Día 181

 

 

 

LA TARDE DE ayer se convirtió en noche, luego en madrugada, y cuando quise darme cuenta, Yang me despertaba con un beso a eso de las cuatro de la mañana ya uniformado y listo para ir a trabajar. No me cansaré de verle con el uniforme. Intenté levantarme para hacer un café antes de que se marchara, pero poco más y me obliga a quedarme en la cama. En ocasiones se preocupa tanto por mi salud que llega a sacarme de quicio. No está nada mal eso de que se preocupen por ti, así que me dejo, a regañadientes, pero lo hago.

Pasa poco de las ocho de la mañana. Me acabo de preparar un té frío y me siento en el taburete frente a la isleta en el centro de la cocina. Enciendo el ordenador de mi padre —el que estaba en la caja fuerte cerrada con una llave escondida en el fondo secreto de un cajón cerrado con llave, mi curiosidad tiene sus fundamentos— y mientras se inicia aprovecho para revisar mis emails en mi propio portátil.

Regreso la mirada al ordenador de papá: clave de acceso. Eso no me cuadra, para nada. Si algo tengo es memoria, y recuerdo perfectamente que justo dos días antes del ataque él me pidió ayuda ya que, decía, su ordenador estaba haciendo lo que le daba la gana. Se quejaba de que el ratón no se estaba quieto y que algunos documentos se eliminaban solos.

Mi padre no era un hacha en tecnologías aunque tampoco era un torpe. Así que aquel día pasé un antivirus, borré un par de cosas sospechosas —sobre todo en la memoria caché— y luego instalé un par de programas de protección de cosecha propia. Y sí, estoy segura de que no tenía clave puesta.

Algo igual que con la caja, y la fecha de la muerte de Tommy me da acceso al pc. Pienso que además de ser una coincidencia es una que me da muy mal augurio. Empiezo a toquetear un poco, mirando carpetas sueltas, y llevo cosa de cinco minutos rememorando el pasado con fotografías que tiene guardadas. Sonrío al recordar la fiesta que sale en las imágenes, una barbacoa en casa pocas semanas antes de que todo ocurriera; están papá, mamá, el tío Alex y Marie, yo... siento como me ulcero por dentro; que Marie no apareciera todo este tiempo podría pasarlo, ¿pero Alexander? Era como su hermano, nos trataba como a sus hijos, por todos los santos, ¡es mi abogado! En estos momentos no puedo ver la lógica que en ocasiones me he intentando convencer de que existe, de que les será duro pisar esta casa. Duele mucho como para dejarlo estar. Las únicas noticias que tengo de él son unas cuantas copias de emails de Mineralia, mensajes que les envían a él con algunas facturas y gastos para su firma y que me reenvían a mí, imagino que por defecto, pues él tiene el fideicomiso y hasta que esta pesadilla termine no tendré voz ni voto en nada.

Le escribiré esta misma noche, y según se me crucen los cables, mañana le haré una visita aunque tenga ir yo sola y luego Yang me busque cuando salten las alarmas de que me he escapado.

Cierro el álbum de fotos mientras le doy a refrescar a la bandeja de email de mi ordenador y la batería dice adiós muy buenas. Me despreocupo; tengo el de mi padre, así que doy al botón del wifi para conectar el navegador. No se enciende. De todos modos, para cabezona yo, así que abro el navegador aunque la luz del wifi no se encienda y sí que se conecta. Se abren un par de pestañas por defecto, son cosas de mi padre, así que ni las miro y me dedico a lo mío dejándolas abiertas. Pienso en que se trata del led que no funciona —se habrá quemado, no es que el ordenador sea nuevo que se diga— así que abro mi email en una pestaña nueva, curioseo un poco, hasta que entra un mensaje automático de la página que mi padre solía utilizar para hacer sus, como decía mi madre, «trastadas con las acciones».

Es un aviso de poca importancia, indicando que sus movimientos de las últimas veinticuatro horas están actualizados. Me río con amargura. Qué se supone que van a actualizar en... y salta otro aviso en una pestañita en la esquina superior derecha del navegador, uno que confirma que se acaba de proceder al borrado de los datos almacenados en la página. Mi corazón da un vuelco. Miro a los lados, aunque no busque ver nada en concreto tengo la sensación en mis tripas de que algo muy gordo está pasando. Y mi estómago no suele engañarme.

