LEDA

La Cantina estaba igual que siempre, tan sofisticada que impresionaba; sus prístinas superficies, de un blanco refulgente, conseguían que a Leda casi le diese reparo tocarlas. Recordó la fascinación con la que había entrado allí por primera vez, en octavo, con Avery y sus padres. Todos los comensales se veían tan delgados y elegantemente arreglados que, para su mente de trece años, parecían modelos. Por otra parte, algunos lo eran.

Ahora, una vez en lo alto de la ostentosa escalinata blanca, flanqueada por espinosos agaves azules, Avery y ella se instalaron en uno de los acogedores reservados para dos personas de la planta de arriba. Las dos se habían duchado y utilizado los multimoldeadores antes de salir del Altitude, y ahora que ya no estaban inmersas en el surrealista silencio del estudio de aquaspinning, ahora que habían recuperado su inmaculada normalidad, Leda no pudo por menos de preguntarse si esto habría sido buena idea.

Avery la salvó al ser la primera en hablar.

—¿Cómo estás?

Por alguna razón, la absurda formalidad de su pregunta hizo que a Leda le dieran ganas de carcajearse. Después de las innumerables horas que habían pasado juntas en este mismo restaurante, aquí estaban ahora, comportándose como una pareja en la primera cita más desastrosa de todos los tiempos. Supo lo que tenía que decir de inmediato.

—Lo siento —se disculpó, aunque las palabras brotaron con torpeza de entre sus labios; nunca se le habían dado bien las disculpas—. Siento todo lo que hice y dije aquella noche, en el tejado. Sabes que nunca fue mi intención. —No había ninguna necesidad de especificar a qué se refería; las dos lo sabían—. Te juro que fue un accidente. Jamás se me…

—Ya lo sé —la interrumpió Avery, desabrida, apretando ligeramente los puños bajo la mesa—. Pero no hacía falta que después te pusieras como una loca y empezaras a repartir amenazas a diestro y siniestro, Leda. Si le hubieras echado valor y hubieses confesado la verdad, no te habría ocurrido nada.

Leda se quedó mirándola fijamente, sin parpadear. El mundo de fantasía en el que vivía Avery nunca dejaba de sorprenderla. Claro, si hubiera sido Avery Fuller la que empujó a Eris desde la azotea de la Torre, todo se habría saldado con una amonestación. Pero la familia de Leda distaba de ser tan poderosa y de poseer tantos contactos como la de los Fuller, por mucho dinero que tuviesen ahora. Si Leda confesaba, se abriría una investigación, probablemente incluso la llevarían a juicio. Y Leda sabía en qué lugar la dejarían las pruebas.

Cualquier jurado estaría encantado de condenarla por homicidio involuntario, en el mejor de los casos. Al contrario que a Avery, la cual era inherentemente inimputable. A nadie se le ocurriría nunca contemplar siquiera la posibilidad de enviarla a prisión. Era demasiado guapa, así de sencillo.

—Tal vez —replicó con cautela, sabiendo que con eso sería suficiente—. También me disculpo por eso. Me arrepiento de todo lo que dije esa noche.

Avery asintió con la cabeza, despacio, pero no dijo nada.

Leda tragó saliva con dificultad.

—Eris había hecho cosas que me dolieron, cosas muy graves. Yo ni siquiera quería hablar con ella, pero no paraba de buscarme, aunque le había dicho que se alejara de mí… De todas formas, nunca quise…

—¿Qué te hizo Eris? —preguntó Avery.

Leda se recogió el cabello detrás de las orejas, nerviosa.

—Estaba acostándose con mi padre —susurró.

—¿¡Cómo!?

—Sé que parece una locura, pero los vi juntos… ¡Los vi besándose!

La voz de Leda se disparó, descontrolada, tal era su desesperación por que Avery la creyera. Respiró hondo y empezó a desgranar la historia al completo, sin omitir ni uno solo de sus escabrosos detalles: el modo tan extraño en que se comportaba su padre, como si estuviese ocultando algo. El pañuelo para el cuello de Calvadour que había encontrado Leda, antes de ver cómo su padre se lo regalaba a Eris. Cómo él había mentido, diciendo que iba a reunirse con un cliente, pero después ella lo había descubierto cenando con Eris, haciendo manitas y besándose por encima de la mesa.

Avery había enmudecido de asombro.

—¿Estás segura? —preguntó, consternada, transcurridos unos instantes.

