Día 2
NO SOY UNA persona muy sociable. Mi hermano Tommy era el experto en tenerles despiertos a mis padres hasta las tantas. Yo, en cambio, prefería pasar el tiempo estudiando, ya que, y no vale de nada negarlo, mi amor por las matemáticas en ocasiones me cegaba hasta tal punto de que quería a los números más que a las personas.
Ahora añoro las discusiones con mi madre cuando intentaba por todos medios sacarme de casa. En una ocasión llegó a llamar a mis amigas de la infancia que no veía desde los trece años para intentar que saliera. Tenía veintiuno para entonces. Pitágoras requería mi atención más que un par de cervezas y aunque ella lo hiciera de corazón no valía de mucho.
En estos momentos me encantaría una copa. No es que el alcohol entre en la lista de la compra del estado —qué menos en la de cosas que puedo consumir—, así que me siento frente a la ventana de la habitación con una taza llena de algo que sí puedo tomar. El té está caliente, lo dejo en el alféizar y cojo mi libro: «El último número primo», reza la portada. Antes, cuando todavía tenía algo dentro además de amargura, me emocionaba cada vez que veía mi nombre en la cubierta de esta undécima edición académica. Mi padre estaba tan orgulloso que fue personalmente a la casa de los vecinos cercanos y les entregó una copia. Todavía me pregunto qué mesa ha calzado la señora Rimell con su ejemplar.
Mi abogado me convenció y al final acepté el pacto que ofrecía el fiscal. Tener que levantarme y decir ante toda una sala que me declaraba culpable, ha sido, con diferencia, una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Reconocer los restos de mi hermano cuando murió encabeza la lista junto a encontrar los cuerpos de mis padres. Al menos me queda la tranquilidad de que todo por lo cual luchó mi padre a lo largo de su vida quedará intacto. Nunca quise Mineralia, su empresa; él la fundó y la levantó por nosotros, pero sobre todo porque tenía depositadas en Tommy las esperanzas de que el negocio siguiera en la familia. Así pues, mientras que dure mi condena, Alexander se encargará de estos temas, y cuando todo esto termine veré qué hacer con los inmuebles, la empresa, la herencia... lo único que quiero es a ellos de vuelta.
No soy culpable. Cada vez que me miro a un espejo me repito eso en voz alta. No he asesinado a nadie; he matado al hijo de perra mal criado que asesinó a mis padres. Y encima fue un accidente; no es que apuntara con el abrecartas a su arteria hepática. La biología nunca ha sido lo mío. Los números se pueden borrar y repetir la ecuación, el cuerpo, la medicina, eso tiene poco arreglo si te equivocas.
Cuando salimos del juzgado Alexander Cristol —que insistió entonces en que podía volver a llamarle tío Alex—, se enzarzó en una discusión nada amigable con el agente que me conduciría a mi prisión particular: quería que me quitaran las esposas. Resultó inútil, y hasta que no estuve en la misma puerta, con los pies dentro, no me las quitó.
Llevo dos días de mi condena. Bueno, matemáticamente hablando, todavía no los he cumplido. Y aunque esa sea mi casa, donde crecí y regresé a vivir con mis padres desde hace poco más de un año, en estos momentos más que nunca, me parece una casa ajena, me ahoga esta sensación constante de que tengo que excusarme incluso para usar el cuarto de baño.
Cuando llegué, el martes pasado, llevaba fuera desde... aquella noche. Mis últimos recuerdos de aquí son mis padres sin vida y para cuando me desperté en el hospital tras la cirugía estaba esposada a la cama y un guardia hacía turno frente a la puerta de mi habitación. De ahí a la comisaria al día siguiente, y de esta, a los dos días de juicio. Consideraron que como la bala no provocó daños que pusieran en peligro mi vida, podría estar sentada quince horas en una sala de juzgados. Es lo que tiene matar al sobrino del alcalde. Pasan a tenerte como la persona más importante del momento.
En cuanto el policía me quitó las esposas al llegar lo primero que hice fue rodearme con los brazos. Apreté tan fuerte que mis costillas chascaron. Es como cuando quieres pellizcarte para estar seguro de que no sueñas; necesitaba asegurarme de que era real. Miré al salón y me sentí desprotegida, vacía. Otro agente apareció y ordenó que me sentara. Mi abogado estaba presente y fue quien me guió hasta el sofá porque me quedé paralizada. Me puso la tobillera y me dio una serie de directrices a las cuales no le presté atención, y entonces, al fin, tras ciento trece horas y unos cuantos minutos que prefiero no contar, me quedé sola.
