RYLIN

Al lunes siguiente, Rylin se encontraba plantada frente al majestuoso pórtico tallado de la Escuela Berkeley, paralizada de asombro. Esta no podía ser ella, Rylin Myers, uniformada con una camisa de cuello rígido y una falda plisada, a punto de comenzar sus estudios en una prestigiosa institución privada repleta de encumbrados. Se sentía como si aquello estuviese sucediéndole a otra persona, como si estuviera protagonizando una lisérgica serie de escenas extraídas de algún sueño ajeno.

Ajustó la correa de la mochila sobre su hombro, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, insegura. El mundo se iluminaba cada vez con más intensidad a su alrededor a medida que las lámparas con temporizador se ajustaban para reflejar que la mañana seguía avanzando. A Rylin se le había olvidado cuánto le gustaba ese efecto; la salida del sol en el exterior la había pillado una vez sentada en el umbral de la residencia de Cord, contemplando la gradual fluctuación de las luces sobre su cabeza. En el piso 32 las lámparas no variaban nunca su configuración fluorescente, la única que tenían, salvo cuando los chicos del barrio les tiraban cualquier cosa y reventaban alguna bombilla.

En fin, ahora o nunca. Encaminó sus pasos hacia la secretaría principal, guiándose por el itinerario señalado con flechas amarillas de la tableta oficial de la escuela, que había recogido la semana anterior. A diferencia de su habitual modelo MacBash, esta funcionaba dentro de los límites de la tecnorred que rodeaba la institución, aunque solo podía realizar operaciones básicas aprobadas de antemano, como consultar su cuenta académica de email o tomar apuntes; y todas las tabletas se desconectaban durante los exámenes, para evitar que los alumnos copiaran. Rylin sabía que era imposible hackear la tecnorred, aunque muchos chavales lo habían intentado a lo largo de los años.

Se esforzó por no quedarse embelesada, mirándolo todo como una boba, mientras recorría los pasillos. Este sitio era tal y como había imaginado siempre que debían de ser los campus universitarios, con sus amplios y luminosos corredores y sus columnatas de piedra. Cada vez que doblaba una esquina se activaba un nuevo señalizador holográfico. Una brisa simulada mecía varias palmeras en un patio situado al final de uno de los pasillos. Se cruzó con un grupo de chicos, todos ellos vestidos con el mismo uniforme.

Rylin lo conocía de antes, por supuesto; lo había visto en la lavandería, cuando trabajaba para Cord Anderton.

No tenía ni idea de lo que iba a decirle cuando se encontraran. A lo mejor ni siquiera lo veía, pensó, entre dubitativa y esperanzada; quizá el campus fuese tan grande como para esquivarlo durante los tres próximos semestres. Aunque sospechaba que no iba a tener tanta suerte.

—Rylin Myers. Vengo para entrevistarme con una consejera académica —informó al joven que estaba sentado detrás del mostrador cuando hubo llegado por fin a la secretaría.

Aún le costaba creer que esta escuela dispusiera de consejeros humanos. En la Base de la Torre era un algoritmo el que se encargaba de redactar las recomendaciones para la universidad, la asignación de materias y otros trámites por el estilo. Esta gente debía de estar muy pagada de sí misma si se creía capaz de realizar aquellas tareas mejor que un ordenador.

El secretario tecleó algo en su tableta.

—Desde luego. La beneficiaria de la nueva beca. —La observó de reojo; su expresión era inescrutable—. Como sabrás, Eris Dodd-Radson era muy querida aquí en Berkeley. Todos la echamos de menos.

Qué recibimiento tan extraño, sacar a colación precisamente a la persona cuya muerte había hecho que su misma presencia aquí fuera posible. Rylin se quedó sin saber muy bien cómo reaccionar, pero el hombre no parecía esperar ninguna respuesta.

—Siéntate. La consejera te recibirá enseguida.

Rylin se hundió en uno de los divanes y paseó discretamente la mirada por la habitación, cuyas paredes de color beige estaban decoradas con distinciones a la calidad de la enseñanza enmarcadas y hologramas motivacionales. Se preguntó de repente qué estarían haciendo sus amigos; sus verdaderos amigos, en la Base de la Torre. Lux, Amir, Bronwyn…, incluso Indigo. En Berkeley conocía a unas cuantas personas, pero todas la odiaban ya de antemano.

