CALLIOPE

Calliope se estiró todo lo que pudo sobre la tumbona, alzando los brazos por encima de la cabeza en un gesto deliberadamente perezoso, aunque su cuerpo vibraba, muy alerta.

¿Cuánto tardaría Atlas en aparecer? Sabía que iría por allí: tenía una reunión con uno de los ejecutivos del hotel sobre no sé qué negociación. Bebió de su vaso de agua, distraída, acompañada por el tintineo de aquellos cubitos fríos imposibles de derretir, y jugueteó con el tirante de su nuevo bañador de ganchillo.

A estas alturas debería haber estado acostumbrada a esperar; lo había hecho más que de sobra en los últimos años. Sin embargo, nunca había sido demasiado paciente, y no pretendía empezar ahora.

Las pulseras de jade se le deslizaron brazo abajo cuando se apoyó en un codo para mirar a su alrededor. La terraza del Nuage tenía una de las mejores vistas de la Torre, con una piscina infinita resplandeciente que parecía introducirse en el horizonte. Las sombrillas amarillas y blancas salpicaban el espacio, aunque solo para dar ambiente: el alto techo azul estaba repleto de lámparas solares que proyectaban una luz constante y libre de radiación ultravioleta. Calliope recordaba que, una vez, su madre y ella habían ido a una piscina de Tailandia y que allí les había llovido de verdad, porque el gobierno local ni siquiera se molestaba en controlar el tiempo. A Calliope y Elise les había encantado; era como una gloriosa aventura dentro de una novela romántica, como si el cielo se abriera y, de repente, cualquier cosa fuera posible.

Oyó que se abría la puerta sobre ella y se arriesgó a mirar: efectivamente, allí estaba Atlas, saliendo de los despachos de los ejecutivos que daban al famoso puente colgante del hotel, el que cruzaba la piscina y los viñedos interiores que la rodeaban. Como las sombrillas, los viñedos eran de adorno, ya que apenas producían el vino suficiente para llenar unos cuantos barriles al año.

Calliope había elegido su asiento con primoroso cuidado. Esperó hasta que Atlas estuvo justo por encima de ella.

—¿Atlas? ¿Eres tú? —lo llamó mientras levantaba una mano para hacer visera.

No había sabido nada de él desde la fiesta en el piso de sus padres, el fin de semana anterior, así que allí estaba, recurriendo a un encuentro fortuito que no lo era tanto. Sonaba un poco desesperado, pero todo gran timo debe empezar por alguna parte.

—Calliope. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Atlas mientras ponía el pie en uno de los extremos del puente—. Abajo, por favor —añadió.

A Calliope le tembló un poco la comisura de los labios cuando el tramo de puente se separó y bajó flotando. Solo Atlas era capaz de decirle «por favor» y «gracias» a un sistema de control robótico.

Se debatía entre levantarse para saludarlo o no, pero decidió que no lo haría. No quería concederle tanto poder a Atlas y, además, estaba más guapa desde aquel ángulo.

—Vivo aquí. ¿Cuál es tu excusa? —preguntó ella con socarronería, y le echó un vistazo a su traje y su corbata—. ¿Mucho trabajo y poca diversión?

—Algo así.

El chico se pasó una mano por el pelo, un gesto inconsciente muy característico en él.

Calliope señaló la tumbona que tenía al lado.

—¿Te apetece acompañarme o tienes prisa por volver?

Atlas se detuvo, seguramente para mirar la hora. Era casi de noche.

—Bueno, ¿por qué no? —decidió, y se quitó la chaqueta antes de desplomarse, agradecido, en el asiento.

La chica bajó la mirada para ocultar su emoción, dejando que las largas pestañas proyectaran sombras sobre su rostro.

Después alzó un hombro hacia las ventanas, donde el sol se ocultaba detrás de las escarpadas montañas artificiales que adornaban el horizonte.

—Ya es casi la hora de tomarse un trago. ¿Champán o cerveza? —preguntó, y pulsó el lateral de la tumbona para pedir el menú.

Como esperaba, sus palabras le arrancaron una sonrisa reacia. Los tragos al anochecer eran una tradición en África: el personal del hotel se subía a una colina para contemplar la puesta de sol, y se llevaba galletitas saladas y cervezas en las mochilas. En cuanto el sol desaparecía tras el horizonte, abrían los botellines y los alzaban para brindar, mientras el cielo estallaba en una feroz llamarada de color.

—Cerveza —respondió él al fin—. Incluso hay una Joburg local en el menú, si puedes…

—Hecho.

Se miraron a los ojos, y quizá fuera imaginación de Calliope, pero le dio la impresión de que algo chisporroteaba en el aire, entre ellos.