Antes de marcharse, mi abogado, tío Alex, me entregó una hoja con las instrucciones —o normas— del dichoso aparato que ahora llevo a modo de tobillera, me depositó un beso en la frente y me dijo desde lejos —o será que yo le oía lejano—, que se pasaría a verme al día siguiente para responder cualquier pregunta que tuviera. No me extraña que no haya venido. Ni ayer ni hoy. Ha llamado, eso sí. Es la única persona que lo ha hecho.
Es curioso lo rápido que huyen todos cuando dejas de servirles, o como es mi caso, no sirves para lo que quieren. Miro hacia la calle e incluso tengo ganas de reírme: nadie, ni un solo vecino se ha acercado, y sé que me vieron llegar. Ni siquiera se han dignado a darme los pésames. He pillado a la señora Rimell mirando desde la ventana en un par de ocasiones, su casa está cruzando la calle. Me imagino que le habrá prendido fuego a mi libro. Nadie ha venido. Y los niños pequeños de los Grimman que se han acercado a tirar huevos a la puerta principal no cuentan. Todavía no he salido a limpiar.
Lo primero que hice anteayer fue subir a la planta superior, directa a la habitación de mis padres. Cualquiera diría que soy masoquista, pero sentía que debía hacerlo. Quizás, en el fondo, albergaba la esperanza irracional de que nada ha ocurrido, de que vería a mi madre haciendo la cama mientras mi padre refunfuña sobre la cantidad de almohadas que pone de adorno. Me quedé de pie mirando al centro de una habitación desnuda, con una cama sin colchón, un suelo sin alfombra, olor a lejía en el aire, incluso las cortinas han desaparecido. Mi madre les daría una patada en el culo por tocar sus cortinas.
Cerré la puerta en silencio y lo mismo hice con la biblioteca, otro cuarto que parece un esqueleto, hasta quitaron la moqueta. Será que nosotros los asesinos sangramos demasiado.
Llevo desde entonces encerrada en mi habitación, de aquí voy al baño que menos mal está dentro, y lo más lejos que llego es a la cocina. Creo que puedo sobrevivir así, con este espacio. Es más de lo que tenía en mi pisito en el centro. El problema no son los metros cuadrados, sino lo que habita en ellos. Y la casa está llena de esta presencia dolorosa y espesa, como un perfume dulzón que se te pega a la nariz evocando un recuerdo lejano y desagradable. Hay demasiadas risas insonoras aquí dentro. Demasiado de quienes no volverán.
El tío Alex intentó que fuera mi piso el lugar en cual estuviera recluida durante la condena. Por supuesto ni han sopesado esa posibilidad; según la fiscalía han tenido en cuenta que esta, la casa de mis padres, es mi última residencia reconocida. Según yo, el fiscal y el alcalde han querido asegurarse de que vivir aquí sea parte de mi castigo. En todo caso me da igual la una que la otra. Soy lo suficientemente inteligente como para saber que no puedo vivir amargándome por dentro o me volveré loca.
He pasado toda la mañana revisando mi ordenador portátil, el mismo que miembros de la policía muy competentes y trabajadores han dedicado horas en volver invulnerable ante cualquier modificación, cerciorándose de que solo pueda acceder a cosas como el reproductor de música, la calculadora, el Word, y el navegador para usar el email y google, eso sí, con un «control parental» que incluye palabras como: muerte, suicidio y bomba. Supongo que temen que me vuele a mí misma por lo aires. Ha sido divertido teclear estas palabras y ver el aviso de que están restringidas; me imagino algún cerebrito mal pagado vigilando mi historial y todo histérico pensando en si decírselo o no al comisario. De momento no han venido a verme, así que supongo que no ha sido el caso.
He terminado hace un rato, soy tan buena persona que lo único que hice fue ayudarles a ayudarme: no hay nada en este mundo que no se arregle con un poco de códigos binarios y uno que otro virus de cosecha propia. Netflix ya está operativo. Amadores.
Dejo mi libro a un lado y cojo el ordenador, apoyándolo en una esquina del diván que tengo a los pies de la ventana. Creo que veré Orange Is The New Black. Va de una cárcel femenina. Será curioso.