CALLIOPE
Calliope llevaba varias horas bailando y riendo con una intensidad frenética, vigilando a menudo a los hermanos Fuller, aunque llevaba ya un rato sin verlos. De vez en cuando bebía de una copa de champán. El vino le sabía agrio.
La noche no tardaría en tocar a su fin, y Calliope tendría que confesarle la verdad a su madre: que lo había fastidiado todo y que debían marcharse porque Avery Fuller las había descubierto. Aun así, se mezclaba con la multitud con una inflexible sonrisa pintada en sus relucientes labios rojos.
Sabía que estaba retrasando lo inevitable, pero quería posponer la conversación con su madre todo lo que pudiera. Porque, una vez que lo dijera, una vez que pronunciara las palabras en voz alta, Calliope Brown estaría muerta. «Aquí yace Calliope Brown, tan bella como cruel. Murió sin que nadie llegara a conocerla de verdad», pensó con amargura.
Por una vez, inventarse el epitafio de su alias perdido no le hizo ninguna gracia.
Rodeó en un amplio círculo la pista de baile, preguntándose si Elise estaría ya dormida, cuando vio a una pareja en una terraza más abajo. Tenían algo que le resultaba familiar, aunque estaban demasiado lejos para distinguirlos. Se encontraban agazapados bajo un cartel de «Prohibido el paso», donde probablemente creían tener algo de intimidad… Y así habría sido, si ella no los hubiera visto. Nadie más miraba en aquella dirección.
Como no tenía nada mejor que hacer, Calliope estiró el cuello y activó el zoom de las lentes. Se sorprendió al darse cuenta de que se trataba de Avery y Atlas Fuller.
Avery había levantado la cabeza y hablaba con mucho énfasis. Era probable que le estuviera contando a su hermano la verdad sobre Calliope y Elise.
Impulsada por una curiosidad morbosa, Calliope aumentó el zoom… y se percató de que algo muy raro sucedía entre los hermanos. Las expresiones de ambos, la actitud posesiva con la que se le acercaba Avery, le erizaron el vello de la nuca.
Y entonces, conmocionada, vio cómo se abrazaban y besaban.
Al principio, la chica supuso que se equivocaba, pero, cuanto más ampliaba la imagen, más segura estaba de que se trataba de Avery y Atlas, sin lugar a dudas. Se quedó observándolos con fascinado horror mientras el beso se alargaba, Avery de puntillas y con las manos en el pelo de su hermano.
Parpadeó para devolver su visión al estado normal y apartó la mirada. Respiró hondo un par de veces; un sordo rugido le retumbaba en el cerebro abrasado. Todo cobraba sentido, por retorcido que fuera.
Recordaba que Atlas le había contado que su huida a África se debía a que se había metido en un «lío». Recordaba el amargo rencor que le había demostrado Avery aquella mañana, después de la fiesta Bajo el mar, cuando se dio cuenta de que Calliope había pasado allí la noche. Incluso la forma en que Avery y Atlas hablaban el uno del otro, la forma en que siempre parecían tener un radar que los informaba de lo que hacía el otro hermano; Calliope había supuesto que era un cariño fraternal excesivo, pero estaba claro que era mucho más. Todas las piezas encajaban para dar forma a la verdad, como los fragmentos de un retorcido espejo roto que reflejaba una realidad imposible. Salvo que no lo era.
Se quedó allí un rato, escuchando el silbido del viento que rodeaba las esquinas de aquella extravagante torre; apenas se podía oír con la música, el cotilleo y las risas, pero ahí estaba. Calliope se imaginaba al viento enfadado porque nadie le hacía caso. Comprendía la sensación.
Se inclinó sobre la barandilla pensando en Avery y en todas las amenazas que le había soltado antes, y sonrió. No había nada dulce en aquella expresión; era una sonrisa fría y calculadora, una sonrisa triunfal. Porque Calliope se había hartado de que los Fuller la mangonearan.
Así que a Avery Fuller le gustaba jugar. Bueno, a Calliope también. Había jugado con los mejores, por todo el mundo, y no tenía ninguna intención de perder ahora que contaba con algo con lo que atacar a Avery, algo tan peligroso como lo que Avery sabía de ella. Era consciente de lo que había presenciado y de cómo usarlo en beneficio propio.
Por mucho que la otra chica protestara, no pensaba irse a ningún sitio. Había llegado a Nueva York para quedarse.