CALLIOPE
Las dos mujeres franquearon la entrada de Bergdorf Goodman, en la planta 880, exudando confianza y repiqueteando con brío en el suelo de mármol con sus tacones de aguja. Ninguna de ellas se detuvo en la suntuosa antesala, decorada con holos con motivos navideños que danzaban alrededor de los candelabros de cristal y los expositores de joyas. Mientras que los turistas gritaban emocionados cada vez que algún reno se abalanzaba en picado sobre sus cabezas, Calliope, que caminaba tras los pasos de Elise en su ascenso por la escalinata recurvada, ni siquiera se dignó mirar de reojo en su dirección. Hacía mucho que no se dejaba impresionar por algo tan prosaico como un trineo holográfico.
La planta de arriba, dedicada al diseño, estaba jalonada de muebles separados entre sí por una barrera de privacidad invisible y equipados con escáneres corporales. Los trajes auténticos que lucían los maniquís apostados en las esquinas eran más una oda a la nostalgia que otra cosa. Nadie acudía aquí con la intención de probarse nada.
Elise lanzó una miradita de complicidad a Calliope antes de dirigirse a la empleada más joven y con más cara de inexperta: Kyra Welch. Ya la habían preseleccionado online, por la sencilla razón de que llevaba la extraordinaria cifra de tres días trabajando en la tienda.
A escasos metros de la muchacha, Elise se acomodó ostentosamente en un sofá de color melocotón claro, cruzó una pierna sobre la otra y comenzó a examinar los vestidos de cóctel desplegados en la pantalla que tenía delante. Calliope se quedó en pie a cierta distancia, aburrida, y disimuló un bostezo. Deseó haber empezado la mañana con uno de esos cafés con miel que servían en el hotel. O con un parche de cafeína, al menos.
La dependienta, como cabía prever, acudió rauda a su lado. Tenía la piel de alabastro y una pizpireta cola de caballo tan anaranjada como una zanahoria.
—Buenas tardes, señoras. ¿Habían pedido cita?
—¿Dónde está Alamar? —preguntó Elise, cuyo tono rezumaba desdén.
—Cuánto lo siento… Alamar hoy tiene el día libre —balbuceó Kyra, explicándoles lo que Elise y Calliope sabían ya de antemano. La mirada de la muchacha se paseó fugaz sobre el atuendo de Elise, demorándose en la falda de diseño y en la piedra de siete quilates que lucía en el dedo, de tan extraordinaria calidad que resultaba poco menos que indistinguible de un verdadero diamante. La conclusión lógica a la que llegó fue que esta persona era alguien importante, alguien a quien Alamar no habría querido contrariar—. Quizá uno de nuestros encargados pueda…
—Busco un vestido de cóctel nuevo. Algo despampanante —interrumpió Elise a la chica mientras agitaba la mano sobre el catálogo holográfico para proyectar los diseños de esa temporada sobre una representación escaneada de su figura. Giró la muñeca bruscamente para pasar varias imágenes de golpe y levantó la palma para detener el despliegue en un vestido de color ciruela con el dobladillo asimétrico—. ¿Puedo ver este, solo que algo más corto?
Los ojos de Kyra se desenfocaron, probablemente mientras comprobaba su horario en las lentes de contacto. Calliope sabía que en esos momentos debía de estar debatiendo consigo misma, contemplando la posibilidad de abandonar sus labores como reponedora a cambio de la lucrativa comisión que parecía prometer esta inesperada clienta.
También sabía que, al término del frenesí consumista de Elise, cuando los supertelares ocultos en la trastienda hubieran terminado de coser y tejer los distintos vestidos, una Kyra titubeante le solicitaría un número de cuenta en el que cargar la totalidad del importe. A lo que Elise respondería: «Alamar sabe cuál es», acompañando sus palabras con un encogimiento de hombros en el que iría implícito el hecho de que no pensaba tolerar que la importunaran con semejante minucia. A continuación saldría del establecimiento con los brazos cargados de bolsas, sin mirar atrás.
Podrían comprar los vestidos de forma normal, en teoría; habían ahorrado dinero como hormiguitas en varios bancos distintos repartidos por todo el mundo. Aunque, al ritmo que se lo gastaban, nunca parecía durar demasiado. Además, como decía Elise siempre, ¿por qué pagar por algo cuando podías conseguirlo gratis? Era el lema por el que se regían sus vidas.
