CALLIOPE
Mientras estudiaba su reflejo en los espejos inteligentes que cubrían las paredes a lo largo de todo el pasillo, los labios de la muchacha, de un rojo intenso, se curvaron en una fina sonrisa de aprobación. Llevaba puesto un mono de color azul marino que debía de llevar por lo menos tres años sin volver a estar de moda, pero lo había elegido a sabiendas; disfrutaba con las miraditas cargadas de envidia que lanzaban las otras mujeres del hotel a sus largas piernas bronceadas.
Se atusó el pelo, consciente de que el cálido oro de los pendientes realzaba los destellos acaramelados de sus cabellos, y batió las pestañas postizas; no implantadas, sino genuinamente orgánicas, cultivadas a partir de las suyas propias tras un interminable y doloroso procedimiento de reparación genética en Suiza.
Toda ella exudaba un aire de sensualidad natural, una suerte de glamur descuidado. «Más Calliope Brown, imposible», pensó con un placentero estremecimiento.
—Esta vez seré Elise. ¿Y tú? —le preguntó su madre, como si estuviera leyéndole el pensamiento.
Tenía el pelo rubio oscuro y la piel artificialmente tersa y lustrosa, lo que dificultaba precisar su edad. Cuando las veían juntas, nadie sabía muy bien si era la madre o sencillamente una hermana mayor con más experiencia.
—Estaba pensando en Calliope.
La muchacha pronunció el nombre como quien se echa una sudadera vieja por la cabeza, arrullándose en su comodidad. Calliope Brown siempre había sido uno de sus alias preferidos y, aunque no supiera por qué, le parecía que encajaba con Nueva York.
Su madre asintió con la cabeza.
—Ese me encanta, aunque sea siempre tan difícil de recordar. Me suena a… no sé, a filete de pescado o algo por el estilo.
—Podrías llamarme Callie —le sugirió Calliope, a lo que su madre asintió con expresión distraída, aunque ambas sabían que solo iba a usar apelativos cariñosos con ella.
Ya se había equivocado de alias en una ocasión, estropeándolo todo. Desde entonces, su temor a cometer el mismo error otra vez rayaba en la paranoia.
Calliope paseó la mirada por el lujoso vestíbulo del hotel, fijándose en los elegantes divanes iluminados con hilos de oro y azul que imitaban el tono del cielo; corrillos de personas de negocios que murmuraban órdenes verbales a sus lentes de contacto; el delator destello en una esquina que señalaba la presencia de una cámara de seguridad. Reprimió el impulso de guiñarle un ojo.
Sin previo aviso, la punta del pie se le enganchó con algo y Calliope se estrelló violentamente contra el suelo. Aterrizó sobre una cadera, sosteniéndose apenas con las muñecas y sintiendo cómo se le irritaba la piel de las palmas de las manos, rasguñadas con el impacto.
—¡Ay, Dios santo!
Elise replegó las piernas debajo del cuerpo para arrodillarse junto a su hija.
Calliope dejó escapar un gemido, lo cual no fue difícil, dado que no todo el dolor que sentía era fingido. Le latían furiosamente las sienes. Se preguntó si se habría cargado sin remisión los tacones de aguja de sus zapatos.
Su madre sacudió la cabeza y Calliope gimió de nuevo, más alto, con los ojos anegados de lágrimas.
—¿Está bien?
Un hombre, por su voz, y joven. Calliope se arriesgó a ladear la cabeza lo justo para echarle una ojeada con los párpados entrecerrados. Con aquellas mejillas tan bien rasuradas y la brillante holoetiqueta identificativa azul que llevaba prendida en el pecho, solo podía tratarse de uno de los encargados del mostrador principal. Calliope había estado en suficientes hoteles de cinco estrellas como para saber que la gente importante no iba por ahí anunciando su nombre a los cuatro vientos.
