Día 141
LA TRISTEZA ES un gusano que te infecta por dentro. No te mata ni te hace más fuerte, tampoco sirve para que seas más resistente a ella con el tiempo. No es un virus, no es una bacteria, apenas es un gusano, una alimaña corrompida que se pega a tu médula y recorre tu cuerpo a sus anchas. La tristeza no te hace inmune a nada, si cabe, te hace más débil ante todo lo que te rodea.
Ya puedo hablar y andar. Llevo diecinueve días en el hospital, mañana me darán el alta. Puedo hablar y andar. Y no hago ninguna de las dos cosas.
Me paso los días mirando por la ventana. El reflejo de Rose en el cristal me llena las retinas de rojos y rosas cuando se presenta con flores o un libro que se dedica a leer en voz alta. Me llena los pulmones con su colonia que me recuerda el chicle de tutifruti, me hace cosquillas en los ojos cuando intenta hacerme reír. No la miro. No me giro. Con el paso de los días creí que dejaría de venir, no obstante, aún no lo ha hecho.
Está sentada en una silla al otro lado de la cama. Creo que está leyendo Insurgente, porque le dije que terminé la anterior parte de la saga poco antes de la crisis. Pretendo no hacerles caso a ella, a su voz o a su risa contagiosa todo lo que puedo.
Y duele. El gusano se remueve satisfecho, con su misión cumplida se acomoda en mi pecho y se clava en el hueco que antes albergaba mi corazón, desternillado ante mis intentos por mantener lejos cualquier atisbo de alegría.
Al gusano le gusta. A mí me da igual.
Solo quiero irme a casa, pasar lo que me queda de condena, y luego puede que publique mi tesis, y mientras, eso lo primero, venderé la casa y todo lo que hay dentro y me mudaré a mi pisito en el centro y podré ahogarme dentro de mí misma. Con suerte el gusano se ahogará también con el paso del tiempo.
Es difícil explicar por qué me siento así, en realidad, si miro atrás desde que llevo ingresada, no recuerdo muy bien cuándo empecé a portarme de este modo, cuando ignoré a Rose y a todos los que se pasean por la habitación por primera vez.
La fisioterapeuta dice que si no camino por mucho que mis músculos estén preparados para hacerlo acabaré empeorando, que será peor para mí... ¿para qué quiero yo caminar? ¿Tengo algún sitio al que ir? El gusano sabe la respuesta.
Rose cierra el libro de un golpe. La cubierta de cartón duro hace eco en la habitación. Por el cristal de la ventana veo que se levanta y camina hacia a mí, quedándose a un par de pasos de la silla de ruedas en la que paso mis horas.
Quiero gritarle que se vaya, implorar que lo haga... ella resopla y se pasa la mano por la cara. Creo que llora. Pero no me volveré para preguntárselo. No lo haré porque si está llorando yo me vendré abajo. Llevo demasiado alimentando al bicho en mi interior como para matarlo ahora. Tengo que ser fuerte, egoísta... tengo que alejarla de mí. Nadie tiene porqué estar cerca. Nadie se merece esto en su vida.
Rose sale y yo al fin puedo relajar los brazos. La logopeda me ha dicho que tengo que hablar, que necesito ejercitar las cuerdas vocales. ¿Para qué? ¿A alguien le interesa realmente lo que tengo que decir? La verdad es que no estoy segura de que me quede nada por decir a estas alturas.
Apenas he visto a Yang. En ocasiones, por la mañana a primera hora, le veo pasar y dar instrucciones al oficial que está en la puerta. Y nada más. No ha entrado, no se ha acercado, no me ha hablado.
Todavía tengo varios meses por delante de condena, y tengo que pasarlos de la manera más digna que pueda. Sin la pesadumbre en las miradas ajenas. Soy un lastre, y cuanto antes Rose y cualquiera se den cuenta, mejor. Mejor para ellos. Mejor para mí. El gusano que encarna mi tristeza está de acuerdo y se acurruca en mi esternón. Me duele. Lloro un poco, pero veo por el cristal que alguien se acerca así que disimulo fijando la vista en algún punto más allá del ventanal.
—Mañana te darán el alta a primera hora —la voz de Rose se filtra más allá del bloqueo que he creado. Es mi amiga... mi única amiga, me repito. Entonces miro su reflejo, sus colores, esa alegría que rebosa... no. Rose no me necesita en su vida.
Afirmo con un carraspeo y sigo mirando al frente.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Giro la silla de ruedas despacio. Ella se pone rígida. Creo que es la primera vez que la miro a los ojos en más de una semana.
—Que... que no vuelvas. Gracias... por... por todo —retomo la misma posición. La tristeza lame mis ojos, llenándolos de lágrimas.
La oigo sollozar y el ruido de los cascabeles colgados de su bolso se elevan en el aire como una música triste.
—No sé qué estás haciendo, Alice. —Su voz se quiebra—. Aunque te diré algo: antes de que termines de hundirte te sacaré de ahí. Puede que nunca nadie te haya sacado de ese pozo que parece ser tu lugar favorito, pero yo lo haré. Mañana estaré en tu casa esperándote para cuando llegues. He pedido el traslado de servicio y ya no soy tu enlace, así que puedo tener contacto contigo todo el tiempo que quiera. Nos vemos mañana.
Se va dando un portazo y yo dejo escapar una media sonrisa llorosa. Tengo ganas de girarme y gritar su nombre, decir que el gusano no se va a ir, que ella tiene que marcharse por su propio bien, tiene que ser lista como lo ha sido Yang. Él lo vio en mí, me vio más allá de mi carcasa y por eso se alejó. Ella tiene que hacer lo mismo. Es lo mejor para todos.