AVERY
Se acercó a la barra mientras oía de fondo el frufrú de la falda de tul de su vestido de lamé dorado (el que su madre había insistido en que vistiera).
—El cóctel con burbujas, por favor, por el tema navideño —dijo Avery.
El camarero le dio un golpecito a un vaso cilíndrico que había sobre la encimera y que acto seguido se reformó hasta convertirse en una jarra redonda, con cristales moviéndose según sus patrones preprogramados. Después agarró la jarra por el asa y le sirvió la bebida en un vaso; para no quedarse corto, añadió una festiva ramita de acebo.
Las paredes del piso de Avery estaban engalanadas con guirnaldas verde vivo y titilantes luces doradas. Unas barras como las de las carpas se elevaban a ambos lados del cuarto, flanqueadas por renos en miniatura atados con enormes lazos a un trineo de verdad. Gracias a los holoprocesadores, el techo parecía desaparecer en un inmenso cielo preñado de nieve. Avery nunca había visto el piso tan lleno de gente: hombres y mujeres con traje de cóctel, aferrados a sus centelleantes bebidas rojas mientras se reían de la nieve holográfica.
Esperaba que fuera porque sentían interés por la torre de Dubái, y no una curiosidad morbosa por ella, por lo que había sucedido en el piso mil la noche que murió Eris.
Su padre era quien organizaba todos los años la fiesta navideña de Fuller Investments para congraciarse con los accionistas y con sus mejores clientes; y, por supuesto, para presumir. Desde que eran pequeños, se esperaba de Avery y de Atlas que asistieran cada diciembre a aquel acontecimiento, que fuesen encantadores con los invitados y que parecieran perfectos. La premisa no cambió al crecer; si acaso, la presión era incluso mayor.
Cuando estaba en secundaria, Eris siempre era la compinche de Avery en esas noches. Robaban bandejas con tartas de la barra de postres y se entretenían viendo cómo los emperifollados adultos se intentaban impresionar entre ellos. Eris tenía una costumbre muy graciosa: se inventaba las conversaciones que no lograban oír. Ponía voces y acentos exagerados, e ideaba diálogos estrafalarios repletos de secretos desvelados, peleas de amantes y familias que se reencontraban. «Ves demasiada holobasura», le decía Avery entre risas ahogadas. Era una de las cosas que más le gustaban de Eris: su imaginación salvaje y sin límites.
En aquel momento notó que alguien la miraba; levantó la vista y se encontró con Caroline Dodd-Radson. Caroline Dodd, se recordó, tras su divorcio. La madre de Eris estaba tan deslumbrante como siempre: lucía un vestido de jacquard serigrafiado con falda de volantes. Sin embargo, el brillo de los faroles que flotaban sobre la sala se reflejaba en las canas plateadas de su rojiza melena dorada, el mismo tono atrevido que solía llevar Eris; y nuevas arrugas surcaban su rostro. Miraba a Avery a los ojos, apenada.
La chica no se consideraba una cobarde, pero en aquel momento lo que más deseaba en el mundo era dar media vuelta y huir; cualquier cosa con tal de evitar el contacto visual con la mujer a cuya hija había dejado caer al vacío. Porque, al margen de cómo se hubieran desarrollado los hechos la noche de la azotea, Eris había muerto en el piso de Avery. Avery había abierto la trampilla y después había sucedido lo peor que pudiera suceder; y tendría que vivir con las consecuencias durante el resto de su vida.
Inclinó la cabeza ante Caroline en un gesto silencioso de arrepentimiento y tristeza. Al cabo de un momento, la madre de Eris imitó el gesto, como si dijera que sabía lo que pesaba en el corazón de Avery y lo comprendía.
—¿Es esa Caroline Dodd? Su hija murió en este piso, ¿no? —oyó la chica murmurar a alguien detrás de ella.
Un grupo de mujeres mayores lanzaba sus miradas cortantes en dirección a la madre de Eris. No parecían ser conscientes de la presencia de su amiga, que estaba allí, paralizada del disgusto.
—Qué sorpresa —comentó otra de ellas, muy serena y tranquila, como suelen comportarse las personas a las que las cosas sorprendentes no les afectan en absoluto.
La mano de Avery apretó con fuerza su espumoso cóctel rosa, y se retiró hacia la biblioteca, lejos de aquella habitación tan ruidosa, con sus crueles cotilleos y los escrutadores ojos de la madre de Eris.
Pero en la biblioteca le sorprendió ver otro rostro inesperado. Aunque no debería haberla pillado del todo por sorpresa, puesto que ella misma la había invitado. Allí estaba Calliope, con un vestido escotado, coqueteando sin disimulo con Atlas.
—Calliope. Me alegro mucho de que hayas podido venir —los interrumpió mientras se acercaba—. Veo que ya has conocido a mi hermano —añadió, y por fin se volvió hacia el chico en el que no podía dejar de pensar.
