Día 64

 

 

 

LA PEOR parte de las crisis es el día siguiente.

Y para acompañar mi estado de ánimo hoy llueve a mares. Sí, los veranos en California son especiales. Los cuarenta grados a la sombra con una lluvia torrencial que oculta el sol como si estuviéramos en pleno apocalípisis es toda una maravilla para la vista.

Estoy escuchando Chopin.

Nocturne me parece apropiada como música de fondo. No he contestado todavía a Rose Marie, mi amiga policía. Al parecer ha corrido la voz sobre mi crisis de ayer y tengo cinco mensajes suyos pendientes de contestar.

Debería de alegrarme. Es la primera persona que se preocupa por mí desde... Dios, parece que ha pasado una eternidad desde la última vez en la que de verdad le he importado a alguien.

Abro el correo y leo su último mensaje:

 

«Más vale que te estés muriendo y por eso no contestas, o estarás comiendo galletas para el estreñimiento para lo que te queda.

Por favor, en serio, Alice, dime algo.

Rose.»

Me gusta que use su nombre de pila en un email. Es la primera vez que lo hace.

Le contesto que estoy mejor, que solo fue una de mis crisis y le agradezco la preocupación. Añado que si llego a morirme no tiene de qué preocuparse; seré un fantasma muy molesto y me dedicaré a atormentarla y esconderle sus galletas digestivas a las que tanto adora y necesita para su estreñimiento ocasional.

Me acaba de responder:

 

«Ja. Ja. Ja.

Estoy que no me aguanto de lo que me río.

Rose»

 

Sí. Está bien eso de que firme con su nombre. Supongo que, al final, lo mismo sí que acabaremos siendo amigas. No estará mal eso de tener amigos de verdad. No es que nunca los haya tenido, sí que los tuve. Tommy era mi mejor amigo. Mi hermano. Mi sol. Lo era todo para mí.

Antes de que él muriera tenía dos amigas y un novio. Pero el día que Tommy nos dejó, me encerré. No sé si culparles por aceptar tan fácilmente el que les diera de lado o si pensar que es normal que lo hicieran. Nos les costó demasiado. Así que, supongo, no era tan amigas como yo pensaba.

El día que Tommy murió llovía como hoy. El que programa las bromas cósmicas está pendiente de mí porque hoy cumplen seis años de su muerte. Tommy conducía muy bien, el conductor del coche que invadió el sentido contrario no tanto.

Murió en el acto, eso dijeron los médicos. Eso me revuelve las tripas. No sufrió, repetían. ¿Cómo demonios esperan que eso haga que alguien se sienta mejor? El que muriera en el acto, el que no lo viera venir, solo fue un modo más de privarle de todo. No pudo ni siquiera dedicarle un último pensamiento a nadie. No pudo cerrar los ojos y estar en paz consigo mismo. No pudo decirle adiós a nadie. No pudo despedirse de mí.

Suena mi móvil. El teléfono al igual que el ordenador está cifrado y controlado; aunque puedo recibir mensajes y llamadas, solo puedo enviarlas y hacerlas a los números autorizados.

Miro la pantalla:

 

«Buenas tardes, señorita Simpson. Espero que esté mejor. Por favor, informe de su estado físico. Gracias. Un saludo».

 

Me río, intercalando sollozos con risas. No tengo el número del agente Yang en mi agenda, pero solo puede ser suyo el mensaje. Cuadra a la perfección con su personalidad, al menos la poca que he conocido.

Tomo el papel que está sobre la mesilla, en el cual dejó apuntados sus datos. Tiene una caligrafía preciosa, más que eso: la forma que le da a los números escritos es singular, perfecta. El número 3 parece una pequeña obra de arte.

Actualizo la agenda y contesto el mensaje:

 

«Aquí Alice. Estado de salud: mejorando. Gracias por la preocupación, agente Yang. Corto y cambio.»

 

Me vuelvo a tumbar. Miro el neceser y sé que tengo que pincharme. Antes debería de comer algo. Veo en el teléfono que son las diez de la mañana del día siguiente, lo que quiere decir que he dormido más de doce horas seguidas.

Logro llegar a la cocina y estoy masticando un sándwich de pavo y tomando un zumo de naranja cuando suena el timbre. Sé que me he quejado de la soledad y todo eso, pero hoy no es un buen día para las visitas. 

Voy arrastrando los pies, con el bocadillo en la boca, el zumo en la mano, y abro a un repartido que está tiritando frente a la puerta. Tengo que empezar a mirar por la mirilla antes de abrir.

El chaval está empapado aunque lleva puesto un impermeable amarillo fosforito.

—¿Alice Rosalie Simpson? —Asiento con la cabeza y el chaval me da el paquete—. Firme aquí.

Cojo el boli y hago un garabato en una hoja que está casi tan empapada como el chico, y él sale corriendo de vuelta al coche de Fedex. Echo un vistazo rápido al cielo antes de cerrar la puerta;  por los nubarrones diría que aún le quedan muchas horas de agua por derramar.

Dejo la caja en el descansillo y vuelvo a la cocina, para poder pincharme antes de terminar de comer.

Me apuro el zumo de naranja 80% grumos asquerosos que Rose ha incluido en mi compra y cojo el paquete —no es muy grande aunque pesa lo suyo—, y subo las escaleras, equilibrando una taza de té sobre la caja.

Por el camino leo el nombre del remitente: Zaos & Caos. 

Mi corazón da un brinco.

Llego al cuarto y dejo el bulto en el suelo. Doy un par de vueltas alrededor. Miro y amenazo con los ojos, como si pudiera intimidar a una caja de cartón.

Cojo unas tijeras y me siento dispuesta a abrirla sin más miramientos.

Cuando quito la tapa y el plástico protector, una portada color cobriza queda a la vista. En letras grandes y blancas leo:

«La Teoría del Número Muerto

A. R. Simpson»

Mi nuevo libro teórico matemático. Creí que no me publicarían, de hecho, esperaba que me escribieran cancelando el contrato tras lo ocurrido, y me he ocupado de ser lo suficientemente cobarde como para no escribirles ni preguntar qué tal iba el proceso.

Al final lo hicieron, lo sacaron. Aunque puede que también solo hayan impreso estos diez ejemplares de cortesía que tengo en las manos.

No toco el libro. No soy capaz de hacerlo. Cierro la caja con cuidado, pongo cinta adhesiva y la empujo por el suelo hasta que está metida bajo la cama, fuera de mi vista y de mi alcance. Sí, lo haré, miraré la edición y verificaré si todo está bien, no vaya ser que en lugar de publicar mis teoremas hayan impreso una novela romántica cuyos protagonistas son un pirata sexy y una campesina que no se corta las uñas de los pies.

Pero hoy no. Hoy toca lluvia y mirar por la ventana. Nadie me podrá decir que estoy procrastinando. Qué os den, sociedad. Estoy recluida. Dejad una reclamación en el buzón, ese es, el que pone en letras grandes:

«Depositad aquí vuestra opinión de mierda».