AVERY
Avery estaba tumbada en la cama, contemplando fijamente las delicadas nubes que flotaban por el techo, sin verlas. Habían pasado ya varios días desde que llegara a casa para descubrir a Calliope en la cocina, vestida con los calzoncillos largos de Atlas, aunque jamás olvidaría esa imagen. Se había grabado a fuego en su memoria, con una nitidez incandescente.
Atlas y ella llevaban desde entonces sin dirigirse la palabra. Avery ni siquiera lo había visto por el apartamento: los dos procuraban hacerse notar lo menos posible últimamente, como si hubieran acordado de mutuo acuerdo algún tipo de alto el fuego temporal.
De alguna manera, Avery se las había apañado para aguantar el tipo en la escuela. Pero todas las noches se desplomaba sobre sus almohadas de encaje, del color del champán, y se entregaba a un llanto tan abrasador como amargo.
—¿Avery?
No debería sorprenderla que el muchacho llamase a su puerta, pero, así y todo, Avery tardó un momento en procesar lo que sucedía. Ardía en deseos de enfrentarse a esta conversación y, al mismo tiempo, la atemorizaba.
—Ábrete —murmuró poniéndose de pie mientras el ordenador de la habitación retiraba el campo magnético que bloqueaba la puerta.
Atlas apareció en el umbral. Parecía distinto; tenía ojeras y su piel se veía cerosa, pero no se trataba tan solo de eso. Era como si se hubiese operado algún tipo de cambio fundamental en él, como si ya no fuera el mismo chico que Avery conocía.
—Hola —dijo por todo saludo. Que tomase él la iniciativa; era lo único que podía ofrecerle ahora mismo.
—Hola —repitió Atlas. Sus ojos sondearon los de Avery, pero esta se limitó a devolverle la mirada, desapasionada y ecuánime—. Esto…, ¿puedo pasar?
Avery se hizo a un lado mientras él entraba y cerraba la puerta.
—Cuánto has tardado —musitó la muchacha.
—Tenía mucho en lo que pensar.
Pero Avery aún no había acabado.
—Me lo imagino. Esta vez la has cagado bien, Atlas.
—Disculpa, ¿que yo la he cagado? Pero ¿te estás oyendo? ¡Aquella mañana venías de casa de Cord! ¿Quién eres tú para hablar?
—Sabes de sobra que Cord y yo solo somos amigos.
A Avery le produjo un placer malsano haber conseguido que levantase la voz.
—Yo ya no sé nada —replicó Atlas con una amargura que la sorprendió.
Se hallaban bajo una gigantesca lámpara de araña, inmóviles por completo. Era como si el mero acto de entablar por fin esta conversación los hubiera anclado en el suelo y ninguno de ellos pudiera dar ni un solo paso hasta haber resuelto sus diferencias, de un modo u otro.
Avery se mordió el labio, deseando haber ensayado algún tipo de discurso.
—Mira, lamento haber reaccionado así cuando te vi tonteando con Calliope. Fui estúpida e inmadura. Aquella mañana volví con la intención de pedirte disculpas…, ¡hasta que me la encontré aquí, brincando con tu ropa interior! —Parpadeó para contener el aluvión de lágrimas que amenazaba con desbordarle los ojos—. ¡Atlas, sé que nos habíamos peleado, pero no hacía falta que te acostases con ella la misma noche!
—Entre Calliope y yo no pasó nada —insistió Atlas—. Aunque no te lo creas, puesto que pareces haberte empeñado en ver únicamente lo que a ti te apetece.
—Aunque no te acostaras con ella —suspiró Avery—, no deberías haberla traído a esta casa. ¿No te das cuenta? Al primer encontronazo, acudiste directamente a ella. Huiste.
«A los brazos de alguien más fácil. Alguien con quien puedes estar en público, sin necesidad de ocultarte», quiso añadir.
—No fui el único. Los dos corrimos a refugiarnos en otra persona.
—Ya te he dicho que entre Cord y yo no pasó nada.
Avery no estaba segura de por qué era tan importante para ella subrayar ese hecho, pero en realidad daba igual; Atlas estaba sacudiendo la cabeza.
—Te creo. Pero ¿y la próxima vez, Aves? A lo mejor entonces sí que pasa algo, con cualquiera de los dos. ¿No te parece tremendamente problemático que, cuando nos peleamos, ambos hayamos recurrido a otra persona, a alguien más…?
