AVERY

Avery Fuller se abrazó con fuerza a sí misma. El viento tironeaba de sus cabellos, alborotándolos en una ingobernable madeja dorada. Los pliegues de su vestido restallaban como estandartes a su alrededor. Comenzaron a caer unas pocas gotas de lluvia, tan finas como alfileres, que parecían clavársele en la piel allí donde esta estaba desnuda.

Pero Avery no estaba dispuesta a marcharse de la azotea. Este era su refugio secreto, adonde se retiraba cuando el feroz asalto de las luces y el estruendo de ahí abajo, en el resto de la ciudad, se volvía insoportable.

Dejó vagar la mirada por la neblina morada del horizonte, que se extendía hasta perderse de vista en la oscuridad insondable de las alturas. Le encantaba el modo en que se sentía aquí arriba, distante, sola y a salvo con sus secretos. «Solo que no estás a salvo», le recordó un presentimiento insidioso al mismo tiempo que llegaba hasta sus oídos el ruido de unos pasos tras ella. Avery se giró en redondo, inquieta… y sonrió al ver que se trataba de Atlas.

Pero la trampilla volvió a abrirse de golpe y apareció Leda, congestionada de rabia. Se veía enflaquecida, amenazadora y en tensión. Su misma piel parecía una armadura.

—¿Qué quieres, Leda? —preguntó tentativamente Avery, aunque en realidad no hacía falta; conocía ya la respuesta.

Lo que quería Leda era separarlos a Atlas y a ella, solo que Atlas era lo único a lo que Avery no estaría dispuesta a renunciar jamás. Dio un paso para colocarse frente a él, en actitud protectora.

A Leda no le pasó inadvertido su gesto.

—Cómo te atreves —escupió, y se abalanzó sobre ella para empujarla…

A Avery le dio un vuelco el estómago mientras sus brazos giraban como aspas inútiles, esforzándose a la desesperada por agarrarse a algo, pero todo estaba demasiado lejos, incluso Atlas, y el mundo había degenerado en una madeja de color, sonidos y gritos, el suelo volaba cada vez más deprisa a su encuentro…

Se sentó de repente, con la frente perlada por una fina pátina de sudor. Tardó un momento en reconocer el mobiliario del dormitorio de Atlas en la penumbra informe que la rodeaba.

—¿Aves? —murmuró Atlas—. ¿Estás bien?

La muchacha replegó las rodillas contra el pecho en un intento por apaciguar los erráticos latidos de su corazón.

—Solo era una pesadilla —respondió.

Le gustaría hablar de ello, pero no podía. De modo que se dio la vuelta para acallarlo con un beso.

Llevaba colándose en la habitación de Atlas todas las noches desde que murió Eris. Aunque sabía que estaba jugando con fuego, ver al chico al que amaba (conversar con él, besarlo, incluso el mero hecho de aspirar su fragancia) era lo único que le impedía volverse loca de un tiempo a esta parte.

Y ni siquiera aquí, con Atlas, estaba completamente a salvo de sí misma. Detestaba la red de secretos que no dejaba de estrecharse a su alrededor, creando una brecha invisible entre ambos, aunque Atlas no lo sospechase siquiera.

Él ignoraba por completo el delicado equilibrio al que había quedado reducida la relación entre Avery y Leda. Un secreto a cambio de otro. Leda sabía que estaban juntos, y si aún no lo había proclamado a los cuatro vientos era porque Avery la había visto empujar a Eris desde lo alto de la azotea aquella noche. Ahora, la amenaza de que Leda pudiese sacar su romance a la luz evitaba que Avery desvelase la verdad sobre la muerte de Eris.

No lograba obligarse a confesárselo todo a Atlas. Aquella información solo le haría sufrir, y lo cierto era que Avery tampoco quería que descubriera lo que había sucedido realmente aquella noche. Si supiera lo que había hecho, corría el riesgo de dejar de profesarle el amor ciego y la devoción que le dispensaba ahora.

Enroscó los dedos con más fuerza en los rizos que cubrían la nuca de Atlas, deseando ser capaz de detener el tiempo, de desvanecerse en este momento y vivir en él para siempre.

Cuando Atlas se apartó por fin, Avery percibió su sonrisa sin necesidad de verla.

—Se acabaron los malos sueños. Mientras esté yo aquí, al menos. Los mantendré a raya, prometido.

