Día 251
YANG ME DA un beso y yo me acurruco más en su pecho.
—Tenemos que irnos ya.
Abro los ojos y miro a la ventana. El sol hace poco que ha salido. Hace mucho frío fuera; el vaho ha cubierto el cristal y aún con la calefacción encendida tengo frío.
—No sé si podré, Han...
—Sí que lo harás. El caso es ridículo y el fiscal lo sabe. —Yang se ha sentando y yo también me incorporo—. Contesta a las preguntas con la verdad, no te dejes afectar por nada, ¿me escuchas? Nada de lo que digan puede hacerte daño si no se lo permites.
—Te quiero, mi número 3.
—Podría ser un número más interesante...
—¿Cómo cuál, señor agente?
—No sé... ¿infinito?
—Eso no es un número —digo, pero me retracto en el acto—: No, tienes razón. Faltarían números para que pudiera decir cuánto te quiero.
Sonríe y me besa. Llaman a la puerta y sé que es ahora o nunca; la oleada de valor que me ha dado Yang podría disiparse en cualquier instante.
****
Miro el reloj en la pared: 8:50. Estoy en el mismo edificio, aunque hoy en distinta sala. Yang se ha quedado fuera, en el coche. El abogado iba muy en serio al decir que no le dejaría estar presente durante la sesión. Respiro hondo y la puerta se abre.
—¿Preparada? —Domenecci está de pie y me indica que salga.
No logran detener a la turba de reporteros, así que bajo la cabeza y enfilo hacia la puerta de la sala; Domenecci va a mi lado y entre él y dos agentes logran que entremos.
El juez empieza la sección, el alguacil nombra el caso: «El Estado de California contra...» dejo de escuchar. Hay muchas voces, un que otro grito, martillazo sobre la mesa de pino, sillas que se arrastran... estoy presente pero no logro estar aquí.
Mi abogado está hablando. Aún queda mucho para su alegato final pues apenas hemos empezado, y si es la mitad de bueno que en la presentación del caso, no creo que me vaya del todo mal.
Se ha extendido cosa de veinte minutos, y cuando se sienta y me toca la mano me doy cuenta de que ha terminado.
Le toca el turno al abogado de la acusación. Me mira mientras se levanta, se ajusta la corbata, y cuando creo que empezará a dar su discurso, dice:
—La acusación desea llamar al banquillo a la acusada: Alice Rosalie Simpson.
La sala se exalta. Ni mi abogado, por su cara, se espera que me llame sin al menos presentar antes su caso. El juez acaba de preguntarle al abogado si está seguro de hacerlo antes de sus alegaciones y él afirma.
El juez me indica que me levante. Apoyo las manos sobre la mesa. Me estoy mareando. Mi abogado se da cuenta. Le dice al juez que debido a mis problemas de salud requiere ayudarme a alcanzar el banquillo.
—No. —Creo que todos me miran a la vez—. Puedo sola. Gracias.
Quince pasos. Los cuento y me giro hacia las caras y voces que me observan como si fuera un mono de feria.
«Señoras y señores: La pelirroja asesina de California».
El alguacil pone la biblia frente a mí. Pongo la mano sobre ella y juro decir la verdad y nada más que la verdad. Cuando me siento agradezco hacerlo porque estoy a punto de que mis piernas se rindan.
****
El abogado de la acusación ha hecho una serie de preguntas sin mucho sentido. Parece querer ganarse al jurado, y lo está haciendo, sobre todo cuando me dio los pésames con voz temblorosa.
Acaba de preguntarme algo sobre mi profesión. He dicho que soy Matemática, que estoy haciendo un doctorado.
—Bueno, entonces, señorita Simpson, ¿puede afirmar que no conocía de nada al fallecido, Jeremy O´Hara?
—No, no lo conocía.
—Le recuerdo que está usted bajo juramento. —Veo que el jurado se tensa. La tan solo insinuación de que miento les pone en alerta.