Y así de fácil, como si acabase de invocarlo con sus pensamientos, Cord Anderton entró en la secretaría.

Rylin se había repetido una y otra vez en el transcurso de las últimas semanas que no lo extrañaba, que le iba de perlas sin él. Pero al verlo ahora estuvo a punto de desmoronarse; su camisa Oxford por fuera del pantalón, sus alborotados cabellos morenos… Tan familiar y, al mismo tiempo, tan descorazonadoramente inalcanzable.

Permaneció inmóvil en su asiento, recreándose la vista con él, temiendo el momento en que el muchacho se percatara de su presencia y ella tuviese que apartar la mirada. Que la primera persona con la que hubiera tenido que tropezarse en su nuevo colegio no fuese otro que Cord era como una conspiración cósmica, un chiste retorcido y cruel.

A punto estuvo de no fijarse en ella, tras tomarla seguramente por otra muchacha medio asiática de uniforme, pero luego pareció darse cuenta de quién se trataba y se volvió hacia ella.

—Rylin Myers —dijo arrastrando las palabras de aquella forma tan característica; el acento que reservaba para las personas con las que aún no tenía confianza.

A Rylin se le partió el corazón al oírlo. Así le había hablado Cord la primera noche que la conoció, cuando aún no era nada más que su empleada del hogar. Antes de que ella le robara algo que le pertenecía, se enamorase de él y todo escapara sin remedio a su control.

—Estoy igual de sorprendida que tú, créeme.

Cord apoyó la espalda en la pared y cruzó los brazos sobre el pecho. La sonrisita que dibujaban sus labios no se reflejaba en sus ojos.

—Debo admitir que no esperaba encontrarte a ti por aquí.

—Es mi primer día. Tengo una cita con una consejera de estudios —le explicó Rylin, como si su presencia en ese sitio fuera lo más natural del mundo—. ¿Y tú?

—Mala conducta —respondió Cord sin concederle importancia. Rylin sabía que a veces se saltaba las clases para ir a la casa que tenían sus padres en Long Island y conducir sus autocoches antiguos ilegales. Rememoró el día en que el muchacho le había pedido que lo acompañara, un día que había terminado con los dos en la playa, bajo un aguacero. El recuerdo provocó que se ruborizara.

—¿No hay algún sitio donde podamos hablar en privado?

No había planeado tener esta conversación con Cord, al menos no hoy, pero ya era inevitable. Estaba ahí, en su mundo… ¿O acaso ahora ese mundo le pertenecía a ella también? No era esa la impresión que le daba, eso seguro.

Cord titubeó, visiblemente indeciso entre su resentimiento con Rylin y la curiosidad por averiguar qué estaba haciendo ahí y qué quería contarle. La curiosidad debió de alzarse con la victoria.

—Sígueme —le dijo.

Condujo a Rylin fuera de la secretaría y empezó a recorrer el pasillo. Las instalaciones comenzaban a llenarse de gente ahora que se aproximaba la hora del primer timbre; los estudiantes cuchicheaban formando pequeños corrillos, centelleando sus brazaletes de oro y sus ordenadores de pulsera cada vez que gesticulaban para enfatizar lo que fuera que estuviesen diciendo. Rylin se dio cuenta de que la observaban con curiosidad, fijándose en sus rasgos desconocidos, sus pendientes de cuentas angulares, sus cortas uñas azules y las zapatillas con rozaduras que le había birlado a Chrissa porque ella no tenía ningún calzado que encajase en la categoría de «zapatos negros, sencillos y planos». Se obligó a mantener la cabeza bien alta, desafiándolos a meterse con ella mientras reprimía el impulso de pedirle ayuda con la mirada a Cord. Unas pocas personas le dijeron «hola» al muchacho, pero él se limitó a asentir con la cabeza por todo saludo, y en ningún momento se le ocurrió presentarles a Rylin.

Al cabo, tras cruzar una puerta de doble hoja, se adentró en un cuarto que estaba totalmente a oscuras. Rylin se sorprendió con la etiqueta holográfica que se había materializado ante ellos mientras trasponían el umbral.

