Día 88
DICEN QUE LOS cambios son buenos. El que dijo eso fue el mismo idiota que tuvo la ocurrencia de que las piedras en el camino sirven para algo.
Estoy sentada en el salón, arreglada y lista para ir a la consulta. Cuando llaman a la puerta espero que sea cualquiera menos Yang. No entiendo porqué no pasa sin llamar como lleva haciendo las últimas veces que vino.
Sonrío al verle pero su rostro está inerte. Ni una mínima señal de que el verme signifique algo. Tengo frío y estamos a casi cuarenta grados. La mirada de Yang me hiela.
—¿Nos vamos? —Dice y camina hacia el coche patrulla.
Tomo asiento en silencio. Tengo unas ganas tremendas de llorar. Carraspeo y me trago el llanto. Soy demasiado orgullosa como para derrumbarme frente a él en estos momentos, no cuando me está tratando con tal frialdad que siento como si hubieran dos continentes entre nosotros.
—¿Puedes bajar la ventanilla, por favor? —Hablo con tono sereno y calmado. Eso es. Tengo que parecer fuerte.
—Se va el aire acondicionado —es su respuesta.
Nos detenemos en un semáforo. Cinco, cuento en mi mente. Sigue con su ritual de crujir los nudillos pero a diferencia de las demás veces no ha mirado por el retrovisor. No ha mirado ni una única vez.
Tengo la vista puesta en el exterior aunque no vea nada en concreto. El coche vuelve a detenerse y le oigo bufar. Al mirar al frente veo que estamos en un atasco. El camino se va hacer aún más largo.
No tengo ni idea de qué ha ocurrido. Hace dos días fue uno de los momentos más maravillosos de mi vida... el tejado, la lluvia, el beso, y cuarenta y ocho horas más tarde me trata casi peor que el agente-niñera.
—¿He hecho algo malo? —Pregunto y quiero golpearme la frente.
Silencio. Ni me mira por el espejo.
—Yang, he hecho...
—Agente Yang, por favor, señorita Simpson.
Las lágrimas de rabia caen por mis mejillas. No quiero que me vea llorar, cosa que no es difícil puesto que no me mira. Intento no hacer ruido pero el sollozo brota de mi garganta. Me ha mirado por primera vez desde hace casi una hora.
—Yang... —empiezo a decir. Él desvía la mirada, sube el ventanuco de cristal que separa la parte frontal de la trasera del coche patrulla y pone la radio.
****
Aguanto los cuarenta minutos del atasco más largo de la historia de California lo más digna que puedo. Por dentro sigo llorando. Por fuera he convertido mi cara en un mohíno rabioso que deseo que vea cuando se digne a mirarme.
Me siento traicionada, me siento dolida. Yang ha sido lo único bueno en mi vida en semanas, meses, años si me pongo, y de pronto...
Él es tu agente asignado y tú su prisionera. Hazte a la idea, no seas estúpida, me repito esa frase varias veces mientras, con su caminar tan único, Yang se baja del coche y me abre la puerta.
—Llegamos tarde —indica, seco como una rama afilada y lista para dañar.
No me muevo. Él quiere guerra, pues tendrá guerra.
—Ocho —digo mirando al frente.
—No tengo tiempo para sus rarezas, señorita Simpson.
Sus palabras llegan tan hondo que puedo sentir como hieren mi pecho. Rarezas. Rara. He perdido la cuenta de las veces que oí eso a lo largo de mi vida. Oírlo de Yang ha sido más horrible que todas ellas juntas.
—Nueve. —Sigo mirando al frente.
—Señorita Simpson, si no colabora...
—¿Qué? ¿Me llevará detenida, agente Han Yang? —Escupo las palabras sin mirarle.
—Intento ser cordial, señorita...
—Y yo intento entender porque te has vuelto un capullo arrogante de la noche a la mañana. Todos queremos algo y no siempre lo tenemos. Es la vida, agente Yang.
—Bájese, por favor.
—¿O qué?
—O la llevaré de vuelta a su domicilio y solicitaré que las citas medicas se lleven a cabo allí. No volverá a salir de casa en los próximos meses.
Intento encontrar algo en sus ojos, descifrar lo que sea en su mirada. La negrura de sus iris es tan profunda que asusta. No quisiera perderme en ellos en esta ocasión. Quiero huir, quiero gritar para saber dónde está su brillo, quién y por qué lo escondió.
—Diez.
—¡¿Qué diantres cuentas?!
Varios transeúntes desaceleran el paso, curiosos. Sonrío orgullosa.
Algo es algo, pienso, al menos ahora parece humano otra vez.
—Once.
—Señorita Simpson... —Su tono es amenazante, corta el aire a mi alrededor.
Estiro los brazos y le miro a los ojos. Él desvía la mirada. Veo un atisbo de brillo, o puede que sea un reflejo de los míos en él.
—Espósame —digo, mis manos juntas, muñeca con muñeca, frente a él.
—¿Perdón? —Parece desconcertado. Bien.
—¿Qué parte de esposarme no ha quedado clara, agente Yang?
—Bájase del coche, señorita Simpson.
—Si no me esposas tendrás que bajarme arrastras. Será divertido. Hay un montón de gente mirándonos.
