Día 63
HE PENSADO EN que debería de ocuparme yo misma de la terapia ocupacional durante mi condena. No es que pueda asistir a talleres de cerámica, y tampoco es que esté avanzando mucho con mi tesis. Así que estoy decidida a poner en orden la caseta que hay en el patio; mi padre guarda... guardaba ahí las herramientas para el jardín y a saber cuantos tesoros más entre cosas antiguas. Supongo que al menos mataré el tiempo.
Estoy a medio camino en el patio trasero y me detengo a meter un poco mejor el trozo de tela de una camiseta vieja que he puesto entre mi piel y la tobillera; llevo días utilizando una crema que mi nueva amiga de la policía, Rose Marie, aprobó que comprara vía internet. De hecho me la ha recomendado ella.
Parecerá extraño, pero, dado que a nadie le parece importar que esté aquí, el recibir un par de emails suyos a lo largo del día hace que me sienta un poco menos sola. Hace tres días eran contestaciones a mis mensajes, igual de sarcásticas o más que las mías, pero al final hemos pasado a portarnos bien mutuamente; será verdad que congeniaríamos en el mundo real. De momento he de seguir en mi jaula.
Hace calor. El verano en California es algo especial. El sol está en lo más alto, pasa poco de las dos de la tarde, así que, de dos una, o logro poner en orden el cuartito de los trastos o me da una insolación. La segunda opción no me parece tan mala. Aún quedan dos días para mi visita médica de rigor y agradecería un paseo fuera de casa, no me importa que sea para que me pinchen.
Al abrir la puerta de la caseta me quedo en silencio mirando hacia el interior; hay tantos trastos que para poder llegar al centro tendré que sacar fuera todo lo que esté en el camino.
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Llevo media hora sacando cajas y acabo de sentarme bajo la sombrilla con una cocacola en la mano. Estoy revisando una que pone: «Cosas de Al». Me gustaba que me llamaran así de pequeña, y aunque siempre he preferido Alice, Al son dos letras, una sílaba, lo que hace un total de tres. El número tres me gusta. Es solitario, es primo, es pequeño. Es un número que no puede ser divisible por otro y en cambio los demás números le necesitan para serlo.
Aquí están todos mis diplomas y boletines escolares. Mi madre se habrá dedicado a guardarlos cuando me fui de casa. Le encantaba guardar papeles, fotos, cartas... mi padre era el que prefería almacenar muebles antiguos con una promesa de «ya lo arreglaré».
Dejo el refresco a un lado y me recuesto en la silla. Creo que podría meter los muebles dentro de la casa; hay una docena de sillas, un par de mesas no muy grandes, dos armarios desmontados y unas diez cajas con adornos que creo que eran de la abuela de mi bisabuela. Si me deshago de las herramientas, puedo darle una mano de pintura, bajar un escritorio, mi ordenador, una nevera de las pequeñas, una cama y listo. Puedo usar el baño de invitados de la planta baja. La idea de no tener que volver a subir y entrar apenas para prepararme algo de comer y usar el servicio, suena muy bien. La casa me ahoga.
Tengo dinero, la verdad, aunque la herencia de mis padres no la pueda usar hasta que termine la condena, tenía mi propia cuenta de ahorros, así que para los 477 días que me quedan, tengo y de sobra. Mirándolo desde un punto de vista ajeno, tengo dinero, comida, casa... ¿qué más puedo pedir? Solo tengo que vivir con todo eso durante poco más de quince meses. Y siento como empieza a cerrarse mi garganta. Ahora daría todo lo que tengo para poder dar la vuelta a la manzana. Daría lo que fuera para oír a mis padres sonreír en la habitación contigua, aunque no pudiera verles, solo oírles.
Suena el timbre y me pregunto si la señora Rimell ha venido con otra bandeja de macarrones. Mejor aún, puede que sea otro vecino que ha llegado a la conclusión de que, tras dos meses y tres días, es el momento ideal para hacerle una visita a la hija de sus vecinos de toda la vida que está detenida en su casa tras matar al asesino de sus padres.
Dejo que suene y mantengo los ojos cerrados. Si fumara ahora sería un momento perfecto para un cigarrillo con cara de pocos amigos.