Elise y Kyra se enfrascaron en un debate sobre forros de seda. Calliope levantó la cabeza, aburrida, y vio a tres chicas de su edad que estaban cruzando la tienda, vestidas con sendas faldas de cuadros escoceses e idénticas camisas blancas de botones. Una sonrisita se dibujó lánguidamente en sus labios. Daba igual en qué país se encontraran, las alumnas de los colegios privados siempre eran víctimas fáciles.
—Mamá —se inmiscuyó en la conversación. Kyra se hizo a un lado un momento para concederles algo de intimidad, aunque en realidad no hacía falta; hacía tiempo que Calliope y su madre habían establecido un código para este tipo de situaciones—. Acabo de acordarme de que tengo que terminar los deberes. Para la clase de historia.
«Historia» significaba «timo en grupo». Si hubiera hablado de biología, estaría refiriéndose a un golpe de carácter romántico, una seducción simulada.
La mirada de Elise se iluminó al fijarse en el trío de jovencitas y lo entendió al instante.
—Por supuesto —repuso sucinta—. No me gustaría que perdieras tu puesto en la lista de alumnos más destacados.
—Claro. Necesito graduarme con nota.
Calliope se mantuvo inexpresiva mientras se alejaba.
Musitó «colegios privados de los alrededores» mientras se dirigía a la sección de complementos, adonde parecían encaminarse las chicas. Solo tuvo que consultar los dos primeros resultados de su búsqueda para dar con la información que necesitaba; lo supo porque todas las alumnas que salían en la página de inicio lucían el mismo uniforme insulso. Bingo.
Se apostó en el camino de las muchachas y empezó a matar el rato escrupulosamente cogiendo distintos artículos, estudiándolos como si de veras estuviera contemplando la posibilidad de adquirirlos y volviendo a dejarlos en su sitio. Aunque vigilaba con atención la trayectoria del grupo, no podía resistirse a disfrutar del frío tacto de un cinturón de cuero o de la tersura de un pañuelo de seda en sus manos.
Cuando las chicas estaban a tan solo una estantería de distancia, Calliope fingió tropezar y se cayó hacia delante, derribando el contenido de una mesa entera cubierta de carteras que se desperdigaron en todas direcciones por el suelo de madera pulida, como si alguien acabara de volcar una bolsa de caramelos.
—¡Ay, cielos! Cuánto lo siento —murmuró Calliope recurriendo al alambicado acento británico que su madre y ella llevaban utilizando toda la semana; no la ordinaria pronunciación cockney con el que se había criado, sino uno más refinado que había aprendido a dominar tras innumerables años de práctica.
Había elegido la mesa a propósito para que las carteras se cruzasen en la trayectoria de las muchachas, obligando al trío a sortearlas con cuidado o a arrodillarse para recogerlas. No le sorprendió que hicieran esto último. Las niñas pijas nunca dejaban nada de valor abandonado en el suelo, a menos que fuesen ellas las que lo habían tirado.
—No te preocupes. No se ha roto nada —dijo una de las chicas, rubia y espigada; la más guapa de las tres, con diferencia.
Pese a llevar puesto el mismo uniforme, parecía más sofisticada que sus compañeras. Incluso aquel atuendo tan ridículo podría pasar por chic sobre su figura. Se incorporó a la vez que Calliope y dejó la última cartera, diminuta y con una cadena de cuentas, encima de la mesa.
—¿Vais todas a Berkeley? —preguntó Calliope aprovechando ese instante crucial antes de que reanudaran su camino.
—Pues sí. Espera, ¿tú también? —quiso saber una de ellas.
Tenía el ceño ligeramente fruncido, como si estuviera preguntándose si la habría visto antes.
—No, qué va —respondió con despreocupación Calliope—. Es que me sonaban los uniformes de la visita orientativa para futuros alumnos. Venimos de Londres…, nos alojamos en el Nuage…, pero a lo mejor nos mudamos aquí por el trabajo de mi madre. En ese caso, trasladarían mi expediente a otra escuela.
Las líneas brotaban de sus labios con facilidad tras haberlas recitado en tantísimas ocasiones.
—Qué emocionante. ¿A qué se dedica tu madre? —habló de nuevo la rubia; no con agresividad, sino con voz meliflua y genuino interés.