—He soñado que te perdía —replicó ella de repente, con un dejo de trepidación imbricado en la voz.

Quedarse sin Atlas era el mayor de sus temores ahora que, contra todo pronóstico, al fin estaban juntos.

—Avery. —El muchacho apoyó un dedo bajo su barbilla para levantársela con delicadeza, a fin de mirarla directamente a los ojos—. Te quiero. No pienso irme a ninguna parte.

—Lo sé.

Sabía que lo decía de corazón, pero su camino estaba sembrado de tantos obstáculos, eran tantas las fuerzas confabuladas en su contra, que a veces el desafío se le antojaba insuperable.

Se recostó junto a su cuerpo, cálido y suave, pero sus pensamientos se obstinaban en mantenerse dispersos. Se sentía tan en tensión como un muelle comprimido, incapaz de saltar.

—¿Nunca has deseado que te hubiera adoptado otra familia? —susurró expresando de viva voz algo que ya había pensado en innumerables ocasiones. Si Atlas hubiera acabado con otra familia cualquiera, si fuese otro chico el que se hubiera criado en el papel de su hermano adoptivo, amarlo no le estaría prohibido. Se preguntó cómo habría sido conocerlo en la escuela, o en alguna fiesta; traerlo a casa para presentárselo a los Fuller.

Todo sería mucho más fácil.

—Por supuesto que no —contestó Atlas sobresaltándola con la vehemencia que denotaba su tono—. Aves, si me hubiera adoptado otra familia, lo más probable es que no te hubiese conocido jamás.

—Es posible… —dijo Avery dejando la frase inacabada flotando en el aire, aunque lo cierto era que, en su opinión, estaban predestinados.

El universo habría conspirado para reunirlos de un modo u otro, atrayéndolos con una fuerza gravitacional exclusiva de ambos.

—Es posible —convino Atlas—, pero no estaría dispuesto a correr ese riesgo. Para mí eres lo más importante del mundo. El día en que tus padres me trajeron a casa…, el primer día que te vi…, fue el segundo día más feliz de mi vida.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál fue el primero? —preguntó Avery con una sonrisa.

Esperaba que Atlas respondiera que el día más feliz de su vida había sido cuando se confesaron el amor que sentían el uno por el otro, pero el muchacho la sorprendió.

—Hoy. Pero solo durará hasta mañana, y entonces mañana será el día más feliz de mi vida. Porque cada día que paso contigo es mejor que el anterior.

Se inclinó sobre ella para besarla con ternura, pero de improviso sonó un golpe en la puerta.

—¿Atlas?

Por un instante espantoso, hasta la última célula del cuerpo de Avery se quedó paralizada. Al mirar a Atlas, vio el mismo terror que ella sentía reflejado en sus apuestas facciones.

La puerta estaba cerrada con llave, pero ahí (al igual que en el resto del apartamento), los Fuller gozaban de la autorización necesaria para sortear todas las medidas de seguridad.

—Un segundo, papá —exclamó Atlas quizá con demasiado ímpetu.

Avery salió de la cama de un salto, vestida con su conjunto de ropa interior de satén de color marfil, y corrió sin aliento hacia el armario de Atlas. En su precipitación, sus pies descalzos estuvieron a punto de tropezar con un zapato abandonado en el suelo.

Acababa de cerrar la puerta corredera tras ella cuando Pierson Fuller entró con decisión en el cuarto de su hijo adoptivo. Activadas por sus pasos, las luces del techo se encendieron con un parpadeo.

—¿Va todo bien por aquí?

¿Había una nota de suspicacia en su voz o serían imaginaciones suyas?

—¿Qué ocurre, papá?

Típico de Atlas, responder a una pregunta con otra. Como táctica evasiva era estupenda.

—Acabo de hablar con Jean-Pierre LaClos, de la oficina de París —dijo el padre de Avery despacio—. Parece que los franceses por fin podrían dejarnos construir algo al lado de esa antigualla suya tan fea.

Avery solo conseguía entreverlo a través de los listones de la puerta del armario. Se quedó completamente inmóvil, con la espalda pegada a un abrigo de lana gris y los brazos cruzados sobre el pecho. Los latidos de su corazón eran tan erráticos que estaba segura de que su padre los terminaría oyendo.

