AVERY

El lunes por la tarde, Avery se apeó del monorraíl en Nueva Jersey y se arrebujó en el abrigo azul marino que llevaba puesto. Empezó a andar en dirección al cementerio de Cifleur, sin hacer caso del solitario deslizador que, tras detectar sus movimientos, había empezado a flotar junto a ella, indicándole que estaba libre con el esperanzado parpadeo de su luz verde. En esos momentos necesitaba caminar. Se había despertado esa mañana sintiéndose vacía y apática, con la almohada empapada de lágrimas. Daba igual cuánto se esforzase durante el día, todas las noches se le olvidaba que Atlas y ella habían roto, y después tenía que despertar y recordar la fría y amarga verdad desde cero.

Se sentía sola y aislada, y, lo peor de todo, ni siquiera podía hablar con nadie al respecto. Por un instante fugaz había pensado en Leda, pero, aunque parecía que habían hecho las paces, lo ocurrido con Atlas seguía siendo demasiado doloroso como para que Avery pudiera discutirlo con ella. Echaba mucho de menos a Eris.

Motivo por el cual había acabado allí, en el cementerio, embozada en el más recio de sus abrigos y con los pies embutidos en sus botas de cowboy: las marrones con detalles blancos que Eris siempre le había implorado que le prestara. De alguna manera, le parecía apropiado. Cruzó la verja principal, saludando con la cabeza a la cámara de seguridad allí instalada, y giró a la izquierda hacia donde estaba enterrada Eris, en medio del terreno familiar de los Radson. A pesar de todo lo que había pasado con el padre de Eris en vida, este había terminado reclamándola en la muerte, al fin y al cabo.

Avery no había vuelto a ese lugar desde el entierro de Eris, tras las exequias y la aparentemente interminable sesión de condolencias, la cual se había celebrado en un espacio alquilado sin distintivos, puesto que la madre de Eris vivía aún en la Base de la Torre y su padre, en el Nuage. Llegado ese punto, las únicas personas que quedaban eran los padres y la abuela de Eris, los Fuller… y Leda. Avery recordó el fuerte viento que soplaba cuando el sacerdote depositó en el suelo la urna diminuta que contenía las cenizas de Eris, mientras ella pensaba que aquello no podía ser todo lo que quedaba de su amiga, tan extrovertida y rebosante de energía.

Siguió el camino de grava hasta encontrar la lápida de Eris. Lisa por completo, la única inscripción que contenía era su nombre: hasta que se le daba un golpecito en lo alto, momento en el que se materializaba un holograma, con Eris sonriendo y agitando la mano. A Avery le parecía un poco absurdo, pero, por otra parte, Caroline Dodd-Radson siempre se había empeñado en estar a la última. Incluso en cuestión de accesorios funerarios.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Avery mientras se quedaba allí plantada, deseando más que nada en el mundo poder hablar con su amiga.

«Pues habla», pensó. No había nadie en los alrededores que pudiese escucharla, y además, ¿qué más daba? Se quitó la bufanda, la extendió sobre la hierba cortada, se sentó y se aclaró la garganta. Se sentía un poco tonta.

—Eris. Soy yo, Avery. —Se imaginó a su amiga sentada allí, con un brillo de diversión iluminándole los ojos moteados de ámbar—. Te he traído unas cosas —continuó tímidamente mientras sacaba los objetos del bolso, uno a uno—. Una lentejuela dorada, del vestido que me prestaste aquel año para la fiesta de Navidad. —La puso con delicadeza junto a la lápida, dejando que capturase la luz del sol de un modo que a Eris le habría encantado—. Tu perfume favorito. —Pulsó el atomizador de la fragancia de jazmín con la que a Eris siempre le había gustado perfumarse—. Tus bombones de frambuesa preferidos, los de Seraphina’s —añadió, desenvolviendo una de las chocolatinas, tersa y oscura, tan solo para quedarse con ella en la mano, vacilante, preguntándose para qué la habría traído.

Titubeó antes de meterse el bombón en la boca. Eris habría querido que se comiera uno aquí, con ella.

Empezó a echarse hacia atrás, pero se detuvo al notar un bulto en su bolso.

—¡Ay, la vela!

Avery rebuscó en el bolso hasta sacar una varita facial, ajustó el regulador al máximo en calor y la sostuvo decididamente al trocito que quedaba de la tripivela que le había robado a Cord. Tardó un rato, pero al final una llama cobró vida en la diminuta mecha dorada, danzando al viento con brío.

