RYLIN

Aquella misma tarde, Rylin Myers estaba acodada sobre el escáner del mostrador de ArrowKid, contando los minutos para que terminara su turno. Sabía que debería sentirse afortunada por tener este trabajo (cobraba más que en su antiguo empleo en el monorraíl, y el horario era más llevadero), pero cada momento que pasaba aquí le parecía una auténtica tortura.

ArrowKid era una franquicia de ropa infantil ubicada en el centro comercial de Manhattan centro, en el piso 500. Hasta hacía poco, Rylin no había pisado nunca una tienda de estas. Arrow era la clase de sitio al que los padres del centro de la Torre acudían en manada: vestidos con pantalones de deporte de colores chillones y arrastrando a sus bebés agarrados del brazo, con las sillitas oscilando como boyas en el aire a su lado, remolcadas por invisibles cables magnéticos.

Rylin paseó la mirada por el establecimiento, un mareante caleidoscopio de sonido y color. En los altavoces atronaba una estridente música pop con el volumen al máximo. El espacio entero apestaba a la nauseabunda fragancia dulzona de los pañales de tela autolavables de ArrowKid, y en cada resquicio y rincón se agolpaban las prendas de vestir infantiles expuestas al público (desde pijamas de una pieza en tonos pastel para bebés a vestidos de niña de la talla catorce), todas ellas cubiertas con las flechas que eran el símbolo de la cadena. Pantaloncitos con flechas bordadas, camisetas con flechas impresas… Incluso mantitas estampadas con diminutas flechas luminosas. A Rylin le dolían los ojos solo de verlas.

—Oye, Ry, ¿te importaría echarle una mano a la clienta del probador número doce? Ya me encargo yo de la caja un momento.

La encargada de Rylin, una veinteañera que respondía al nombre de Aliah, se acercó a ella contoneándose y se atusó el cabello moreno, que llevaba muy corto. La deslumbrante flecha morada de su camisa daba vueltas despacio, como las manillas de un reloj. Rylin tuvo que apartar la mirada para evitar marearse.

—Cómo no —respondió procurando disimular la irritación que le producía el hecho de que Aliah hubiera empezado a llamarla por el apelativo que reservaba a los amigos cercanos.

Sabía que la encargada solo quería esconderse detrás del mostrador y darle un toque a su nueva novia cuando le pareciera que los empleados no la veían.

Llamó con los nudillos a la puerta del probador número doce.

—Solo quería preguntarle qué tal va todo por ahí adentro —anunció levantando la voz—. ¿Necesita que le busque alguna talla en concreto?

La puerta se abatió sobre sus goznes, abriéndose para revelar a una mamá sentada en el taburete, ojerosa y con la mirada ausente; debía de estar consultando algo en sus lentes de contacto. Frente al espejo, una niña de mejillas sonrosadas salpicadas de pecas no dejaba de girarse a un lado y a otro mientras observaba su reflejo con intenso ojo crítico. Llevaba puesto un vestido blanco cubierto de diminutas flechas de cristal, con la leyenda: sé deslumbrante, y los pies enfundados en un par de botas con más flechitas impresas. Ya las traía de casa; si las hubiera cogido hoy, Rylin habría visto un sutil círculo holográfico que las delataría como por pagar todavía, recordándole que las pasara por el escáner. Rememoró todas las ocasiones en que Lux, su mejor amiga, y ella se habían dedicado a robar en las tiendas de los niveles inferiores; nada espectacular, tan solo un par de frascos de perfume y pintalabios, y una vez una caja de pasteles de chocolate. Aquí arriba eso sería imposible.

—¿Qué te parece? —preguntó la pequeña dándose la vuelta para dejar que Rylin la estudiara.

Rylin le dedicó una sonrisita desvaída. Miró a la madre (a fin de cuentas, era ella la que lo iba a pagar), pero la mujer parecía conformarse con mantenerse al margen de los gustos consumistas de su hija.

—Te queda genial —respondió sin mucho entusiasmo.

—¿Tú te lo pondrías? —preguntó la pequeña arrugando la nariz en un mohín adorable.

