como si hubiese sido hendido por la partición de las aguas, el bosque se abrió a ambos lados, ofreciendo una clara vista del amplio y ondulado valle que se abría más allá.

—Bienvenido a Sarikali —dijo Seregil, y algo en su voz hizo que Alec se volviera para mirarlo.

Una mezcla de furioso orgullo y reverencia pareció transformarlo durante un instante, haciendo que la casaca eskaliana que vestía pareciera tan inapropiada para él como un traje de embarazada.

Alec vio la misma expresión reflejada en otros rostros Aurënfaie, como si sus mismas almas resplandecieran dentro de sus ojos. Exiliado o no, Seregil se encontraba entre los suyos.

Siempre errante, Alec lo envidió un poco.

—¡Bienvenidos, amigos míos! —exclamó Riagil—. ¡Bienvenidos a Sarikali!

—Creía que había una ciudad —dijo Beka mientras se protegía los ojos del sol.

Alec hizo lo mismo al tiempo que se preguntaba si alguna clase de magia como la que guardaba los pasos elevados estaba operando.

No había entre los dos ríos señales visibles de estar habitado.

Seregil sonrió.

—¿Qué ocurre? ¿Es que no lo veis?

Un ancho puente de piedra atravesaba la más estrecha de las dos ramas del río, permitiendo a los jinetes cruzar en filas de cuatro.

Los yelmos de acero de la turma Urgazhí brillaban bajo la sesgada luz de la tarde como la plata bruñida, y el centellear de las cotas de malla asomaba por debajo de las guerreras bordadas.

Cabalgando a su cabeza, ataviada con terciopelo color tinto y suntuosas joyas, Klia estaba resplandeciente. En los grandes broches irados que sostenían el manto de cabalgar sobre sus hombros y en el cinturón de oro de su vestido titilaban brillantes rubíes. También llevaba todas las joyas Aurënfaie que le habían sido regaladas, incluyendo los humildes amuletos de protección. Aunque había desechado la armadura para la ocasión, ceñía la espada a un lado en una vaina bruñida con incrustaciones de oro.

Cuando llegaron al otro lado del río, Riagil los condujo hacia un altozano situado a varios kilómetros de distancia. Había algo extraño en su forma, pensó Alec. Mientras se acercaban, esta sensación se hizo más intensa.

—Es Sarikali, ¿no es cierto? —dijo mientras señalaba hacia delante—. Pero está en ruinas.

—No exactamente —contestó Seregil.

Los altos y sombríos edificios y las gruesas torres de la ciudad parecían emerger del mismo suelo. Las masas de hiedra y musgo que crecían tupidas sobre la piedra reforzaban la ilusión de que el lugar no había sido construido por la mano del hombre, sino que había brotado de la tierra. Como una gran piedra en el río del tiempo, Sarikali se erguía firme e inmutable.

Cuanto más se acercaba Seregil a Sarikali, más le parecía que se desvanecían y se alejaban de él los largos años pasados en Eskalia. El único recuerdo sombrío que conservaba de la ciudad, terrible como era, no podía borrar el gozo que había asociado siempre con aquel lugar.

La mayoría de sus visitas se habían producido en la época de las festividades, cuando los clanes se reunían y poblaban sus calles y estancias. Los estandartes y las cintas de las cometas engalanaban las calles de cada tupa, la sección de la ciudad que utilizaba tradicionalmente cada clan cuando visitaba el lugar. En los mercados al aire libre uno podía encontrar bienes de los cuatro rincones de Aurëren y de más allá. En las afueras de la ciudad surgían coloridos pabellones como grandes flores estivales; brillantes banderas y postes pintados marcaban las pistas de las carreras y los campos de tiro para las competiciones de los arqueros. El aire se llenaba de magia, de música y de los olores de exóticas viandas que estaban pidiendo a gritos que se las siguiera y se las probara.

Aquel día, los únicos signos de habitación eran los escasos rebaños de vacas y ovejas que pastaban en la llanura.

—Creí que la Ila’sidra vendría para dar la bienvenida a la princesa —comentó Thero en eskaliano con aire de desaprobación.