—Fácil. Menos complicado. Todo lo que no somos tú y yo —terminó Avery la frase por él.
Atlas la miró a los ojos.
—¿Es eso por lo que me quieres? —preguntó en voz muy baja.
Avery no lo entendió a la primera.
—¿Cómo?
—¿Te has enamorado de mí porque soy complicado, y prohibido…, porque soy la única cosa en el mundo entero que no está a tu alcance? ¿Lo único para lo que, tras haber expresado tu deseo de poseerlo, la respuesta ha sido «no» en vez de «sí»?
Avery sintió que el rubor escapaba de sus mejillas.
—Eso es muy cruel, Atlas. No puedes decírmelo en serio.
Ante el dolor que denotaba su voz, un remedo del antiguo Atlas retornó a sus facciones, y dejó escapar un suspiro.
—Tenía que preguntártelo —repuso sonando más derrotado que contrariado.
Aquello asustó a Avery, pues sabía que significaba que estaba aislándose de ella, obligándose a no sentir nada, a que no le importara nada.
—Sabes que te quiero —insistió ella.
—Y tú sabes que yo siento lo mismo por ti. Después de todo esto, sin embargo…
A Avery no le pasó inadvertido el timbre de determinación que impregnaba su voz. Y comprendió, con un sobrecogedor alfilerazo de nitidez, que aquel era el principio del fin.
—No va a funcionar, ¿verdad? —murmuró la muchacha con la voz estrangulada por lo dolorosas que eran aquellas palabras. Pero no debería ser Atlas el que las pronunciara.
—Es que no puede funcionar, Aves. Nunca. Es imposible. Lo mejor sería que… lo dejáramos.
El tono de Atlas era desapasionado, casi formal, como si Avery no fuese más que un cliente al que estuviera proponiéndole un nuevo diseño de construcción. Pero Avery conocía la mente del muchacho casi mejor que la suya y podía ver cuánto estaba costándole esto, el esfuerzo desgarrador que estaba haciendo para no desmoronarse delante de ella.
«Te quiero y eso es lo único que importa», quería decirle, pero se mordió la lengua porque, en última instancia, no serviría de nada. Lo que importaba era todo lo demás. Amaba a Atlas y Atlas la amaba a ella. Su relación, sin embargo, no podría salir adelante jamás.
Sabía que ella era la responsable de lo que había ocurrido el sábado. Se había dedicado a sabotear su relación, erosionándola pedazo a pedazo como una chiquilla destructiva, hasta precipitar el inevitable final. Pero sus problemas no se remontaban tan solo a esa noche. Atlas tenía razón, lo que había pasado no era más que un síntoma de algo más grave: la insoslayable imposibilidad de estar juntos.
No existía ningún lugar seguro en el que pudiera refugiarse; ningún rincón en el mundo donde la naturaleza de sus identidades, lo prohibido de su amor, no pudiera seguirles la pista.
Quizá el amor no fuera suficiente, después de todo. No cuando hasta el último obstáculo posible se interponía en su camino, cuando todas las probabilidades se alzaban en su contra. Cuando el mundo entero se conjuraba para mantenerlos separados.
—Vale —murmuró Avery mientras todo su universo se partía silenciosamente por la mitad—. Pues vamos a… Quiero decir…
No fue capaz de terminar la frase. ¿Vamos a seguir como antes? ¿Vamos a seguir representando nuestros respectivos papeles de hermano y hermana, después de todo lo que habían compartido?
Atlas pareció comprenderla, como hacía siempre.
—Voy a aceptar el trabajo en Dubái. Pronto estaré a medio planeta de distancia. Eso debería facilitarte las cosas. Lo siento —añadió.
Avery ignoraba durante cuánto tiempo se había quedado clavada en el sitio después de que el muchacho se fuera, con los ojos cerrados. Una lágrima solitaria se deslizaba por su mejilla.
Se sentía como si acabara de sufrir la muerte de un ser querido. Y, en cierto modo, pensó, sí que se había producido una víctima: su relación con Atlas. Algo rebosante de ternura y vitalidad, de color y sonido, hasta que los dos decidieron asestarle el golpe de gracia.
Atlas iba a marcharse y no tenía la menor intención de volver.