El dolor ya había empezado a remitir, pero así y todo Calliope no pudo resistirse a gemir un poquito más fuerte y levantar una rodilla contra su pecho, tan solo para exhibir las piernas. Se vio recompensada por la fugaz mezcla de confusión y atracción, casi de pánico, que se reflejó en la expresión del muchacho.
—¡Pues claro que no está bien! ¿Dónde está el gerente? —se encrespó Elise.
Calliope guardó silencio. Le gustaba dejar que su madre tomara la iniciativa cuando todavía estaban reconociendo el terreno; además, se suponía que estaba lastimada.
—D-disculpe, enseguida lo aviso —tartamudeó el joven.
Calliope volvió a lamentarse en voz baja, por si las moscas, aunque en realidad no hacía falta. Podía sentir cómo eran ya el blanco de todas las miradas en el vestíbulo, donde la gente comenzaba a agolparse. Un halo de nerviosismo envolvía al recepcionista como una nube de colonia barata.
—Soy Oscar, el director. ¿Qué ha ocurrido?
Un individuo con sobrepeso, vestido con un sencillo traje oscuro, se acercó trotando hasta ellas. Calliope se fijó, complacida, en que al menos sus zapatos parecían muy caros.
—Lo que ha ocurrido es que mi hija acaba de darse un golpe en su vestíbulo. ¡Por culpa de la bebida que ha derramado alguien! —Elise señaló un charco que había en el suelo, con su rodaja de lima desamparada en el centro y todo—. ¿Es que no tienen servicio de limpieza en este lugar?
—Mis más sinceras disculpas. Le garantizo que nunca había pasado nada por el estilo, señora…
—Señorita —lo corrigió Elise con un resoplido—. Brown. Mi hija y yo pensábamos quedarnos aquí una semana, pero ya no estoy tan segura de eso. —Se agachó un poco—. ¿Puedes moverte, cariño?
Esa era la señal convenida.
—Me duele un montón —jadeó Calliope negando con la cabeza.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, estropeando sus facciones (perfectamente maquilladas, por lo demás). Un murmullo de solidaridad se propagó entre la multitud de curiosos.
—Permitan que yo me encargue de todo —les imploró Oscar, con los carrillos colorados de preocupación—. Insisto. Ni que decir tiene, su habitación corre a cuenta de la casa.
Quince minutos después, Calliope y su madre se encontraban firmemente instaladas en una suite panorámica. La joven estaba tendida en la cama (con el tobillo apoyado en una diminuta pirámide de cojines), inmóvil, mientras el botones descargaba sus maletas. Se quedó con los ojos cerrados incluso después de oír cómo se cerraba la puerta tras él, esperando hasta que los pasos de su madre hubieron vuelto al dormitorio.
—Ya no hay moros en la costa, tesoro —anunció Elise.
La chica se incorporó con un movimiento fluido, dejando que la torre de cojines se desparramara por el suelo.
—¿En serio, mamá? ¿Por qué me pusiste la zancadilla sin avisar?
—Perdona, pero sabes de sobra que siempre se te ha dado fatal fingir las caídas. Tu instinto de conservación es demasiado fuerte, eso es todo —respondió Elise desde el armario, donde ya estaba colocando su vasta colección de vestidos, cada uno de ellos guardado en su correspondiente bolsa de viaje etiquetada por colores—. ¿Qué podría hacer para resarcirte?
—Pedir tarta de queso sería un buen comienzo.
Calliope estiró el brazo junto a su madre para descolgar el esponjoso albornoz blanco que había en la puerta, bordado con una N azul y una nube en miniatura en el bolsillo delantero. Se envolvió en él, dejando que los hilos del lazo se entretejieran por sí solos para dejarlo cerrado.
—¿Qué me dices de tarta de queso y vino? —Elise ejecutó una serie de movimientos secos con las manos para conjurar las imágenes holográficas del menú del servicio de habitaciones. Utilizó un dedo para seleccionar varias pantallas y encargó salmón, tarta de queso y una botella de Sancerre. El vino se materializó en la habitación en cuestión de segundos, transportado por el sistema de conductos de aire de temperatura controlada del hotel—. Te quiero, cariño. Lamento que hayas estado a punto de partirte los morros por mi culpa.