—No, no lo conocía —repito más cerca del micrófono. Y él sonríe. Sé que su espectáculo acaba de empezar.
—Eso es raro —dice y se pasea frente al jurado. No le quitan el ojo, les tiene embelesados—. ¿Está usted segura, señorita Simpson?
—Sí, no le conocía de...
—¿Ha acudido usted al instituto de la localidad?
—Sí, señor —mi voz amenaza con quebrarse. No sé por dónde pretende ir, y eso me aterra.
—Entonces estaba familiarizada con la institución.
—¿Es una pregunta? —El jurado me mira en el acto. Mi abogado niega con la cabeza, y el letrado toma la palabra.
—Lo siento, intentaré ser más claro —mira al jurado y luego me mira a mí—. Entiendo que los nervios le estén pasando factura, seguro que el jurado no lo tendrá en cuenta.
Se escucha incluso una que otra risita entre el público. Nunca me he sentido tan humillada en mi vida.
Mis manos sudan tanto que pienso que si toco el micrófono me dará un calambrazo. Quizá eso al menos de por finalizada la sesión. La idea suena tentadora.
—Me explicaré mejor, señorita Simpson: ¿es cierto que estudió usted en el instituto local?
—Sí.
—¿Es cierto entonces que conoce la institución y también el cuerpo docente?
—Sí, yo...
—¿Entonces es cierto que dio usted allí una charla la pasada primavera? —Pregunta rápido, una tras otra, apenas logro concentrarme.
—Sí, es cierto yo...
—Y esa charla se impartió entre los alumnos del segundo curso, ¿es cierta la afirmación?
—Sí, fue...
El abogado me mira por debajo de los párpados, sonríe.
—¿Es cierto entonces, que en esa charla que usted impartió la pasada primavera, un mes antes del asesinato de sus padres, fue donde conoció a la víctima y cuando entablaron amistad, le sedujo, y planeó el asesinato de sus padres para así quedarse con la herencia?
—¡No! Yo nunca...
—¡Protesto, señoría! El letrado está haciendo suposiciones sin pruebas y... —Empieza a vocear Domenecci.
La sala saldrá ardiendo de un momento a otro. Hay tantas voces que ni el juez se hace oír aunque grita.
—¡Silencio! ¡Silencio en sala! —Su señoría golpea el martillo sobre la mesa.
—Lo retiro, señoría. —El abogado de la acusación tiene una sonrisa macabra en los labios cuando me mira—. Volveré a formular la pregunta.
—Adelante —le indica el juez.
—Señorita Simpson, ¿admite usted que dio una charla sobre uno de sus libros docentes la pasada primavera en el instituto local a los alumnos de segundo curso, el mismo al que iba el fallecido?
—Sí, pero no le conocí yo...
—Conteste solo con sí o no, señorita Simpson —el juez es quien habla.
—Sí —el temblor en mi barbilla se ha expandido a mis brazos y piernas.
Una mujer del jurado que me está mirando da un brinco y desvía los ojos cuando la miro. Veo el miedo en sus enormes ojos azules. Pienso en que tendrá un hijo adolescente y que las palabras del picapleitos le han calado hondo.
—Gracias por su sinceridad, señoria Simpson. —Parece un pavo real con el pecho inflado de orgullo—. Y al finalizar la charla ha dedicado usted ejemplares donados a los alumnos.
—¡Protesto señoría! —Domenecci se levanta—. Que el letrado haga preguntas y no afirmaciones. Además, es irrelevante lo que haya pasado durante una de las tantas charlas docentes que ha dado mi defendida a lo largo de su carrera.
—Aceptado. Letrado, haga la pregunta.
—Mis disculpas, señoría. ¿Firmó usted ejemplares de sus libros tras su charla?
—¡Protesto!
—Es un dato muy importante para la acusación, señoría. Se adjunta prueba: ejemplar del libro de la acusada firmado para el fallecido.
