CALLIOPE

Calliope paseaba con brío por el vestíbulo del Nuage, que en esta tarde soleada resplandecía de blanco y azul, consiguiendo que el hotel hiciera honor a su hombre. Se sentía como si estuviera flotando en el centro de una nube, quizá en el monte Olimpo.

Se acordó de fingir que cojeaba en el último momento, al pasar frente a los encargados de la recepción. Lo último que necesitaban Elise y ella era que empezasen a cobrarles una habitación por la que no tenían la menor intención de pagar. Pero a Calliope le costaba pensar con claridad; se disponía a tomar el té con su madre, y en su estómago hormigueaba una agradable sensación de anticipación. Para ellas, la hora del té siempre había sido algo especial.

Se adentró en el refinado restaurante del hotel, revestido de paneles dorados; los cubiertos de plata, estilo Francisco I, relucían encima de aquellas mesas tan elegantes, engalanadas con unos manteles que parecían delicados como suspiros. Unas jovencitas con brillantes lazos de color rosa en el pelo se revolvían en sus asientos ante la estresada mirada de sus progenitoras; varios grupos de mujeres brindaban con copas de champán; había incluso unos cuantos turistas, que observaban a la multitud de clase alta con trepidación y cierta dosis de envidia. Calliope encontró a su madre sentada a una mesa en el centro del restaurante. Por supuesto, pensó la muchacha con una sonrisa, sin sorprenderse. Así todo el mundo podría admirarla mejor.

—¿Qué celebramos? —preguntó mientras ocupaba la silla de enfrente.

—Celebramos —respondió Elise con una sonrisa— que voy a tomar el té con mi hija.

El vestido de tubo con estampados que llevaba puesto le confería un aire moderno y desenfadado.

Calliope se reclinó en el asiento.

—Cada vez que hacemos esto me acuerdo del Día de la Princesa —comentó. Su tono era contemplativo, pero sin caer en la melancolía.

A Calliope le había obsesionado la hora del té desde que era una cría, cuando su amiga Daera y ella se vestían con la ropa usada de Justine y se servían mutuamente sencillas tacitas blancas llenas de agua, llamándose la una a la otra por nombres inventados como lady Thistledown y lady Pennyfeather. Elise se había percatado de su fijación y había iniciado una tradición anual, solo para su hija y ella, denominada el Día de la Princesa. Se convirtió de inmediato en el día preferido del año para Calliope.

El Día de la Princesa, Elise y Calliope se ponían de punta en blanco, luciendo en ocasiones hasta los bolsos de la señora Houghton, o sus pañuelos para el cuello o sus joyas. Era la única ocasión en que Elise le consentía hacer algo así, antes de llevarla al carísimo hotel Savoy para tomar el té por la tarde. Incluso a esa edad, Calliope sabía que era temerariamente estúpido por su parte hacer algo tan extravagante, algo que estaba claro que no se podían permitir. Pero necesitaban el Día de la Princesa. Para ambas era una oportunidad de escapar de sus respectivas rutinas y experimentar otro tipo de vida, aunque solo fuese por unos instantes. Además, Calliope sospechaba que a su madre la entusiasmaba tanto como a ella: que fuesen los demás quienes se desvivieran por satisfacer sus deseos, para variar, en vez de al revés. Adoraba que le enseñasen aquellas bandejas de plata repletas de dulces sofisticados y le preguntaran cuáles le apetecía tomar; así podía levantar un dedo cargado de anillos y, con tono imperioso, anunciar: «Ese y ese, y también ese de ahí». Dándole órdenes a otra persona, como hacía constantemente la señora Houghton con ella.

Calliope no olvidaría nunca el modo en que su madre se había vuelto hacia ella aquella primera mañana en el tren a Rusia, cuando su antigua vida era ya cosa del pasado y la nueva comenzaba a desplegarse ante ellas. «Es el Día de la Princesa, cariño», le había dicho.

Calliope sacudió la cabeza, desconcertada. «Pero si celebramos uno hace muy pocos meses».

