CALLIOPE
Calliope había estado en más mercados navideños de los que podía contar, en Bruselas, en Copenhague e incluso en Mumbai, pero ninguno de ellos podía compararse con este, el de Elon Park, en la planta 853. Aunque tenía que reconocer que su atractivo se debía, en gran parte, al hecho de estar visitándolo en compañía de Atlas.
No dejaba de observarlo con disimulo, preguntándose exactamente por qué le habría pedido que lo acompañara hoy: si esto era una cita o si Atlas tan solo necesitaba refuerzos para hacer las compras de Navidad. Calliope no tenía ni idea de cómo estaban las cosas entre ellos después de aquel momento que habían compartido la semana pasada, cuando Atlas había declarado ser su amigo, vehemente, mientras hacían manitas en lo alto de la pared de escalada.
Se habían pasado toda la semana intercambiando parpadeos afectuosos, pero sin coquetear. Hasta que, esa mañana, Calliope se había despertado con el siguiente mensaje de Atlas: «Callie, tengo que comprar un montón de regalos y tú eres la mayor experta en tiendas que conozco. ¿Puedes echarme una mano?».
Cómo negarse. Le quedaban menos de dos semanas para dar el golpe antes de que Atlas se mudara a Dubái; a menos que estuviese dispuesta a seguirlo hasta allí, algo por lo cual no sentía ningún interés especial.
Calliope había sugerido visitar las boutiques de los pisos superiores, pero Atlas insistió en venir aquí. La muchacha tenía que reconocer que el ambiente era más festivo, sin duda. Un enjambre de luces rojas y verdes flotaba sobre sus cabezas como luciérnagas danzarinas. El parque entero estaba abarrotado de puestos callejeros en los que se vendía de todo, desde cascanueces de baratillo y juguetes de baja tecnología a joyas carísimas y bolsos de Senreve, cuyos últimos modelos se encogían y expandían en función de lo que necesitaras guardar en ellos. Calliope llevaba su propio bolso de Senreve de color fucsia abrazado contra el pecho. Sus botas aplastaban la nieve que se extendía bajo sus pies, hecha de velerio congelado en vez de agua para que no se derritiera ni se ensuciara. En varios rincones la sustancia intentaba adoptar la forma de pequeños muñecos de nieve, autogenerados en montoncitos de bolas con sus botones y todo.
Atlas y ella habían acumulado un montón de regalos, transportados por los bots de carga flotantes que los precedían: el mercadillo era sofisticado, pero no tanto como para ofrecerles a sus clientes la posibilidad de enviar las compras a casa sin costes adicionales, como sí hacían las boutiques. Calliope descubrió que no le importaba. Había algo de entrañable en el hecho de ver sus compras meciéndose unos pasos por delante de ella, como si su propio materialismo desatado estuviera remolcándola, tirando de ella con un cordón invisible, como esos niños a los que sus padres sujetaban con correas proxy cuando salían a pasear.
—Me parece que he descubierto la manera de conseguir que Callie Brown vaya a cualquier parte. Solo hay que programar un bot cargado con bolsas para que se mueva delante de ti, y lo seguirás sin poder evitarlo —dijo Atlas, como si estuviera leyéndole el pensamiento.
Calliope se sintió tan flagrantemente pillada en falta que no pudo por menos de carcajearse.
—Me alegra que me hayas arrastrado hasta aquí —repuso recompensándolo con toda la fuerza de su sonrisa.
—Lo mismo digo —replicó Atlas con delicadeza.
Doblaron una esquina y se encontraron rodeados por una muchedumbre tremenda que empujaba en dirección a uno de los tenderetes. Calliope dio un paso adelante, curiosa (nunca había podido resistirse a estar en el centro de la acción), pero los gañidos animales y los grititos de los niños le indicaron de qué se trataba antes incluso de ver el cartel holográfico.
La caseta estaba repleta de perritos que ladraban y brincaban sin cesar, todos ellos con navideños collares de color rojo y verde. Se trataba de cachorros imperecederos, animales cuyo ADN se había modificado para que no envejecieran jamás. Siempre habían estado rodeados por la polémica: había quienes sostenían que su existencia era antinatural, que era una crueldad evitar que los seres vivos gozasen de una vida plena y normal. Calliope, por su parte, no entendía qué podía tener de malo ser eternamente joven y adorable.