Por alguna razón, Rylin solo podía pensar en la ropa que solían ponerse Chrissa y ella, cedida en parte por los Anderton, la familia de los niveles superiores para la que había trabajado como doncella. A los seis años, el conjunto favorito de Rylin había sido un disfraz de pirata, con su pluma en el sombrero y su empuñadura de oro en la espada. Sobresaltada, se le ocurrió que lo más probable era que en su momento hubiese sido de Cord. O de Brice. Aunque la idea debería abochornarla, lo único que sintió fue un arrebato de nostalgia. Hacía un mes que no hablaba con Cord; seguramente jamás volvería a verlo de nuevo.

«Mejor así», se dijo, como hacía siempre que se acordaba de él. Aunque nunca pareciera dar el menor resultado.

—Está claro que no —resopló la niña mientras se sacaba el vestido por la cabeza—. Puedes retirarte —añadió con desdén dirigiéndose a Rylin.

Esta comprendió que acababa de cometer un error. Desesperada, se propuso enmendarlo.

—Disculpa, me he quedado absorta en mis pensamientos por un instante…

—Olvídalo —la atajó la pequeña, sin inmutarse, al tiempo que le cerraba la puerta en las narices.

Momentos después, su madre y ella salían de la tienda dejando una montaña de ropa desordenada en el probador como recuerdo de su visita.

—Ry. —Aliah chasqueó la lengua con expresión decepcionada mientras se acercaba—. La niña esa era una venta segura. ¿Qué ha pasado?

«Que no me llames más Ry», pensó Rylin, enfadada, pero se abstuvo de expresar su irritación en voz alta; si tenía este empleo era gracias a Aliah. Se proponía pedir trabajo como camarera en la cafetería de la puerta de al lado cuando vio el cartel con forma de flecha volante que anunciaba: se necesita dependienta en el escaparate holográfico y, llevada por un impulso, decidió entrar. A Aliah ni siquiera le importó que no tuviera experiencia como vendedora. Tras echarle un vistazo a Rylin, dejó escapar un gritito de emoción y exclamó: «Pero ¡si te valdrían nuestras tallas junior! Tienes las caderas superestrechas. ¡Y con esos pies tan pequeños seguro que podrías ponerte algunas de nuestras sandalias!».

De modo que aquí estaba Rylin, uniformada con el merchandising menos ofensivo que se podía encontrar en la tienda (una camiseta de tirantes y sus vaqueros negros, sin una sola flecha a la vista), esforzándose sin mucho empeño por venderles ropa a los críos del Cinturón de la Torre. No era de extrañar que se le diese de pena.

—Lo siento. Lo haré mejor la próxima vez —prometió.

—Eso espero. Ya llevas aquí casi un mes y apenas si has cumplido con la cuota de ventas mínima para una sola semana. No dejo de inventarme pretextos por ti, diciendo que es una curva de aprendizaje y todo eso, pero como las cosas no cambien pronto…

Rylin se mordió la lengua para reprimir un suspiro. No podía permitirse el lujo de que la despidieran, otra vez no.

—Entendido.

Un destello iluminó los ojos de Aliah mientras consultaba la hora en la periferia de su visión. A Rylin le había sorprendido descubrir que la mayoría de las chicas que trabajaban aquí pudieran costearse un par de lentes de contacto, aunque fuese la versión más barata. Por otra parte, para casi todas ellas este era un empleo al que se dedicaban después de la escuela; no tenían hermanas menores que mantener, ni una inagotable pila de facturas que pagar.

—¿Por qué no te marchas a casa y descansas un poco? —le sugirió con amabilidad Aliah—. Ya cierro yo. Así mañana podrás volver a la carga con más energía, ¿te parece?

Rylin estaba tan agotada que no se sintió con fuerzas para llevarle la contraria.

—Estupendo —se limitó a responder.

—Espera, Ry, ¿por qué no te llevas una de esas —Aliah hizo un gesto en dirección a uno de los expositores que había junto a la entrada, repleto de chillonas camisetas amarillo limón cubiertas de flechas moradas— y te la pones mañana para venir al trabajo? Quizá te ayude a sentirte un poquito más… motivada.