—Estaba pensando exactamente lo mismo. —Alec observó el lugar con mirada dubitativa.

—Eso nos hubiera concedido cierta categoría —dijo Seregil—. Mientras que, haciendo que ella vaya a ellos, retienen su posición. Es parte del juego.

Cuando llegaron al extremo de la ciudad, la escolta Aurënfaie retrocedió y la turma Urgazhi formó en dos filas montadas a ambos lados de Klia.

La princesa se volvió hacia Riagil y Amali y se inclinó en su silla.

—Gracias a los dos por vuestra hospitalidad y vuestra guía.

Amali hizo avanzar a su montura y le estrechó la mano a Klia.

—Te deseo éxito. ¡Que las bendiciones de Aura sean contigo!

Riagil y ella se marcharon al galope y se perdieron de vista con sus respectivos jinetes entre los sombríos edificios.

—Muy bien —dijo Klia mientras enderezaba los hombros—. Nos toca hacer una entrada, amigos míos. Que vean a los mejores de la reina. Seregil, a partir de aquí tú eres mi guía.

Ninguna muralla protegía la ciudad; no había puertas ni centinelas. Por el contrario, caminos cubiertos de césped fresco se abrían paso por el lugar como laberínticas fisuras erosionadas en una montaña por mil años de lluvia. Las calles estaban desiertas, las ventanas arqueadas de sus torres, vacías como ojos muertos.

—No esperaba que estuviera tan silenciosa —susurró Alec mientras avanzaban por una avenida amplia y sinuosa.

—La cosa es diferente cuando los clanes se reúnen para las festividades —le dijo Seregil—. ¡Por la Luz, había olvidado lo hermosa que era!

¿Hermosa?, pensó Alec. Más bien espeluznante y un poco opresiva.

Evidentemente, no era el único que pensaba de aquella manera. A su espalda podía oír a los Urgazhi acosando a Nyal con sus preguntas, y el murmullo continuado de las respuestas del intérprete.

Por todas partes se alzaban suaves muros de piedra verde oscuro con franjas de complejos diseños grabados. No había figuras reconocibles; nada de animales grabados, dioses u hombres. En su lugar, los intrincados dibujos parecían plegarse y enrollarse sobre sí mismos para formar grandes patrones interconectados que atraían la mirada hasta un único punto central, o que la alejaban a lo largo de líneas de formas y símbolos rítmicamente repetidos.

El césped cedía bajo los cascos de sus caballos, despidiendo el aroma de las hierbas aplastadas y amortiguando el sonido de su paso. Cuanto más se adentraban en la ciudad, más parecía enmudecer todo sonido, lo que contribuía a subrayar lo insólito del lugar.

Ocasionalmente, el viento traía el cacareo de un gallo o el sonido de unas voces, pero con la misma rapidez se los llevaba consigo.

Alec empezó a cobrar consciencia gradualmente de una inquietante sensación que trepaba sobre él, una especie de hormigueo en la piel y la insinuación de una jaqueca entre los ojos.

—Aquí hay algo muy extraño —dijo Beka, que también lo estaba sintiendo.

—Es magia —dijo Thero con voz asombrada—. ¡Es como si estuviese emanando de la misma tierra!

—No os preocupéis; os acostumbraréis pronto a ello —les aseguró Seregil.

Mientras doblaban un recodo, Alec vio una solitaria figura vestida con una túnica que los observaba desde la ventana más baja de una torre. Bajo el sen’gai rojo y negro y los tatuajes del rostro que revelaban su pertenencia al clan Khatme, la expresión del hombre era reservada y poco amistosa. Incómodo, Alec recordó uno de los dichos favoritos de su padre: lo que mal empieza, mal acaba.

El entusiasmo inicial de Seregil por volver a ver Sarikali no enturbió por completo su percepción. Era evidente que los aislacionistas seguían siendo la fuerza dominante. No obstante, su pulso se aceleró al sentir el caprichoso tintineo de las exóticas energías sobre su piel. Un hábito que conservaba desde la infancia le hizo escudriñar las sombras, esperando entrever fugazmente uno de los legendarios Bash’wai.

Después de doblar un recodo que le era familiar, volvieron a salir a campo abierto, en el centro mismo de la ciudad y entonces Seregil se quedó sin aliento.

