Día 111

 

 

ODIO EL número uno. Es frío, es calculador. Hoy tengo a tres enmarcado un día horrible.  

Ayer hasta pasadas las cuatro de la tarde no tuve fuerzas para bajar a la cocina a prepararme aunque fuera un té. Pensé en llamar a Rose, en pedir ayuda, pero no puedo ponerla en esa clase de compromiso... la verdad es que quería llamar a Yang, y recordé que no necesito más frío en mi pantano personal.  

Pediré que me den cita para mañana. Me conozco y sé que Wilson está muy cabreado y decidido a joderme. Él es así, pasa desapercibido durante semanas, recargando fuerzas, y entonces regresa más cabrón que nunca. 

Hoy me tiemblan mucho las manos. La disfagia no es grande, aunque tendré que tomar alimentos más líquidos, supongo que puedo hacerme una crema de verduras. Estuve hablando frente al espejo hace un rato y se nota mucho la debilidad en el habla. 

Estoy apoyada sobre la encimera, dispuesta a pelar un par de patatas y un calabacín cuando noto el primer temblor en el fondo de mis ojos, detrás de mis retinas. 

Es extraño. Creo que cuando llevas demasiado padeciendo de algo llega un momento en que lo ves venir; siento una descargar de energía tras mis globos oculares y miro mis manos; mis dedos se doblan y mis muñecas se tuercen hacia dentro. Mis piernas reciben el latigazo y mis rodillas flaquean. Veo el suelo acercarse a mi cara con rapidez, pienso que debería protegerme el rostro, pero no puedo con mis brazos. Mi mejilla izquierda choca contra las baldosas blancas, mi cabeza rebota, el dolor es como ácido en mi garganta, noto el calor de la sangre que me brota de la ceja, al poco tiempo tengo una almohada de hemoglobina bajo mi cara. La sangre huele metalizada, un aroma único y que lamento conocer tan bien. Mis piernas se están sacudiendo, todo mi cuerpo lo hace. Lo asisto todo desde el interior. No puedo reaccionar, si soy sincera, no puedo ni pensar en hacerlo; apenas observo desde dentro como me derrumbo. 

Un segundo de oscuridad después, o puede que horas más tarde, abro los ojos sin recordar haberlos cerrado. 

Hay sol todavía al otro lado de la ventana. Tengo que llegar al teléfono, me repito. Intento moverme; la sangre acumulada bajo mi cara se ha vuelto pegajosa, huele fuerte. Quizá lleve más tiempo de lo que creo aquí tirada. 

Mis oídos están taponados, es como estar dentro de una burbuja cerrada al vacío. Me arrastro; noto que mis manos siguen torcidas, me duele horrores mientras intento estirar los dedos.  

He logrado moverme un poco. El sofá está cerca, detrás de este está la mesa de centro. Mi teléfono está allí. No queda nada. 

Abro los ojos una vez más sin saber cuándo los cerré. Ya no hay sol. La penumbra me causa un terror infantil, primario; veo el sofá y lo único en lo que puedo pensar es en que no haya nada debajo. Me da miedo ver un par de ojos brillantes. La muerte los tiene rojos. 

Mi boca sabe a sangre y bilis. Mis ojos, aturdidos, se han acostumbrado en algo a la penumbra. Logro moverme un poco más. Me doy cuenta de que mis piernas son un peso muerto y el pánico me paraliza. Respiro hondo antes de intentar moverlas. No puedo mover nada de cintura para abajo.  

Quiero gritar. Me siento en una pesadilla en la cual mi voz se niega a ser una de las protagonistas. Estiro los brazos y alcanzo el borde de la parte baja del sofá de tres plazas. Hinco los dedos. Duele. Me pincho con algo, quizá las grapas que sostienen la tela. Tiro. Mis bíceps en un tira y afloja con el peso del resto de mi cuerpo. Sé que puedo sentir mis piernas porque noto las rozaduras de la moqueta en mis rodillas desnudas, pero siguen sin responder a mis órdenes. 

Soy como Ártax atrapado en el lodo de la tristeza. Veo a mi hermano, arrodillado a mi lado, intentando que me mueva, está suplicando que lo haga. En este instante quiero rendirme. Quiero descansar. 

Oigo algo, un ruido lejano que invade mi burbuja de atolondramiento. Un coche en la calle. Rezo para que sea Yang. El coche se marcha tras dos bocinazos. 