El armario de Atlas era mucho más pequeño que el suyo. No tendría donde esconderse si Pierson abría la puerta. Como tampoco tendría ninguna explicación que ofrecerle para justificar su presencia allí, sin nada más que el sujetador y un pantaloncito de pijama, salvo, claro está, la verdadera razón.

Su blusa rosa yacía abandonada en el suelo del dormitorio, tan llamativa como la luz deslumbrante de un faro.

—Vale —replicó Atlas, y Avery oyó la pregunta implícita en su respuesta.

¿Qué hacía su padre presentándose allí en plena noche, por algo que no daba la impresión de ser especialmente urgente?

Tras un silencio que se dilató sin duda en exceso, Pierson carraspeó y añadió:

—Mañana tendrás que presentarte temprano en la reunión de desarrollo. Habrá que elaborar un estudio completo de sus calles y vías de agua para iniciar los preparativos.

—Allí estaré —dijo Atlas sucinto.

Se había puesto de pie directamente encima de la blusa, esforzándose por cubrirla discretamente con un pie. Avery rezó para que su padre no se percatara del movimiento.

—Me parece bien.

Instantes después, Avery oyó que la puerta de la habitación de su hermano se cerraba con un chasquido.

Se inclinó hacia atrás y se dejó resbalar contra la pared hasta quedarse sentada como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Notaba la piel recubierta de diminutos alfilerazos, como aquella vez que el médico la había sometido a un análisis para comprobar cómo andaba de vitaminas, solo que esta vez el efecto se complementaba con una descarga de adrenalina. Se sentía alterada, preocupada y extrañamente exultante, todo a la vez, como si se hubiera caído en un pozo de arenas movedizas y de alguna manera hubiese conseguido escapar ilesa de él.

Atlas abrió la puerta de golpe.

—¿Estás bien, Aves?

Las luces del armario se encendieron de forma automática, pero, durante un instante extraordinariamente fugaz, Avery se quedó sumida en la oscuridad mientras Atlas parecía iluminado desde atrás; el resplandor que lo envolvía, coloreando en tonos dorados los contornos de su silueta, le confería una apariencia casi sobrenatural. Se le antojó imposible, de repente, que fuera real y estuviera aquí, que fuese suyo.

Y lo era, en realidad. Toda su relación demostraba ser imposible a las primeras de cambio, y, sin embargo, de alguna manera, habían conseguido materializarla a fuerza de voluntad.

—Estoy bien.

Se incorporó para deslizar las manos por sus brazos hasta apoyarlas por fin en sus hombros, pero Atlas dio un paso atrás en un acto reflejo y recogió su blusa, que seguía estando tirada allí, en el suelo.

—Ha estado cerca, Aves.

Le tendió la prenda con una expresión preocupada.

—No me ha visto —protestó Avery, aunque sabía que esa no era la cuestión.

Ninguno de los dos mencionó lo que su padre podría haber visto ya: el dormitorio de la muchacha, en la otra punta del apartamento, su prístina ropa de cama blanca revuelta pero inconfundiblemente vacía.

—Debemos tener más cuidado. —Atlas parecía resignado.

Avery se puso la blusa por la cabeza y lo miró, constreñido el pecho ante lo que el muchacho se resistía a decir.

—Se acabó el dormir aquí, ¿verdad? —preguntó, aunque conocía ya la respuesta.

No podían seguir arriesgándose, ya no.

—Sí. Aves, tienes que irte.

—Lo haré. Mañana —le prometió, y acercó la boca a la suya.

Ahora más que nunca Avery sabía lo peligroso que era, pero eso solo conseguía que cada momento con Atlas fuese infinitamente más valioso. Conocía los riesgos. Sabía que caminaban por la cuerda floja; que caerse sería lo más fácil del mundo.

Si esta iba a ser la última noche que pasaban juntos, haría que mereciese la pena.

Desearía poder decirle a él todas esas cosas y más, pero se conformó con transmitírselo con sus besos: todas las disculpas mudas, las confesiones, las promesas de amor eterno. Si no podía expresarlo de viva voz, esta era la única forma que tenía de demostrárselo.

Tiró de Atlas hacia delante, aferrada a sus hombros, y el muchacho la siguió al interior del armario mientras las luces del techo volvían a apagarse con un suave chasquido.