De inmediato le llamó la atención uno de ellos, un delgadito cachorro de terrier con la lengua sonrosada y brillante. Por un momento se permitió imaginar que se lo llevaba a casa. Lo llamaría Gatsby, en honor a aquel libro que se había leído cuando estudiaba en el internado de Singapur; la única lectura obligatoria que había llegado a terminar en su vida. Lo llevaría en el bolso, lo atiborraría de golosinas y…
Se le escapó un jadeo involuntario. Una niña pequeña acababa de coger a Gatsby y se lo estaba dando a su padre. Calliope sintió la inexplicable necesidad de gritarles que se estuvieran quietos, que soltasen a su perro, pero reprimió el impulso. En su vida, tan nómada y glamurosa, no había cabida para ningún cachorrito.
—¿Estás bien? —preguntó Atlas al fijarse en su cara.
—Claro que sí. Sigamos. —Esperaba que el muchacho no se hubiera dado cuenta de cómo le temblaba la voz.
Atlas asintió con la cabeza.
—No sé tú, pero yo necesito repostar azúcar —declaró elevando la mirada hacia el techo abovedado que se curvaba sobre sus cabezas, de un gris plomizo—. La próxima nevada programada ya debe de estar al caer. ¿Te apetece tomar una buena taza de chocolate caliente?
—Música para mis oídos —convino Calliope sorprendida aún por aquella inusitada punzada de añoranza.
Se dirigieron a la chocolatería que había bajo la pista de patinaje sobre hielo, la célebre joya de la corona del parque, suspendida a diez metros del suelo. La zona se encontraba llena a rebosar, abarrotada de turistas y compradores cuyas botas estaban dejando marcas de nieve a lo largo y ancho de la gigantesca alfombra persa que se extendía a sus pies. La barra estaba jalonada de flores de Pascua de un rojo intenso, espaciadas entre sí cada pocos metros.
—Dos tazas grandes, con extra de nubes y nata montada —le pidió Atlas al bot de servicio antes de apoyarse en los talones con un suspiro de satisfacción. La luz que provenía de arriba era tenue y delicada, filtrada por el grueso filtro que formaban la pista de hielo y los cuerpos de los patinadores.
Calliope se rio de buen grado.
—Tú no haces las cosas a medias, ¿verdad?
Llegó el chocolate, y los dos espolvorearon sendas pizcas de copos de menta sobre la bebida.
—Gracias de nuevo por haber venido de compras conmigo. No sé qué habría hecho sin tu ayuda.
Atlas probó un sorbo de chocolate, dejándose el labio superior recubierto por un cómico bigotito de nata montada. Calliope decidió no decirle nada. Quería ver cuánto tardaba en darse cuenta él solito.
—Habrías escogido unos regalos mucho peores, eso seguro —declaró, antes de llevarse una mano a la boca al comprender que se habían olvidado de alguien crucial—. ¡Atlas! ¡No le hemos comprado nada a Avery!
Le había ayudado a elegir obsequios para distintos familiares y amigos: unos jerséis de punto preciosos, jabón perfumado para las manos e incluso un nuevo abrillantador láser, fabuloso, para esa tía suya que vivía en California. ¿Cómo diablos habían dejado fuera a su hermana, sobre todo teniendo en cuenta que Avery era la mejor oportunidad de Calliope para lucirse? Se devanó los sesos sopesando distintas ideas, intentando determinar qué sería lo bastante exótico y refinado como para impresionar a una chica que lo tenía literalmente todo.
—No te preocupes. Ya tengo algo para Avery.
Calliope juraría que una nube de azoramiento acababa de ensombrecer fugazmente las facciones de Atlas.
—¿Qué es? —preguntó con genuina curiosidad.
Los regalos que compraba un chico para su familia podían aportar mucha información sobre él.
—Una antigua ilustración histórica de Nueva York tal y como era hace trescientos años.
—¿Una ilustración?
Calliope arrugó la nariz desconcertada.
—Tinta sobre papel —le explicó Atlas—. Para colgar en la pared. Es como una instantánea, solo que no se mueve.
«Papel», pensó Calliope, perdiendo rápidamente cualquier posible interés. La verdad, si Avery Fuller no fuese tan rica y hermosa nadie querría pasar ni un momento con ella, con lo aburrida que era.