«Ahora todos los días son el Día de la Princesa», le había asegurado Elise con una sonrisa. No el rictus tenso y forzado que llevaba tanto tiempo instalado en sus labios, sino una sonrisa agradable y sincera; Calliope vio que su madre había empezado a mudar aquella piel tan espantosa que le habían impuesto y estaba transformándose en otra persona. Con el paso de los años comprendió que Elise nunca había sido feliz en Londres. Solo al comenzar su vida en la carretera parecía haber descubierto su auténtica vocación.

Incluso ahora, el té seguía siendo su tradición, tan adorada y sagrada como cualquier iglesia. A Calliope le encantaba la ceremonia de servirlo, abrasador y humeante, en tazas de porcelana que cambiaban de forma; el hermoso despliegue de galletitas esponjosas, nata para untar y sándwiches exuberantemente cortados. La hora del té constituía un ritual relajante. Daba igual en qué parte del mundo estuvieras, siempre resultaba tradicional, suculento y reconfortantemente británico.

Cuando debían tomar alguna decisión importante, Calliope y Elise lo hacían siempre a la hora del té, en el hotel de cinco estrellas donde se hubieran colado esa vez. Era el momento en el que elegían cuándo mudarse, cuánto dinero debería intentar estafarle Elise a su último novio o novia, cuándo deberían reemplazar sus retinas. Era el momento en el que decidían todos sus cursos de acción importantes, pensó Calliope…, salvo en lo tocante a enrollarse con Atlas. Esa era la única decisión de verdad que había tomado ella sola.

Una camarera de nariz respingona, con el pelo recogido en una coleta desenfadada, se acercó a su mesa en ese momento. Parecía más joven que Calliope. De hecho, pensó esta, era como si le sonara de algo, aunque no habría sabido precisar exactamente por qué.

—Buenas tardes, señoritas. ¿Están familiarizadas con nuestra carta de tés? —les preguntó con desparpajo.

Una lista holográfica se materializó en el aire ante ellas, con el menú caligrafiado a mano. Calliope podía ver el contorno de cada gota de tinta, la purpurina que alguien parecía haber espolvoreado sobre todo el conjunto.

—Tomaremos la torre para el té clásica y agua con limón, sin té —anunció bruscamente Elise agitando el brazo a través de la lista para que sus píxeles refractados se disolvieran hasta desaparecer.

La camarera sonrió.

—El té viene con la torre. Tenemos variedades de todos los países de la Tierra y varios de otros planetas, como…

—Lo que tú prefieras —se apresuró a atajarla Calliope. Mientras la joven se alejaba con paso brioso, enarcó una ceja en dirección a su madre—. Venga, sé que estamos de celebración. ¿Qué te ha regalado Nadav?

Elise se encogió de hombros.

—Entradas para un espectáculo, un inventito suyo muy gracioso que monitoriza los latidos del corazón y la actividad muscular…, nada de valor, en realidad. Pero me ha manifestado su interés por celebrar una cena familiar, y pronto —añadió bajando el tono de voz varias octavas.

Calliope entendió de repente cuál era el motivo del té de hoy. Estaba siendo regañada; muy sutilmente, con mucho azúcar y fanfarria, pero regañada igualmente.

—Quieres que sea más amable con Livya.

—No te pido gran cosa. Pero significaría mucho para mí si pudieras hacer un ligerísimo esfuerzo por llevarte bien con ella en la fiesta. —Elise exhaló un suspiro—. Creía que ibas a ser mi red de seguridad, pero te largaste sin avisar, obsesionada con tus propios asuntos.

—Tenía una cita, mamá —señaló Calliope.

Elise levantó las manos en un gesto conciliador.

—Vale, lo entiendo. Sé que te gusta montar tus pequeños golpes al margen. —«No tienen nada de “pequeños”», pensó Calliope, ligeramente agraviada—. Y yo nunca te lo impido, ¿a que no? He sido más que justa, en mi opinión —continuó su madre.