No tengo la suerte de que desistan. Me levanto y estoy a punto de entrar en la cocina cuando veo que en uno de los montones de porquería que he sacado del cobertizo hay dos botes de pintura; abro el primero: blanco. Lucho con la tapa del segundo... ¡Perfecto!
Es la quinta vez que llaman y abro saludando de forma efusiva a mi invitado:
—Buenas tardes... agente. —Acabo de quedarme sin aire.
El policía ladea la cabeza y me mira de arriba abajo. Alguien le habla por la radio y él se lleva la mano al walkie-talkie que tiene colgado del hombro:
—Todo bajo control, central. Ha tardado un poco en abrir.
—Es tinta —balbuceo. Me he salpicado de pintura roja por todas partes y llevo un martillo en la mano—. Es tinta roja, agente —las palabras salen atropelladas y miro a los lados, acabando por tirar el martillo lejos y me rodeo con los brazos—. Estaba arreglando el cobertizo del patio trasero.
—Ajam —contesta él, limitándose a mirarme.
Es de origen asiático. Sus ojos son negros como la noche, pero brillantes y profundos. Los tiene entrecerrados, así que sus cejas, negras y perfiladas, están rectas y perfectamente alineadas sobre sus ojos rasgados. Es muy alto, su nariz es algo pronunciada, pero casa a la perfección con sus labios no demasiado finos y su mandíbula cuadrada.
—¿Es usted chino? —Pregunto, así sin más, sin venir a cuento. Creo que llevo demasiado tiempo sola—. Lo siento, solo es que no sé si es usted japones o chino, o puede esposarme cuando quiera que me lo merezco... —dejo caer la cabeza mientras resoplo y me pongo la mano en la frente. Bien. Ahora tengo pintura roja en la cara.
—Soy americano.
Levanto la cabeza despacio. Su voz es potente, algo ruda. Por alguna razón me estremezco y tengo que apartar la mirada de la suya. Vuelvo a cruzarme de brazos y asiento con la cabeza, intentando captar qué piensa y sintiéndome incómoda de un modo que no sé explicar pues no aparta la mirada. Siempre he mantenido el contacto visual, y hoy no puedo. Me cohíbe.
—Yo también soy americana —hablo mirando al suelo. Parezco estúpida, lo sé, y lo mejoro ya que empiezo a esparcir con los pies las gotitas de pintura roja por el parqué. Me siento una niña a la que han pillado haciendo una trastada.
—Lo sé —dice, y levanto la mirada—. Señorita Alice Rosalie Simpson. —Me tiende la mano. Su rostro no se inmuta, pero denota una amabilidad que puedo percibir más allá de su cara.
Me miro las manos y las restriego con nerviosismo en el peto vaquero que llevo puesto. Devuelvo el saludo. Estoy temblando. Sé que en parte es por culpa de mi compañero Wilson, aunque por otra, una parte que intento ignorar, es porque me pone nerviosa.
Él sacude mi mano despacio, aprieta, no demasiado, y esboza una especie de sonrisa ladeada. Sus cejas siguen manteniendo esa tensión perfecta, un ángulo recto y hermoso sobre sus ojos oscuros.
—He venido a presentarme, señorita Simpson. —Me suelta la mano. Yo me quedo con la mía en el aire. Me estoy luciendo—. Seré su nuevo agente asignado. Le mandarán mis datos de contacto desde la central. A partir de hoy seré quien se encargue de usted, incluidos los traslados médicos.
—¿Le ha pasado algo al agente-niñera Scotland? Perdón... —tengo ganas de pegarme en la frente con el martillo. Menos mal que está lejos como para que llegue a él—. No quería decir eso, lo de niñera es... estúpido... joder... hostias... lo siento.
Sí. Se acaba de reír. Un poco, solo un poco, pero sus ojos achinados se han relajado y también sus cejas.
Ocho. No puedo evitar contar las veces que sus ojos brillan según le da la luz del sol. Creo que al final no me llevará detenida. No más de lo que estoy.
—Se ha jubilado —dice y se saca un pañuelo del bolsillo, limpiando su mano manchada de rojo.
—Oh, joder, lo siento, espere, le traigo una servilleta, las tengo por aquí en alguna parte —y salgo escopetada hacia la cocina, porque quiero darle una servilleta y porque estoy comportándome como una gilipollas, y será mejor que lo haga desde lejos durante un rato.
—Tranquila —grita desde la puerta.
—No, no, tengo servilletas por aquí...
