CALLIOPE
Calliope cruzó mansamente la terraza tras los pasos de su madre hasta llegar a una zona apartada, ocupada tan solo por unas pocas sillas desperdigadas y una figura solitaria que estaba en pie junto a la barandilla.
—¿Qué sucede? —preguntó mientras intentaba echarse unos mechones sueltos hacia delante a fin de ocultar sus orejas.
Su madre no parecía haberse fijado en los pendientes de la señora Fuller, lo cual era innegablemente impropio de ella. Elise hacía gala de una memoria obsesiva, casi fotográfica, para todo cuanto poseían ella y Calliope. El hecho de que esta luciera aquellos gigantescos diamantes rosas sin que Elise lo notase indicaba, más que ninguna otra cosa, que allí estaba pasando algo grave.
Calliope ya había saludado a su madre, apenas una hora antes; se habían citado en una de las terrazas inferiores para intercambiar un breve resumen del modo en que se estaba desarrollando la velada. No esperaba volver a verla tan pronto.
Cuando llegaron a la mesa que parecía ser su objetivo, descubrió que el individuo que merodeaba por los alrededores no era otro que Nadav Mizrahi.
—Hola, señor Mizrahi.
Calliope observó de soslayo a su madre, intrigada, esperando que le diera alguna pista sobre cómo debía actuar, pero Elise se limitó a sonreír con los ojos anegados de lágrimas relucientes.
A Calliope eso de llorar a voluntad nunca se le había dado tan bien como a Elise.
—¿No has conseguido encontrar a Livya? —oyó Calliope que preguntaba su madre, y se le encogió el corazón al percatarse de lo que estaba ocurriendo. Había sido testigo de tantas pedidas de mano que podría reconocer una a kilómetros.
Nadav negó con la cabeza.
—Quería que estuviera presente para la ocasión, pero no importa. Ya no puedo seguir esperando.
Para sorpresa de nadie, el hombre apoyó una rodilla en el suelo. Tras rebuscar en el bolsillo de la chaqueta (era enternecedor; saltaba a la vista que el pobre iluso amaba a la madre de Calliope), sacó una cajita de terciopelo. Una fina pátina de sudor le perlaba la frente.
—Elise —entonó con un timbre de fervor en la voz—. Sé que solo nos conocemos desde hace unas semanas, pero parece que hiciese toda la vida… y para toda la vida me gustaría que fuese. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí —respondió Elise tan sin aliento como una colegiala, extendiendo una mano para que Nadav pudiera ponerle la sortija en el dedo.
El discurso había estado bien, pensó con sangre fría Calliope, aunque prometerse en una fiesta organizada por terceros no fuera el colmo de la inspiración. Por lo menos, Nadav no se había enrollado en exceso ni se había pasado de cursi. Se acordó de que le tocaba ponerse a aplaudir y sonrió al nuevo prometido de su madre: el decimocuarto, si no le fallaba la memoria.
—¡Enhorabuena! Me alegro mucho por los dos —dijo con la cantidad apropiada de entusiasmo y sorpresa.
Había llegado el momento, pensó apenada; su periplo neoyorquino había tocado a su fin. Pronto todo comenzaría de nuevo.
Se agachó para examinar la alianza y se quedó impresionada, a su pesar. Los anillos de compromiso de Elise solían pecar de espantosos y horteras; como cabría esperar, los sujetos que tenían tan pocas luces como para tragarse los embustes de Elise no podían ser ningún dechado de sofisticación. Sin embargo, Calliope comprobó, sorprendida, que este era precioso: un simple solitario con un maravilloso pavé de diamantes a ambos lados del diamante principal. Calliope sintió una punzada de remordimiento al pensar que tendrían que desmontarlo para vender las piezas en el mercado de segunda mano.
—Calliope, Livya y yo estamos deseando conocerte mejor. Me emociona mucho la idea de unir nuestras familias.