Calliope se encogió de hombros.

—Asistiré a esa cena familiar, claro —prometió, como si no hubiera estado ya en un millón de ellas en el pasado; algunas terminaban con un anillo de bodas, otras no.

Se preguntó cuánto tardaría su madre en exprimirle una pedida de mano a esta relación.

Pero Elise no había acabado.

—Esperaba que esta noche, cuando estemos cenando, te pudieras comportar de forma un poquito menos… díscola —le sugirió—. Más como Livya.

—Más aburrida, quieres decir —señaló Calliope.

—¡Exacto! —se rio Elise.

La camarera depositó un opulento despliegue de dulces encima de la mesa. La pirámide se ahusaba en la cima, como la Torre de verdad, rematada incluso por una aguja de azúcar en miniatura.

—Esto es té lunar —les explicó mientras servía una humeante taza de té cuyo aroma recordaba vagamente al aloe—. Mi favorito. Se cultiva en la superficie de la luna. Las plantas reciben un sol mucho más débil, por lo que tardan el doble en crecer.

Calliope probó un sorbito de la taza, la cual, al sentir el té dentro, había cambiado hasta adoptar la forma de una media luna dorada. Lo escupió de inmediato, asqueada por su sabor, muy amargo. La camarera frunció los labios ante su reacción, como si estuviera reprimiendo una sonrisa; Calliope se preguntó de repente si la muchacha no les habría recomendado aquel brebaje tan repugnante a propósito, tan solo para fastidiar a quienes seguramente le parecían un par de groseras con aires de grandeza.

Era lo que habría hecho ella en su lugar. Lanzó una mirada de reojo a su chic falda estampada y al bolso fucsia de Senreve colgado junto a ella en la silla. ¿Pensaría esta chica de Calliope lo mismo que esta siempre había pensado de Justine Houghton? Solo que Justine Houghton y ella no se parecían en nada.

—¿Esa camarera no te recuerda a alguien? —preguntó de sopetón cuando la chica se hubo marchado.

—Creo que no. —Elise alargó la mano, esquivando el té de la discordia, para coger su vaso de agua, en cuya superficie flotaba una pizpireta rodaja de limón—. Bueno, háblame de los progresos que has hecho. Es evidente que tu plan va viento en popa, puesto que ni siquiera volviste a casa el domingo por la mañana.

—No estoy segura.

La habitual confianza en sí misma de Calliope se tambaleó. No sabía qué pensar de la situación con Atlas. Había intentado explorar el apartamento de los Fuller aquella noche, pero casi todas las habitaciones estaban programadas para restringir el acceso a los huéspedes. Y no se sentía de humor para robar la primera antigualla que se encontrase encima de cualquier mesa. Quería algo más grande. Quería joyas, aunque tenía el presentimiento de que no iba a obtener ninguna de Atlas.

El chico se había mostrado intachablemente simpático con ella la mañana después de la fiesta, habían desayunado juntos e incluso había llamado un deslizador para que la llevara a casa. Pero Calliope se dio cuenta de que tenía la cabeza en otra parte. No es que hubiera pasado nada entre ellos; Atlas había bebido tanto que no tardó en quedarse inconsciente, brindándole así a Calliope la oportunidad de pasearse por el apartamento a su antojo. Cuando hubo regresado a su habitación, buscó una camiseta suya y se la puso antes de quedarse dormida en la otra punta de la cama, sola.

—Ya veo por qué. Ese jovencito es casi demasiado adorable como para estafarlo.

Calliope tardó un momento en darse cuenta de que su madre se refería a Brice Anderton.

—Oh, solo usé a Brice para conseguir una invitación a la fiesta. No es estafable —se apresuró a añadir sabiendo que Elise no insistiría—. No, mi objetivo es otro chico. El que me llevó a su casa. —Bajó la mirada a sus manos, nerviosa, mientras cortaba un sándwich de pepino en diminutos triángulos. Su madre siempre parecía entender qué pensaban los demás, qué querían. Quizá ella pudiera arrojar algo de luz sobre la conducta de Atlas—. Lo cierto es que me vendría bien un consejo —admitió Calliope.