Vuelvo al salón con un rollo de papel de cocina en una mano y dos trapos en la otra. Se lo ofrezco todo a la vez.
Nueve. Sus ojos parecen tener una luz oculta tras la negrura de sus retinas.
Diez. El agente vuelve a sonreír y toma el rollo de papel.
—Lo siento, de veras.
—Tranquila, no esperaba a su agente hoy, es normal —dice y me devuelve el rollo—. Pero para la siguiente vez que llamen a la puerta, un consejo: nada de pintura roja ni martillos.
—No es que tenga visitas muy a menudo.
Once. Sus ojos brillan de verdad. No pueden ser imaginaciones mías. Siento que me ruborizo y desvío la mirada. Veo por el rabillo del ojo que tras la figura del policía, al otro de la calle, la vecina disimula que está tirando la basura. La saludo con la mano manchada:
—¡Buenas tardes, señora Rimell! ¡Deliciosos los macarrones!
El policía se gira y ella levanta la mano, cosa que no haría de no ser porque la está mirando un agente de la ley. Nunca la he visto caminar tan aprisa; en dos segundos está dentro de su casa.
—Muy amable por parte de sus vecinos venir a visitarla —comenta y vuelve a mirarme.
—Vino hace cosa de un mes, cuando hacía más de un mes que estoy aquí. Tiré los macarrones a la basura delante de ella. Tenemos una relación preciosa. —Bien. Si sigo así, seguro que me lleva a la comisaría.
—Lo siento.
—Nada, no se preocupe, agente... ¿Yang? —Leo en la placa distintiva de su uniforme. Hasta ahora no presté atención más allá de sus ojos.
Doce. Es un brillo abrumador.
—Han Yang. Y no, no soy chino ni japonés. Mis padres son de Corea del Sur.
Mis mejillas vuelven a arder. Creo que si me tapo la cabeza con uno de los trapos de cocina y salgo despacito caminando hacia atrás puede que me marche antes de que el ridículo que estoy haciendo sea irremediable.
—Mi madre era pelirroja. Joder... lo siento mucho, agente Yang, de verdad que suelo ser más coherente cuando hablo, solo que... me pilló en plan mercenaria loca creyendo que era algún vecino y no... no suelo ser así de estúpida y...
Siento un pinchazo y caigo antes de poder controlar mis piernas. Mi boca se vuelve amarga y noto el calor que se expande entre mis costillas. El temblor en mis brazos y piernas se vuelve más fuerte. Intento respirar despacio, pero estoy hecha un ovillo en el suelo y mis músculos se han tensado, impidiendo que me estire o me mueva en absoluto.
Sé que me levantan del suelo y me ponen sobre una superficie más blanda, pero no soy capaz de registrar más de un pensamiento a la vez, y el dolor tiene la prioridad.
Han pasado unos minutos y la presión en mi esternón va disminuyendo, permitiendo que poco a poco controle mi respiración y puedo ir estirando las piernas.
—Toma un poco. Iremos a urgencias enseguida. —Mi cabeza se mueve hacia delante y siento agua fresca en mis labios. Trago, pero los músculos de mi esófago están distendidos así que me ahogo y tengo un achaque de tos—. La llevaré ahora mismo —reconozco la voz del agente Yang. Una parte de mi conciencia me dice que tengo que abrir los ojos, la otra, que debo concentrar mis fuerzas en seguir respirando.
—No... no me mueva... aún no... —logro decir. Noto que las palabras salen lentas de mis labios. Tengo la boca acorchada y seca—. En la mesilla... en mi habitación... la inyección está... hay un neceser marrón...
Oigo pasos, una carrera más bien. Todo se apaga y vuelve a encenderse como si no hubiera transcurrido ni un segundo desde que perdiera la conciencia.
—¿Penicilamina? Señorita Simpson, ¿es este? —Veo la jeringuilla y tras ella distingo la figura del policía—. Penicilamina —repite—. ¿Es este... Alice?
—Sí... en... la tripa... el pinchazo... —intento desabrocharme el peto para subir la camiseta y mis dedos son como maracas que me impiden hacerlo.
Siento su mano sobre la mía. Su piel es templada y suave. Debería de preocuparme el que un hombre al que no conozco de nada esté a punto de levantarme la blusa, de hecho, eso me preocupa, pero no puedo reaccionar.