Nadav se embarcó en una descripción de todos aquellos planes condenados al fracaso más absoluto. Creía que Elise y él se casarían en el Museo de Historia Natural porque ambos estaban enamorados de él; la chica estuvo a punto de echarse a reír, porque no se imaginaba a su madre queriendo casarse rodeada de viejos animales disecados cubiertos de polvo. Y ¿qué les parecía ir a visitar Tel Aviv al mes siguiente para que conocieran al resto de su amplia familia?, les preguntó.
—Deberíais mudaros las dos enseguida. Ya no hace falta que sigáis viviendo en el Nuage —añadió Nadav—. Por supuesto, tendremos que empezar a buscar un piso nuevo que sea lo bastante grande para todos.
Por un breve instante, Calliope se imaginó cómo sería probar a llevar una vida normal, una vida estable. Vivir en un hogar, en un lugar que fuera de verdad suyo, con toques únicos y personalizados, en vez de en un hotel glamuroso pero completamente anónimo. Ser hermanastra de Livya en serio. Dejar de timar a personas inocentes para después abandonarlas a merced de un constante torbellino de extravagancias sin sentido.
Habría sido raro hacer lo que Nadav decía: vivir con aquellos dos desconocidos. Pero, por otro lado, tampoco le disgustaba tanto la idea.
—Oh, es Livya —murmuró Nadav mientras inclinaba la cabeza para recibir un parpadeo entrante—. Voy a buscarla y traerla aquí para contarle la buena nueva.
Le dio un beso en la boca a Elise antes de meterse entre la gente.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó su madre bajando la voz en cuanto el hombre estuvo a una distancia prudencial.
—Es un anillo genial, mamá. Seguro que sacas medio millón por él. Buen trabajo.
—No, me refiero a qué te parece el plan, todo lo que ha dicho Nadav.
A Calliope el corazón le dio un extraño vuelco.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que qué te parece quedarte en Nueva York —respondió Elise sonriendo y cogiéndole las manos a su hija.
La chica no conseguía responder. De repente estaba irritable y nerviosa, y se veía incapaz de pensar con claridad.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Nos quedamos, cielo —repitió Elise—. Vamos, si quieres.
Calliope se dejó caer en uno de los sillones de Lucite sin decir palabra y contempló la noche. Estaba muy oscuro. Las antorchas titilaban con el viento, que empezaba a arreciar, y por eso supo que se trataba de llamas reales, no holos. Una excéntrica parte de ella quería acercarse y tocar las llamas, solo por estar segura.
—He estado pensando en lo que me dijiste la semana pasada, que desearías que nos quedáramos en alguna parte, por una vez.
Se notaba una curiosa corriente subyacente en la voz de su madre. Era terreno desconocido para ambas. Calliope se quedó muy quieta.
—Me preocupa no haber sido siempre la mejor madre posible, el mejor modelo a seguir. —Elise bajó la vista y se miró los dedos entrelazados mientras jugaba con su nuevo anillo de compromiso—. Últimamente estoy pensando mucho en el día que nos fuimos de Londres.
«Yo también», pensó la chica, aunque no sabía bien cómo expresarlo.
—Creo que fue lo correcto en aquel momento —continuó su madre vacilante—. Dios, cuando esa mujer te pegó, las cosas que se me pasaron por la cabeza hacerle… Y después de todos los años de sufrir su maltrato… Me parecía justo quitarle algo y huir.
—No pasa nada, mamá.
Calliope oía el iracundo rugido del canal bajo ellas, que reflejaba como un eco la revuelta confusión de sus pensamientos. En ningún momento se había percatado de que su madre se sintiera de ese modo, de que ella también se cuestionara su vida, cuando durante tanto tiempo le había dado la impresión de que se dejaba llevar por ella con despreocupada alegría.
Su madre suspiró.
—Sí, sí que pasa. Yo soy la que te he llevado por este camino, sin un plan real. Yo pude tener una experiencia normal de adolescente, con mi instituto, mis amigos, mis relaciones y demás, pero tú…
—He experimentado esas cosas —repuso la chica, aunque Elise espantó sus palabras con un gesto de la mano.