Allí se encontraba el Vhadasoori, un estanque de varios centenares de metros de anchura y tan profundo que sus aguas permanecían negras incluso a mediodía. Se decía que la magia emanaba de aquel punto, el lugar más sagrado de todo Aurëren. Allí, en el corazón del Corazón, se pronunciaban los juramentos, se formaban las alianzas, se probaban los poderes de la magia. Una promesa sellada con una copa de la clara agua del estanque era inviolable.

El estanque estaba rodeado por un círculo de ciento veintiún desgastadas estatuas de piedra que se erguían a casi cien metros de distancia de la orilla del agua. Ni la piedra de color rojizo pardo ni el estilo de las tallas podía encontrarse en ningún otro lugar de la ciudad ni en todo Aurëren. Se decía que aquellas estatuas, de diez metros de altura y con formas vagamente humanas, eran la reliquia de un pueblo aún más antiguo que los Bash’wai.

Ahora, se elevaban y se cernían sobre la multitud que se había reunido fuera del círculo. Rostros expectantes y sen’gai de todas clases formaban un colorido mosaico contra el mudo telón de piedra oscura.

—Es él —escuchó cuchichear a alguien en voz alta y Seregil supuso que estaban hablando de él.

La multitud se abrió en silencio mientras conducía a Klia y a los demás hasta el borde del círculo de piedra. En su interior, los once miembros de la Ila’sidra, ataviados de blanco, los esperaban junto al agua, flanqueando la Copa de Aura en su bajo pedestal de piedra. El largo cuenco con forma de luna creciente, tallado en alabastro lechoso y dispuesto sobre una alta base de plata, despedía un suave brillo bajo la luz del crepúsculo.

Con una súbita punzada de agudo dolor, recordó cómo lo había traído su padre aquí cuando era niño; era uno de los pocos recuerdos amables que conservaba del hombre. Las leyendas sobre los orígenes de la Copa diferían, le había explicado Korit. Algunos decían que era un regalo del dragón de Aura a los primeros Once; otros aseguraban que el primer grupo de faie errantes que había descubierto la ciudad había encontrado la Copa ya en su lugar. Fuera cual fuera la verdad, estaba allí desde tiempos inmemoriales, intacta tras siglos de uso y erosión, un símbolo de la conexión de Aura con los faie y de sus mutuos lazos de hermandad.

Una conexión de la que fui separado como la rama enferma de un árbol, pensó Seregil con amargura al tiempo que enfocaba por fin los rostros de los miembros do la Ila’sidra. Nueve de los Once le habían perdonado la vida, pero también habían sellado su humillación.

Su padre era khirnari en aquel momento y estaba dispuesto a servir al atui con la ejecución de su único hijo. Adzriel ocupaba ahora su puesto, aunque Seregil no podía mirarla todavía a los ojos. El otro miembro nuevo del concilio era el khirnari de los Goliníl, Elos í Orian.

Ulan í Sathil se encontraba cerca de él, digno y formal, sin que su semblante arrugado y anguloso revelase nada.

Junto a Adzriel se encontraba Rhaish í Arlisandin de Akhendi. Su larga cabellera era más blanca de lo que Seregil recordaba, y las arrugas de su rostro estaban más marcadas. Al menos aquel era un aliado en el que se podía confiar, si bien no demasiado poderoso.

Haciendo un esfuerzo, Seregil se obligó a mirar a su hermana, que era la que se encontraba más próxima a la Copa. Ella lo vio pero apartó rápidamente la mirada. —Sabe que son las circunstancias las que me obligan a ello, no mi frialdad——. Mientras se encontraba allí, fuera del círculo, la seguridad que le había enviado con su carta no podía llenar el vacío de su corazón. Combatiendo la sensación de ahogo que se había apoderado repentinamente de él, apartó deprisa la mirada.

A una señal de Klia, Seregil y los demás desmontaron. La princesa se desabrochó el cinturón de la espada, se lo entregó a Beka y penetró caminando en el círculo de piedra con la seguridad de un general. Seregil la siguió a unos pocos pasos de distancia, junto con Thero y Torsin.