—¿Intentas sacarme de mis casillas, Alice?
—Anda, pero si sabe como me llamo. Las esposas —sacudo los brazos, arqueando las cejas—. Que no tenemos todo el día, agente Yang.
Yang se lleva la mano al cinturón. Su boca es una fina línea, no termino de reconocer si de odio, frustración o imbecilidad. Intento decidir cuál me gusta más. Me pone las esposas cuidando de no rozarme lo más mínimo y señala hacia la entrada del centro médico. Sigue sin mirarme.
Me levanto, cabeza en alto, barbilla erguida. Empiezo a caminar a pasos lentos. Yang va justo detrás, noto sus ojos en mi nuca, fulminándome. Todos nos miran, yo les saludo con la mano, incluso acabo de mandarle un beso a un chaval que se ha parado con la bicicleta para dejarme paso.
Un grupo de señoras está unos pasos al frente y cuchichean. Las observo, y al pasar a su lado, suelto:
—La última vez no me esposaron. La pobre mujer sigue en la UCI.
Las cotorras se alejan, esparciéndose por la acera como bolos tras un pleno.
Yang suelta una especie de bufido-quejido-risa. No pienso mirar hacia atrás para ver qué ha sido.
Entro en el centro y voy hacia el ascensor.
Hay una pareja con dos niños y otras tres personas esperando. Me paro en medio, justo frente a la puerta. Yang está detrás, así que, tras mirar al policía, parecen relajarse. Les ayudo un poco con eso:
—Agente, ¿cuando estemos arriba podrías quitarme las esposas? Prometo que no volveré a pegar a nadie, lo juro.
Los ocho testigos presenciales dan un paso atrás.
—Señorita Simpson... —su reprimenda es un siseo.
—Hola, ¿qué tal? Me encanta tu vestido. —Pretendo ignorarle y me dirijo a la mujer que va con lo que supongo es su familia—. Yo tenía uno igualito. Lo usé en un funeral —fuerzo una risa aguda—. Ni me acuerdo cuál, es que he ido a tantos...
La mujer le coge de la mano al hombre y tirando de los críos se alejan. La pareja de abuelos sigue cerca. Les puede la seguridad. O no me han oído.
—¿Puedes dejar de hacer eso? —Yang se ha acercado, me habla muy bajo, casi al oído. Mis piernas tiemblan y quiero girarme, mirarle a los ojos.
—¿El qué? —No miro hacia atrás.
—Esto, sea lo que sea que estás intentando demostrar...
—No tengo nada que demostrar, agente Yang. —Me doy la vuelta. Mi corazón se dispara, le tengo tan cerca que puedo saborear su aliento—. Esto es lo que hay, ¿no? Soy una criminal y usted mi agente asignado. Lo está haciendo muy bien, tranquilo.
Le doy la espalda antes de arrepentirme. Yang resopla, pero no dice nada más.
Subimos en silencio, el hilo musical es tan estúpido como cualquier otro hilo musical estúpido. La pareja de ancianos no se subió al ascensor con nosotros, así que Yang y yo estamos uno a cada lado del cubículo. No nos miramos. No hablamos. Pero ahora él me mira por los espejos.
Me dejo caer en uno de los bancos largos que flanquean la sala de espera de la consulta y suelto un «Dios, qué bien se está fuera del aislamiento». En menos de un minuto no hay nadie más sentado cerca. Creo atisbar otra sonrisa en los labios de Yang, aunque de haberla, la esconde muy bien tras sus cejas tensas y su boca torcida.
El médico me está hablando. No le presto atención. Me pregunta qué tal van «esos animillos». Creo que tiene un problema serio con los diminutivos. Lo de «deprimidilla» todavía lo tengo en la cabeza.
Yang está en la misma postura, de pie al lado de la puerta. Bajamos en silencio. No tengo ganas de mucho. Quizá sea por la medicación, o puede que simplemente esté agotada de mi vida en general.
En el coche me va a quitar las esposas y retiro los brazos. Me acoplo al asiento en silencio y sigo así durante cinco minutos más hasta que en el primer semáforo baja la ventanilla. No le miro, ni a él ni a sus ojos en el espejo.
Deja el cristal bajado todo el camino. No me asomo a tomar el aire. Tengo tantas ganas de hacerlo como de volver a mirarle. Me contengo. Puedo notar que ahora no disimula ni evita hacerlo; me mira, me observa. No sé a qué está jugando, si es que esto es para él un juego. Dejo la partida de momento. Necesito mi cama y descansar un poco mi cabeza.
Paramos frente a casa. Él se baja, abre la puerta y me sigue en silencio hasta la entrada. Me giro sin mirarle y le acerco los brazos para que me quite las esposas. Lo hace y resopla, suena casi apenado.
—Que pase buen día, agente Yang.
Cierro y subo a mi habitación con el piloto automático encendido. Así resulta más fácil bloquear lo que siento. Dolerá menos, me reafirmo.
No sé qué ha pasado y, ahora mismo, ni siquiera sé si quiero descubrirlo. Me duele el pecho. Y sé que no es Wilson que lo provoca. Me duele muy adentro.