Día 200
ESTOY ALGO MEJOR, de salud al menos. Pero pasé de estar derrotada a tener una ira que me corroe por dentro.
Hace casi una semana desde que Alexander vino a casa con los papeles y las amenazas. Yang me convenció de que teníamos que hacer algo; habló con un detective del que se fía y están investigando extraoficialmente; no me ha extrañado que dijera que el alcalde estaba bajo su punto de mira y que, —anda, qué sorpresa—, no lograban tener nada en su contra porque dentro del propio cuerpo de policía tiene sus contactos.
Siento que le estamos dejando ganar. Y eso me enfurece.
Yang entra en el despacho de mi padre; tengo los papeles delante, miro los números, los calculo sin apenas prestar atención a lo que veo, la respuesta tiene que estar ahí en algún sitio.
—Alice... —suspira resignado—. Ven, vamos a la cama —se acerca y besa mi nuca.
—Tengo que... ¡eso es una mierda!
Tiro los papeles en un arrebato. Yang me abraza y me toma en brazos. Cuando hace eso no me quedan fuerzas para resistirme.
—¿Se saldrán con la suya, verdad? —Murmuro en la oscuridad de la habitación. Yang se tumba y me abraza.
—No. No lo harán, te lo aseguro.
—Mató a mis padres, Han... no apretó el gatillo, pero lo hizo. Confiaban en él, yo confiaba en él... si sus planes salían bien, tendría que haber muerto yo también...
Yang carraspea y noto el odio atorado en su garganta. Se pone sobre mí, sus manos alrededor de mi cara, me acaricia el rostro. La luz de la luna se cuela por la ventana, una brisa más que fresca de finales de otoño la acompaña, removiendo las cortinas.
—No permitiré que te hagan daño. Todo esto va a quedar atrás, mi pelirroja —me da un piquito en los labios—. Y tú y yo nos iremos donde tú quieras. Solos tú y yo.
Intento pensar en algo más que en él y en su cuerpo sobre el mío, pero los pensamientos se quedan a medias cuando su mano baja por mi estómago y alcanza mi entrepierna. No se molesta o no tiene el aguante suficiente como para desnudarme del todo; he enredado las piernas a su cintura y arqueo las caderas, ansiosa. Echa la tela de mis braguitas hacia un lado, un dedo se pasea por mi sexo, él gime al notar lo húmeda que estoy. Se baja el pantalón tan rápido que apenas noto el movimiento. Me penetra despacio, hasta colmarme. Sus labios tiemblan pegados a los míos.
—Te quiero... —jadea y embiste con fuerza.
Le miro a los ojos. Veintidós. Esas son las veces que han brillado con ese deseo tan palpable, cada una de las veces que hemos hecho el amor.
Yang logra que no solo el gusano de la tristeza se mantenga alejado, consigue que me olvide del mundo aunque sea mientras esté entre sus brazos. Me agarro a su espalda, mi cuerpo tiembla, él vuelve a embestir, hasta el fondo, lento, no queda espacio entre nosotros.
—Y yo te quiero a ti... ya no me quedan números para contar cuánto...