—Esas son para niñas de diez años —no pudo por menos de señalar Rylin, que observaba las camisetas con el corazón martilleando en el pecho.

—Menos mal que tú estás superdelgada —replicó Aliah.

Rylin contuvo la respiración mientras agarraba la primera camiseta del expositor.

—Gracias —dijo dedicándole la sonrisa más radiante que fue capaz de forzar, pero Aliah estaba ya respondiendo a otro toque, susurrando algo y riéndose mientras se llevaba una mano al oído.

Cuando Rylin hubo pasado el anillo de identificación sobre el panel táctil de la puerta y entró en la vivienda, la recibió un reconfortante aroma a masa de repostería y chocolate caliente. Le sobrevino de inmediato una punzada de pesar ante el hecho de que Chrissa hubiera vuelto a llegar a casa antes que ella. Desde que Rylin empezase a trabajar por las tardes, en vez de en el turno de madrugada que tenía en el monorraíl, su hermana era la que se encargaba de cocinar y hacer las compras la mayoría de las veces. Se sentía culpable; esas habían sido siempre sus responsabilidades. Debería ser ella la que se ocupara de su hermana de catorce años, y no al revés.

—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Chrissa animada.

Al fijarse en la camiseta nueva de Rylin, frunció los labios para reprimir una sonrisa.

—No te atrevas a decir nada, a no ser que quieras que tu regalo de cumpleaños consista en una bolsa gigante de ropa interior con flechitas.

Chrissa ladeó la cabeza, como si se lo estuviera pensando.

—¿Exactamente de cuántas flechas por par estamos hablando?

A Rylin se le escapó una carcajada.

—La verdad, al ritmo que voy —dijo tras quedarse callada un momento—, conseguiré que me despidan mucho antes de que llegue tu cumpleaños. He descubierto que no soy la mejor vendedora del mundo. —Se acercó a la encimera de la cocina, donde Chrissa estaba preparando las tortitas de plátano que tanto les gustaban a ambas—. ¿Desayuno para cenar? ¿Qué celebramos? —preguntó antes de meter la mano en la bolsa de copos de chocolate para coger un puñado.

Chrissa la regañó propinándole una palmadita cariñosa, añadió el resto de los copos de chocolate a la mezcla y dejó que la cuchara alimentada por infrarrojos removiera la masa. Miró a su hermana, incapaz de disimular la emoción, y usó la barbilla para señalar un sobre que había encima de la mesa.

—Te ha llegado una carta.

—¿Qué es eso?

Ya nadie enviaba sobres de papel de verdad. El último que había recibido Rylin contenía un requerimiento de pago del hospital; e incluso este no era más que una copia de lo que ya sabía merced a los pop-ups con sonido que tenía programados para que le sirvieran de recordatorio semanal. La ocasión especial era que ya había transcurrido un año desde la fecha de vencimiento original de la factura.

—¿Por qué no lo abres y lo averiguas? —replicó Chrissa dándoselas de misteriosa.

Lo primero que pensó Rylin fue que el sobre pesaba bastante, lo cual auguraba algo importante, aunque no sabía si sentirse intrigada o atemorizada por ello. El dorso contenía un escudo de armas azul que le sonaba. ESCUELA DE BERKELEY, desde 2031, rezaban las letras doradas que lo coronaban. Ese era el centro de Cord, recordó Rylin, en el piso 900 y pico. ¿Para qué querrían ponerse en contacto con ella?

Deslizó una uña bajo la rígida solapa del sobre y sacó su contenido, vagamente consciente de que Chrissa se había arrimado hasta pegarse a ella, pero demasiado concentrada en la lectura de aquella carta tan sorprendente y extraña como para decir nada.

Estimada señorita Myers:

Nos complace informarle de que ha sido usted seleccionada como receptora inaugural del Premio Conmemorativo Eris Miranda Dodd-Radson que concede la Academia Berkeley, una beca fundada en memoria de Eris para recompensar el potencial individual todavía por explotar de los escolares menos privilegiados. El valor al que asciende la beca se detalla en la página adjunta. Además de cubrir por completo el importe de la matrícula, incluye también un estipendio para materiales académicos y gastos de manutención… Rylin miró a su hermana y parpadeó varias veces seguidas.