—No sé adónde ha ido a parar el tiempo. Cuando te miro, es como si fuera ayer cuando huíamos de casa de los Houghton, no hace siete años. No debería haberlo alargado tanto. —Alzó la mirada, y Calliope vio que los ojos le brillaban por reprimir las lágrimas—. Te he privado de la oportunidad de vivir tu vida, una vida de verdad, y eso no es justo. ¿Dónde demonios acabarás cuando todo esto termine?
A lo lejos, un coro de gritos brotó cuando una enorme tarta salió flotando de las cocinas sobre una reluciente bandeja negra. El glaseado de crema de mantequilla estaba repleto de unos chips LED digeribles y microscópicos, de modo que la tarta entera estaba iluminada como una antorcha.
Calliope no respondió a su madre. Lo cierto es que nunca había pensado tan a largo plazo, probablemente por miedo.
—Estaba pensando que podríamos alargar este timo un poco más, más que nunca —siguió Elise con algo más de compostura—. Podríamos matricularte en el instituto para que pasaras tu último año de secundaria en Nueva York. Por supuesto, si lo odias, podemos largarnos en el siguiente hipercircuito que salga de la ciudad. Pero quizá sea buena idea ver primero cómo nos va. —Se arriesgó a sonreír—. Podría ser divertido.
—¿Harías eso?
Calliope quería lo que su madre le estaba ofreciendo; lo estaba deseando. No obstante, también sabía lo que significaba: que Elise tendría que renunciar a su independencia y vivir con un hombre al que, por muy amable que fuera, no amaba.
—No hay nada que no hiciera por ti —dijo sin más, como si eso respondiera a cualquier otra pregunta—. Espero que lo sepas.
—¡Mirad lo que he encontrado! —exclamó Nadav, que volvía a la terraza con Livya detrás.
Calliope dio un paso adelante para abrazar a la otra chica, siguiendo un impulso.
—Estás preciosa —le dijo en un estallido de cariño benévolo.
Era cierto; el maquillaje conseguía que incluso las facciones pálidas y diluidas de Livya resultaran interesantes, y su vestido de cloqué marfil, con la falda de vuelo, le daba a su delgada figura la forma que tanto necesitaba.
—Gracias —respondió Livya algo seca mientras se deshacía de sus brazos.
No le devolvió el cumplido.
—¡Un brindis por la nueva familia! —exclamó Nadav, que blandía la botella fría de champán como un arma mientras la descorchaba.
El sonido se oyó con claridad por toda la fiesta y atrajo unas cuantas miradas, aunque a Calliope le daba igual.
Se dio cuenta de que Livya apenas le daba un traguito imperceptible al champán antes de dejar la copa, y que apretaba los labios. Estaba claro que no se alegraba tanto como ella del giro de los acontecimientos.
«Bueno, no puedes ganártelos a todos», pensó con tristeza.
Habían acabado con los timos. No tendrían que engañar ni que mentir, ni que traicionar la confianza de nadie; no tendrían que ponerse nombres y vestidos de alta costura falsos, y empezar de nuevo con el círculo vicioso. El mundo entero parecía más brillante, más ligero y lleno de infinitas posibilidades.
Viviría de verdad en Nueva York, sería ella misma, no un personaje que su madre hubiera creado para representar el papel secundario de su última película. Podría ir a clase, hacer amigos y convertirse en alguien.
Estaba deseando descubrir cómo era de verdad Calliope Brown, neoyorquina.
—Querida —susurró su madre mirándola de soslayo mientras Nadav les entregaba una copad de champán a cada una—. ¿Son nuevos esos pendientes que llevas puestos? Parecen auténticos.
Calliope hizo lo que pudo por no reírse, aunque, a pesar de todo, esbozó una sonrisita.
—Por supuesto que no son auténticos. Pero son preciosos, ¿verdad?
El nuevo y desconocido diamante de Elise brilló a la luz de la luna cuando su madre acercó la copa a la de su hija.
—Un brindis por esta vez.
—Por esta vez —repitió Calliope, y nadie más que su madre habría notado el tono de esperanza y anhelo que enmarcaba la frase que había repetido tantas veces.