Desde la noche en que su padre estuvo a punto de descubrirlos, Atlas y ella habían procurado evitarse cuando estaban en el piso. Avery apenas lo había visto en toda la semana. Ahora dejó que su mirada recorriese, agradecida, los rasgos del chico, con la traviesa satisfacción de haberse librado del castigo por un acto prohibido. Estaba tan guapo como siempre, con su traje de chaqueta azul marino y su corbata, el cabello con la raya al lado. Se acababa de afeitar para la fiesta, y a Avery siempre le parecía más joven de ese modo, casi vulnerable. Intentó no hacer caso del latido acelerado de su corazón al acercarse a él, aunque la temperatura del cuerpo le había subido varios grados de repente, solo con saber que se encontraba al alcance de su mano.
—Oh, ¿ya conoces a Avery? —le preguntó Atlas a Calliope, volviéndose hacia ella.
Calliope echó la cabeza atrás y se rio como si se tratara de una deliciosa coincidencia, una risa ronca y exuberante que a Avery no le resultó genuina.
—Avery y yo nos hicimos un tratamiento facial juntas hace unos días —explicó la otra chica…, y Avery se percató de lo hábil que era con las palabras, ya que así sonaba como una excursión planeada y natural, y no como lo que pasó en realidad, que fue que se pegó como una lapa a Avery y sus amigas—. Es la que me invitó a venir esta noche. —Calliope se volvió hacia Atlas con una mano apoyada con confianza en la cadera—. Qué malo eres. Nunca me contaste que tenías una hermana.
De repente, Avery fue hiperconsciente de la belleza de la otra chica: un atractivo perfumado y plateado, todo curvas,
ojos relucientes y suave piel bronceada. Y hablaba con Atlas de un modo muy informal, casi familiar. Le daba la impresión de que se le escapaba algo. Miró a uno y después al otro un par de veces.
—Lo siento, ¿es que ya os conocíais?
—Sí, Callie y yo nos conocimos en mayo, en el safari de Tanzania.
Atlas no dejaba de intentar mirarla a los ojos, al parecer desesperado por transmitirle algo.
—Es Calliope. ¡Deberías saber mejor que nadie que odio los diminutivos! Aunque, Avery —añadió, bajando la voz para implicar camaradería—, deberías saber que este James Bond de aquí insistió en usar un nombre falso conmigo. Qué misterioso por tu parte, Travis. Como si alguien fuera a seguir tus pasos de Tanzania a la Patagonia.
Calliope volvió a reírse, pero Avery no se unió a ella.
¿La Patagonia? Sabía que Atlas había ido directamente a Sudamérica desde África, pero siempre había pensado que viajaba solo. Quizá lo había oído mal. Mientras intentaba aclararse, la voz del señor Fuller resonó en la sala.
—¡Hola a todos! —exclamó; unos altavoces en miniatura que flotaban en el aire proyectaban el sonido—. Bienvenidos a la vigésimo sexta reunión anual de Fuller Investments. ¡Elizabeth y yo estamos encantados de recibiros en nuestro hogar!
Se oyeron algunos aplausos dispersos, muy educados. La madre de Avery, que lucía un elegante vestido de tubo negro con mangas japonesas, sonrió y saludó con una mano.
—Perdonadme, tengo que ir a ver a alguien —dijo Calliope en voz baja—. Ahora vuelvo —añadió, aunque estaba claro que solo lo dijo por Atlas.
—¿De qué iba eso?
Avery se acercó un poco a la sala de estar mientras esbozaba una sonrisa correcta, por si alguien los miraba.
—Es una coincidencia muy extraña. La conocí en África, y ahora está en Nueva York con su madre.
—¿Cuánto tiempo pasasteis juntos? —susurró Avery, y Atlas vaciló, lo que dejaba claro que no deseaba responder. Ella se mordió el labio—. ¿Por qué no me habías hablado de ella?
La chica se había ido alejando de la gente, y Atlas la siguió mientras su padre seguía parloteando sobre los distintos patrocinadores e inversores del proyecto de Dubái.
—Porque no me pareció importante —contestó Atlas, casi demasiado bajo para que lo oyera—. Sí, viajamos juntos, pero solo porque los dos estábamos haciendo lo mismo: saltar espontáneamente de un lugar a otro, sin un plan previo.
—¿No te enrollaste con ella? —siseó Avery entre dientes, aunque temía la respuesta.
Atlas la miró a los ojos y respondió:
—No.
—Como muchos sabéis —retumbaba la voz de su padre, varias octavas más alta: resultaba obvio que les había metido potencia a los altavoces. Avery guardó silencio, sumisa. ¿Es que los había visto susurrar allí, en aquella sala abarrotada, y había subido el volumen en consecuencia?—. Esta noche celebramos nuestra última propiedad, la joya de la corona de nuestra cartera, ¡que se inaugura dentro de dos meses en Dubái!
