RYLIN

Rylin salió detrás de Xiayne de la estación de tren de Los Ángeles, cuya estructura nacarada, que recordaba a una gigantesca concha marina, resplandecía cegadora al sol de la mañana.

Levantó la mano en un acto reflejo para resguardarse los ojos mientras observaba de soslayo su nueva maleta de color negro, la cual la seguía rodando automáticamente con un suave zumbido. Chrissa se la había regalado a modo de enhorabuenapor-tu-beca-de-prácticas. Rylin estaba tan emocionada que ni siquiera fue capaz de reconvenirla por la extravagancia.

—¿Te parece que nos dirijamos directamente al plató? —preguntó Xiayne observándola de reojo—. Falta una hora para que empiece el rodaje.

Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta negra con una sola palabra blanca estampada en el pecho, aunque esta no dejaba de cambiar continuamente, en orden alfabético. Hasta el momento, esa mañana, Rylin había podido leer ya desde «paralelo» hasta «tostada». Se preguntó cuánto tardaría la camiseta en describir un ciclo y volver a empezar por el principio.

Habían madrugado para coger el tren que salía de Nueva York a las ocho, pero, dado que el trayecto de costa a costa solo duraba dos horas, ahora acababan de dar las siete de la mañana en Los Ángeles. La asaltó la curiosa sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo.

—Claro que sí —respondió sin dudar.

Apenas si había conseguido pegar ojo por culpa de los nervios. Seguía sin creerse del todo que fuese a trabajar en el plató de un holo de verdad.

Tras montar en un deslizador y ponerse en marcha, Rylin pegó la cara a la ventanilla, desesperada de curiosidad por ver cómo era esta ciudad desconocida. Las calles se extendían en todas direcciones, iluminados y suavemente curvados los edificios. Rylin no había visto nunca nada parecido. Todo parecía tan innecesariamente disperso, con la gente viviendo, trabajando y yendo a la escuela en tantas construcciones distintas… Cabía esperar algo así de los suburbios, pero ¿esto no se suponía que era una ciudad? El conjunto se le antojaba absurdo y poco eficiente.

Pasaron por delante de un complejo de apartamentos de lujo, de aspecto nuevo y resplandeciente, con glamurosas terrazas en cada uno de los niveles. Se elevaba apenas veinte alturas del suelo, aunque saltaba a la vista que estaba diseñado para gente acaudalada. Rylin no conocía un solo neoyorquino con dinero que estuviese dispuesto a vivir en algo tan achaparrado; ¿de qué vistas se podrían disfrutar desde allí? Seguro que su apartamento, que estaba en el piso 32 de la Torre, era más barato que cualquiera de las residencias de aquel vecindario.

—Bienvenida a Los Ángeles, la ciudad de los soñadores. Bella, pero carente de lógica sin remisión —dijo Xiayne, como si estuviera leyéndole el pensamiento. En sus palabras se mezclaba el sarcasmo con una curiosa dosis de orgullo—. Me alegra que hayas venido, Rylin —añadió, y su voz se deslizó como un agradable cosquilleo por el cuerpo de la muchacha, que sonrió.

—Yo también. —Le sobrevino de repente el recuerdo de la cruel insinuación de Cord, el modo en que la había acusado de estar «elevando el título de favorita del profesor a otro nivel». Se rebulló para interponer un poco más de distancia entre Xiayne y ella en el reducido habitáculo del deslizador. El hombre no dio muestras de haberse percatado del gesto—. ¿Cómo se mueve la gente por aquí? —preguntó después de un momento, con genuina curiosidad.

—Medusa. —Ante la mirada de perplejidad que le lanzó Rylin, Xiayne apuntó hacia arriba con un gesto y el techo del vehículo se tornó transparente—. Es un acrónimo. Se refiere al sistema de aerotranvías denominados Metropolitanos de Unidad Sub-Aérea.

Un entramado de monorraíles asombrosamente complejo abarrotaba el cielo sobre sus cabezas. Todos estaban pintados de brillante neón, como un nido de culebras resplandecientes. Tras ellos, a lo lejos, vislumbró la bóveda azul del firmamento.

Una cara de payaso de dibujos animados se materializó contra aquel fondo azul, proyectada junto a las palabras: ¡MCBURGER KING! ¡HAMBURGUESAS 2x1 TODOS LOS LUNES! Rylin jadeó sorprendida.

—Oh, ¿han empezado ya los anuncios matinales? —Xiayne echó un vistazo al exterior y se encogió de hombros—. Los proyectan sobre la Burbuja.

Rylin había oído hablar de ella. Antes de que la lluvia empezara a controlarse mediante hidrocápsulas, cuando el calentamiento global todavía constituía un problema, a los habitantes de Los Ángeles les preocupaba que la temperatura de la ciudad se elevara a niveles insoportables. De modo que la habían «envuelto en plástico de burbujas», por así decirlo, construyendo una gigantesca cúpula de supercarbono que rodeaba toda la urbe. Años después, cuando la cúpula ya no era necesaria, se negaron a desmantelarla. Quizá se hubiesen vuelto demasiado adictos a los ingresos que generaba la publicidad, pensó Rylin. Visualizó las líneas de la Torre, limpias y fuertes, tan alejadas de esta ciudad atestada, centelleante y caótica, y se descubrió echándolas extrañamente de menos.

—Ya hemos llegado —dijo Xiayne cuando el deslizador se hubo detenido frente a una serie de edificios, achaparrados e interconectados, que solo podían ser los estudios.