Sus ojos, tan claros, resultaban un poco desconcertantes.
—Es encargada de ventas para clientes particulares —respondió Calliope sin poder evitarlo, con una ambigüedad intencionada—. Bueno, ¿y qué os parece Berkeley? ¿Os gusta estudiar allí?
—A ver, es una escuela. No es como salir de fiesta ni nada por el estilo —intervino por fin la tercera muchacha. Tenía la piel bronceada y el pelo moreno recogido en una coqueta trenza de espiga. Echó un rápido vistazo al atuendo de Calliope, fijándose en su vestido de punto de color crema y sus botas marrones; en su mirada se reflejó un cálido destello de aprobación—. Creo que te gustaría —concluyó.
Calliope disimuló la punzada de desdén que solían producirle este tipo de niñatas con la cabeza tan hueca. Persuadirlas era lo más fácil del mundo, siempre y cuando encajara en los limitados confines de su mentalidad. Se moría de ganas de estafarlas, de aligerarlas siquiera un ápice de toda esa riqueza de la que disfrutaban sin haber hecho nada para merecérsela.
—Me llamo Calliope Brown. Encantada de conoceros —declaró extendiendo una mano cargada de pulseras laqueadas que se amontonaban unas encima de otras.
En sus uñas resplandecía una capa reciente de esmalte de color gris paloma. Su interlocutora se la estrechó un instante después.
—Yo me llamo Risha —informó a Calliope—, y estas son Jess y Avery.
—Tenemos que irnos —dijo la rubia, Avery, disculpándose con una sonrisa—. Nos han dado cita en el salón de tratamientos faciales que hay en la planta de abajo.
—¡Qué casualidad! Yo también tengo cita ahí —mintió Calliope con una risita ensayada—, dentro de media hora. A lo mejor nos vemos cuando salgáis.
—Deberías acompañarnos ahora. Seguro que te hacen un hueco —sugirió Risha.
Miró a Avery de reojo, solicitando confirmación, y a Calliope no se le escapó el sutil gesto de aprobación con el que reaccionó la rubia ante su sugerencia. Así que Avery era la que llevaba la voz cantante. Calliope no se sorprendió.
La camaradería impostada nunca se le había dado tan bien como fingir que sentía cariño romántico por alguien. El deseo era deliciosamente directo, sin complicaciones, mientras que las amistades femeninas estaban recubiertas de inevitables capas de condiciones, vivencias en común y normas tácitas de conducta. En cualquier caso, Calliope se preciaba de aprender rápido. Ya se había dado cuenta de que Risha sería la más fácil de conquistar de las tres, pero Avery era el elemento crucial, de modo que concentró sus esfuerzos en ella.
—Me encantaría, si no os importa —admitió, dedicándoles una sonrisa individual a cada una de ellas.
Su mirada, sin embargo, se demoró un poco más sobre Avery.
Calliope se llenó los pulmones de aire mientras cruzaban las puertas del salón de belleza Ava, aspirando la gloriosa fragancia que permeaba el interior del establecimiento, mezcla de menta, lavanda y spa. El tono imperante en toda la decoración era una combinación de crema y melocotón, desde la mullida moqueta bajo sus pies hasta los delicados candelabros de las paredes, que proyectaban charcos de luz dorada sobre el rostro de las muchachas.
—Señorita Fuller —dijo de inmediato el encargado, solícito. Calliope observó aún con más interés a la chica. De modo que era la clase de persona a la que reconocían en sitios así. ¿Sería por su belleza, por su dinero, o por las dos cosas?—. Ignoraba que fueran a ser cuatro hoy. Añadiré otro box de tratamiento a su grupo.
Se disponía a enviarlas adentro cuando apareció otra muchacha, procedente del interior del salón, que se quedó petrificada al toparse con ellas.
—Hola, Leda. —El tono de voz de Avery era inconfundiblemente glacial.
La desconocida (una chica negra, espigada, con los ojos muy grandes y un carácter nervioso que se reflejaba en lo sincopado de sus ademanes) enderezó la espalda y se irguió hasta donde se lo permitía su estatura. No era muy alta.
—Avery. Jess, Risha. —Su mirada se posó en Calliope, pero debió de decidir que presentarse no merecía la pena—. Que os dejen guapa la cara —dijo mientras reanudaba su camino y se dirigía a la salida, consiguiendo transformar una frase aparentemente inocua en algo casi ofensivo.