Elise se inclinó hacia delante, intrigada.

—¿Para qué están las madres, si no?

Calliope se lo contó todo. Cómo había reconocido a Atlas en el cóctel de los Fuller, escenificando después un tropiezo fortuito con él en la piscina del Nuage; cómo había aceptado la invitación de Brice para asistir al Baile de la Sociedad Conservadora del Hudson, a sabiendas de que Atlas también estaría en la fiesta; cómo se había ido a casa con Atlas (demostrando así de una vez por todas lo que ya sospechaba: que, efectivamente, la deseaba), tan solo para darse cuenta de que podría haber estado equivocada desde el principio.

—A ver si me aclaro —dijo Elise mientras le daba un mordisco a una de las pastitas, provocando una cascada de minúsculas migas jaspeadas de azúcar que rutilaban como gemas desparramadas sobre el platillo de porcelana—. ¿Conociste a este chico en África?

Calliope asintió con la cabeza.

—Pero se fue un buen día, sin darme ninguna explicación. No te lo había contado antes porque…

—No pasa nada —la interrumpió Elise. No solían hablar del golpe que habían intentado dar en la India, el más nefasto de su carrera. Elise había entablado una relación con un caballero mayor que ella, empleado del gobierno, y le había solicitado un donativo para una organización humanitaria ficticia, pero el hombre falleció de improviso en misteriosas circunstancias. De un día para otro, las fuerzas policiales del país al completo se habían abalanzado sobre su pista. Calliope y Elise estaban tan aterradas que se habían separado para abandonar el país, por si acaso—. No sabía que hubieras intentado dar ningún golpe en África, eso es todo —continuó su madre.

Parecía un poquito dolida.

—Da igual, porque no salió bien.

—Todavía —la corrigió su madre—. No ha salido bien todavía. —Sonrió con los labios apretados. Sus ojos resplandecían como los de un gato—. La estafa está alargándose más de lo que esperabas, pero ¿a quién le importa? Puedes permitirte el lujo de trazar planes a largo plazo.

—No tan largo. Piensa irse pronto.

Faltaba menos de un mes para que Atlas se trasladase a Dubái, a fin de hacerse cargo de la torre que poseía allí su padre. Tenía que obtener algo de él antes de que se esfumara de nuevo.

—Bueno, no te preocupes si no da resultado. Ya conseguiré yo suficiente para las dos —le prometió Elise. Tras exhalar un suspiro, añadió—: Has dicho que este chico proviene de una familia adinerada, ¿verdad?

—Es Atlas Fuller. —¿Calliope no había mencionado antes su nombre?—. La fiesta de cóctel aquella se celebró en el apartamento de su familia.

Elise se quedó petrificada de repente, como el personaje de un holojuego, con un pastelito glaseado suspendido en el aire a medio camino de sus labios. El único movimiento lo protagonizaba el lento y desconcertado batir de sus párpados, sombreados de oro. Por un momento Calliope temió haberse extralimitado; quizá no hubiera sido tan buena idea intentar estafar al chico cuya familia vivía, literalmente, en la cima del mundo.

Pero entonces Elise se echó a reír, carcajeándose tan desaforadamente que se le anegaron los ojos de lágrimas. Al verla, Calliope no pudo por menos de reírse a su vez.

—¡El piso mil! Que no se diga que no apuntas alto. Brindo por eso.

Elise entrechocó su vaso de agua con el de su hija con intensidad renovada.

—Qué puedo decir, mis gustos son caros —le concedió Calliope con una sonrisa.

Su madre tenía razón; Calliope era una profesional y, tarde o temprano, siempre lograba todo lo que se proponía. También Atlas terminaría cayendo, daba igual el tiempo que le llevara.