—Bueno, ¿y cómo ha ido tu reunión?

—No demasiado bien —reconoció Atlas—. Pero prefiero no hablar de trabajo ahora mismo.

De haberse tratado de cualquier otro chico, Calliope le habría hecho caso y habría cambiado a otro tema (probablemente para hablar de sí misma), pero había aprendido a las malas que Atlas no era como los demás. Así que se obligó a mirarlo a sus insondables ojos castaños.

—Espero que el hotel no estuviera exigiendo renegociar los términos del arrendamiento. No deberías permitirlo, al menos por ahora.

Siempre resultaba arriesgado decidir no hacerse la tonta. Los latidos del corazón de Calliope le retumbaban con fuerza dentro del pecho.

—¿Y por qué no? —preguntó Atlas, cuya curiosidad era evidente.

—Sus tasas de ocupación deberían ser más altas. Estamos en vacaciones, y ni siquiera han llegado al ochenta por ciento. Además —añadió mientras alzaba una de sus largas piernas y se señalaba los dedos de los pies—, su servicio de atención al cliente es pésimo, por desgracia. ¿Sabes que me resbalé en una bebida que habían tirado en el suelo y me torcí un tobillo cuando llegamos?

Los ojos de Atlas siguieron la dirección en la que señalaba durante un instante, aunque después apartó la mirada a toda prisa. Así que, al menos, le resultaba atractiva. Casi empezaba a pensar que se lo había imaginado. Bajó la pierna y se echó hacia delante.

—Lo único que te estoy diciendo es que yo me lo pensaría dos veces antes de renovar su contrato en los mismos términos. Sobre todo, dados los tipos de interés actuales.

—No te equivocas —reconoció Atlas.

Charlaron un rato sobre los flujos de fondos descontados, y, aunque era Calliope la que hablaba, no perdía de vista el lenguaje corporal de Atlas, la forma en que le bailaban las pupilas cuando hablaba de ciertas cosas y la forma en que gesticulaba cuando quería dejar algo claro. Se había pasado el verano entero esperando sentir aquellas manos sobre su piel, pero Atlas no la había tocado ni una vez.

No dejaba de darle vueltas: ¿por qué no había querido nada con ella? ¿Por qué era el único chico que no había intentado ligársela, el único al que no había conseguido engañar?

Un camarero les llevó las bebidas en una bandeja de plata. El frío del vaso resultaba agradable en los dedos cuando se llevó la cerveza a la boca y le dio un trago enorme. Seguía odiando aquella bebida, siempre la había odiado, pero cosas peores había hecho para sacar adelante una estafa.

—¿A qué te dedicas últimamente? —le preguntó Atlas—. No vas a clase, ¿no?

Por un segundo, Calliope se preguntó si habría cometido un error al rechazar la oferta de su madre de matricularla en el instituto. Le habría concedido más tiempo con la hermana de Atlas; aunque, por otro lado, se recordó que las chicas eran impredecibles, como poco, y, además, siempre era mejor ir directa al blanco. Sabía que si permanecía el tiempo suficiente cerca de Atlas encontraría el modo de sacarle algo.

—No voy a clase, pero te aseguro que soy bastante capaz de entretenerme —respondió con lo que esperaba que fuera la cantidad de malicia correcta.

—¡Atlas! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y quién es ella?

El chico que se acercaba a las tumbonas tenía algo que le resultaba familiar, pensó Calliope. Era alto y atractivo al estilo clásico, con pómulos prominentes e intensos ojos azules.

—¡Cord! ¿Cómo estás? —lo saludó Atlas, sonriendo, antes de levantarse para saludarlo—. ¿Conoces a mi amiga, Calliope Brown?

«¿Amiga? ¿En serio?». Calliope lo consideró una oferta de lanzamiento en sus negociaciones. Por suerte, era una excelente negociadora.

Bajó las piernas de la tumbona con un elegante gesto y se levantó despacio.

—Es un placer —murmuró… justo cuando otro chico entraba en la zona de la piscina, y entonces, con el corazón encogido, se dio cuenta de por qué Cord le resultaba tan familiar.

—¡Fuller! Estábamos a punto de cenar algo. ¿Te vienes?

A Calliope se le formó un nudo en la garganta. El recién llegado era una versión mayor de Cord, algo endurecida por la edad, con una sonrisa un poco más cínica. Rezaba por que no la recordara, pero sus esperanzas se desmoronaron cuando él la miró y frunció el ceño, desconcertado.

—¿Te conozco?

—Por desgracia, me temo que no —respondió ella alegremente.

