Día 109

 

 

 

AYER TUVE CITA médica. Nada memorable: «un pinchizacín y todo se pasará rapidín». Me pregunto por qué mi médico no se hizo pediatra.

Yang no habló en todo el trayecto, aunque bajó la ventanilla. No estaba yo para eso, la verdad, empiezo a pensar que lo de deprimidilla tiene su punto de verdad. Le pedí que cerrara el cristal cuando íbamos por la mitad del camino y de regreso él ni la abrió. Eso sí, mirar me ha mirado todo el tiempo. He evitado hacerlo porque no quería contar las veces que brillaban sus ojos. No necesito hacerme más daño. Tengo suficientes disgustos dentro.

Me acerco al patio trasero enfundada en un peto vaquero, unas botas de goma amarilla, guantes de jardinería y un gorro de los Laykers que pertenecía a mi hermano Tommy.

Respiro hondo. No podrás conmigo cobertizo. Estoy decidida a vaciarlo hoy, ya que, una vez hablé con Rose y le conté mi idea de mudarme allí, gestionó las cosas y en media hora tenía acordado con una empresa la recogida de los trastos. Vendrán esta tarde sobre las cinco y son las diez de la mañana, por lo que tengo mucho trabajo por hacer; no quiero tirarlo todo, hay que clasificar las cosas. He creado un esquema y haré cinco montones que serán: basura, media basura, eso no sé si lo quiero, eso puede que no lo quiera y eso es mío. 

 Me llevará más tiempo de lo previsto, pero podré hacerlo. Tengo que hacerlo. Ocupar mi tiempo es primordial ahora mismo.

Estoy cargando la segunda caja de las mil que me esperan y la dejo sobre el montón de «basura». Estoy dudando de si mejor ponerla en «eso no sé si lo quiero» cuando llaman al timbre.  

Siento electricidad y bichitos caprichosos que revolotean en mi estómago. Hoy no es buen día para ver a Yang. Sé que no podré evitar mirarle a los ojos por el simple hecho de sentirme así sin ni haberle visto todavía.

No voy a la puerta, sino que grito desde el patio un «estoy en la parte trasera» y me quedo de espaldas, pretendiendo que hago algo. Ahora que lo pienso no podré disimular mucho con lo que tengo en la mano; son unas tijeras de podar viejas y oxidadas. No quedará muy bien con el luminoso que llevo en la cabeza de «criminal asesina». 

—¡Por Dios, qué glamour, qué clase! Dime donde compraste estas botas que iré a por dos, no vaya ser que se acaben y me quede sin ellas.

Me giro con el corazón disparado y una sonrisa más grande que mi cara se expande cuando la veo: Rose Marie. Mi número 6.

Cuando la abrazo tengo ganas de llorar. Luego me alejo y la miro bien a la cara. Es exactamente como la imaginaba; bajita, aunque los tacones la hacen un poco más alta que yo, vestidido a lo pinup con un estampado de magdalenas de colores sobre un fondo ocre; su pelo es negro como el hollín y lo lleva en un moño prieto con un tubo a modo de flequillo, ojos grandes y verdes, gafas de pasta negra, labios rojos y brillantes.

—Pues tú vienes vestida para todo menos para hacer limpieza —digo y la doy otro abrazo.

—Perdona, pero he hecho más mudanzas con estos tacones que tú en tu vida, Doctora matemática —risueña, se acerca a la mesa del jardín y deja una bolsa que tiene en la mano—. Traigo magdalenas y té indio, es de frutas, te va a encantar.

Hoy va a ser un gran día.