Día 230
LLEVO UNA HORA sentada en la sala de los juzgados. El caso es tan mediático que tardaron casi cuarenta minutos en conseguir que me bajara del coche frente al Edificio de Justicia.
Hoy al fin dan el fallo: quitarán lo que queda de pena y el caso se considerará nulo, no quedará ni registro de mi caso en el sistema legal. No lo creeré hasta que lo vea; mientras tanto sigo sentada, intentando secarme el sudor de las manos. Me río cuando pienso que al menos en esta ocasión no voy esposada. Algo es algo.
Un pinchazo en el costado y me quejo por lo bajo. Hace veintinueve días que todo ocurrió. Las heridas se están cicatrizando, me quitaron los puntos de cuando me extrajeron la bala que por suerte, según el médico, pasó a apenas tres milímetros de mi hígado; si llega a acertar hubiera muerto en el acto. Tres milímetros. Y pienso en Yang. Él es mi número 3.
El enredo del asesinato de mis padres resultó estar tejido de una manera mucho más complicada de la que imaginábamos: al acceder a los teléfonos de los dos policías involucrados llegaron a cinco agentes más, de estos a mi «abogado y amigo de la familia», de él al alcalde, y de este último a la red de narcotraficantes más grande del sur de California.
De las drogas provenía el dinero para las compras de acciones que hacía las veces de blanqueo de capital. Cocaína, todo muy blanco, bromeó Rose.
Era tal el alcance que el aviso que dio el pobre John antes de morir no llegó a las patrullas; Yang fue a la casa porque intentó llamarme al móvil, y cuando no contesté y telefoneó a su amigo con el mismo resultado, decidió acudir. Él fue quien dio el aviso al llegar y ver que John no estaba en el vehículo patrulla. Si no lo hubiese hecho hoy no estaría aquí esperando a que me devuelvan mi libertad de una vez por todas.
La mayoría de los agentes eran de la brigada Antivicio, los sobornos que recibían en sus cuentas les conectó a Alexander, el querido tío Alex: él realizaba los pagos para que no hubiera nadie en el puerto cuando los cargamentos llegaban. Y mi querido tío, como es un hombre muy noble y amigo de sus amigos, no tardó ni un día en delatar al alcalde y a los que estaban en la cima de la pirámide. Necesitaban los ordenadores para borrar huellas; ya tenían un cabeza de turco llamando la atención a la prensa: una pelirroja con muy mala leche y con un verdadero león decidido a protegerla, con eso último no contaba el muy capullo.
Alexander Cristol llegó a un acuerdo: protección de testigos. Ojalá el sistema sea lo suficientemente débil como para que le encuentren rápido; no lograron detener a uno de los cabecillas del cartel, así que le deseo todo lo mejor en su nueva vida. Espero que le hagan solo la mitad de lo que les hizo a mis padres y a mí. Sé que el rencor, así como la tristeza, es un gusano que se arrastra por dentro de ti, que si lo alimentas solo se hará más grande. Pero nadie me puede culpar por sentirme así. Pasaré página cuando todo acabe aunque nunca lo olvidaré. Mis deseos quedarán en el aire como todo lo que uno pide en silencio y a solas: flotarán, se alejarán pero siempre estarán presentes, nadie podrá quitarme eso.
Según Alexander confesó en su interrogatorio la muerte de mis padres no estaba planeada; la culpa la tuvo el alcalde que insistió en que su sobrino era de fiar sin saber que el crío llevaba mucho consumiendo —cortesía del propio alcalde—, y si mandas a un yonki armado para que allane una casa, no puedes esperar otro desenlace.
Daños colaterales, me imagino que habrá dicho. Aún no le he visto en persona, pero si lo hago antes de que le entreguen su nueva identidad y le manden lejos de aquí, me aseguraré de decirle lo que pienso. Eso no va a ocurrir, pero me consuela la idea.