—¿Tenéis una sala de proyección en la escuela? —preguntó, tanto porque le parecía realmente extraño como por la ansiedad que empezaba a producirle tanto silencio.

Cord toqueteó unos controles y, transcurrido un instante, las balizas que señalaban la posición de los escalones se encendieron con un parpadeo. Seguía imperando la penumbra en la sala. El muchacho era poco más que una sombra.

—Sí, es para la clase de cine. —Cord parecía impaciente—. Vale, Myers, ¿qué pasa?

Rylin respiró hondo.

—Me había imaginado esta conversación mil veces, y en ninguno de todos los escenarios posibles tenía lugar aquí, en tu escuela.

Los dientes de Cord relampaguearon en una sonrisa desprovista de humor.

—¿Ah, sí? ¿Dónde te imaginabas esta conversación?

«En la cama, pero eso solo era una fantasía».

—Da igual —se apresuró a responder Rylin—. La cuestión es que te debo una disculpa.

Cord dio un paso atrás, hacia la fila de asientos más alta. Rylin se obligó a mirarlo directamente mientras hablaba.

—Llevo queriendo hablar contigo desde lo que pasó aquella noche. —No hacía falta que se explicara; los dos sabían a qué noche se refería—. Quería darte un toque, pero no se me ocurría qué podría decirte. Además, me pareció que ya no tenía importancia. Tú estabas aquí arriba, yo estaba abajo, en el treinta y dos, y supuse que lo más sencillo sería no removerlo.

«Además, soy una cobarde —reconoció para sus adentros—. Me atemorizaba verte otra vez, sabiendo lo mucho que me iba a doler».

—En cualquier caso, al parecer ahora voy a la misma escuela que tú. Quiero decir, me han concedido una beca…

—La que han fundado los padres de Eris —le explicó sin necesidad Cord.

Rylin pestañeó varias veces seguidas. No había previsto que tantas personas hablasen con ella de Eris.

—Sí, esa. Y, como voy a seguir viéndote por aquí, quería aclarar las cosas.

—«Aclarar las cosas» —repitió Cord lacónico—. Después de que fingieras que te interesaba y salieses conmigo tan solo para aprovecharte de mí.

—¡No fingí nada! Y no quería robar… No después de la primera vez, al menos —protestó Rylin—. Deja que te lo explique, por favor.

Cord no despegó los labios, pero asintió con la cabeza.

De modo que Rylin se lo contó todo. Le confesó la verdad acerca de su exnovio, Hiral, y de las trabas; había robado las pastillas de diseño de Cord aquella vez, durante la primera semana a su servicio, para evitar que las desahuciaran a Chrissa y a ella. Levantó la barbilla y se esforzó por que no le temblara la voz mientras le explicaba cómo Hiral la había extorsionado, obligándola a vender las drogas para obtener el dinero de su fianza. Después, amenazada por V, había tenido que robarle a Cord otra vez.

Se lo contó todo menos lo de su hermano mayor, Brice, que se había encarado con ella y le había dicho que, como no rompiera con Cord (como no fingiera que solo había salido con él por el dinero), la enviaría a la cárcel. Rylin sabía lo unidos que estaban Cord y su hermano, y no tenía la menor intención de inmiscuirse en su relación. De modo que modificó su versión para que pareciese que Hiral había sido el único responsable de todo.

Tampoco le dijo nada de lo mucho que lo había querido. De lo mucho que aún lo quería.

Cord permaneció callado hasta que las últimas palabras de Rylin se hubieron hundido como piedras en el silencio que los envolvía, levantando ondas a su alrededor. La primera clase había debido de empezar hacía ya tiempo; los dos habían faltado a sus respectivos compromisos en la secretaría. A Rylin no le importaba. Esto era más importante. Deseaba, con toda su alma, arreglar las cosas con Cord. Y, en honor a la verdad, sus deseos tampoco se detenían ahí.

—Gracias por contarme todo esto —murmuró despacio el muchacho, transcurridos unos instantes.

De forma involuntaria, Rylin dio un paso al frente.

—Cord. ¿Crees que alguna vez podríamos…?