Cuando me pincha el calor se expande rápido por los músculos de mi abdomen. Tardará en hacer efecto una media hora, pero sé que en diez minutos reaccionaré un poco.
Cierro los ojos y mi boca se llena de sabor a hierro. Recuerdo a mi madre, en las peleas constantes para que me tomara la medicina. Le solía contestar que sabía igual que si chupara un clavo. Ella se reía y siempre decía lo mismo:
«¿Y tú cuando has chupado un clavo, niña?»
La veo sentada a mi lado tras una de mis crisis. Su rostro está mojado y rojizo por las lágrimas, pero ella sonríe cuando la miro. Me toca la mejilla y me besa la frente. Me dice que las pelirrojas tenemos fuego en el corazón, que haría falta mucho cobre para derribarnos. Sonrío y la abrazo. Huele a jabón de miel.
Una mano templada me toca la mejilla. Abro los ojos y tardo un par de segundos en fijar la vista. El agente Yang está a mi lado, arrodillado frente al sofá. Su otra mano está agarrada con fuerza a la mía, mis dedos-maracas están agarrados a los suyos, tendrá suerte si no le he partido un par de falanges. Tiene el semblante consternado, pero sonríe cuando ve que le miro.
—La llevaré a urgencias —indica y se dispone a levantarme en brazos del sofá.
—No... no pueden hacer nada... la crisis se irá pasando. Funciona... así.
Él se aleja despacio y se sienta en uno de los sillones que hay frente al sofá; se cruza las manos, apoya los codos sobre las rodillas y el mentón sobre el nudo de sus dedos. Vuelve a tener las cejas rectas y tensas.
Cero. Sus ojos han dejado de brillar.
—¿Está segura? Llamaré al enlace de...
—Sí... estoy segura, agente Yang... he tomado el sol hoy y la cocacola no ha ayudado... estoy mucho mejor. Se lo aseguro.
—Bueno. Esperaré aquí hasta que pueda moverse por sí misma.
—Puede tutearme, agente —digo y cierro los ojos, inspirando profundamente. Mi hígado duele menos y siento que mis piernas y brazos se han relajado; los músculos ya no están contraídos, lo que, es bueno porque no duele, y es malo porque dudo que en menos de una hora pueda andar, menos todavía llegar a la planta de arriba.
Hacía mucho no tenía una crisis tan fuerte. Intento recordar si me he pinchado esta mañana, pero tengo tal maraña entre mis pensamientos que no soy capaz de saberlo.
—¿Está... estás bien? ¿Alice?
—Sí... me encuentro mejor.
—¿Necesitas algo?
Pienso que necesito varias cosas, la primera, tumbarme, y la segunda, que se marche. Necesito intimidad.
—Sí... podría ayudarme a subir a mi habitación, ¿por favor?
—Claro, por supuesto.
Intento levantarme para que así me ayude a erguirme, pero me alza en brazos. Pienso discutírselo, pero el balanceo de sus pasos hace que me relaje. Recuerdo a mi padre, nosotros tres, papá, Tommy y yo de pesca en el barco. Tommy se mareaba. A mí me encantaba. Huelo la brisa marina, oigo sonreír a papá.
—¿Estás segura de que no deberías de ir al hospital?
—Sí... me gustaría descansar un poco... gracias por todo, agente Yang...
Estoy en la cama, así que me doy la vuelta, poniéndome en posición fetal en el centro del colchón, de espaldas al policía.
—Bueno... en todo caso volveré más tarde para ver como te encuentras...
—No hace falta —contesto tajante—. Nos vemos en dos días, cuando toque la revisión.
—Dejo aquí apuntando sobre la mesilla mis datos, el busca y mi teléfono. Te los pasarán por email, pero por si acaso, si ocurre algo...
—Gracias, agente.
Se hace un silencio largo, le oigo respirar de fondo. Al cabo de un momento tengo la sensación de que su mano está cerca de mi espalda. La puerta de la habitación se cierra, le escucho bajar las escaleras y cerrarse la puerta principal. Cuando escucho el coche patrullar arrancar, empiezo a llorar.
Lloro hasta que me duele el pecho, hasta que no sé si no veo bien por culpa de mi maldita enfermedad o por las lágrimas. Echo de menos a mamá. Me siento una niña otra vez... y no quiero sentirme así.