Avery se apoyó en los codos y contempló fijamente la vela con los párpados entornados, recordando lo que había dicho Cord, que la idea original de comprar aquella tripivela había sido de Eris. No la sorprendía en absoluto. Eris estaba obsesionada como una polilla por todo lo que brillara o reluciera, por no hablar de todo lo que estuviese siquiera medianamente prohibido, y el riesgo de incendio que representaba la tripivela constituía un ejemplo perfecto de ambas características. Incluso ahora su movimiento era enérgico y caprichoso, como Eris.

Se elevaron unas pequeñas bolsas de serotonina conforme se derretía la vela. Avery sintió como si su conciencia comenzara a diluirse muy muy despacio.

Y de repente vio a Eris sentada allí mismo, encima de su propia lápida, tan campante. Llevaba puesto un vestidito rosa con mucho vuelo (como el que habría elegido una niña pequeña que quisiera disfrazarse de adulta) y sus facciones, radiantes y tersas, se mostraban desprovistas de maquillaje.

—¿Avery? —preguntó balanceando los pies descalzos.

Tenía las uñas de los pies pintadas de plata con purpurina.

Avery sintió deseos de abrazar a su amiga, pero, de alguna manera, sabía que no le estaba permitido tocarla.

—¡Eris! Te echo tanto de menos —dijo fervientemente—. Todo se está desmoronando sin ti.

—Si es que soy la mejor, ya lo sé. ¿Alguna novedad? —repuso Eris con su habitual desparpajo, regalándole una de aquellas sonrisas que parecían bailar por todo su rostro, tan expresivo. Sus cejas, perfectamente arqueadas, se alisaron al fijarse en la llama—. ¿Has traído la tripivela? ¡Me encanta ese chisme!

Avery se la ofreció, en silencio, y Eris la cogió; sus manos estuvieron a punto de rozarse en el proceso. Aspiró hondo, embelesada, cerrando los ojos.

—Se la has quitado a Cord, ¿verdad?

—Me dijo que yo la necesitaría más que él.

Avery agachó la cabeza, abrumada por un súbito alfilerazo de culpa ante el recuerdo de aquella noche. Ir a casa de Cord había sido un error. A lo mejor, si no se hubiera empeñado en coquetear tan descaradamente con él, Atlas no se habría marchado con Calliope, no habría empezado a cuestionar toda su relación, y no se habrían metido nunca en el tortuoso embrollo en el que estaban ahora.

—Bueno, entonces ¿qué pasa? —preguntó Eris—. ¿Se trata de Leda?

—En realidad, las cosas con Leda marchan mejor —respondió Avery vacilante—. A pesar de lo que hizo, quiero decir…

—No te preocupes. Las dos sabemos que en realidad no quería empujarme —dijo Eris con delicadeza.

Sus cabellos se desparramaban libres sobre sus hombros, rojos y dorados como fuego líquido al sol oblicuo del atardecer.

—No quería empujarte —repitió Avery—. Y se siente fatal al respecto —añadió, aun a sabiendas de que eso no solucionaba nada, ni lo haría nunca.

Las facciones de Eris se contrajeron en un rictus de dolor.

—Son muchas las cosas que debería haber hecho de otra forma esa noche. Leda no tiene la culpa de nada. Pero, bueno, cambiemos de tema —dijo de pronto—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa, Avery?

—Se trata de Atlas, la verdad —confesó Avery.

Su tono estaba cargado de implicaciones, y una nube pasajera de comprensión ensombreció las facciones de su difunta amiga.

—Espera. ¿Tú y Atlas? ¿En serio?

Avery asintió con la cabeza, y Eris soltó un silbidito en voz baja.

—Y yo que pensaba que mi vida era un lío —dijo después de un momento, con una mezcla de solidaridad y respeto—. Al final resulta que la que es un desastre es la tuya.

—No me estás ayudando —señaló Avery con una sonrisa.

Eris no había cambiado ni un ápice.

—Vale, así que es un poquitín complicado…

—Un poquitín muy complicado —la corrigió Avery, y Eris sonrió ante lo ridícula que sonaba la frase.

—¿A quién le importa? La vida siempre es complicada. No dejes que nadie se interponga entre Atlas y tú, si eso es de verdad lo que quieres. Es una lección que yo tuve que aprender por las malas —añadió Eris con un hilo de voz.

—Ay, Eris. —Avery sintió un millón de cosas de golpe: culpa, pérdida y una punzada de pesar por todo lo que podría haber sido—. Lo siento muchísimo. Es que…

—A ver, en realidad no estáis emparentados —continuó Eris con la testarudez que en tantos problemas la había metido—. Que les den a los amargados, vete con Atlas y fin de la historia.

—Solo que Atlas y yo hemos roto. Era lo mejor para todos —dijo Avery no muy convencida.

—¿Seguro? Porque a mí me das la impresión de ser de lo más desdichada. Toma. —Eris le ofreció la vela—. Cord tenía razón. Te hace más falta que a mí.