—Ya lo sé. Gajes del oficio —se encogió de hombros Calliope, restándole importancia al asunto.
Su madre sirvió dos copas y levantó la suya para brindar con la chica.
—Por esta vez —dijo.
—Por esta vez —repitió Calliope con una sonrisa mientras las palabras le provocaban un estremecimiento de emoción que se propagó por toda su espalda.
Su madre y ella siempre pronunciaban la misma frase cuando llegaban a un sitio nuevo, y no había nada que le gustase más a Calliope que empezar de cero.
Entró en la sala de estar y se acercó a las ventanas de flexiglás curvo que dominaban la esquina del edificio, con unas vistas espectaculares de Brooklyn y la cinta oscura del East River.
Unas pocas sombras que debían de ser embarcaciones danzaban todavía en su superficie. El anochecer se había instalado ya sobre la ciudad, suavizando todos sus contornos. Unas motas de luz dispersas parpadeaban como estrellas olvidadas.
—Así que esto es Nueva York —musitó en voz alta Calliope.
Tras años de dar tumbos por todo el mundo con su madre, asomándose a ventanas parecidas en innumerables hoteles de lujo para contemplar otras tantas ciudades distintas (la cuadrícula de neón que era Tokio, el exuberante y bullicioso desorden de Río, los rascacielos abovedados de Mumbai, que relucían como huesos a la luz de la luna), por fin había recalado en Nueva York.
Nueva York, la primera de las grandes supertorres, la ciudad del cielo original. Calliope empezaba ya a encariñarse con ella.
—Una vista maravillosa —dijo Elise situándose junto a ella—. Casi me recuerda a la del puente de Londres.
Calliope dejó de restregarse los ojos, que aún le escocían un poco después del último implante de retina, y giró bruscamente la cabeza hacia su madre. Muy rara vez hablaban de su vida anterior. Elise, sin embargo, no añadió nada más. Se limitó a probar un sorbo de vino con la mirada perdida en el horizonte.
Qué hermosa era, pensó Calliope. Aunque ahora su belleza tenía algo de acartonado y artificial: el inevitable resultado de las distintas operaciones a las que había tenido que someterse para cambiar de apariencia y pasar inadvertida cuando se trasladaban a un sitio nuevo. «Hago esto por nosotras —le decía siempre a Calliope—, y por ti, para que no tengas que hacerlo tú. Todavía no, al menos». Nunca le pedía a su hija que representara nada más que un papel secundario en cualquiera de sus actuaciones.
Calliope y su madre llevaban saltando constantemente de un lugar a otro desde hacía ya siete años, cuando salieron de Londres. Nunca se quedaban en el mismo sitio el tiempo suficiente para que las pillaran. La pauta era la misma en todas las ciudades: empleaban cualquier estratagema para colarse en el hotel más lujoso del barrio más caro y dedicaban unos días a explorar los alrededores. Después Elise seleccionaba un objetivo: alguien con demasiado dinero para su propio bien y lo suficientemente crédulo como para creerse la historia que ella decidiera contarle. Para cuando su víctima se daba cuenta de lo que había pasado, Elise y Calliope siempre hacía tiempo que ya se habían ido.
Calliope sabía que algunas personas se referirían a ellas como farsantes, timadoras o estafadoras. Ella, por su parte, prefería calificarse de mujeres tan inteligentes como encantadoras que habían descubierto la manera de equilibrar la balanza. Después de todo, como le gustaba decir a su madre, la gente rica obtenía cosas gratis constantemente. ¿Por qué no iban a poder hacerlo ellas también?
—Antes de que se me olvide, esto es para ti. Acabo de cargarlo a nombre de Calliope Ellerson Brown. Es lo que querías, ¿verdad?
Su madre le dio un reluciente ordenador de pulsera sin estrenar.