Él negó con la cabeza.

—No, nos conocimos en Singapur. Salías con mi amigo Tomisen, y estuvimos en aquella fiesta a la luz de la luna, en la playa, ¿te acuerdas?

Era la primera vez que alguien reconocía a Calliope. El mundo se estaba haciendo demasiado pequeño para la gente como ella, pensó, mientras intentaba no desvelar ni rastro del miedo que sentía. Solo esperaba que Brice no conociera el resto de la historia: que una semana después de aquella fiesta en la playa, ella le pidió a Tomisen un préstamo, cerró su criptocuenta falsa en cuanto llegaron los fondos y huyó de la ciudad.

Miró hacia la puerta, con su holo de salida en letras luminosas. «Procura localizar siempre tu ruta de escape», le recordaba continuamente su madre. El mero hecho de mirar al holo tranquilizó a Calliope.

Ella estiró la cara en una sonrisa y le ofreció la mano.

—Calliope Brown —dijo algo brusca—. Me temo que me has confundido con otra. Aunque esa otra suena bastante bien, así que me lo tomaré como un cumplido.

—Brice Anderton. Disculpa mi error.

Le estaba sujetando la mano con demasiada fuerza, y su voz, tensa, llevaba una amenaza implícita.

—No hagas caso a mi hermano, por favor. Está claro que le cuesta recordar a todas las mujeres a las que conoce en sus viajes —bromeó Cord sin percatarse de la tensión.

Brice todavía no le había soltado la mano. Calliope tiró con cuidado de ella, y él la soltó a regañadientes.

—¿Por qué no te habíamos conocido hasta ahora, Calliope Brown? —preguntó pronunciando su nombre como si llevara signos de interrogación alrededor, como si no estuviera convencido de que fuera el suyo.

—No vivo en Nueva York.

—Y ¿de dónde decías que vienes?

Ella se contuvo para no contestar que, en realidad, no se lo había dicho.

—De Londres.

El chico mayor cambió la expresión de su rostro un momento.

—Interesante. Tienes un acento bastante peculiar.

Calliope miró a Atlas, pero él estaba comentando algo con Cord, sin prestar atención a su conversación con Brice. Se le aceleró un poco el pulso.

—Como no eres de Nueva York, supongo que necesitarás pareja para asistir al baile Bajo el mar —siguió diciendo Brice.

Ella bajó la mirada al instante.

—¿El baile Bajo el mar? —repitió como si fuera tonta, pero se corrigió al instante—. Suena divertido —añadió mientras alzaba la voz para que la oyera Atlas.

Como si comprendiera sus intenciones, Brice se volvió hacia el otro chico.

—Fuller, tu madre está en el comité de la fiesta esa Bajo el mar, ¿no?

—¿Lo de la Sociedad Conservadora del Hudson? Creo que sí —contestó Atlas desconcertado.

Así que Atlas estaría allí.

Brice sonrió, y Calliope no pudo por menos de pensar que aquella sonrisa tenía algo de perversa. Se preguntó con un ligero estremecimiento que era medio pánico, medio emoción, si habría entrevisto la verdad a través de las distintas capas de mentiras tras las que se ocultaba. Le daba la impresión de que aquel comentario a Atlas no era más que un cebo para cazarla.

—Bueno, Calliope —continuó Brice con intención—, vendrás a la fiesta, ¿no?

Ella vigilaba a Atlas por el rabillo del ojo, aunque sin quitarle la vista de encima a Brice. Era el pie para Atlas, que se suponía que debía intervenir para ofrecerse a llevarla él mismo, pero el chico no decía nada.

Pues vale. Parte de Calliope sabía que era una idea horrible salir con el chico que casi acababa de reconocerla, pero ¿no había un antiguo dicho sobre mantener cerca a tus enemigos? Y, al fin y al cabo, una fiesta era una fiesta. Jamás había rechazado una invitación, fuera la ocasión que fuera.

—Me encantaría —respondió, y mantuvo la vista fija en sus ojos para enlazar sus lentes.

Él le sostuvo la mirada sin parpadear.

Para cuando los hermanos Anderton se hubieron despedido, Calliope estaba resuelta a aprovecharse de la situación. No había mejor forma de llamar la atención de un chico que aparecer en una fiesta vestida para matar del brazo de otro. Pensaba asegurarse de que Atlas se arrepintiera de no haberle pedido primero ser su pareja para la fiesta, eso estaba claro. Y después lo desplumaría de todo lo que pudiera, antes de que su madre y ella huyeran de la ciudad.

Todavía podía convertirse en el mejor de sus timos hasta la fecha.