Día 183

 

 

 

ME DIERON EL alta esta misma mañana; dos noche y un día ingresada. Según el médico tengo dos costillas «casi rotas», el pómulo «casi fracturado» y un ojo que parece una pelota de tenis morada.  Los «casi» tendrían su gracia, incluso estoy «casi» segura de que me reiría si no estuviera tan cabreada por la impotencia que siento. No quise quedarme ingresada más tiempo, y como insistí en que me dieran el alta voluntaria, Yang firmó como responsable y logró sacarme de allí. Necesitaba volver a casa, descubrir qué narices está pasando. Dije a la policía que no tengo ni idea de qué ocurrió; oculté lo del ordenador y mis sospechas, porque en realidad aún no sabía  qué sospechar ni pensar.

Mientras Yang hacía arreglos para cambiar su turno y poder quedarse conmigo, he dedicado cada minuto a repasar los carpetas, imprimir hojas, revisar números, fechas... esto es mucho más gordo de lo que me había imaginado en un primer momento.

Le dije algo a Yang aún en el hospital, mis sospechas de que estaba relacionado con el ordenador de mi padre que encontré y las cosas raras que hacía, y tras cabrearse de lo lindo porque no le dije nada aquel mismo día, ha decidido que lo de dejarme sola no volverá a ocurrir, y que le da igual que le descubran.

Acaba de llegar a casa y me está abrazando con tanta fuerza que apenas me deja respirar. Me besa la frente y luego recorre mi mejilla con los dedos; hace una mueca y gruñe cuando acaricia mi ojo morado.

—Necesito que me lo cuentes todo.

—Pues es mucho más raro de lo que te puedas imaginar —. Le cojo de la mano y le guío al despacho de mi padre; abro la caja fuerte, sacando el portátil.

Yang se sienta en la silla auxiliar del escritorio; su mueca tan característica, las cejas bajadas en un ángulo recto y perfecto sobre sus ojos asiáticos le dan un aire peligroso, impacta; será un gran jefe de Homicidios algún día.

Me siento a su lado y empiezo a abrir los documentos, tablas de cálculos y emails; saco la bolsa en la que he guardado toda la información impresa y, de pie, la esparzo sobre la mesa. Yang se levanta, no sé si para ver mejor qué hago o si para ponerse a mi lado. Me toca el brazo y agarra mi mano derecha. Estoy temblando horrores. No es un buen momento para una crisis.

—Tienes que respirar despacio —susurra, pegando su boca a mi mejilla—. ¿Qué está pasando, Al?

—Mira —empiezo. Será largo y espero poder hacerme entender sin parecer que estoy loca de remate—: a mi padre le encantaba jugar con las acciones; comprar y vender, pero lo hacía como un pasatiempo; desde el infarto que tuvo hace dos años mamá casi le prohibió que siguiera con el tema, ya sabes, incluso estaba alejado de Mineralia desde hacía meses, solo recibía los papeles, firmaba cheques, la empresa caminaba sola.

—Sí —Yang asiente. No me ha soltado la mano y acaricia mis nudillos con cariño. La pistola en la riñonera, la placa y el uniforme descuadran con la mirada tan dulce que me dedica.

—Bien, ahora mira eso: empezó dos meses antes de que muriera. Aquí apenas se nota: a cada dos compras hace una venta, luego dos compras, una venta pequeña, y salta a una compra de una acción de casi 17 mil dólares —Yang silba y arquea las cejas—. Exacto. Y es solo el principio; el dinero de la compra no proviene de ninguna de las cuentas de Mineralia ni de la suya personal. No es para darle demasiada importancia si se trata de algo puntual, pero entonces empieza a seguir una secuencia, y esa compra tan grande, en realidad, ha sido solo una prueba para las gordas que vinieron después.

Me suelto de Yang y cojo un tocho de papeles. Voy al centro de la sala y empiezo a ponerlas sobre el suelo; sé que desde fuera parece que esparzo hojas sin ton ni son, pero Yang me conoce, sabe que no es así; aleja las sillas y me sostiene por el codo cuando nota que mis rodillas flaquean. Lo hace sin decir nada, apenas me dedica una sonrisa indicando que siga.

—¿Qué ves? —Pregunto una vez tengo las cuarenta y ocho hojas puestas en seis columnas verticales de ocho folios cada una.

—Demasiados números juntos —contesta y me lleva a la silla para que me siente.

—Estoy bien —digo intentando no sonar brusca—. Mira —me pongo al lado de la primera hoja—: si sigues en horizontal verás por las fechas que son movimientos que duran dos meses, ciento ocho movimientos cada día, todos ellos realizados con una diferencia de entre treinta y cinco y cincuenta y siete minutos; es muy específico y nada puntual como para ver la secuencia si no la buscas... si quieres programar que tu cuenta haga movimientos, normalmente pones horas exactas para finalizarlos, incluso si tienes un bróker, cosa que mi padre no tenía, haría tus operaciones a determinadas horas, nunca, a no ser que lo hiciera una máquina, podrían ser tan exactos.

—¿Y estuviste calculando todos estos números uno a uno para sacar las horas en que se hicieron en una mañana? —Pregunta Yang, aunque tengo la sensación que lo que hace es interrumpirme para que así hable más despacio.