Directamente y sin pensármelo, entro en la web de operaciones financieras y pincho en la pestaña de «perfil» de la página y esta me informa con un mensaje de error: «usuario desconectado».

Vale. Puede que me esté volviendo paranoica, no lo niego, pero eso es más que raro, cualquiera pensaría lo mismo.

Doy al botón del wifi, con o sin led, está encendido y lo desconecto. Siento una inseguridad rara que nace a la altura de mi estómago y le grita a mi cerebro que algo malo está pasando.

Como no hay lucecita que me confirme nada, doy por hecho que está apagado y decido ponerme a revisar a fondo el ordenador, y entonces me llega un aviso de email entrante en mi cuenta que dejé abierta. Me tenso de la cabeza a los pies.

Se supone que acabo de apagar el maldito wifi.

Cierro el navegador y entro en la interfaz del windows. Voy a desconectar esta mierda como que me llamo Alice. Estoy rebuscando en las opciones, así que me detengo a leer lo que pone en la página y, paranoica o no, el cursor del ratón acaba de moverse solo.

Cierro la pantalla de un golpe. No me paro a pensar en si lo he roto, de hecho, mi segundo impuso acaba de ser tirarlo contra la pared. Me controlo en no hacerlo y cierro los ojos, respirando hondo y diciéndome a mí misma que ya está bien, que tengo que tranquilizarme. 

Intento pensar de forma calculadora: si alguien está controlando el ordenador de forma remota... espera un momento, la verdadera cuestión es: ¿por qué querría alguien controlar de forma remota el ordenador de mi padre? Lo que se responde por sí solo cuando pienso todo lo que hizo para mantener este ordenador lejos del alcance de todos; no me da las razones, pero si las intenciones.

Me viene a la cabeza su página de acceso a las operaciones con acciones financieras. Siento un estremecimiento más propio de cuando estoy febril. Me llevo la mano a la frente, lo mismo estoy mala y ni me he dado cuenta... no, no es fiebre y lo sé. Lo que no sé es qué está ocurriendo, y pienso descubrirlo.

Al encontrar el ordenador ayer sabía que algo no iba bien, sentía que me estaba metiendo en la madriguera y no sería un conejo con su reloj guiándome a un lugar de fantasía con lo que me encontraría.

Conecto mi ordenador a la corriente y vuelvo a abrir la pantalla del de mi padre. No lo he roto, no al menos demasiado, apenas hay una fina línea negra en la esquina inferior izquierda —unos cuantos píxeles sacrificados por el bien común—. Entro en la interfaz del sistema una vez más. El ratón parece colaborar y por un instante me tranquiliza pensar que podría haberme sugestionado y veo cosas donde no las hay. Sin embargo puedo ser muchas cosas y estúpida no es una de ellas; la luz del wifi que no funciona pero está activo no importa qué le haga, la página de acciones de mi padre borrando datos y desconectándose sola, demasiadas coincidencias malas. Miro a la pantalla del portátil, en la franja de plástico negra sobre esta... la luz de la cámara está encendida.

Cojo lo primero que tengo a mano, para suerte del ordenador no es un cuchillo sino un trapo de cocina, y la cubro. ¿Me están observando? ¿Han estado observando a mi padre?  

Todo lo que tengo que hacer es, primero desconectar el acceso a internet y pasar toda la memoria a mi ordenador utilizando mi cortafuegos personal, al menos para estar segura de que el virus que hayan metido —de tratarse de uno— no infecte el mío, y lo segundo, ahora sí o sí tengo que hablar con mi abogado. Siento que él sabe qué está ocurriendo, era amigo de mi padre, su confidente, papá no hacía negocios ni tomaba decisiones importantes sin consultárselo, así que sé que si algo ocurría se lo habría confiado a él.