—Gracias, muy amable —replicó risueña Calliope, disfrutando con las tres expresiones horrorizadas que se volvieron de golpe hacia ella.
El melodrama interno que se trajeran entre manos estas niñatas le importaba un bledo. Estaba aquí por el tratamiento facial gratis, y gracias.
Pronto las cuatro se encontraron sentadas a la reluciente barra blanca del salón, sosteniendo sendos vasos de agua helada con sabor a pomelo. Un bot se acercó rodando hasta ellas y les entregó un delantal bordado con motivos rosas y blancos a cada una.
—Para que ninguno de los productos os salpique la ropa —explicó la asistenta en respuesta a la mirada de curiosidad de Calliope.
—Ah, claro. Sería un desastre que los maravillosos uniformes de mis compañeras se estropearan —replicó Calliope muy seria; la alegró oír que a Avery se le escapaba una risita.
La fila de láseres montados en la pared de enfrente se activó, apuntando sus rayos de fotones concentrados al rostro de las muchachas. Calliope cerró los ojos en un acto reflejo, pese a saber que aquellos instrumentos eran demasiado preciosos como para hacerle daño. Tan solo notó un sutil cosquilleo que se deslizó por sus terminaciones nerviosas mientras el láser ejecutaba un barrido por su epidermis, recabando información sobre los niveles de ácidos grasos, equilibrio del pH y composición química.
—En fin —le dijo a Avery, que se había sentado a su izquierda—, ¿y qué pasa con esa tal Leda?
La pregunta pareció sobresaltar a Avery, que se apresuró a responder:
—Es amiga nuestra.
—No es esa la impresión que me ha dado.
Los láseres comenzaron a parpadear más deprisa, indicando que ya casi habían terminado con su análisis dermatológico.
—Bueno, era amiga íntima mía hasta hace muy poco —se corrigió Avery.
—¿Qué ocurrió? ¿Algún chico? —Esa solía ser la explicación más habitual, tratándose de este tipo de gente.
Avery se crispó, aunque sus facciones se mantuvieron impasibles mientras el láser se deslizaba por su piel de porcelana sin poros. Calliope se preguntó qué pensarían hacerle; saltaba a la vista que ya era perfecta.
—Es una historia muy larga —contestó Avery, proporcionándole a Calliope la prueba que necesitaba para confirmar sus sospechas.
Experimentó un fugaz alfilerazo de simpatía por Leda. Ser la chica que tuviese que competir con Avery tenía que ser un fastidio.
A la altura de los ojos de Calliope se desplegó un menú holográfico en el que se enumeraban distintas recomendaciones de tratamientos personalizados. Oyó cómo las demás conversaban en voz baja a su lado, decidiendo qué complementos extras seleccionar: una mascarilla relajante de pepino, una infusión de hidrógeno, un masaje con polvo de rubíes machacados… Calliope marcó todas las casillas.
Una campana humeante descendió del techo frente a cada una de ellas. Las muchachas se inclinaron hacia delante y cerraron los ojos.
—Avery —dijo la morena… Jess, recordó Calliope—. Tus padres todavía piensan celebrar la fiesta de vacaciones este año, ¿verdad?
Calliope aguzó el oído ante la mención de una fiesta. Giró la cabeza ligeramente a la izquierda, dejando que el vapor le bañara el rostro por el lado derecho, a fin de poder escucharlas mejor.
—¿No has recibido la invitación? —preguntó Avery.
—Sí, pero pensaba que después de lo que ocurrió… Da igual —dijo Jess dando marcha atrás de repente.
Avery exhaló un suspiro, pero no parecía enfadada, sino pesarosa.
—A mi padre jamás se le ocurriría cancelarla. Aprovechará la fiesta para anunciar que ya están terminados los Espejos… Así se refiere a la Torre de Dubái, porque tiene dos caras que son imágenes especulares.
¿La Torre de Dubái? Calliope recordó de repente cómo había llamado el encargado del establecimiento a Avery cuando entraron, y todas las piezas del puzle encajaron en su sitio.