—¿Qué narices es esto? —preguntó muy despacio.

Chrissa soltó un gritito, se abalanzó sobre ella y le dio un abrazo que amenazaba con cortarle la respiración.

—¡Esperaba que fuese algún «sí», pero no estaba segura! ¡Y tampoco quería abrirlo sin ti! ¡¡¡Rylin!!! —La muchacha dio un paso atrás y miró a su hermana, exultante de alegría—. ¡Que te han dado una beca para ir a Berkeley! El mejor instituto privado de toda Nueva York…, quizá incluso del país.

—Pero yo no he enviado ninguna solicitud —señaló Rylin, a lo que Chrissa reaccionó echándose a reír.

—La envié yo en tu nombre, por supuesto. No te irás a enfadar ahora, ¿verdad? —añadió, como si se le acabara de ocurrir esa posibilidad.

—Pero… —En la cabeza de Rylin se agolpaban un millón de preguntas. Eligió una al azar—. ¿Cómo te enteraste de que existía esta beca?

Rylin estaba al corriente de su existencia, claro; se mencionaba en el videobituario de Eris, el cual había reproducido ya decenas de veces desde aquella noche fatídica. La noche en que toda su vida dio un vuelco cuando asistió a una fiesta en la Cima de la Torre, en el piso mil, tan solo para descubrir con otra al chico del que estaba enamorada. Después la otra había muerto ante los ojos de Rylin, empujada desde lo alto de la azotea por una de sus amigas, que iba colocada de algo, y esta había procedido a chantajearla, obligándola a guardar silencio sobre lo que en realidad había ocurrido.

—Vi la esquela abierta en tu tableta. La pones a todas horas —dijo Chrissa bajando la voz y mirando a los ojos a Rylin—. Conociste a Eris cuando estabas con Cord. ¿Era amiga tuya?

—Algo así —respondió Rylin, porque no sabía cómo contarle la verdad: que Eris era alguien a quien no conocía apenas, pero la había visto morir.

—Lamento lo que le pasó.

El temporizador emitió un pitido; Chrissa distribuyó las tortitas en dos generosos montones y le pasó los platos a Rylin.

—Pero… —Esta seguía sin entender nada—. ¿Por qué no solicitaste la beca para ti?

De las dos, Chrissa era la alumna más prometedora: sacaba todo sobresalientes en sus clases para alumnos destacados, y casi con toda seguridad jugaría al voleibol en la liga universitaria. Era ella la que se merecía disfrutar de una beca para estudiar en una institución prestigiosa, no Rylin, que ni siquiera había pisado la escuela en los últimos años.

—Porque a mí no me hace tanta falta como a ti —respondió Chrissa muy seria. Rylin la siguió hasta la mesa, cargando con los platos abarrotados de tortitas. El mueble, al que se le había roto limpiamente una pata, cojeó cuando los puso encima de él—. Entre mis notas y el voleibol, lo más probable es que me concedan una beca universitaria de todas maneras. Tú, en cambio, necesitas esto —insistió la muchacha—. ¿No te das cuenta? Ya no tienes por qué seguir siendo la chica que abandonó los estudios para encasillarse en un empleo sin perspectivas de futuro, todo con tal de poder cuidar de mí.

Rylin guardó silencio mientras asimilaba el alfilerazo de culpabilidad que denotaba la explicación de su hermana. Lo cierto era que nunca se había parado a pensar qué opinaba Chrissa de que ella hubiera dejado la escuela para trabajar a tiempo completo al fallecer su madre. No se imaginaba que la pequeña pudiera sentir remordimientos por la decisión que ella misma había tomado.

—Chrissa, sabes que tú no tienes la culpa de que yo haya aceptado este trabajo. —Además, Rylin sabía que volvería a hacerlo sin pestañear con tal de brindarle a su hermana la oportunidad que se merecía. En ese momento se le ocurrió otra complicación añadida—. De todas formas, ahora no puedo dejar la tienda. Nos hace falta el dinero.

La sonrisa de Chrissa era contagiosa.