Abro los cajones de la cocina hasta que encuentro la cinta aislante; me aparto de la visión de la cámara, saco el paño y le pongo un trocito de cinta, tapándola. Paso de desconectar el wifi porque, además, no podré estar segura de si lo hago y quiero apagar este trasto cuánto antes. Meto un usb con forma de amigurimi de Sheldon Cooper —tiene su gracia que sea su cerebro el que se conecta al ordenador—, y empiezo a copiar todas las carpetas que veo y que pueden significar algo. Tras media hora decido cerrar cuando se me ocurre una última cosa; cinco minutos más no harán la diferencia: meto otro disco duro externo, este es una calavera negra con dos piedrecitas rojas por ojos, y doy al enter; mi «Cabrovirus» —lo bauticé así cuando jodí medio sistema informático de la universidad al probarlo—, empieza a hacer su trabajo y muy bien hecho: dos carpetas ocultas aparecen en el sistema. Las copio a mi ordenador, apago el de mi padre y lo meto de vuelta en la caja fuerte. En realidad me apetece darle con el martillo hasta destrozarlo, pero, de encontrar algo en los archivos, me da la impresión de que necesitaré los originales. No sé qué pienso encontrar, pero seguiré fiándome de mis tripas.

 

****

 

Estoy repasando en mi portátil las carpetas que he copiado hasta que un pinchazo en la sien me deja sin aliento. Recuerdo que no he comido nada desde el medio día y pasan de las nueve de la noche, así que voy a la cocina y me preparo un bocadillo de queso. Mastico mirando a la pantalla y dando sorbos cortos a mi té frío. Echo de menos la cocacola. Mucho. Mi amigo Wilson no hace muy buenas migas con ella, ni con el chocolate, ni con el café... vamos, con todo lo que sí me llevo bien, y no estoy en posición de rebelarme; no quiero volver a estar ni cerca de pasar por otra crisis.

Decido ir a por una aspirina. Me empieza a doler la cabeza horrores. Mi móvil suena y veo el número 3 en la pantalla. Yang. Sonrío como una tonta y contesto.

 

Hemos hablado casi una hora y le prometo que me iré a la cama enseguida, porque se me ocurre contarle que me duele la cabeza, y le veo apareciendo en la puerta con el coche patrulla si no le hago caso. No le digo nada todavía del ordenador, aún no. Tras colgar decido que ya está bien de todo eso por hoy. Me gustaría que pudiera venir y se quedara a dormir. Lo ansío. Entiendo no obstante su postura; es un agente de la ley y bastantes reglas estamos incumpliendo como para que encima se quede a pasar la noche dos días seguidos.

Decido guardar mi ordenador junto al de mi padre, en la caja fuerte del suelo, y subo con pasos pesados.

No encontré nada relevante de momento, y las carpetas ocultas siguen encriptadas. Los ordenadores no irán a ningún sitio. Pueden esperar a que sea mañana.

 

****

 

Estoy en el sofá viendo la tele. Es extraño, mejor dicho, me siento extraña; veo mis pies que juguetean con el tapizado marrón pero son demasiado pequeños para mí.

Mi madre entra en el salón y deja sobre la mesilla una bandeja; hay un montadito de bacón y un vaso de refresco de moras. Le doy las gracias aunque no escucho mi propia voz. Me asusto. Miro a mi madre, quiero decirle que algo va mal, y la veo de pie a mi lado, no se mueve, no respira.

Intento hablar otra vez. Escucho algo pero no soy yo. Miro abajo, ya no estoy en el salón, ahora estoy en la parte más allá de las escaleras que conducen a la planta baja, mi madre está sentada conmigo. Abajo solo alcanzo ver la penumbra, como si al terminar los escalones hubiera un agujero oscuro y aterrador.

«Mami», escucho dentro de mi cabeza. Quiero coger su mano, me doy cuenta entonces de que lo daría todo por tocarla. Ella me mira con aire indiferente, sin gesto en su mirada. Se acerca, me pone la mano en el hombro; está fría como un tempano. No puedo moverme. Se acerca más y pone la boca en mí oído: ¡Despierta, Alice! ¡Hay alguien en la casa! 

Abro los ojos y por un instante mi estómago se revuelve. Me estoy mareando así que los cierro otra vez y me estiro en la cama hasta que todos mis músculos están tensos y los relajo poco a poco. Me giro sobre el costado derecho. Una pesadilla, me reafirmo. Y escucho un ruido en la planta de abajo.

Me siento tan rápido que la cabeza me da vueltas. No hay nadie, no pasa nada, ha sido una pesadilla... escucho un cristal rompiéndose y entro en pánico.