Fuller Investments era la empresa que había patentado todas las innovaciones estructurales necesarias para construir torres tan altas como esta: los soportes de acero ultracompuestos, los amortiguadores de ondas sísmicas que mediaban entre cada una de las plantas, el aire oxigenado que se bombeaba en los niveles superiores para evitar los mareos debidos a la altitud… Habían edificado esta Torre de Nueva York, la primera supertorre del mundo, hacía casi veinte años.
Lo que significaba que Avery Fuller era sumamente rica.
—Tiene pinta de ser divertido —se inmiscuyó Calliope en la conversación, mientras retorcía las manos sobre el regazo.
Intentó recordarse que ya había estado en fiestas mucho más exclusivas e increíbles que esta: como la de aquel club de Mumbai, donde había una botella de champán tan grande como un coche; o la de aquella cabaña en el Tíbet, donde cultivaban su propio té alucinógeno. Todos aquellos momentos se desvanecieron en su memoria, sin embargo, como ocurría siempre que planeaba sobre su cabeza la sombra de una fiesta a la que aún no estaba invitada.
Una nube de vapor se elevó desde el respiradero de la campana de Avery mientras esta pronunciaba las palabras que Calliope estaba esperando.
—Deberías venir, si no estás ocupada.
—Me encantaría —dijo Calliope incapaz de evitar que su voz delatara la emoción que sentía.
Oyó que Avery murmuraba algo ininteligible, y un instante después el icono con forma de sobre que flotaba en la línea superior de su campo visual se iluminó. El mensaje acababa de llegar a sus lentes. Calliope se mordió el labio para reprimir una sonrisa mientras lo abría. FIESTA DE VACACIONES ANUAL DE FULLER INVESTMENTS. 12/12/18. PISO MIL.
Eso rezaba el texto, cuyos caracteres dorados se deslizaban sobre un fondo negro cuajado de estrellas.
Calliope hubo de reconocer para sus adentros que era una verdadera pasada no tener que escribir nada más que el número de la planta en la que vivían a modo de dirección. Estaba claro que la poseían en exclusiva.
La cháchara de las niñatas derivó hacia algo relacionado con no sé qué deberes, primero, antes de estancarse en no sé qué chico con el que Jess estaba saliendo. A Calliope no paraban de aletearle los párpados, y al final dejó que se le cerraran los ojos. Le encantaba el lujo, pensó con una punzada de puro deleite, ahora que podía disfrutar de él de verdad; por lo general a expensas de los demás.
No siempre había sido así. Cuando era más joven, Calliope sabía que estas cosas existían, aunque aún no las hubiese experimentado. Podía mirar, pero no tocar. Era una tortura especialmente atroz.
Parecía que hiciese toda una vida de aquello.
Se había criado en un apartamento minúsculo, ubicado en uno de los vecindarios más antiguos y tranquilos de Londres, donde ningún edificio superaba los treinta pisos de altura y la gente todavía cultivaba plantas auténticas en el balcón. Calliope nunca había preguntado quién era su padre porque, la verdad, le daba igual. Su madre y ella siempre habían estado solas, y le bastaba con eso.
Elise (que por aquel entonces respondía a otro nombre, el suyo real) era la asistenta personal de la señora Houghton, una ricachona engreída de nariz afilada y ojos acuosos. Se empeñaba en que la llamaran «lady Houghton», so pretexto de descender de una rama poco conocida de la ya extinta familia real. Elise se encargaba de llevar al día la agenda de la señora Houghton, su correspondencia, su vestuario…, la miríada de detalles que conformaban su estéril y suntuosa existencia.
La vida de Calliope y Elise, en comparación, era anodina. Aunque no se quejaban: el apartamento (con su refrigerador autoabastecible, sus bots de limpieza y su suscripción a los holocanales más importantes) cubría sus necesidades básicas. Contaban incluso con ventanas en sus respectivos dormitorios, además de con un armario decente. Sin embargo, Calliope pronto aprendió a ver su día a día como algo inexorablemente gris, iluminado tan solo por los ocasionales toques de glamur que su madre traía del hogar de los Houghton.
—Mira lo que tengo —proclamaba Elise, con la voz estrangulada por la emoción, cada vez que entraba por la puerta con algo nuevo.