Avery se dio cuenta de que estaba llorando; gruesos lagrimones que resbalaban por sus mejillas para caer como gotas de agua sobre su jersey.

—Te pido perdón —susurró—. Por todo. Siento no haber estado ahí para ti cuando pasó todo eso con tu familia. Y siento lo de aquella noche…

—Ya te he dicho antes que no fue culpa de nadie, Avery —insistió Eris.

—¡Fue culpa mía! Yo abrí la trampilla… ¡Yo dejé que todo el mundo subiera al tejado! ¡De no ser por mí, nada de esto habría pasado!

—O a lo mejor no habría pasado si yo no hubiera subido para hablar con Rylin, o si no me hubiera peleado con mi novia, ni hubiera intentado aclarar las cosas con Leda, ni coqueteado con Cord ni llevado mis tacones más altos. Nunca lo sabremos.

—Ojalá…

Ojalá las cosas hubieran sido distintas aquella noche. Ojalá hubiera sabido interpretar las señales de advertencia de Leda. Ojalá nunca se le hubiera ocurrido celebrar esa fiesta.

—¿Quieres hacerme un favor de verdad? —preguntó Eris de improviso, vuelto hacia el sol su rostro adorable. Cerró los ojos. Sus pestañas acariciaron sus mejillas como gruesos pinceles—. Vive, Avery. Con Atlas o sin él, aquí en Nueva York o en la puñetera luna, me trae sin cuidado. Pero vive y sé feliz, porque yo ya no puedo. Prométemelo.

—Por supuesto que sí, Eris. Te quiero —le aseguró Avery con el corazón en un puño. Sus palabras no eran más que un murmullo.

—Y yo a ti.

—¿Avery?

Se despertó con alguien sacudiéndole el hombro.

—¿Estás bien?

—¿Cord? —Se sentó adormilada, restregándose los ojos. La vela se había consumido ya por completo, y el suelo a su alrededor estaba sembrado de envoltorios de bombón de color rosa. Se estremeció y envolvió los brazos con más fuerza a su alrededor. El aire cortaba como un cuchillo ahí fuera, en el auténtico exterior, donde la temperatura no estaba regulada por ningún sistema mecánico—. ¿Qué haces aquí? ¿Tú también has venido a visitar a Eris?

—A mis padres —la corrigió Cord. Por supuesto, pensó torpemente ella, tendría que habérselo imaginado—. ¿Acabo de encontrarte pegando una cabezada en el cementerio?

—¡Ha sido sin querer! Estaba hablando con Eris —protestó Avery, y de inmediato se sintió avergonzada; no pretendía confesar algo así. Era demasiado íntimo. Para su tranquilidad, Cord se limitó a asentir con la cabeza, como si comprendiera exactamente lo que quería decir—. Supongo que me habrá vencido el cansancio —añadió mientras se incorporaba y empezaba a recoger sus cosas.

Debería preocuparla, pensó, que Cord pareciese pillarla siempre en los momentos de mayor debilidad: al borde del llanto en el Baile de la Sociedad Conservadora del Hudson, poniéndose en evidencia con Zay, y justo ahora, durmiendo sobre la tumba de su difunta mejor amiga. Quizá porque lo conocía desde hacía ya tanto tiempo, sin embargo, porque sabía que él tampoco era perfecto, a Avery en realidad no le importó.

Pensó en el modo en que había reaccionado Eris ante la noticia de su relación con Atlas, como si tampoco fuese algo tan espantoso. Solo había sido un sueño, cierto, pero así y todo… por primera vez, Avery se permitió preguntarse qué ocurriría si se atreviera a compartir su secreto con otra persona. ¿Qué diría Cord, si se lo contara? ¿Se mostraría asqueado o, de alguna manera, lo comprendería?

Sonaron pasos en el sendero, a sus espaldas, y los dos se volvieron de golpe, sobresaltados. Una muchacha aproximadamente de su edad, con el cabello oscuro cortado con flequillo, les devolvió la mirada. Llevaba puesta una gruesa chaqueta acolchada y vaqueros, y en la mano sostenía una rosa blanca. Avery tardó en darse cuenta de que no pasaba por allí camino de ninguna otra parte, sino que se había detenido ante esa entrada a propósito, como si pensara entrar en el terreno reservado a los Radson y solo se lo impidiera la presencia de la pareja.

Antes de que Avery pudiera abrir la boca, la chica giró sobre los talones y se alejó corriendo, desvaneciéndose en el aire como una nube de humo.

Pese a todos sus intentos por atribuir aquel encuentro a la casualidad, Avery no consiguió sacudirse de encima el desasosegante presentimiento de que alguien la seguía de cerca durante todo el camino de regreso a la parada del monorraíl.