El grupo que estaba al otro lado de la barra de la caseta prorrumpió en vítores de repente. Calliope vio que todos lucían la misma sudadera amarilla, feísima. Debían de ser hinchas de fútbol americano que estarían viendo algún partido en sus lentes de contacto, y su equipo probablemente acaba de marcar un tanto.
—Vendrás a la fiesta de inauguración en Dubái, ¿no? —preguntó Atlas cuando se hubo reducido el tumulto.
Calliope bebió un trago de chocolate para ganar tiempo. Estaba caliente y espeso, y parecía explotar en diminutas chispas de azúcar al contacto con la lengua.
Nada le gustaría más que asistir. Los acontecimientos de ese tipo eran el escenario perfecto para orquestar algún golpe, abarrotados de desconocidos como solían estar, y todo el mundo bajaba la guardia cuando bebía.
Además, prometía ser un fiestón de la leche.
—No he recibido ninguna invitación —admitió, atenta a la reacción del muchacho.
—¿En serio? Pues deberías ser mi acompañante.
Calliope notó una opresión en el pecho, fruto de la expectación que sentía. ¿Qué habría querido decir con eso? ¿Estaba pidiéndole que lo acompañara en calidad de amiga o invitándola a tener una cita? Los oscuros ojos castaños de Atlas, sin embargo, se mostraban igual de inescrutables que siempre.
—Me encantaría —le dijo.
Mientras salían de debajo de la pista de patinaje sobre hielo, Calliope descubrió que estaban cayendo diminutos copos plateados de las alturas; se adherían al pelo de Atlas y se acumulaban en las mangas oscuras de su jersey. La nieve artificial. Sacó la lengua y dejó que los copos se posaran en ella, fríos y crujientes, como hacía en Londres cuando era pequeña.
Atlas giró la cabeza por casualidad y, al ver lo que estaba haciendo, dijo mientras se aguantaba la risa:
—¿Sabes que eso está hecho de velerio? No deberías comértelo.
—No me preocupa —decidió Calliope.
Tras haber recibido la invitación de Atlas, se sentía invencible. Como si un poquito de velerio pudiese hacerle algún daño, cuando era evidente que tenía la suerte de cara.
—Calliope Brown —dijo Atlas, divertido, meneando aún la cabeza—, no te pareces en nada a ninguna de las otras chicas que conozco.
Calliope decidió tomárselo como un cumplido.
Cuando llegó a casa esa noche, Calliope oyó una serie de golpes procedentes de la habitación de su madre, en la otra punta de la suite. Al asomar la cabeza descubrió a Elise sentada en el suelo con las piernas cruzadas, guardando un montón de vaporosos vestidos de seda, primorosamente plegados, en una bolsa hermética.
—¡Has vuelto! ¿Dónde te habías metido? —preguntó Elise observándola de reojo, aunque Calliope se dio cuenta de que tenía la cabeza en otra parte.
—Estaba con Atlas. Me ha invitado a la fiesta de inauguración en Dubái, de hecho. —La mirada de Calliope aún seguía fija en la ropa desperdigada por todo el suelo—. ¿Qué haces?
—Nada, reorganizar mis cosas. Pronto nos iremos de aquí —anunció Elise, con la misma despreocupación que si estuvieran hablando del tiempo.
—¿Cómo de pronto?
Su madre adoptó una expresión calculadora.
—Esto marcha más deprisa de lo que esperaba. Creo que Nadav va a pedirme que me case con él. ¿Te lo puedes creer? Otro anillo de compromiso… ¡y de los gordos!
—Oh. —Calliope pensó en Atlas, y en la fiesta, y no supo cómo reaccionar.
Elise la miraba fijamente, con curiosidad.
—No pareces emocionada. ¡Vamos, tesoro! —Con una risita, se levantó y cogió la mano de su hija para darle una vuelta, como si estuvieran bailando. Calliope no se rio—. Pero ¡si eres tú la que siempre está deseando que volvamos a ponernos en marcha! Estoy dispuesta incluso a dejar que seas tú la que elija nuestro próximo destino. ¿Qué te parecería ir a Goa? O al Mediterráneo… No me vendría mal pisar la playa en esta época del año.