—¿No has leído lo que pone sobre el estipendio para gastos de manutención? Bastará para salir adelante, y, si las cosas se ponen feas, ya se nos ocurrirá algo.

Rylin releyó la carta y, para sus adentros, reconoció que su hermana tenía razón.

—Pero ¿por qué querrían elegirme a mí? Ni siquiera estoy matriculada en ninguna parte ahora mismo. Habrán recibido tantas solicitudes… —Entornó los párpados mientras calculaba mentalmente las probabilidades—. ¿Qué pusiste en la mía, por cierto?

La sonrisa de Chrissa se ensanchó más todavía.

—Encontré una antigua redacción que escribiste sobre trabajar en un campamento de verano y la retoqué un poco.

Dos años antes de que muriera su madre, Rylin había presentado una solicitud para optar al puesto de monitora auxiliar en un exclusivo campamento de verano. Se encontraba en un rincón recóndito de Maine, a orillas de algún lago, o quizá fuese un río; la clase de sitio al que los niños ricos iban para aprender cosas tan inútiles como montar en canoa, disparar con el arco o trenzar pulseras de la amistad. Por alguna razón, tal vez porque había visto demasiados holos ambientados en campamentos de verano, Rylin siempre había abrigado el deseo secreto de asistir a uno. Su familia jamás podría permitirse nada por el estilo, claro. Pero Rylin esperaba que, si la contrataban como monitora, quizá pudiera disfrutar de una versión personal de aquella experiencia.

Había conseguido el trabajo. Aunque pronto se volvió irrelevante, porque su madre enfermó aquel mismo año y después de eso todo lo demás dejó de tener importancia.

—No me puedo creer que la encontraras —musitó sacudiendo la cabeza entre divertida y maravillada. Nunca dejaría de sorprenderla el arsenal de recursos al que tenía acceso su hermana—. Aunque sigo sin entender por qué me habrán escogido a mí.

Chrissa se encogió de hombros.

—¿No has visto la descripción? Es una beca un poco rara, muy poco convencional, para «jóvenes cuya creatividad no debería pasar inadvertida».

—Tampoco es que yo me considere especialmente creativa —replicó Rylin.

Chrissa sacudió la cabeza con tanto brío que su coleta voló de un lado a otro como una sombra a su espalda.

—Pues claro que lo eres. Deja de hacerte tanto de menos o no sobrevivirás mucho tiempo en esa escuela.

Rylin optó por no seguir discutiendo. Todavía no estaba segura de querer aceptar la propuesta.

—No me extraña —suspiró Chrissa al cabo— que fueses amiga de Eris. Del espíritu de esta beca se desprende que era una tía realmente guay. Me refiero a que está claro que no era como los demás encumbrados, de lo contrario su familia no habría decidido honrar su memoria de esta manera.

Al recuerdo de Rylin afloraron de repente los recuerdos de aquella noche: la ruptura con Cord y su intento por recuperarlo, tan solo para descubrirlo con Eris; su encuentro con esta en la azotea, donde estaba peleándose con aquella otra chica, Leda; ver horrorizada cómo Eris se precipitaba al frío aire nocturno desde lo alto de la Torre. Se estremeció.

—Vas a decirles que sí, ¿verdad? —preguntó Chrissa con la voz cargada de esperanza.

Rylin pensó en cómo sería asistir a una cara institución repleta de encumbrados, con un puñado de desconocidos que no se dignarían darle ni la hora. Por no mencionar a Cord. Se había prometido a sí misma que se mantendría alejada de él. Y después estaban los estudios en sí; ¿cómo se sentiría al estar en clase de nuevo, aprendiendo, estudiando y presentándose a exámenes, rodeada de un montón de alumnos que seguramente eran mucho más listos que ella?

—A mamá le hubiera gustado que fueras, ¿sabes? —añadió Chrissa, y, así de fácil, la respuesta se presentó con toda claridad ante Rylin.

Miró a su hermana a los ojos y sonrió.

—Vale, les diré que sí.

Quizá por fin saliera algo positivo de aquella noche. Se lo debía a sí misma, a Chrissa, a su madre…, diablos, incluso a Eris. Tenía que darle una oportunidad.