La magia de Sarikali era más intensa en aquel lugar. A su lado, Seregil vio cómo se abrían los pálidos ojos de Thero mientras oleadas palpables de ella lo envolvían. Klia debía de haberlo sentido también, pero no titubeó ni alteró el paso. Se detuvo frente a la Ila’sidra, extendió las manos con las palmas hacia arriba y dijo en un Aurënfaie de acento perfecto:

—Vengo ante vosotros en el nombre del Gran Aura, Portador de la Luz, revelado a nosotros como Illior y en representación de mi madre, Idrilain II de Eskalia.

El anciano Brythir í Nien de Silmai avanzó un paso, delgado y reseco como la rama muerta de un sauce. Como el miembro de más edad de la Ila’sidra, le correspondía a él hablar por todos.

—Sé bienvenida, Klia á Idrilain Elesthera Corruthesthera de Rhíminee, Princesa de Eskalia y descendiente de Corruth í Glamien de Bókthersa —replicó al tiempo que se quitaba un pesado collar de oro y turquesas del cuello y lo ponía alrededor del de ella—. Que la sabiduría del Portador de la Luz nos guíe en nuestros esfuerzos.

Klia devolvió el gesto entregándole un cinturón de placas de oro esmaltado con el dragón de Illior.

—Que la Luz brille sobre todos nosotros.

Adzriel tomó la Copa de Aura y la llenó en la orilla del estanque. Elegante en su túnica blanca y sus joyas, la alzó hacia los cielos y luego se la presentó a Klia, a Lord Torsin, a Thero y, por fin, también a Seregil.

Los dedos de éste acariciaron los de su hermana mientras aceptaba la Copa y la llevaba a sus labios. El agua estaba fría y sabía dulce en la lengua, tal como la recordaba. Mientras bebía, sin embargo, sus ojos se encontraron con los de Nazien í Hari de Haman, abuelo del hombre al que había matado. No había bienvenida para él allí.

Montado en su caballo, Alec escuchaba mientras Nyal iba nombrando en voz baja a los diferentes khirnari; los once vestían túnica y sen’gai blanco para la ceremonia, lo que hacía imposible distinguir a unos de otros.

Pero había un rostro que Alec reconocía sin que le dijeran nada sobre él. Se había encontrado con Adzriel en una ocasión, justo antes de la guerra, y observó con emoción cómo le ofrecía a su hermano la copa con forma de luna. ¿Qué debían de sentir, se preguntó, estando por fin tan cerca el uno del otro y sin embargo teniendo que mantener tal reserva?

Otros no fueron tan cuidadosos escondiendo sus expresiones.

Varias personas intercambiaron miradas oscuras mientras Seregil bebía; otras sonrieron. Entre estos últimos estaba el primer Aurënfaie verdaderamente anciano que Alec había visto. El viejo era delgado hasta el descarnamiento, sus ojos se escondían profundamente tras unos párpados arrugados y se movía con la precaución que prestaba la fragilidad.

—Es Brythir í Nien de Silmai —le contó Nyal—. Tiene cuatrocientos setenta años, una edad poco común incluso entre nosotros.

Todavía en pugna con las ramificaciones de su propia herencia, Alec encontró vagamente alarmante la perspectiva de una vida tan prolongada como aquella.

Volvió su atención a los espectadores más próximos y descubrió entre ellos varios sen’gai de los clanes principales, así como un sinfín de los menores. Aunque muchos de ellos vestían camisas largas, otros llevaban túnicas y capas largas y sueltas. Los sen’gai variaban también en estilo. Algunos eran simples nudos hechos con telas sueltas; otros eran de seda y estaban decorados en los bordes con pequeñas borlas u ornamentos de metal. Asimismo, cada clan tenía su propia manera de anudarlos, algunas sencillas y próximas a la cabeza mientras otras componían elaboradas formas.