—No ha sido necesario; los números en rojo son las horas de los movimientos, los he añadido yo, vi la secuencia y la fui poniendo.

—¿De cabeza?

—Yang...

—Perdona, Al, solo es que... no sé dónde quieres llegar, y te conozco lo suficiente, a ti y a tu cerebro lleno de número; estás nerviosa y no quiero que...

—Escúchame, por favor... —Yang se calla y se sienta—. Bien. Primero, las horas: la secuencia es perfecta, sería humanamente imposible hacerlo, claro que podrías calcular los tiempos y estar pendiente del ordenador y así comprar y vender las acciones de forma manual, pero las probabilidades dicen que no es posible; entre el ojo humano, la orden del cerebro y la mano que ejecuta esa orden, hay unas cuántas milésimas de segundos, nadie sería tan preciso, menos todavía, siguiendo una segunda secuencia oculta, menos aún, durante dos meses seguidos e ininterrumpidos.

Cojo el marcador amarillo y voy a la primera hoja; me tiro un par de minutos marcando unos cuantos dígitos y entonces me alejo para seguir hablando:

—Dos, trece, ocho, quince, uno.

—¿Y eso es?

—La secuencia de compras y ventas: dos compras de acciones pequeñas, trece compras de acciones medianas, ocho ventas de pequeñas, quince ventas de medianas, una compra de una acción bestial que cuesta siempre más de cincuenta mil dólares. Y así vuelta a empezar. Una y otra vez.

—¿Y eso se repite en todas estas hojas?

—En todas las hojas, durante dos meses, todos los días, las mismas horas y minutos, los mismos importes, las mismas empresas pequeñas y medianas, y lo único que cambian son las acciones gordas, para estas, cada vez ha sido a una empresa diferente, y para cada compra, el dinero ha salido de una cuenta corriente distinta. Y mira —estoy tan acelerada que el pulso me late en los oídos. Cojo el ordenador y empiezo a teclear—: las cuentas corrientes son o bien de Las Bahamas o de Panamá, todas diferentes, todas a nombre de mi padre. Dinero de paraísos fiscales para comprar acciones en empresas valoradas en millones, y lo mejor es que estas empresas ni siquiera existen, Yang. Blanqueo de capital y todo esto oculto tras un sistema automático de compra y venta de acciones que podría haber seguido así durante meses. ¿Sabes cuánto dinero tiene cada una de estas empresas fantasmas ahora mismo solo con los dos meses de movimientos que tengo aquí?

—Demasiado para contarlo con los dedos... —murmura Yang.

—Más de cinco mil millones de dólares cada una. Dinero inexistente de países extranjeros que ahora corren en nuestro país sin impuestos, sin fisco, libremente.

—Lo siento, Al... pero ¿estás segura de que tu padre no sabía nada de eso?

—Un par de días antes de que... antes de que les mataran, mi padre me dijo que el ordenador hacía cosas raras; el ratón se movía solo, se encendía, se apagaba... le revisé el pc, encontré un par de troyanos, nada importante. Así que le puse un antivirus, un cortafuegos..., no le di importancia, no en el momento. Y también encontré eso. —Le enseño una hoja. La he apretado tanto entre mis dedos que está casi destrozada—. Es una copia de un email que mi padre mandó al tío Alex la noche antes de morir; le dice que algo está pasando, algo gordo y que no cree que sea seguro hablar por escrito ni por teléfono, que tienen que verse. ¿Sabes qué ha contestado mi querido abogado? Le ha puesto, textualmente: «Tranquilo, mañana hablamos. Sea lo que sea, lo arreglaré». Y esa noche entraron en la casa y un chaval les voló los sesos.

—Alice... eso...

—¿Y si ese chico sabía perfectamente lo que buscaba? Por eso tras martarles fue a la biblioteca; hacia solo unos meses que mi padre había cambiado su despacho a la planta baja, Yang. Nadie lo sabía. ¿Y si se dirigió allí porque es donde se suponía que estaba el ordenador pero se encontró conmigo? Yang... Alexander Cristol, amigo de mi familia desde hace décadas, mi abogado, él, el alcalde y alguien muy gordo que todavía descubriré quién es, han utilizado el nombre de mi padre para lavar dinero, se acojonaron cuando yo, sin querer, les jodí los planes al tocar el sistema informático y mandaron al sobrino yonki del alcalde a por el ordenador; el chaval estaba colocado, así que mató a mis padres, y luego le maté yo...

Yang se levanta, camina despacio hacia mí y me coge la mano. No me doy cuenta hasta que me quita el rotulador amarillo y lo que queda de la hoja de las manos y me rodea con los brazos, apretando lo suficiente para que mis temblores se estabilicen.

—Alice —empieza a hablar, y sin salir de su abrazo, miro hacia arriba—. Vamos a descubrir quienes están detrás de todo esto. Y esos hijos de puta lo van a pagar. Te lo juro.

Me abrazo a él tan fuerte que mis huesos crujen.

Van a pagar. Sopeso sus palabras y empiezo a llorar sin poder evitarlo.