Día 37
AYER TUVE una nueva revisión con el médico. Como me prometí no regresé a la consulta de la Doctora tu seguro está pagado, y sin más dificultad que un par de solicitudes tengo nuevo doctor. Es un señor amable y me trató muy bien; es mayor y le importa una mierda el politiqueo, además de ser un fan de las armas de fuego. He intentando decir que no usé un arma, y le ha dado igual; su discurso sobre los hijitos de papá que creen que pueden hacerlo todo y están destruyendo el país resultaba más interesante que el silencio constante que me acompaña. Además, necesito mi medicación y este par de horas fuera de casa.
Voy sintiéndome mejor. Todavía me tiemblan las manos y, cuando estaba en la consulta, al doctor le preocupó un poco el que hablara despacio; el deterioro en los movimientos faciales, motores y del lenguaje son signos de alarma, pero en mi caso es de esperarse cuando llevo días con el hígado haciendo una fiesta privada con su amante el cobre.
Estoy viendo un capítulo de Sense8 por tercera vez —llega un momento en que verles manoseándose en la bañera pierde el interés—, y han llamado al timbre hace cosa de dos minutos. Aún no he ido a mirar de quién se trata.
Cualquier diría que con lo sola que estoy saldría corriendo a abrir la puerta, pero no es tan fácil como parece; ha pasado poco más de un mes y no sé si me interesa recibir a quien sea que haya decidido que es un buen momento para presentarse.
Vuelven a llamar, la insistencia me resultaría molesta si tuviera fuerzas para molestarme por algo. El Doctor oda a las armas ha creído conveniente administrarme un tranquilizante suave, para el dolor lo primero, y lo segundo porque cree, dice, que estoy algo deprimidilla. Ha sido gracioso. Pero entre que tuve ganas de reírme hasta que mi boca esbozó una sonrisa, pasó demasiado tiempo para que él se diera cuenta de que sonreía por eso.
Estoy bajando a abrir porque van tres veces que llaman y no creo que dejen de hacerlo. Me imagino que pretender que no hay nadie en casa resultaría ridículo. Lo mismo son testigos de Jeová. Será interesante poder decirles qué pienso del diablo, del cielo, y del humor cósmico que me rodea.
Cuando alcanzo el centro del salón un pinchazo en el costado hace que me doble sobre mi estómago. Mis piernas no están para la labor así que me caigo de rodillas sobre la alfombra persa de mi madre. Me quedo mirando embobada uno de los dibujos asimétricos a la par que intento controlar mi respiración para así amenizar el dolor; el pinchazo es rápido pero la quemazón perdura.
Una vez más suena el timbre y grito un «ya voy» que sale algo distorsionado y lento. Sí, se nota que me cuesta hablar.
Abro la puerta y no me extraña que mis visitas den un paso hacia atrás. Podría ser por mi aspecto o porque sea la asesina más conocida de la ciudad.
La señora Rimell está de pie al lado de su hija, Clarisa. Tenemos la misma edad, fuimos al mismo instituto, ella fue la reina del baile, se casó y tienes dos hijos pedantes que hablan tres idiomas, y yo soy su opuesto. Su madre tiene una bandeja en la mano, creo que son macarrones con queso y huele genial.
Clarisa sonríe y me ofrece su mano.
—Hola, querida —dice con su voz anasalada y lánguida, muy pareja a su cara de rasgos finos y alargados.
—Hola, querida —contesto. Quería sonar sarcástica, pero hasta yo admito que doy pena.
—Hemos venido en cuanto hemos podido —suelta con total naturalidad—. Lamento muchísisisimo lo de tus padres.
Tengo ganas de coger la bandeja de los macarrones y metérselos por la garganta con muchísisisima lentitud.
—Cuánto lo lamento, niña querida —añade su madre, la señora Rimell. Supongo que mi libro seguirá de calzo para alguna mesa, ya que no veo que lo traiga para devolvérmelo.
Me dan ganas de decir que me alegro de verla en persona en lugar de por la ventana, desde donde lleva vigilándome de hace más de treinta días, no obstante, una vez más, no tengo fuerzas.
Sonrío y las invito a pasar. Sus miradas no tienen precio. Se miran la una a la otra y yo espero a ver qué excusa darán. ¡Qué porras! Hablaré despacio, pero no dejaré pasar la oportunidad, así que lo digo:
—No puedo salir de casa, pero la ley no dice nada de recibir visitas mientras que no montemos una fiesta con anfetaminas y stripers. Si preferís salgo, puedo llegar hasta la acera.
Ellas siguen en silencio, los ojos abiertos a más no poder. La bandeja de macarrones tiembla un poco en las manos de la señora Rimell, y mis manos tiemblan todavía más de lo que llevan haciendo desde hace unos días. Me pongo los brazos tras la espalda. Tengo que mantenerme erguida.
—Te lo agradezco, querida, pero Clarisa ha de irse en breve, los niños tienen un recital, y tenemos algunos recados por hacer. No dudes de que volveré con calma y tomaremos un té.
Y me tiende la bandeja de macarrones.
—Claro, eso está hecho. Haré por venir también, madre —añade su hija—. Estará bien que nos pongamos al día —y ríe con su vocesilla que parece estar encerrada en algún lugar dentro de su enorme nariz. Creo que mejor que por la garganta le meteré los macarrones por las fosas nasales.
Tomo la bandeja y miro hacia atrás. Por un momento, solo un instante, me parece ver a mi madre de pie al lado de la escalera. Me quedo inmóvil con su sonrisa dentro de mi mente, y escucho su voz que me dice que siempre hay que ser amables y agradecer un gesto cordial.
No quiero hacerlo. Y como llevo tanto haciendo cosas que no quiero, me giro y doy las gracias por los macarrones.
—De nada, querida. Bueno, nos marchamos ya.
—Sí. Hace un día estupendo —añado sonriendo—. Yo también tengo recados por hacer. —Empiezo a controlar algo más mi propia cara. No está mal. Tendría que recibir más visitas como esta.
—Cuídate —añade Clarisa—. Ah, y una misa preciosa durante el servicio funerario de tus padres. Ha sido sobrecogedor.
Mi corazón se rompe un poco más y ella lo sabe, lo veo en la sonrisa torcida que me dedica.
En cuanto llegan al otro lado de la calle y se detienen a mirarme, hago lo suyo y camino hacia la puerta del garaje, abro el cubo de la basura y vierto los macarrones dentro mientras les digo adiós con la mano. Dejo la bandeja en la entrada antes de cerrar la puerta detrás de mí. Que pena que la alfombra ya no tenga caca de perro.
Mi primera visita ha salido estupendamente.
Para la siguiente abriré la puerta con un cuchillo de carnicero manchado de sangre en la mano. Así nos reiremos todos.
Acabo de ver por la ventana como Clarisa viene a recoger la vasija de su madre. La señora Rimell, la más amable y cordial del barrio, está frente a su casa, con la cara compungida y la mano sobre el corazón, hablando con otras dos vecinas mientras ellas niegan con la cabeza.
No creo que reciba más visitas en los próximos días.