Le complació descubrir un pequeño grupo que llevaba el modesto verde oscuro de los Bókthersa. Uno de ellos, un joven con un extravagante mechón de pelo blanco en el cabello, miró repentinamente en su dirección, como sí hubiera sentido la atención de Alec. Observó al muchacho con interés amistoso durante un momento y luego se volvió para cuchichear con una pareja de más edad. El hombre poseía un rostro alargado y sencillo. La mujer era de ojos oscuros, con una boca delgada y severa que esbozó una sonrisa ladeada y cálida al mirar en dirección a Alec. Tenía también tatuajes en el rostro, aunque en absoluto tan elaborados como los de los Khatme; sólo dos líneas horizontales debajo de cada ojo. Lo saludó con un asentimiento de cabeza. Alec devolvió el saludo y al instante apartó la mirada, repentinamente cohibido. Parecía que ya sabían de quién se trataba.

—La mujer que acaba de saludarte es la tercera hermana de Seregil —murmuró Nyal.

—¿Mydri a Illia? —preguntó Alec, sorprendido. Aquella mujer se parecía muy poco a Seregil o Adzriel—. ¿Qué significan las marcas de su rostro?

—Posee el don de la curación.

—¿Y qué me dices de los otros? ¿Los conoces?

—No reconozco al más joven, pero creo que el mayor es el nuevo marido de Adzriel, Saaban í Irais.

—¿Marido? —Alec volvió a mirar a los Bókthersa y luego a Nyal.

Nyal enarcó una ceja mientras lo miraba con sorpresa.

—¿No lo sabías?

—No creo que ni el propio Seregil lo sepa —dijo Alec. Vaciló un momento y entonces preguntó—. ¿Hay aquí algún Chyptaulos?

—Ah, no. A causa de la fuga de Ilar, jamás se ha solucionado el theth’sag entre ellos y los Bókthersa; ambos clanes siguen profesándose gran resentimiento. Además, la presencia de los Chyptaulos aquí sería vista como un insulto al linaje de Klia.

—Lord Torsin dijo que la presencia de Seregil podría tener el mismo efecto.

—Quizá —respondió Nyal—. Pero Seregil posee aliados más poderosos.

Cuando la ceremonia de bienvenida hubo terminado, los khirnari se dispersaron y desaparecieron con sus parientes por las numerosas calles que se adentraban en la ciudad.

Adzriel acompañó a Klia fuera del círculo. Sin embargo, en cuanto hubieron abandonado las piedras, Mydri y ella abrazaron a Seregil, apretando la espalda de su capa con las dos manos como si temieran que fuera a desvanecerse. Seregil les devolvió el abrazo, el rostro escondido por un instante tras sus negros cabellos. Los demás Bókthersa se les unieron y durante un momento se le perdió de vista en medio del alborozado grupo. Le presentaron a Saaban y Alec vio cómo se pintaba una mirada de asombro en el rostro de su amigo, seguida al instante por una sonrisa de gozo. Parecía que Seregil aprobaba el enlace.

Klia advirtió la mirada de Alec y sonrió. Beka y Thero estaban tratando de no parecer demasiado ansiosos mientras alargaban el cuello tratando de ver por vez primera a la familia de Seregil.

—¡Estás aquí! —dijo Adzriel mientras sostenía a su hermano al alcance de la mano—. ¡Y también tú, talí Alec! —alargó un brazo, lo atrajo hacia sí y lo besó con fuerza en ambas mejillas—. ¡Bienvenido a Aurëren por fin! Pero estoy descuidando mis obligaciones —exclamó mientras se secaba apresuradamente los ojos—. Princesa Klia, permíteme que te presente al resto de la delegación Bókthersa. Mi hermana Mydri a Illia. Mi esposo, Saaban í Irais. Y éste es Kheeta í Branín, un gran amigo de juventud de Seregil que se ha ofrecido amablemente a ser vuestro guía en Sarikali.

Era el joven que había mirado tan abiertamente a Alec durante la ceremonia. Un gran amigo, en efecto, por lo que parecía. Seregil le dio un fuerte abrazo mientras sonreía como un bobo.

—Kheeta í Branín, ¿eh? —rió—. Creo recordar que me metí en problemas contigo una o dos veces.

—¿Dos? Tú fuiste la causa de la mitad de las palizas que he recibido en toda mi vida —rió Kheeta entre dientes mientras volvía a abrazar a Seregil.