—No sé. —Calliope se encogió de hombros, no muy convencida—. ¿Y si no nos marcháramos de inmediato?
Elise retrocedió un paso, mucho más graves sus movimientos de repente, al igual que su voz.
—Sabes mejor que nadie que no nos podemos permitir ese lujo, cariño. No podemos costearnos el tren de vida que llevamos. El hotel está a punto de darnos la patada, nos estamos quedando sin crédito en todas las boutiques y ya sabes a cuánto asciende la suma de nuestra criptocuenta bancaria.
Calliope lo sabía de sobra. El mismo día antes había consultado el estado de todas las criptocuentas que tenían repartidas por el mundo. Nunca dejaba de sorprenderla el poco dinero en efectivo del que disponían. Por otra parte, pensó mientras observaba el armario de su madre con los párpados entornados, lo habían invertido todo en ropa, joyas y complementos.
—Dentro de unos días nos habremos largado de aquí —concluyó Elise—, tanto si Nadav me pide la mano como si no.
Llevaban años viviendo así, y sin embargo a Calliope nunca la había molestado realmente hasta ahora.
—Es solo que desearía que nos pudiéramos quedar en alguna parte, para variar. Siquiera una temporada —dijo casi en tono lastimero.
—Quedarse conllevaría estrechar lazos con otras personas, otro lujo que no nos podemos permitir, como este hotel.
Calliope no respondió. Su madre bajó la voz.
—Se trata de Atlas, ¿verdad? Mira, no pasa nada por que no le puedas sacar nada de valor. Has hecho todo lo que estaba en tu mano, eso es lo que cuenta…
—¡Ay, cielos! ¡Déjalo ya! —exclamó Calliope.
Elise se calló de golpe. La sonrisa se le había quedado congelada de un modo extraño en los labios, desvaneciéndose de su rostro pedazo a pedazo, casi como si se estuviera derritiendo.
—Solo te pido que me des un respiro, ¿vale? Eres la mayor experta del mundo en contar mentiras, pero nunca has llevado ni una sola relación a buen puerto. —Sus palabras habían sonado más críticas de lo que Calliope pretendía.
Pensó en Atlas (el modo en que sonreía, la franca calidez de sus ojos castaños, el aura de melancolía que lo envolvía siempre, sin importar lo que ella dijera) y le sobrevino el extraño deseo de proteger su relación, o su amistad, o lo que fuese aquello que los unía. Descubrió que la idea de robarle ya no le parecía igual de atractiva que antes. «Seguro que no se da ni cuenta», se recordó, pero ese no era el quid de la cuestión.
—Ya no quiero seguir hablando de este golpe contigo —añadió bajando la voz.
Elise dio un paso atrás, con cara de espanto. La misma cara ovalada que Calliope, la misma frente alta y los mismos pómulos fuertes, solo que suavizados por la edad y todas las operaciones de cirugía estética a las que se había sometido. Calliope experimentó la curiosa sensación de estar mirándose en un espejo deformante, como los que había en las ferias, de traspasar el tejido del universo para contemplar una versión de sí misma dentro de veinte años. No le gustó lo que vio.
—Perdona —dijo Elise después de un momento con voz tirante—. No volveré a sacar ese tema.
Calliope intentó asentir con la cabeza. No recordaba haberle hablado así nunca a su madre; ni siquiera podía recordar haberle llevado la contraria antes, en nada.
—Es solo que no me quiero marchar todavía, justo cuando la cosa empieza a animarse. Me apetece ir a esa fiesta con Atlas. Después él se quedará en Dubái, de todas formas. Es mi última oportunidad de sacarle algo realmente importante.
—Por supuesto —le concedió Elise—. Si eso es lo que quieres, nos quedaremos hasta que haya terminado esa fiesta. Oye —aventuró, como si empezara a acostumbrarse a la idea—, a lo mejor yo también podría ir. ¡Sería divertido!
—Me parece estupendo. —Calliope giró sobre los talones y cruzó la suite en dirección a su cuarto, tan sobrio y carente de personalidad, con sus frías ventanas, sus recargadas almohadas con bordados y aquella colcha blanca como la espuma que parecía sacada de una revista.
Era Calliope Brown, se recordó, y también en esta ocasión se iba a salir con la suya. Solo que, por primera vez, su triunfo no venía acompañado de ninguna sensación de victoria.