La camarera reapareció para recoger la bandeja de té, salpicada de manchas de mantequilla y pastitas mordisqueadas. En un arrebato de lucidez, Calliope comprendió a quién le recordaba: a Daera, su amiga de la infancia. Ambas compartían los mismos ojos, tan grandes, y el cabello castaño.

Se preguntó qué estaría haciendo ahora Daera, al cabo de tantos años.

—¿Quieres pagar tú esta vez o prefieres que me encargue yo? —preguntó Elise.

—¿No podemos usar el dinero de la criptocuenta? Pensaba que la última indemnización había sido de las gordas.

No podían haberse gastado tan deprisa todo ese dinero. La idea de representar uno de sus trucos en estos momentos se le antojaba extrañamente agotadora.

Elise se encogió de hombros.

—Nos fundimos la mayor parte durante nuestra semana de chicas en Mónaco. —Calliope hizo una mueca al recordar aquella escapada tan extravagante, en la que se habían dedicado a salir de compras a todas horas, alojarse en hoteles decadentes e incluso alquilar un bote por puro capricho. Quizá deberían haber sido un poquito más responsables—. Estoy intentando ahorrar el resto para comprar los billetes que habrán de sacarnos de aquí —añadió su madre—. Pero, no te preocupes, yo me encargo del té.

Tras mirar de reojo a su alrededor, estiró el brazo y, de un tirón, le arrancó un mechón de pelo a Calliope.

—Oye… ¡Ay! —exclamó la muchacha. Se contuvo para no llevarse la mano a la cabeza, sabiendo que así echaría a perder el efecto—. ¿No llevabas encima otra cosa? —siseó con un hilo de voz.

—Perdón. Usaría mi propio cabello, pero no es lo bastante oscuro como para hacerlo pasar por el de la camarera.

Elise empezó a distribuir los cabellos por encima de la bandeja, pero se lo pensó mejor y acabó depositándolos en el fondo de la taza. Se reclinó y pasó con aire despreocupado un brazo pálido por el respaldo de la silla mientras tomaba un sorbo de té, intacto hasta ese momento.

Instantes después profirió un alarido afectado al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Todas las cabezas se giraron en su dirección de forma automática. La camarera que parecía una versión adulta de Daera acudió corriendo a su lado.

—Ay, Dios santo. ¡Mi té está lleno de pelos! —chilló Elise, cuya voz destilaba una revulsión que distaba de sentir en realidad. Elevó una mirada acusadora a la camarera—. ¡Es como si hubieras mudado la piel en mi taza!

No dejaban de observarlas de reojo. A los neoyorquinos les encantaban los dramas, reflexionó Calliope, siempre y cuando no fuesen ellos los que estuvieran protagonizando una escena.

—L-lo s-siento —tartamudeó la muchacha, titubeante, tocándose la coronilla como si quisiera comprobar que aún llevaba el cabello recogido en aquella coleta tan alta y risueña. La expresión que lucía era de pavor indisimulado.

Durante el consiguiente alboroto de rigor, consistente en llamar al gerente, protestar y conseguir que las invitaran a todo lo que habían consumido, Calliope se abstuvo de abrir la boca. Se descubrió preguntándose qué le pasaría a la camarera cuando todo aquello hubiera acabado. Lo más probable era que le descontasen de su sueldo el precio de los tés, concluyó, rebulléndose ligeramente en la silla. No llegarían al extremo de despedirla, ¿verdad?

—¿Estás bien? —inquirió Elise cuando las aguas hubieron vuelto a su cauce y montaron en el ascensor que habría de llevarlas a su suite—. Te has puesto pálida.

—Creo que he tomado demasiada azúcar. —Calliope se llevó una mano al estómago, el cual le dolía de veras—. Ya se me pasará.

Cuando se cerraron las puertas, sin embargo, revelando los relucientes espejos del interior del elevador del Nuage, Calliope bajó la mirada a sus manos, crispadas sobre el asa del bolso. Por una vez, no le apetecía contemplar su reflejo.