¿Era aquel joven uno de los «flirteos juveniles» de los que Seregil había hablado? Alec se lo estaba preguntando.

—Será mejor que cierres la boca antes de que te entren moscas —susurró Beka mientras le daba un codazo en las costillas.

Alec agachó la cabeza con aire cohibido y rezó para que sus pensamientos no hubieran resultado tan evidentes para nadie más.

Después de soltar a Seregil, Kheeta saludó a Klia con una respetuosa reverencia.

—Honrada pariente, se han dispuesto aposentos para ti en la tupa de los Bókthersa. Cualquier cosa que necesites mientras estés allí, pídemela.

—Tu casa está junto a la mía —le dijo Adzriel a la princesa—. ¿Cenaréis con nosotros esta noche?

—Nada me complacería más —contestó Klia—. No puedes ni imaginarte la comodidad que supone saber que hay al menos un khirnari de la Ila’sidra en el que puedo depositar toda mi confianza.

—¡Y he aquí otro! —dijo Mydri mientras Amali a Yassara se reunía con ellos del brazo de un khirnari vestido de blanco.

¡Por la Tétrada!, pensó Alec. Ya sabía que el marido de Amali era mayor que ella, pero aquel hombre bien podía haber sido su abuelo.

Su rostro estaba profundamente arrugado en torno a los ojos y la boca, y el escaso pelo que asomaba por debajo de su sen’gai era del color del hierro. Sin embargo, si había de juzgarse por la sonrisa orgullosa y los resplandeciente ojos de su esposa, la diferencia de edad no suponía barrera alguna para el mutuo afecto que se profesaban.

—Klia í Idrilain, éste es mi esposo, Rhaish í Arlisandin, khirnari del clan Akhendi —dijo Amali con una sonrisa literalmente luminosa.

Sobrevino una ronda de presentaciones y Alec no tardó en encontrarse estrechando la mano del hombre en cuestión.

—¡Ah, el joven Hâzadriëlfaie en persona! —exclamó Rhaish—. ¡No cabe duda de que el hecho de que tu princesa haya venido en tal compañía es una señal del Portador de la Luz! —sin soltar la mano de Alec, alzó la otra para tocar el mordisco del dragón en su oreja—. Sí, Aura te ha marcado para que todos lo veamos.

—¡Estás avergonzando al pobre Alec, amor mío! —dijo Amali al tiempo que le daba unas palmaditas a su marido en el brazo como si fuese su abuelo.

—Estoy agradecido por encontrarme aquí, sea cual sea la razón —contestó Alec.

Afortunadamente, la conversación derivó hacia otros asuntos y Alec pudo buscar refugio entre las filas de los Urgazhi. Nyal también se encontraba allí, pero no se había adelantado para saludar a los Akhendi. Por el contrario, los observaba desde cierta distancia, el rostro sombrío mientras seguía a Amali con la mirada.

—Mi esposa habla en los términos más afectuosos de ti, mi querida dama —estaba diciendo Rhaish a Klia—. Qué gran acontecimiento, tener visitantes eskalianos en suelo Aurënfaie después de una ausencia tan larga. Pido a Aura que veamos a más hijos de tu pueblo entre nosotros en el futuro.

—Tu familia y tú debéis celebrarlo con nosotros esta noche, khirnari ——le ofreció Adzriel —. Tanto en agradecimiento por haber escoltado tan amablemente a mi pariente y a sus súbditos como porque Klia no tiene mejor aliado que tú.

—La hospitalidad de los Bókthersa es siempre un honor, querida —replicó Rhaish—. Ahora te dejaremos que ayudes a instalarse a tus invitados. Hasta esta noche, amigos míos.

Dejando a Seregil con su familia, Alec cabalgó hasta colocarse junto a Beka.

—¿Qué te parece todo hasta el momento? —le preguntó en eskaliano.

Ella sacudió la cabeza.

—Todavía me cuesta creer que estemos aquí de verdad. Casi tengo la impresión de que en cualquier momento va a aparecer de la nada uno de esos fantasmas de piel negra de los que habla Seregil.

