Día 94

 

 

 

HE DECIDIDO tranquilizarme e intentar repasar lo ocurrido con Yang.

Barajo dos posibilidad: en el primero cuadro Yang es bipolar y tiene un trastorno de la personalidad importante. He descartado eso; no creo que le dejaran ser policía. La segunda imagen es la más plausible: se ha dado cuenta de la gran idiotez que sería relacionarse con alguien como yo, o mejor dicho, que un policía se relacione con alguien en mi situación. Esa es la más creíble, pero seamos sinceros, lo de ser bipolar resultaría mucho más interesante.

Me siento en el alféizar de la ventana. Me gusta ver la calle a estas horas de la mañana. Pasan poco de las seis.

El cielo está amaneciendo, perezoso como lo harán mis vecinos en sus casas. Yo, en cambio, estoy despierta y lista para correr. Y no puedo ni salir por la puerta sin contar los pasos que estoy dando.

Han pasado cuatro días, es martes, parece que hará buen tiempo, y Rose Marie ayer me dijo que libra. La verdad es que me ayudó mucho hablar con ella los últimos días. Ha resultado que somos más que compatibles, las dos tenemos un sentido del humor en ocasiones cruel, a ambas nos gustan las películas malas y las palomitas con doble de sal, y leemos como descosidas. Por un momento me planteé contarle algo sobre Yang, pero decidí no hacerlo. Es la primera vez que he querido compartir algo de mi vida con alguien y resulta que, si lo hago, lo más probable es que acabemos todos en los juzgados.

He dejado de mirar por la ventana para ver si Yang ha seguido pasando frente a la casa. Me envió un único mensaje ayer por la noche. Ponía, textualmente: «Enciende las luces del porche». 

Me levanto a por una taza de café. Lo sé, no debería de tomarlo, pero lo añadí a mi lista y una tacita pequeña no me matará. Wilson se portará bien hoy, lo presiento.

De regreso al salón abro mi ordenador y repaso los emails. Nada nuevo. Abro Netflix, Yotube... todo es lo mismo de siempre. Ver vídeos de gatitos no me resulta alentador. Le caigo mal a los gatos. Y a las plantas. Ahora podría ir a echar un ojo al jardín, puede que plantar algo, pero recuerdo que en mi vida, en lo referente a la flora, he tenido bajo mis cuidados dos cactus y ambos murieron. Uno lo ahogué y el segundo se secó. Logré que un cactus se muriera de sed. Así de hábil soy con la naturaleza.

Dejo la taza en el fregadero y salgo al patio trasero. Pienso en retomar mis planes de convertir el cobertizo en vivienda, y entonces miro al cielo; el horizonte, rojizo y mate a estas horas, se está encapotando; nubarrones oscuros se mueven mecidos por una ventisca que, aunque lejana, se hace notar.

Regreso dentro y abro el armario del pasillo. Llevaré un paraguas fuera, por si tengo que meterme corriendo en casa. Abro sendas puertas de madera blanca, retiro uno de los abrigos colgados y me encuentro con el sombrero de paja que solía usar mi madre en nuestros viajes a la playa. Lo cojo y lo sacudo un poco; apenas tiene polvo. En el suelo, al fondo, veo la bolsa de pana blanca con rayas azules que usaba para los mismos paseos. La saco y del interior cojo una toalla del mismo color.

Me acerco a la ventana con el playero y la toalla en la mano. Miro hacia atrás, al reloj de la cocina: las siete en punto.

Subo a la planta superior, y, mientras me preparo, canturreo una canción antigua que solía oír a mi madre cuando estaba distraída. No recuerdo la letra ni quién la canta, pero no se me olvida la melodía.

Bajo al salón, paso directa al patio, cojo una silla plegable de playa que está en un montón de trastos dentro del trastero y rodeo la casa con ella bajo el brazo. Llevo puesto mi bañador azul marino, unas chanclas que no usaba desde hace siglos, el sombrero de paja, mis gafas de sol y la bolsa de playa con un libro y un termo con té helado en su interior. Miro por un instante la cicatriz del disparo en mi muslo. Me estremezco pero no me dejaré vencer; hoy hace un día perfecto para disfrutar y pienso hacerlo.

Me doy un último repaso visual y le hablo a mi tobillera del estado de California:

—Vamos a ver si realmente funcionas —miro con seriedad a mi sistema de vigilancia—. Se supone que el tiempo de aviso es de cinco minutos. Yo digo que serán siete.

Y doy el primer paso fuera del céspede, pisando la acera. El corazón se me acelera y tengo ganas de reírme. De hecho estoy riéndome por lo bajo, con histeria disimulada tras mis gafas de sol. Miro la tobillera; la pequeña lucecita verde sigue encendida como lleva haciendo desde hace tres meses y cuatro días.

¿Izquierda o derecha? Izquierda. Empiezo a caminar, primero despacio, luego, acelerando el paso, intercalando miradas del pavimento al aparato en mi tobillo.

He alcanzado la casa de mis vecinos. Nada. Llego frente a la tercera casa de corte familiar y foto de portada para las familias americanas, y entonces ocurre: la luz cambia a rojo.

Alcanzo la esquina, cinco casas de distancia de la mía, por encima calculo que unos ciento cincuenta metros.

Abro la silla plegable, estiro la toalla sobre ella, me siento, cojo el libro del bolso y miro la hora en mi teléfono móvil: las 7:45. Han pasado tres minutos desde el primero paso en la acera.

Un pequeño paso para la humanidad, un gran paso para Alice.

Oigo las sirenas. Seis minutos.

—Ni para ti ni para mí —le digo a la luz roja que parpadea en mi tobillo.