Calliope siempre acudía corriendo a su encuentro, conteniendo la respiración mientras su madre desenvolvía el paquete que tocara ese día, preguntándose qué contendría esta vez. Un vestido de seda con bordados al que le faltaban unas lentejuelas y que la señora Houghton había encargado a Elise que lo devolviera para que lo arreglaran. O una bandeja de porcelana pintada a mano, única en el mundo; ¿no podría Elise, por favor, buscar al artista y pedirle que hiciera otra? Incluso joyas, en alguna que otra ocasión: un anillo de zafiros, por ejemplo, o una gargantilla de diamantes que necesitaba pasar por las manos de un limpiador profesional.
Calliope extendía las manos con reverencia para acariciar el suntuoso abrigo de pieles, o la licorera de cristal o su favorito sobre todas las demás cosas: el suave y flexible bolso de Senreve, de un asombroso color rosa chillón. Miraba a los ojos de su madre y veía reflejados en ellos su anhelo infantil, tan rutilante como la llama de una vela.
Siempre antes de lo que Calliope habría deseado, su madre envolvía de nuevo el tesoro con un suspiro de resignación para llevárselo al taller, o a la tienda de limpieza o al departamento de devoluciones. Sin necesidad de que nadie se lo explicara, Calliope sabía que Elise ni siquiera debería traer a casa ninguno de aquellos objetos, que lo hacía exclusivamente por ella, para que su hija entreviese al menos lo bonitos que eran.
Por lo menos Calliope recibía las sobras. Los Houghton tenían una hija, Justine, un año mayor que ella. Durante mucho tiempo Elise había traído al apartamento las prendas de andar por casa que Justine ya no utilizaba, en vez de seguir las instrucciones de la señora Houghton y donarlas a la beneficencia. Juntas, Calliope y su madre inspeccionaban las bolsas de ropa de segunda mano, exclamando emocionadas ante el despliegue de vestidos de gasa, medias con estampados y abrigos con lacitos bordados, todo ello descartado como un pañuelo usado por el mero hecho de pertenecer a la temporada anterior.
Cuando su madre se quedaba trabajando hasta tarde, Calliope iba a ver a su amiga Daera, que vivía en el apartamento del final del pasillo. Se pasaban horas jugando a ser princesas que tomaban té para merendar. Se ponían los vestidos viejos de Justine y daban sorbitos a sendas tazas de agua sentadas a la mesa de la cocina de Daera, estirando el meñique de esa forma tan graciosa pero elegante e imitando, a su chapucera manera, el acento de la clase alta.
—Es culpa mía que te gusten tanto las cosas caras —se había lamentado Elise en cierta ocasión, pero Calliope no se arrepentía de nada.
Prefería ver, aunque fuera un atisbo diminuto de aquel mundo tan maravilloso, a desconocer su existencia por completo.
El punto de inflexión se produjo una tarde, cuando Calliope tenía once años. Tenía el día libre en la escuela, por lo que Elise se vio obligada a llevarla a la casa de la señora Houghton mientras trabajaba. La pequeña tenía órdenes estrictas de quedarse en la cocina y leer en su tableta sin estorbar, cosa que hizo durante casi una hora. Hasta que oyó un pitido procedente del ordenador de la casa, señal de que lady Houghton había salido.
Calliope no pudo evitarlo y subió corriendo las escaleras que conducían al dormitorio de los Houghton. La puerta del armario de la señora Houghton estaba abierta de par en par. Invitándola a explorar.
Se coló dentro sin pensarlo dos veces, acariciando con ternura los vestidos, los jerséis y los suaves pantalones de cuero. Cogió aquel brillante bolso fucsia de Senreve, se lo colgó del hombro y se giró a un lado y a otro mientras contemplaba su reflejo, tan emocionada que no oyó el segundo pitido del ordenador de la casa. Ojalá estuviese Daera allí para verla.
—A partir de ahora me llamarás «alteza» y harás una reverencia cuando te cruces conmigo —le dijo en voz alta al espejo conteniendo a duras penas la risa.
—¿Qué estás haciendo? —resonó una voz en la puerta.
Era Justine Houghton. Calliope quiso explicárselo, pero Justine ya había abierto la boca para proferir un chillido estridente, de los que hielan la sangre en las venas.
—¡¡¡Maaamaaá!!!
La señora Houghton se materializó un instante después, acompañada de Elise. Calliope se encogió ante la mirada de su madre, cuya expresión oscilaba de forma aborrecible entre la recriminación y algo más; algo sobrecogedoramente parecido a la culpa.