El juez golpea el martillo, todos gritan, llego a oír uno que otro «asesina» en el aire.
—¡Protesto!
—Desestimado. Prosiga, letrado. —El juez les hace callar. Mi abogado parece hundirse en la silla cuando se sienta.
—Según se aprecia en las fotografías —el abogado empieza a pasar una serie de fotos frente al jurado para luego ponerlas sobre una pizarra blanca al lado del banquillo—, aquí se puede leer la dedicatoria:
Para ti que sueñas con números
que quieres dejar de ser uno.
Cree en ti.
Con cariño, Alice
—¿Es esta su letra, señorita Simpson?
—Sí —me tiembla la voz y todo el cuerpo.
—¿Y así es como dedica sus libros? ¿Con ese cariño tan... pasional alienta a los jóvenes estudiantes?
—¡Protesto, señoría! Las insinuaciones del letrado son innecesarias e infundadas.
—Retiro la pregunta —suelta pero añade sin apenas respirar—: ¿Descubrió que Jeremy era un joven problemático e influenciable antes o después de seducirle para convencerle a perpetrar el asesinato de sus padres?
—¡Protesto! ¡Eso es una vergüenza, señoría!
—¡Doscientos ocho! —Chillo y todos se callan. Tengo las manos sobre la cara, quiero ocultar las lágrimas, quiero volverme invisible.
—Solo conteste a las preguntas, señorita Simpson —me advierte el juez.
—Doscientos ocho —repito y miro al frente—. Había doscientos ocho alumnos ese día. La charla terminó a las diecisiete horas y diez minutos. Firmé treinta ejemplares.
—¡Protesto, señoría! —Grita ahora la acusación—. La acusada no ha sido llamada a declarar, sino a ser interrogada.
—Señorita Simpson, tengo que advertirle que...
—Lo sé porque usé dos bolígrafos para firmar. Uno azul y otro negro. Con el azul les dediqué los libros a las chicas, con el negro a los chicos. Fueron diez en total.
—¡Protesto, señoría! La acusada está ignorando las órdenes de la sala.
—¡En todos puse lo mismo! —Grito, tengo que hablar, ya me da igual salir de aquí esposada—. Eran diez chicos y pasaron delante de mí sin que les prestara atención porque no me miraban, solo querían la puntuación por quedarse más tiempo si se llevaban el libro firmado.
—Señorita Simpson, le acusaré de desacato. Letrado, haga entrar en razón a su cliente.
—Alice, tienes que parar, por favor —Domenecci está frente a mí, me sujeta las manos, yo miro pero no veo más allá de las lágrimas. No quiero callarme. No puedo hacerlo. Lo hago por mis padres.
—¡Quince! —Apunto al jurado. Una de las mujeres se encoje un poco cuando ve que le señalo a ella—. Se ha mirado usted el reloj de pulsera quince veces en los últimos tres minutos. Cuatro —le apunto a otro—: siempre niega con la cabeza cuatro veces cuando escucha algo que no le gusta.
—El jurado no tendrá en cuenta nada de lo que diga la acusada —el juez empieza a hablar.
Sin embargo es tarde: me miran, realmente me están mirando por primera vez desde que este circo de los horrores ha empezado.
—Veintisiete —sollozo tan alto que casi todos los presentes se callan.
Veo entonces a Yang, al lado de la puerta de entrada a la sala. Con el tumulto y el griterío no me he dado cuenta de que ha entrado. Dos agentes le sujetan por los brazos, él lucha por liberarse, puedo ver las lágrimas en su cara.
—Veintisiete —repito, ahora solo miro a Yang—. Son veintisiete pasos desde la biblioteca hasta la habitación de mis padres. Los conté porque era la única manera de mantenerme consciente mientras avanzaba por el pasillo. Veintisiete pasos separan lo que era de lo que soy hoy. Y eso nadie podrá devolvérmelo jamás.