Hay al menos doce casas en mi calle. Ningún vecino se ha preocupado por mi estado y no lo harán hoy. Cuando me encuentren mañana o pasado, algunos llorarán y dirán lo buena que he sido. Soltarán frases plagadas de falsedad para sentirse mejor consigo mismos. Cuando me encuentren querrán volver atrás y haber venido a verme. Cuando me encuentren, serán como todos esos humanos que nos rodean en nuestro día a día y que solo se dan cuenta de que te vas cuando ya te has ido. 

La mesa está cerca y yo me siento como a millas de distancia. Veo los ojos de Yang, pienso en que, si logro moverme, le diré que cuando le conocí brillaron exactamente dieciocho veces al mirarme. Le diré que fueran treinta y cinco las veces que sonrío de manera disimulada, le contaré que fueran doce las que pensé en cogerle de la mano durante mi última cita médica, le confesaré que son veintisiete los pasos que separan la biblioteca de la habitación de mis padres y que cuando llegué allí no pude despedirme. 

Una sacudida ajena que nace en mi interior me deja bocarriba. No recuerdo haberme girado. No veo una mancha en el techo con cara de mapache, solo el reflejo de las farolas que, desde la calle, iluminan la noche. 

Giro la cabeza. Estoy al lado del sofá, logré llegar aquí. Queda tan poco... otra sacudida. Siento presión en el pecho, me ahogo, toso. Mi hermano me grita que no lo haga, que no me rinda. Mamá me entrega una bufanda de colores y me dice que la lleve puesta pues hace frío fuera. Mi padre sonríe desde el otro lado del salón con un agujero de bala en el cráneo. 

Me doy la vuelta. Lo tengo todo blando por dentro. Estiro la mano, toco la pata de la mesa de centro. Un poco más, solo un poco. En la oscuridad palpo hasta donde alcanzan mis dedos atrofiados sobre la mesa de cristal. El mando de la tele me cae en la cara, dos revistas hacen lo mismo, el jarrón se sacude y se cae al otro lado, el teléfono al final se digna a dejarse atrapar. 

Bajo el brazo como si fuera una extremidad que le pertenece a otra persona. El móvil cae al lado de mis dedos compungidos. La pantalla se ha encendido. De fondo hay una foto mía con Rose tomada el día en que vino por primera vez. Me gusta esa foto. Sonrío, pero la sonrisa se queda atascada en algún sitio entre los nervios y los músculos de mi cara. 

Doy con el dedo en la esquina inferior, se abre la pantalla de marcación. Sé que son números lo que veo. Sé que puedo y debo marcarlos. No los reconozco. No sé qué ponen. 

Un miedo mucho peor que el que viví hasta ahora me arranca un sollozo reseco. Recuerdo a uno de los tanto médicos diciendo que podría llegar a un punto en que se degenerara mi cerebro. Me pregunto cómo puedo saber qué significa la palabra «degenerar» en este preciso instante y no diferenciar el uno del cinco en la pantalla de mi teléfono. Ese Dios sentado allí arriba jugando a ver quiénes aguantan y quiénes no se tiene que estar partiendo de risa. Me ha quitado lo único que amo. Si no seré capaz de saber qué número adoro, cual odio, o contar las veces que Yang me sonríe, ya no estoy segura de querer seguir haciendo esto. 

Cierro los ojos una vez más y me grito que he de abrirlos antes de volver a la inconsciencia. Es tentador, lo confieso. Tentador y cálido.  

Miro la pantalla. Solo tengo que darle a algo, al número que sea. Todos me parecen trazos sin ton ni son unidos por líneas negras. Tengo miedo de tocarlos sin saber qué significan. Entonces lo veo: 3. Al principio apenas son rayas amorfas, hasta que lo reconozco. Yang es mi 3. Le doy con el dedo anquilosado a la pantalla. Escucho algo a lo lejos. El teléfono te está hablando, me digo. No sé cómo contestarle. Tengo miles de frases en mi mente y ninguna de ellas se digna a convertirse en voz. Repito el movimiento sobre la pantalla, al número 3. Y le vuelvo a dar. Una vez más. Y otra y otra vez. Un grito. Sé que es Yang, reconozco mi nombre en su voz. 

Estoy muy cansada. Mi hermano está sonriendo. Juraría que noto su mano en mi cara. Son las once de la noche, anuncia mi despertador. Me toca la medicina. No creo que logre llegar a la planta de arriba. Tengo demasiado sueño.