—L-lo siento —tartamudeó, aunque sus dedos se mantenían cerrados con fuerza alrededor del asa del bolso, como si no soportara la idea de separarse de él—. No quería hacer nada malo… Es solo que su ropa es tan bonita, y quería verla de cerca…
—¿Y ponerle tus mugrientas manos encima?
La señora Houghton intentó recuperar el bolso de Senreve, pero, por alguna perversa razón, Calliope no hizo sino estrecharlo aún con más firmeza contra su pecho.
—Mamá, mira… ¡Lleva puesto uno de mis vestidos! Aunque no le queda ni la mitad de bien que a mí —añadió con saña Justine.
Calliope agachó la cabeza y se mordió el labio. En verdad se trataba de uno de los antiguos vestidos de Justine, blanco y de una pieza, con una característica cadena de equis y oes en el cuello. A Calliope le quedaba un poco largo y holgado en exceso, pero no podía permitirse el lujo de llevarlo a arreglar. «Y a ti ¿qué más te da? Querías desembarazarte de él», sintió deseos de replicar en un arrebato de resentimiento, pero su garganta, por el motivo que fuera, se negaba a colaborar.
Lady Houghton se volvió hacia Elise.
—Creía haberte dado instrucciones para que donaras la ropa usada de Justine a los pobres —dijo con un tono de voz más seco y pragmático que nunca—. ¿O acaso sois pobres vosotras?
Calliope no olvidaría nunca la rigidez que atenazó los hombros de su madre ante aquella indirecta.
—No volverá a suceder. Cariño, pide perdón —añadió para Calliope mientras liberaba el bolso de entre sus dedos crispados, con delicadeza, y se lo devolvía a su legítima propietaria.
En el seno de Calliope se agitó algún tipo de instinto arraigado y la pequeña negó con la cabeza, rebelde. Fue entonces cuando lady Houghton levantó la mano y le cruzó la cara, con tanta fuerza que esta empezó a sangrar por la nariz.
Esperaba que su madre respondiera a la agresión, pero Elise se limitó a llevársela a casa a rastras sin mediar palabra. Calliope se mostró resentida y taciturna en aquellos momentos. Sabía que no debería haber fisgado en el armario, pero seguía sin poder creerse que lady Houghton la hubiera golpeado y su madre no hubiese hecho nada al respecto.
Al día siguiente, Elise llegó a casa muy alterada.
—Prepara las maletas. Deprisa —dijo sin explicaciones.
Una vez en la estación de ferrocarril, Elise compró dos billetes de ida para Moscú y le entregó a Calliope un chip de identificación con un nombre nuevo. De su cintura colgaba una bolsita que la niña no había visto hasta entonces.
—¿Qué es eso? —preguntó Calliope incapaz de contener por más tiempo la curiosidad.
Elise miró discretamente a su alrededor, para cerciorarse de que nadie estuviera observándolas, y abrió el cordón de la bolsa. Estaba repleta de joyas caras que Calliope reconoció como pertenecientes a la señora Houghton.
Calliope comprendió entonces que su madre era una ladrona, y que las dos acababan de convertirse en fugitivas.
—No vamos a regresar nunca, ¿verdad? —preguntó sin sombra de arrepentimiento.
En su pecho de once años aleteaba el augurio de las aventuras ilimitadas que estaba a punto de comenzar a vivir.
—Esa mujer se lo merecía. Después de todo lo que me hizo… Después de lo que te ha hecho a ti… Esto nos lo hemos ganado —declaró sencillamente Elise. Buscó la mano de su hija y le dio un suave apretón—. No te preocupes. Vamos a embarcarnos en una aventura, solas tú y yo.
Y desde aquel día en adelante su vida había consistido, efectivamente, en una gloriosa aventura sin fin. El dinero de las joyas de los Houghton se agotó con el paso del tiempo, pero ya no tenía importancia, porque Elise había descubierto la fórmula para conseguir más: engatusando a un hombre entrado en años, tan incauto como acaudalado, para que se prometiera en matrimonio con ella. La señora Houghton le había legado algo mucho más valioso que sus joyas: el tono de voz adecuado, los modales y el porte, en general, de quien se siente privilegiado. Adondequiera que iban, la gente pensaba que Elise era rica. Lo que propiciaba que le dieran cosas sin esperar que pagase por ellas, o al menos no de inmediato.