Al doblar una esquina, Alec levantó la mirada y vio que alguien los estaba vigilando, pero no se trataba de ningún espíritu de los Bash’wai. Varios khirnari vestidos de blanco permanecían de píe en un balcón, a gran altura sobre la calle. Desde aquel ángulo no podía ver sus caras con claridad, pero tenía la incómoda sensación de que no estaban sonriendo.

—¡La Reina de Eskalia nos envía a una niña conducida por niños! —declaró Ruen í Uri de Datsia mientras, en compañía de Ulan í Sathil y Nazien í Hari, observaba el paso de los eskalianos debajo de ellos.

Ulan í Sathil se permitió el asomo de una sonrisa. Rúen había apoyado el inicio de conversaciones con Eskalia; la introducción de una pequeña duda servía admirablemente a sus propósitos.

—No debes dejarte engañar por su aparente juventud —le advirtió—. La mosca de los pantanos nace, se aparea y muere en un día, pero en tan corto espacio de tiempo da a luz centenares de vástagos y su picadura puede matar a un caballo. Así ocurre también con los efímeros Tír.

—¡Miradlo! —murmuró Nazien í Hari mientras contemplaba con ojos feroces al odiado Exiliado que recorría libremente las calles—. Pariente de la reina o no, es una afrenta traer al asesino de mi nieto aquí. ¿Cómo pueden ser tan necios los Tír?

—Es una afrenta para todo Aurëren —asintió Ulan, sin añadir que él mismo había votado a favor del retorno temporal de Seregil.

Rhaish í Arlisandin deslizó un brazo alrededor del talle de su joven esposa y la besó mientras caminaban lentamente hacia el tupa de los Akhendi.

—El viaje te ha favorecido, talía. Cuéntame tu impresión sobre Klia y su gente.

Amali jugueteó con el amuleto de ámbar que reposaba sobre su pecho.

—La princesa de Eskalia es inteligente, franca y honesta. A Torsin í Xandus ya lo conoces. ¿Y en cuanto a los otros? —suspiró—. Como ya has podido ver, el pobre Alec es un niño que juega a ser hombre. Ya’shel o no, es tan inocente, tan franco, que temo por él. Gracias a Aura que no es verdaderamente importante. Pero el mago… es un hombre extraño y profundo. No debemos subestimarlo a pesar de su juventud. Todavía no ha mostrado sus verdaderos poderes.

—¿Y el Exiliado?

Amali frunció el ceño.

—No es lo que yo esperaba. Bajo sus respetuosos modales se esconde un corazón orgulloso y colérico. Es más sabio de lo que corresponde a su edad por los años pasados entre los Tír, y a juzgar por lo que mis hombres han podido averiguar de los eskalianos, hay en él más de lo que parece a primera vista. Es una suerte que sus propósitos sean los mismos que los nuestros, pero no confío en él. ¿Qué dice la Ila’sidra? ¿Supondrá su presencia un obstáculo?

—Es demasiado temprano para saberlo. —Rhaish caminó un rato en silencio y entonces preguntó con voz suave—. ¿Y qué hay del joven Nyal í Nhekai? Un viaje tan largo debe de haberos dado la oportunidad de renovar vuestra amistad.

Amali se ruborizó.

—Hablamos, por supuesto. Parece bastante fascinado por la capitana pelirroja de Klia.

—¿Estás celosa, talía? ——dijo con tono de broma.

—¿Cómo puedes preguntarme una cosa como esa?

—Perdóname —la atrajo hacia sí—. ¿Encaprichado con una Tírfaie, dices? ¡Qué extraordinario! Eso podría sernos útil.

—Quizá. Creo que nuestras esperanzas están a salvo con Klia, si es capaz de impresionar a la Ila’sidra como lo ha hecho conmigo. ¡Y debe hacerlo! —Amali suspiró mientras llevaba una mano a la tenue curva de su vientre, donde su primer hijo se estaba gestando—. Por Aura, demasiadas cosas dependen de su éxito. Ojalá el favor del Portador de la Luz esté de nuestro lado.

—Así sea —murmuró él mientras sonreía con tristeza pensando en la poderosa fe de la juventud. Demasiado a menudo era la voluntad de los dioses el que los hombres se labraran solos su suerte en el mundo.