Aunque que sepa lo que tengo que hacer no me veo capaz de reaccionar; los recuerdos de la noche en que mataron a mis padres y que con tanto afán oculté en un cajón en el fondo de mi memoria están volviendo a mí, traídos en un remolino de arena que nubla mis ojos y se mete por mis fosas nasales, impidiendo que respire. Recuerdo los gritos, los disparos, y que apenas tuve tiempo de correr y esconderme en la biblioteca.

No hay nada ni nadie abajo, intento repetirme, pero es tarde: otro golpe, algo que se rompe y se borra cualquier esperanza de estar en un mal sueño. Miro a la mesilla de noche, agarro el móvil y me tiro al suelo, rodando hasta estar bajo la cama.

Estoy intentando dar a la marcación rápida para llamar a Yang. Mis manos tiemblan de tal manera que el móvil se escurre entre mis dedos un par de veces antes de que consiga atinar.

—Alice... —Yang contesta adormilado.

—Han... —apenas susurro su nombre de pila, y eso parece espabilarle.

—¿Qué ocurre? ¿Alice?

—Hay alguien... dentro de la casa —logro murmurar. Los ruidos se oyen más cerca.

—Escóndete y no cuelgues —le oigo levantarse y sé que se estará vistiendo a toda prisa—. Alice, háblame...

—Está en las escaleras... Dios mío...

—Ya estoy de camino, Al...

—Yang... está en el pasillo... ayúdame...

—¿Dónde estás? Alice, no se te ocurre colgar, dime dónde estás.

—Bajo... bajo la cama. —Me da la sensación de que el que está en el pasillo puede haberme oído; ya no camina ni golpea nada. Un silencio aterrador ocupa la casa.

—No te muevas de ahí. Estoy a cinco minutos. Ya he dado el aviso, ¿me oyes? Voy de camino y también van más agentes. ¿Alice? ¡¿Alice?!

—Yang... —hablo tan bajo que sé que apenas puede oírme—. No quiero morir... no así...

El grito que doy es tan estridente que no lo reconozco como mío. El invasor ha tirado de mis pies y me arrastra al centro de la habitación. El móvil se queda bajo la cama; giro la cabeza sin dejar de gritar y veo el reflejo azul de la pantalla, puedo oír a lo lejos la voz de Yang por el auricular.

—¡¡Yang!! ¡¡Yang!! —Chillo y me debato. Mi atacante intenta parar los golpes que suelto al azar con piernas y brazos.

Golpea mi cara de lleno, no sé si con la mano, puede que esté usando una barra de hierro pues el dolor es tan agudo que expulso todo el aire que tengo dentro cuando me alcanza.

Mi cabeza gira hacia un lado, rebota contra el suelo. El intruso se pone de rodillas sobre mi pecho. No soy capaz de luchar; mis piernas han dejado de obedecer mis órdenes y los temblores tan conocidos de mi enfermedad se han apoderado de mi cuerpo.

—¡¿Dónde está?! —Me grita en la cara.

No puedo moverme, apenas respiro bajo el peso de su cuerpo. Él hace más presión, escucho como cruje mi costado izquierdo.

—¡¿Dónde coño está?! —Berrea y vuelve a golpearme, ahora estoy segura de que lo hace con el dorso de la mano.

Agarra mi cara y la gira hacia él. Lleva un pasamontañas negro. Lo único que logro saber es que pasa del metro ochenta, es fornido y su piel es blanca.

Me aprieta los mofletes con los dedos. Me muerdo la boca por dentro.

—¡¿Dónde está?! ¡No lo voy a repetir!

Me da otro guantazo, y cuando toma mi cara para que le mire muerdo su mano con todas mis fuerzas; lleva guantes, puedo saborear el cuero en mi paladar.

Escucho las sirenas, y antes de que estén más cerca el coche de Yang se detiene derrapando; reconocería el ruido en cualquier lugar.

—Escúchame bien, puta pelirroja: volveré a por el que he venido, y cuando lo haga, te mataré.

Al levantarse de encima de mí la tos me invade y alcanzo ver como corre hacia la puerta. Oigo gritos. ¡Yang está en la casa! Disparos. Cuento tres. Las sirenas están más cerca. Más voces, más gritos... la mano de Yang me toca la mejilla. Cuando me toma en brazos quiero chillar de dolor, pero no lo hago. Hundo la cara en su pecho... su olor me lleva hacia un pozo oscuro y sereno. Hay paz aquí dentro.