Miro hacia mi derecha y veo el coche patrulla acercarse a toda velocidad, sirena y luces puestas. Las ruedas chirriaran y veo por el rabillo del ojo que levanta polvo y humo cuando se detiene del todo.

Un portazo. Las botas del agente golpetean el suelo enfurecidas. Se para frente a la silla, sus espinillas a quince centímetros de los dedos desnudos de mis pies. Sigo moviéndolos al son de una canción imaginaria y pretendo leer el libro.

—¡¿Qué se supone que estás haciendo?! —Grita entre dientes. Miro hacia arriba. Qué guapo y apuesto es el capullo. Borro mi sonrisa de inmediato y dejo de mirarle.

—Aquí, leyendo y tomando un té —contesto con naturalidad. Cierro el libro y bajo las gafas al puente de la nariz, mirándole por encima de las lentes—. ¿Y tú qué tal estás, agente Yang?

—¿Sabes que se te considera desde hace cuatro minutos como una fugitiva en búsqueda y captura?

—¿Solo cuatro? Perdona que te lo diga, agente, pero tenéis que mejorar el tiempo de respuesta...

—Súbete al coche —ordena y camina hasta posicionarse a mi lado.

—No, gracias. Estoy tomando el sol.

—Señorita Simpson, si en treinta segundos no doy el aviso de que está todo bajo control, llegarán más unidades, puede que  un helicóptero, y dudo mucho que pases la noche en tu cama.

—Y yo en bañador.

—Alice...

—No. Antes termino el té y el capítulo que estoy leyendo.

—¿Por qué demonios estás haciendo esto?

—No lo sé. ¿Por qué lo estás haciendo tú, agente Yang?

Él pone los ojos en blanco y se muerde la boca. Quiero reírme, pero me contengo. Estoy dolida, resentida con él hasta tal punto que lo único que quiero es hacerle reaccionar, quiero que me diga qué le ocurre.

—Eres irritante hasta límites que desconocía, Alice.

—Y tú eres muy irritable. Me lo pones fácil, Han —hago que su nombre suene a burla en mis labios. 

Apenas le veo venir: en un parpadeo me ha tomado en brazos y camina hacia el coche, abre la puerta trasera con una mano y me mete dentro, cerrando en mis narices antes de que pueda rechistar. Saldría, pero a la policía se le ocurrió que no se pueda abrir desde dentro. Por qué será.

Se pasa diez segundos peleándose con la silla; no es capaz de cerrarla. Me tapo la boca ya que me mira y no quiero que me vea reír. Tras una patada que casi logra plegarla, la coge junto a la bolsa de playa, abre la puerta del copiloto y las tira dentro.

Se sienta en su asiento, le da un par de empujones a la silla de metal y pone la marcha atrás.

Según vamos en sentido contrario veo que se han asomado varios vecinos. Algunos se ríen, otros parecen dispuestos a llamar al FBI si me ven hacer cualquier movimiento brusco.

Yang se detiene en la puerta de mi casa, se baja, saca la silla que pone armada sobre el céspede frontal, abre mi puerta, me saca en brazos y me pone sentada en ella.

—Aquí unidad 63, agente Yang. Alarma de vigilancia número 7/80 bajo control. Repito: ha sido un fallo técnico del aparato. ¿Recibido, central? —Le habla al walki.

Tras recibir la contestación oportuna, se pone las manos en las caderas; me fulmina con la mirada, hosco, su cara desencajada.

—¿Qué? —Pregunto disimulando naturalidad. Abro el libro y dejo de mirarle. Y como no tengo ni idea de qué hago creo que tengo el libro del revés...

—Qué pases buen día —anuncia y me da la espalda.

—No te imaginaba tan cretino.

—¿Cretino? —Se da la vuelta. Veo un boceto de sonrisa en su cara. No me gusta la combinación de esta con sus ojos, medio cerrados, tensos.

—Porque ahora dirás que han sido imaginaciones mías, que el beso del otro día...

—Lo del otro día —me interrumpe—, fue un error. Uno muy grande que estoy subsanando.

Empieza a llover. La tormenta ha llegado tan o más deprisa que el coche patrulla.

—Me gustan las tormentas de verano —digo, apartando la mirada. Sigo sentada, levanto la cabeza y cierro los ojos.

—Deberías entrar. Podrías ponerte enferma, y eso solo será más trabajo para tu agente asignado.

Cuando le miro un déjà vu doloroso me golpea el centro del pecho. Está de pie, a pocos pasos, empapado tras apenas unos segundos de lluvia, me cuesta verle del todo a causa del agua que cae enrabietada. Siento que se encoje mi corazón. Me levanto. Ese momento hace unos días presagió un instante que intento atesorar aunque sepa que es inútil, y que al parecer solo significó algo para mí.

—Recibirás los datos del nuevo agente en los próximos días —retoma la palabra. No me mira—. Que te vaya bien.

—¿Qué coño está mal contigo? ¿En serio me vas a decir que no pasó nada?

—Como he dicho, fue un fallo técnico.

—Ya, como el de mi tobillera —replico. Estoy llorando. Agradezco que el agua de la lluvia se mezcle a las lágrimas y las disimule.

—Soy un agente de la ley y tú una reclusa. Fin de la historia. Espero que sepas comportarte con el nuevo agente. No todos tienen tanta paciencia con personas como tú.

—Raras, dirás.

Me repite que no piensa seguir discutiendo y que me meta en casa. Me desea suerte otra vez con mi nuevo agente.

Lo estoy poniendo todo perdido de agua. Dejo las cosas fuera. No creo que los vecinos llamen para decirme que se me olvidó una silla.

Me dejo caer en el sofá. Tiro de una mantita que hay sobre el respaldo y me enrollo en ella.

Solo soy una reclusa, me repito sus palabras.

Inocente, eso sí. Al menos eso nadie me lo va a quitar.