—Te entiendo. Al principio yo tampoco me creí que Eris pudiera hacer algo así, y mucho menos mi padre. —Leda ni siquiera podía mirar a Avery a los ojos en esos momentos, no se sentía capaz de hacer frente a la incredulidad y la repugnancia que sin duda vería plasmadas en ellos, so pena de romper a llorar, desconsolada. Intentó distraerse tecleando en la superficie de la mesa para encargar el menú—. El guacamole, ¿medio o picante?

—Picante. Y con queso —añadió Avery—. Dios, Leda… Lo siento muchísimo. ¿Lo sabe tu madre?

Leda negó con la cabeza.

—No le he contado nada.

Avery debía de comprender mejor que nadie lo doloroso que había sido para ella ocultarle algo así a su familia, la tensión a la que se veía sometida Leda por culpa de ese secreto que la atormentaba de forma gradual e inexorable, sin concederle ni un segundo de tregua.

—Lo siento. Es terrible. —Avery dibujó un círculo con el dedo sobre la prístina superficie de la mesa. Tampoco ella parecía capaz de establecer contacto visual con su amiga—. ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, al cabo, levantando la cabeza.

Tenía los ojos anegados de lágrimas.

Típico de Avery, creerse capaz de resolver todos los problemas del mundo.

—No puedes arreglarlo todo, ¿sabes? —repuso Leda mientras una aerobandeja se acercaba a su mesa con un discreto zumbido para depositar el guacamole que habían pedido.

Estaba recién hecho, tan fresco y natural que se distinguían incluso algunos trocitos, en las antípodas de aquella pasta confeccionada con cubitos de proteínas de algas enriquecidas que, una vez machacados, vendían como guacamole en el Cinturón de la Torre.

—Ya lo sé. Esa ha sido siempre tu especialidad. —Avery se secó los ojos y suspiró—. Dios. Ojalá no nos hubiéramos enfadado nunca.

—¡Yo pienso lo mismo! —convino Leda—. Atlas no merecía la pena. Quiero decir… para mí, no merecía la pena para mí —farfulló atropelladamente en un intento por explicarse.

Al otro lado de la mesa, los ojos azules de Avery se habían vuelto intensamente serios.

—Nunca estuve enamorada de él —continuó Leda haciendo de tripas corazón—. Ahora me doy cuenta de ello.

Sabía que no era eso de lo que Avery quería hablar, que lo más aconsejable sería rehuir por completo ese asunto. Pero hablar era la única forma de arreglar las cosas. Leda se imaginó que sus palabras salvaban la distancia que la separaba de su amiga, como aquellos puentes de eterio que se construían por sí solos, molécula a molécula.

—Creía que lo amaba, pero solo era un… capricho. Amaba la idea de enamorarme de él. O quizá debería decir que quería amarlo, pero no lo conseguí nunca.

Parecía que hiciera una eternidad de aquella noche en los Andes, cuando Leda creyó haber caído rendida a los pies de Atlas. Pero todo había sido fruto de la emoción del momento y las hormonas, tan solo eso.

«¿Igual que te ocurre ahora con Watt?», susurró una voz dentro de su cabeza, una voz que se esforzó desesperadamente por silenciar. No le había contado a nadie que Watt y ella habían empezado a enrollarse. Dios, pero si incluso ellos mismos evitaban el tema. Desde que regresaron de Nevada, sin embargo, Watt había ido a su casa todas las noches. Ella nunca se lo pedía; el muchacho sencillamente se presentó sin avisar el primer día, Leda le abrió la puerta de atrás sin decir nada y, acto seguido, los dos estaban revolcándose en su cama, enredados en una madeja muda de necesidad aplastante.

Pese a todo, Leda no había dejado que Watt llegara demasiado lejos. Aquella era una lección que le había tocado aprender por las malas. Su instinto de conservación la urgía a guardarse un as en la manga.

Porque estaba empezando a sentir algo por él, y ese giro de los acontecimientos no había entrado nunca en sus planes.

Comparado con Watt, lo que alguna vez había sentido por Atlas se le antojaba infantil y lejano. Se dio cuenta de que ya ni siquiera le importaba que Avery saliera con él. Diablos, ¿por qué no? No era más descabellado que todas las demás perversiones que tenían lugar a diario en aquel mundo tan jodido que les había tocado vivir.

—Pero tú sí que lo quieres, ¿verdad? —preguntó a sabiendas de cuál iba a ser la respuesta.