«Aquí yace Gemma Newberry, adorable ladrona —pensó Calliope, entusiasmada, enterrando su alias más reciente con una floritura silenciosa—. Tan sinvergüenza como bonita».
Tenía la espantosamente morbosa costumbre de componer epitafios cada vez que se desembarazaba de una identidad, aunque nunca los compartía con su madre. Abrigaba la sospecha de que a Elise no le harían tanta gracia como a ella.
Calliope dio un golpecito en el nuevo ordenador de pulsera para abrir su lista de contactos (vacía, como cabía esperar) y vio, para su sorpresa, que el acta de matriculación que esperaba encontrar no aparecía por ninguna parte.
—¿No vas a obligarme a ir al instituto esta vez?
Elise se encogió de hombros.
—Ya tienes dieciocho años. ¿Quieres seguir estudiando?
Calliope titubeó. Había ido a tantas escuelas distintas, representando siempre el papel específico que le hubiera sido asignado por la actuación del momento: una heredera desaparecida hacía tiempo, o la víctima de alguna conspiración, u ocasionalmente la hija de Elise, sin más, cuando esta necesitaba valerse de ella para volverse más atractiva a los ojos de su víctima. Había estado en un internado británico de lo más pijo, en un convento francés y en un primitivo colegio público de Singapur, y en todos y cada uno de ellos había bostezado hasta desencajarse la mandíbula de aburrimiento.
Motivo por el cual Calliope había terminado protagonizando sus propias estafas. Nunca tan grandes como las de Elise, que constituían su verdadera fuente de ingresos, pero le gustaba hacer algo por su cuenta cuando se le presentaba la oportunidad. A su madre no le parecía mal, siempre y cuando los proyectos de Calliope no le impidieran echarle una mano siempre que lo necesitara. «Te vendrá bien adquirir algo de práctica», decía Elise, y dejaba que Calliope se quedara con todo lo que ganaba por sus propios medios; lo cual contribuía a ampliar considerablemente su guardarropa.
Por lo general Calliope intentaba llamar la atención de algún adolescente adinerado y se lo camelaba para que le regalase un collar, o un bolso nuevo o las últimas botas de ante de Robbie Lim. En ocasiones especiales conseguía embolsarse algo más gordo y recaudaba dinero fingiendo estar en graves problemas o averiguando los secretos de alguien para chantajearlo. A lo largo de los años Calliope había aprendido que las personas ricas hacían un montón de cosas por las que estaban dispuestas a pagar con tal de que nadie las sacara a la luz.
Contempló fugazmente la posibilidad de matricularse en algún instituto y hacer lo mismo de siempre, pero enseguida descartó la idea. Esta vez le apetecía apuntar un poco más alto.
Ah, había tantas maneras de enganchar a un incauto (el tropezón «por casualidad», la miradita de soslayo, la sonrisa de complicidad, el coqueteo, la confrontación, el accidente), y en todas ellas Calliope era una experta. Todas las actuaciones que había iniciado se habían saldado con éxito.
Menos con Travis. El único objetivo que alguna vez había dejado a Calliope, en vez de al revés. Nunca había averiguado por qué y le seguía escociendo, siquiera un poquito.
Pero él era una sola persona, y ahí fuera había millones de ellas. Calliope pensó en la muchedumbre que había visto antes, entrando y saliendo en tromba de los ascensores, corriendo en dirección a sus hogares, al trabajo o a la escuela. Todas ellas ensimismadas en sus insignificantes preocupaciones particulares, aferradas a sus sueños inalcanzables.
Ninguna de ellas sospechaba siquiera de su existencia, y, aunque así fuera, a nadie le importaría. Pero eso era lo que hacía que este juego fuese tan divertido: porque Calliope estaba a punto de conseguir que al menos a una sí le importara, y mucho. Experimentó una oleada de deslumbrante trepidación, gloriosamente temeraria y embriagadora.
No veía el momento de encontrar a su próxima víctima.