Atlas captó la mirada de Avery y alzó la barbilla para indicarle que pretendía internarse en la fiesta. Ella asintió en silencio, dándole a entender que lo comprendía.
Al volverse, Avery alargó una mano para quitarle un hilo del brazo de la chaqueta. En realidad, no había nada, pero no podía evitarlo: era un último momento de intimidad antes de dejarlo marchar; un pequeño gesto secreto de propiedad, como para recordarse que era suyo, que no se iba a ninguna parte.
Él sonrió antes de desaparecer entre el barullo. Con un esfuerzo monumental, Avery centró de nuevo su atención en su padre.
—¡Con gran regocijo os presento los Espejos!
Pierson hizo un gesto para señalar el techo, del que había desaparecido el holográfico cielo nevado para dejar paso a los planos de la nueva torre, que estaban proyectados en un enredo de líneas, ángulos y curvas. Los esquemas relucían como un ser vivo.
—El nombre de los Espejos deriva del hecho de que, efectivamente, se trata de dos torres independientes, una clara y otra oscura. Polos opuestos, como la noche y el día, ninguno de los cuales tiene sentido sin el otro, como tantas cosas en nuestro mundo.
Siguió con sus explicaciones sobre la torre, sobre cómo la idea original surgió de las piezas del ajedrez, pero Avery no lo escuchaba. Miraba hacia arriba, a los planos de su padre. Luz y oscuridad. El bien y el mal. La verdad y la mentira. Ahora era una experta en contradicciones, con su vida, en apariencia perfecta, pero en realidad plagada de oscuros secretos.
Oía a todo el mundo susurrar sobre la Torre, afirmar que era maravillosa, un escenario de ensueño. Estaban deseando verla. La mayoría iría al baile en blanco y negro que se celebraba para inaugurarla y tenía reservados desde hacía meses sus vuelos privados; igual que habían acudido a Río cuatro años atrás o a Hong Kong, hacía ya una década. Por algún motivo, Avery ya no quería asistir.
El nombre de Atlas se abrió paso hasta su mente consciente, y oyó más aplausos. Parpadeó, sorprendida. Al otro lado de la habitación, Atlas parecía tan desconcertado como ella.
—Mi hijo, Atlas, lleva ya varios meses trabajando a mi lado —decía su padre, aunque no miraba hacia él—. Me enorgullece anunciar que se mudará a Dubái para hacerse cargo de la gestión de los Espejos cuando se abran al público. ¡Espero que alcéis vuestras copas conmigo para brindar por la nueva torre y por Atlas!
—¡Por Atlas! —gritó la sala.
Avery era incapaz de pensar, la cabeza le daba vueltas sin control. ¿Que Atlas se mudaba a Dubái?
Se volvió hacia donde estaba él, de repente frenética por mirarlo a los ojos, pero vio que se limitaba a sonreír y a aceptar las felicitaciones, metido en su papel del hijo obediente. En cuanto vio pasar junto a ella una bandeja, Avery depositó en ella su copa de champán vacía con tanta fuerza que el pie se partió por la mitad.
Unos cuantos invitados la miraron, curiosos por saber qué había sacado de sus casillas a la siempre serena Avery Fuller; sin embargo, la aerobandeja ya se alejaba a toda velocidad con las pruebas, y la verdad es que a Avery no le podía importar menos. Lo único que le importaba era Atlas y el hecho de que quizá se marchara.
Su tableta vibró al recibir un mensaje: «No te preocupes. No me voy».
Toda la inquietud, las preguntas y la ansiedad que habían hecho presa de ella se calmaron un poco. Atlas decía que no se iba, y él nunca le mentiría.
No obstante, en el tono de voz de su padre se ocultaba algo que la incomodaba. Aunque había dicho que se enorgullecía, el caso es que no sonaba a eso; había estado mirando a Atlas con cara de desconcierto, como si, al despertarse aquella mañana, de repente hubiese descubierto que llevaba trece años viviendo con un desconocido en casa. Como si no tuviera ni idea de quién era su hijo.
Al percibir su mirada desde el otro lado del cuarto, Atlas levantó la vista y, por un breve instante, se encontró con los ojos de Avery. Ella sacudió la cabeza de manera casi imperceptible, deseando que la comprendiera: el problema no era su hermano, sino su padre.
Pierson sabía, al menos hasta cierto punto, lo que ocurría entre ellos… O, al menos, lo sospechaba, a pesar de que quizá todavía no fuera capaz de reconocerlo.
Atlas y ella habían estado a punto de ser descubiertos demasiadas veces. Y ahora su padre afrontaba la situación como afrontaba cualquier problema de negocios: aislándolo hasta encontrarle una solución.
Entendió el anuncio de su padre como lo que en realidad era: iba a enviar a su hijo lejos de casa.