Lo bueno de los millonarios era que, en cuanto te tomaban por uno de ellos, bajaban la guardia ante ti y se convertían en presas fáciles.
Así había comenzado la vida que llevaban Calliope y su madre desde hacía ya siete años.
—¿Qué condimento te gustaría que le añadiéramos al limpiador facial? —preguntó una de las asistentas del spa, y Calliope regresó al presente con un parpadeo. Las demás chicas estaban incorporándose en sus asientos, con la piel reluciente. Una toalla cálida y perfumada envolvió el cuello de Calliope.
Comprendió que el tratamiento incluía un aclarado facial personalizado, creado específicamente para ella durante la sesión.
—Lichi —declaró, porque el chocante rosa rojizo de su cáscara era su color favorito.
La asistenta abrió el tarro con manos expertas, revelando una crema blanca inodora, e introdujo una cápsula aromática de color rojo antes de acercarla a una varilla metálica que sobresalía de la pared. Instantes después, el bote rojo brillante de limpiador facial cayó por una trampilla, con una lista de todas las enzimas e ingredientes orgánicos combinados para la piel de Calliope. Completaba el envoltorio un adhesivo diminuto con forma de arándano.
Cuando salieron a la sala principal en tonos melocotón y dorado y las otras chicas empezaron a acercarse al escáner de retina para pagar, Calliope puso en práctica la estratagema que empleaba siempre que iba de compras en grupo. Se quedó rezagada, dilató las pupilas y masculló una maldición por lo bajo.
—¿Va todo bien? —preguntó Avery observándola.
—Pues no, la verdad. No consigo entrar en mi cuenta. —Tras fingir que introducía unas cuantas órdenes más en su imaginaria criptocuenta bancaria, Calliope dejó que una nota de agitación se insinuara en su voz—. No sé qué pasa.
Esperó a que el encargado del mostrador principal empezase a carraspear sin disimulo, intensificando lo embarazoso de la situación, antes de volverse hacia Avery. Sabía que tenía las mejillas sonrosadas, encendidas por el bochorno (hacía mucho que había aprendido a ruborizarse a voluntad), y en sus ojos relucía una súplica implícita. Sin embargo, ninguna de las muchachas dio muestras de querer echarle una mano.
Cualquier chico se habría ofrecido ya a invitarla; siquiera por interés, ya que no por caballerosidad. Esto era precisamente por lo que Calliope prefería la lujuria a la amistad. «Vale», pensó con irritación; tendría que hacerlo de forma directa.
—¿Avery? —preguntó, con lo que esperaba que fuese la cantidad justa de azoramiento—. ¿Te importaría cubrir el coste de mi tratamiento? Hasta que averigüe qué ha sucedido con la cuenta.
—Oh. Cómo no.
Avery asintió de buen grado con la cabeza, se inclinó hacia delante y parpadeó por segunda vez frente al escáner de retina para saldar la exorbitante cuenta del tratamiento facial de Calliope. Tal y como esta esperaba, ni siquiera pareció fijarse en la larga lista de extras. Seguramente no tenía ni idea de cuánto había costado su propia sesión.
—Gracias por… —empezó a decir Calliope, pero Avery la interrumpió con un ademán.
—No te preocupes. El Nuage es uno de mis sitios preferidos. —En tono de broma, añadió—: Sé dónde encontrarte.
«Qué más quisieras tú». Para cuando a Avery se le ocurriera ir a saldar la deuda, si alguna vez se acordaba, Calliope y su madre se habrían marchado hacía tiempo y estarían viviendo en otro continente bajo un nuevo alias, sin haber dejado el menor rastro de su paso por Nueva York.
Los numerosos jóvenes que Calliope había conocido en los últimos años, cuyos corazones rotos había esparcido a lo largo y ancho del mundo, habrían reconocido la sonrisita que dibujaban ahora sus labios. Se compadecía de Avery, Risha y Jess. Estaban atrapadas en la tediosa rutina de sus vidas, mientras que la existencia de Calliope era de todo menos aburrida.
Siguió a las chicas hasta la salida, donde el bote de limpiador emitió un agradable tintineo al caer en su bolso; la edición limitada de Senreve, por supuesto, de un atrevido fucsia chillón.