Día 66
AYER CUANDO volvíamos de la consulta el agente Yang bajó la ventanilla antes de que se lo pidiera. Estaba en el mismo estado perruno, dejando que el aire me golpeara la cara, sonriendo a la nada, olvidándome de todo. Entonces miré hacia el espejo y vi que él me miraba fijamente; sus ojos negros se veían incluso más profundos, aunque no tenía aquella línea de preocupación en su frente, más bien me miraba con tristeza.
Me acompañó hasta la puerta y se despidió sin decir nada, solo con la cabeza, como un buen agente de la ley.
Es lo que hay: se trata de un oficial y yo su responsabilidad. Eso me dije entonces, y eso llevo diciéndome todo el día. Miento tan mal que ni yo me lo creo. Intento no hacerlo, lo juro, pero su rostro invade mis pensamientos a cada poco. Pienso en que me gustaría mirarle más de cerca, ver si realmente se esconden universos enteros en la negrura de sus ojos.
Recibo un email así que lo abro sin prestar atención a quien lo envía, y nada más leer la primera línea empiezo a llorar:
«Recuerda que hoy tienes que llevar a papá al centro para que renueve el carnet. Estaré en Pilates. ¡No lo olvides, cabezona mía! Los números podrán esperar un par de horas. Mamá».
Se trata de un aviso automático, un email programado para ser enviado en una fecha en concreto.
Se me quitan las ganas hasta de pensar.
Me tumbo en la cama y vuelvo a poner a Chopin de fondo musical.
A mi padre le encantaba.