Miro el reloj de pared. Las 12:00. Es la misma sala que ocupé hace poco más de ocho meses. Durante este tiempo he ido de la mano con la muerte más veces de las que muchos podrían alardear de haberlo hecho. Le di la mano, la miré a los ojos, y he vuelto a nacer el mismo número de veces. Yang me ha mantenido con vida. Él es la razón por lo que no he dejado de luchar.
Al pensar en él me doy cuenta de que sonrío. Quiero terminar de una vez y desaparecer. Me da igual adonde quiera llevarme.
Yang está suspendido de servicio y por dos razones distintas: la primera por «involucrarse sentimentalmente con una reclusa del Estado de California» —eso ponía el papel en grandes letras mayúsculas—; nuestro abogado le ha restado importancia, pues nos aseguró que nada más salir de aquí pasaré a ser una ciudadana sin deudas con el estado, actuales ni pasadas, así que Yang no puede ser penalizado por una infracción que no ha cometido. Vacíos legales que a mi actual abogado le parecen encantar. En cuanto a la segunda, se debe a que mató en servicio a un oficial con un arma que no le pertenecía; más que nada es burocracia, no le pueden incriminar pues se ha demostrado que el agente en cuestión era culpable, pero ha muerto, así que tienen que cumplir con la burocracia hasta que el juicio en contra de toda esta mafia no termine.
Y, contra todo pronóstico, nunca le he visto tan tranquilo, sobre todo cuando en el hospital al día siguiente del ataque me quitaron la tobillera. Yang tomó el trasto de la mano del agente, lo tiró en el suelo y dio dos pisotones certeros. Luego me tomó de la cara y me besó con descaro. Un agente trajeado acababa de entrar y carraspeó a nuestra espalda, a lo que contestó:
—Quítame la placa si quieres. Ah, no, si ya la tienes.
El agente soltó una carcajada y Yang susurró un te quiero sobre mis labios.
Fue la última vez que se alejó de mí en las últimas semanas, hasta este preciso instante, porque no le han dejado entrar conmigo, solo lo puede hacer mi abogado.
Son las 12:40. Empiezo a impacientarme. Por mi mente pasan varios pensamientos distintos, todos ellos acaban conmigo encerrada otra vez y dos tobilleras en lugar de una. Intento quitarme eso de la mente, así que toco la pulsera de plata que me regaló Rose como si fuera un talismán; está hecha por encargo, por delante una serie de líneas talladas en la plata dibujan olas y por detrás, donde solo yo sé que tiene algo, pone:
«Las pelirrojas tenemos fuego en el corazón pero
mi amiga rubia tiene un arma y sabe como usarla»
Ha sido lo más adorable que me ocurrió en mucho. Lloré tanto que casi me quedo sin aire; el que hubiera juntado la frase de mi madre que solo le comenté en una ocasión con esa promesa de amistad —amenazante y loca como lo es ella—, fue uno de los gestos más bonitos que hicieron por mí jamás.
Cuando el reloj anuncia la una de la tarde decido que no puedo más. Si sigo sentada mirando al techo me dará un ataque de nervios. Me acerco a la ventana; estoy en la quinta planta del Edificio de Justicia, en la calle hay una marabunta de reporteros, coches, viandantes... no todos los días se perdona a alguien por asesinato, menos aún cuando el alcalde es quien está detrás de todo. Ex-alcalde. Mejor llamar las cosas por su nombre.
Alguien apunta hacia arriba y empiezan los gritos; me alejo de la ventana con rapidez y vuelvo a sentarme. Yang prometió que estaría en el parking trasero con el coche en marcha cuando saliera de aquí. Es lo único en lo que tengo que concentrarme.
Ha pasado poco más de media hora y mi abogado entra; hay mucho ruido fuera de la sala en la que estoy encerrada, cuando abre la puerta el barullo se cuela como una bestia, incluso da la sensación de que le cuesta cerrar, como si el ruido tuviera fuerza.
—¿Qué...
—Tenemos un problema —y cuando dice eso me toco la pulsera y quiero llamar a Yang. Le necesito.