—No.

Se apartó de ella sin darle tiempo a terminar de formular la pregunta. Su gesto le sentó a Rylin como si le dieran un puñetazo en la boca del estómago.

—¿Por qué? —insistió ella sin poder evitarlo.

Se sentía como si hubiera abierto el corazón de par en par, volcando su contenido en el suelo como si de un saco de serrín se tratara, y ahora Cord estaba pisoteándolo todo sin concederle la menor importancia. Le costó un gran esfuerzo contener las lágrimas que amenazaban con desbordarla.

Cord exhaló un suspiro.

—Rylin, después de todo lo que ha pasado no sé si puedo fiarme de ti. ¿Dónde nos deja eso?

—Lo siento —se disculpó dubitativa, aun a sabiendas de que no era suficiente—. Nunca quise hacerte daño.

—Pero me lo hiciste, Rylin.

Alguien entreabrió la puerta, dejando que un torrente de luz irrumpiera en la sala, y se retiró enseguida cuando vio a Cord. El fugaz instante de claridad le permitió a Rylin distinguir la expresión del muchacho: distante, fría y hermética. La aterró. Preferiría que se desgañitara con ella, que se mostrase dolido o airado, incluso cruel. Esta indiferencia tan ausente era infinitamente peor. Estaba replegándose a algún lugar enterrado en lo más hondo de su ser, donde ella nunca podría alcanzarlo; donde lo perdería para siempre.

—Ojalá pudiera retroceder en el tiempo y hacer las cosas de otra manera —murmuró ella fútilmente.

—Ojalá, sí. Pero no es así como funciona la vida, ¿verdad?

Cord avanzó un paso, como si se dispusiera a marcharse. Sobrevino a Rylin de repente la certidumbre de que no podía consentir que fuese él el que se alejara de ella, no si aspiraba a conservar un remedo de amor propio. Se apresuró a llegar a la puerta y volvió la vista atrás de reojo, por encima del hombro.

—Supongo que no. Nos veremos por ahí, Cord —dijo lamentablemente fiel a la verdad.

Estaba condenada a encontrarse una y otra vez con el chico que no quería saber nada de ella.

Más tarde, aquel mismo día, Rylin avanzaba de forma mecánica por la cola del almuerzo, preguntándose a cuánto ascendería el total de minutos que le quedaban por pasar en la escuela. Sintió deseos de programar un contador e instalarlo en una esquina de la tableta, como hacían algunas muchachas en previsión de su cumpleaños.

Como cabía esperar, el centro la había matriculado en un programa que se componía exclusivamente de asignaturas de nivel básico, entre ellas biología para principiantes, puesto que esa era la única materia de ciencias que no había estudiado nunca en su antiguo colegio. Lo cierto era que terminó alegrándose de haber llegado tan tarde a su cita con la consejera, la señora Lane, aunque solo fuese porque eso le permitió eliminar toda una hora de la mezcla de incredulidad y condescendencia con que la había tratado aquella mujer.

—¿Pone aquí que estabas trabajando en una tienda llamada Arrow? —le había preguntado la señora Lane con un resoplido altanero.

Rylin medio deseó haber venido a clase con un par de las estridentes botas de agua que vendían en ArrowKid, aunque solo fuese a modo de declaración de principios.

Mientras se acercaba al escáner de retina para pagar, Rylin agarró una reluciente botella roja de agua de uno de los dispensadores. El estilizado logotipo rezaba: marsaqua, en caracteres que representaban un cúmulo de témpanos de hielo sobre el fondo de un brillante planeta rojo. Las letras animadas se derretían una y otra vez, se hundían hasta el fondo de la botella y ascendían flotando de nuevo hasta la superficie para volver a adoptar su forma original de cristales de hielo.

—Agua marciana —oyó que decía alguien a su espalda.

Rylin giró sobre los talones para encontrarse con su peor pesadilla apostada tras ella. Leda Cole.

—Pican grandes bloques extraídos de los casquetes polares de Marte, los traen a la Tierra y los embotellan. Es fantástica para el metabolismo —añadió Leda. Su voz sonaba sobrecogedoramente melosa.