—Sí —dijo Avery tras pensárselo más de lo que Leda se había esperado. Exhaló un hondo suspiro—. Aunque me ha hecho mucho daño.

—¿Por haberse dado el lote conmigo? —Leda hizo una mueca de inmediato ante la vulgaridad de sus palabras—. Hace mucho de eso, ya es agua pasada —añadió con más tacto.

Avery no dio muestras de haberse ofendido ante su salida de tono.

—No, no es eso. Es que… ha estado con otra. Hace poco. —Apuntó la mirada hacia abajo—. Estoy segura de que lo nuestro ha terminado, para siempre.

—¿No te referirás a la chica esa de la gala, la del vestido aquel, tan hortera, con acento británico? ¿Cómo se llamaba… Catástrofe?

—Calliope —la corrigió Avery, con el fantasma de una sonrisa en los labios—. Se conocieron en África, durante uno de los viajes de Atlas. Acaba de mudarse aquí con su madre.

—No me digas. Conoció a Atlas en la otra punta del mundo y ahora resulta que está en Nueva York. Qué puñetera casualidad. —El instinto de Leda se puso en alerta con una sacudida—. Y ¿cuál es la historia de esta muchacha? ¿De dónde sale?

—Ni idea. Estudió en Inglaterra, creo, en un colegio privado.

—¿No tiene una página en los agregadores?

—Pues no lo he mirado, la verdad —respondió Avery a la defensiva.

Leda la entendía muy bien: no quería consultar esa página porque, en cuanto lo hiciera, Calliope se convertiría en una persona de carne y hueso.

Gracias a Dios que Avery era tan mona, pensó Leda, porque, de lo contrario, el mundo se la comería con voracidad. Y gracias también a Dios que Avery la tenía a ella, para protegerla.

—Espera, ya lo miro yo —se ofreció, y murmuró la orden pertinente a sus lentes de contacto—: Calliope Brown, buscar en los agregadores.

Cuando hubo encontrado la cuenta indicada, al pie de la página, se le cortó la respiración.

—¿Qué ocurre? —preguntó Avery.

—Enviar enlace a Avery —dijo Leda, y vio que la página aparecía también en las lentes de su amiga.

La página de Calliope se remontaba tan solo a un par de meses atrás. Contenía fotos de Nueva York, unas pocas de África, y antes de eso… nada.

—A lo mejor es que todavía no sabe muy bien cómo funcionan los agregadores —murmuró Avery, pero incluso ella se mostraba dubitativa.

Leda puso los ojos en blanco.

—Hasta el último mocoso de diez años del planeta tiene una cuenta. Esto es de lo más sospechoso. Es como si no hubiera existido en absoluto antes de conocer a Atlas el verano pasado.

No podía tratarse de una coincidencia, de ninguna manera. Allí pasaba algo raro y, fuera lo que fuese, Leda estaba decidida a averiguar la verdad.

Tomar esa decisión generó una oleada de energía que la bañó de la cabeza a los pies, imbuyéndola de confianza renovada en sí misma y de una feroz determinación por solucionar este problema por el bien de Avery. Volvían a ser amigas y, por consiguiente, cualquier adversaria de Avery lo era ahora también de ella. Seguía siendo Leda Cole, maldita sea, y nadie le hacía daño a la gente que le importaba.

—¿Podemos hablar de otra cosa, por favor? —A Avery le temblaba la voz.

Leda asintió con la cabeza, aparcando momentáneamente su misión de venganza.

—¿De qué, por ejemplo?

—Por ejemplo, de lo que sea que te tiene tan animada y de buen humor. ¿Algún chico?

—A lo mejor. —Leda se ruborizó al pensar en Watt.

Les trajeron el queso fundido, una sartén recubierta de cebolletas troceadas, y Leda aprovechó la ocasión para cambiar de tema.

—Bueno, pero tú primero. ¿Qué más me he perdido?

Avery utilizó un nacho de quinoa a modo de cuchara para echarse un poco de queso en el plato.

—Todo. Esta fiesta de Dubái es una lata, la verdad. Tendrías que ver a mi madre, está que se sube por las paredes.

Leda se quedó allí sentada, escuchando mientras Avery volcaba en sus oídos todas las emociones que le oprimían el alma. Sintió que se le henchía el corazón en el pecho. Había recuperado a su mejor amiga. Y, además, un chico nuevo había entrado en su vida; un chico tan desconcertante como peligrosamente adictivo.

Por fin las aguas comenzaban a volver a su cauce.