—Para Marte debe de ser un trastorno —replicó Rylin, orgullosa de la despreocupación que denotaba su voz.

Leda era como el feroz perro callejero que merodeaba cerca de su apartamento: no podías permitirte el lujo de mostrar el menor indicio de debilidad ante ella, so pena de que se te abalanzara encima.

—Ven a sentarte conmigo —le ordenó Leda, que comenzó a alejarse sin esperar a ver si Rylin la seguía.

Rylin no se molestó en disimular un suspiro de irritación. En fin, ya puestos, lo mejor sería ventilarse todas estas conversaciones de mierda el primer día. A partir de ahí la cosa ya solo podría ir hacia arriba, ¿verdad?

Leda se había instalado en una mesa para dos personas, junto a una ventana de flexiglás que daba a un patio interior. Rylin vio niños en él, jugando con videocámaras voladoras y charlando alrededor de una fuente enorme. Era tal la cantidad de auténtica luz solar que llegaba procedente del techo, filtrada por los espejos de la azotea, que una se sentía casi como si estuviera en el exterior; aunque este jamás había estado tan limpio, como tampoco había sido nunca así de simétrico y perfecto.

Se dejó caer en el asiento que había enfrente de Leda y mojó una patata frita en la salsa alioli. Era evidente que Leda pretendía intimidarla, pero Rylin no pensaba darle esa satisfacción.

—¿Qué narices haces tú aquí? —preguntó Leda sin preámbulos.

—Ahora vengo a esta escuela. —Rylin señaló su falda plisada con un gesto y enarcó una ceja—. Llevamos puesto el mismo uniforme, por si no te habías fijado.

Leda no dio muestras de haberla oído.

—¿Te envía la poli?

—¿La poli? ¿No te das cuenta de lo paranoica que suenas?

La idea de que Rylin Myers pudiera convertirse en algún tipo de agente encubierto era absurda.

—Lo único que sé es que eres el recordatorio ambulante de una noche en la que preferiría no volver a pensar.

«Pues ya somos dos», pensó Rylin.

—Y ahora, por algún inexplicable motivo, estás aquí, en mi escuela, en vez de abajo, en el piso veinte, que es el sitio que te corresponde.

A Leda se le truncó la voz, y Rylin percibió, complacida, que parecía un poquito… asustada.

—La última vez que miré, Leda, en el arco de la entrada no ponía tu nombre. Así que, no, esta escuela no es tuya. Y, aunque viva en el piso treinta y dos —la corrigió, recalcándolo—, estoy aquí porque me han concedido una beca.

Un destello de comprensión iluminó los ojos de Leda, que exhaló:

—La beca de Eris.

—Ni más ni menos —replicó Rylin risueña, antes de pegarle un bocado a su gigantesca hamburguesa con queso, regodeándose con la expresión de repugnancia que aleteó en las facciones de Leda—. Y ahora, a menos que tengas alguna amenaza más guardada en la manga, te sugiero que te largues con viento fresco y me dejes disfrutar en paz de mi almuerzo. No estoy aquí para inmiscuirme en esa vida tan perfecta que llevas.

Le imprimió el énfasis justo a la palabra «perfecta», como dando a entender que no se tragaba en absoluto que la existencia de Leda fuese tan idílica como a ella le gustaría dar a entender.

Las patas de la silla de Leda rechinaron contra el suelo oscuro, de madera de nogal, cuando la muchacha se levantó de improviso. Recogió su ensalada de espinacas, todavía intacta, y se apartó el pelo por encima del hombro.

—Permite que te dé un consejo gratis —dijo con una sonrisita falsa cincelada en los labios. Sus ojos apuntaron fugazmente a la hamburguesa de Rylin—. Las chicas no piden nunca la especial barbacoa.

Rylin sonrió de oreja a oreja a su vez.

—Tiene gracia, porque soy una chica y es lo que acabo de hacer. A lo mejor es que, al fin y al cabo, no sabes tanto como tú te crees.

—Ándate con cuidado, Myers. Te estaré vigilando.

Caray, menudo primer día de clase más memorable estaba teniendo. Rylin se retrepó en la silla y le pegó un trago enorme a su carísima agua de Marte porque, qué diablos, por qué no.