El cavernoso plató estaba en silencio y desierto. Rylin lanzó una miradita fugaz al decorado: una inmensa sala del trono con columnas de mármol y una recia tarima dorada. Por supuesto: Salve, regina era una película histórica sobre la última monarquía de Inglaterra, antes de que Gran Bretaña aboliera la institución por completo. Las luces se atenuaron, se intensificaron y volvieron a atenuarse mientras alguien, probablemente el director de fotografía, se esforzaba por perfeccionar el modo en que caía la claridad sobre algún detalle específico. Rylin todavía estaba intentando asimilar todo aquello cuando Xiayne dobló a la izquierda y atravesó una pared.

Tras abrir los ojos de par en par, la muchacha cayó en la cuenta de que allí no había ninguna pared, sino una pantalla de luz opaca, diseñada para que evitar que las cámaras capturasen el desorden reinante. Apresurándose a seguir los pasos de Xiayne, se zambulló en el caótico frenesí de los bastidores.

Junto a ella pasaron zumbando unos carritos cargados de estilizados multimoldeadores metálicos, botes de maquillaje de brillantes colores y caricaturescas réplicas de bocas, narices y ojos, desperdigadas como apéndices abandonados. En las esquinas flotaban, olvidadas, cámaras de distintos tamaños y formas. Y hasta el último reducto de espacio libre estaba ocupado por una hueste de profesionales: directores de escena y auxiliares que conversaban animadamente a través de sus lentes de contacto, un ejército de diseñadores que comprobaba hasta el último detalle del vestuario histórico y, por supuesto, los actores y actrices, en todo su emperifollado esplendor.

—Seagren. —Xiayne agarró por el brazo a una joven, con la piel de ébano y un moño crespo en lo alto de la cabeza, que pasaba por su lado—. Esta es Rylin, tu nueva ayudante. Rylin, Seagren será tu jefa esta semana. Buena suerte a las dos.

—Vale, gracias. ¿Cómo voy a…? —«¿encontrarte más tarde?», quiso preguntarle Rylin, pero Xiayne se había desvanecido ya, engullido por el clamoroso tumulto.

«Es el responsable de toda esta producción», se recordó. No tenía prioridad absoluta sobre su atención; bueno, ni absoluta ni de ningún otro tipo, en realidad. Pero de repente se descubrió echando de menos las últimas horas, cuando lo tenía para ella en exclusiva a bordo del hipercircuito y conversar con él era la cosa más sencilla del mundo.

—Así que tú eres mi nueva ayudante de cámara… ¿Cuántos años tienes?

Seagren arrugó la nariz en un mohín de desconfianza.

Rylin decidió soslayar la verdad.

—Soy alumna de Xiayne. Me ha pedido que venga a echar una mano —dijo omitiendo deliberadamente mencionar el hecho de que solo contaba diecisiete años de edad—. Encantada —añadió extendiendo una mano. Esperaba que haberse referido al profesor por su nombre de pila le confiriese por lo menos un halo de profesionalidad, pero Seagren se limitó a poner los ojos en blanco, exasperada.

—Otra adolescente recién salida del instituto. Estupendo.

Lo cierto era que a Rylin todos los miembros del equipo le parecían bastante jóvenes; casi ninguno de los presentes daba la impresión de superar la treintena. Quizá se tratara de una consecuencia natural de la propia juventud de Xiayne, o quizá este pensase que tener un equipo lo más lozano posible era fundamental para romper moldes y producir una película innovadora.

—¿Por dónde debería empezar? —le preguntó a Seagren, fingiendo no haber oído su pulla.

La directora de filmografía adjunta puso los ojos en blanco.

—¿Por qué no organizas esto? —le espetó, desabrida, mientras abría de golpe la puerta de un armario gigantesco que ocupaba toda una pared.

Estaba desbordado de lo que parecían varias generaciones de parafernalia cinematográfica acumulada: cámaras antiguas, focos, vestuario descartado. Rylin juraría haber entrevisto incluso una vieja caja de cápsulas de soda allí dentro, junto con su correspondiente máquina dispensadora. Una fina capa de polvo recubría todas las superficies.

No era esto lo que tenía en mente cuando accedió a trabajar como ayudante de cámara. Se había imaginado que estaría en el plató, por lo menos. Sosteniendo en alto algún foco, tal vez, o aunque solo fuese distribuyendo cafés, pero allí, donde estaba la acción. Rylin miró a Seagren a la cara y vio que en sus labios aleteaba una sonrisita burlona, desafiándola a llevarle la contraria.

Xiayne le había dicho que él mismo se había labrado su carrera empezando de cero. Pues bien, Rylin también podía hacerlo. A fin de cuentas, había sido el ama de llaves de los Anderton; no le daba miedo arremangarse y ensuciarse las manos.

—Me parece perfecto —respondió mientras se adentraba en los cavernosos confines del armario, decidida a imponer algo de orden.

Horas más tarde, Rylin estaba sumergida hasta el cuello en las profundidades de aquel armario imposible cuando se percató, sobresaltada, de que en el plató reinaba el silencio. Era más tarde de lo que pensaba; ¿cuándo se habían ido todos a casa? Agarró la maleta, aparcada en un rincón todavía, y encaminó sus pasos hacia la salida con la intención de dirigirse a la habitación que le hubieran asignado en el hotel donde se alojaba el resto del equipo.

Había sido una jornada muy larga, invertida en realizar labores de zapa para Seagren: organizar el dichoso armario, repartir el almuerzo del carrito de avituallamiento y seguir la pista de los actores desaparecidos en los innumerables camerinos de descanso. Aunque a Rylin no le había importado, sobre todo la parte de relacionarse con los actores. Le encantaba observarlos, ayudarles a repasar el guion y acribillarlos a preguntas acerca de todo lo relacionado con el rodaje. Se había dado cuenta enseguida de que los actores eran los más parlanchines de todos, por lo menos cuando se ponían a hablar de sí mismos.

Aún se veía luz en una de las cabinas de edición. Rylin titubeó, intrigada, y se acercó para llamar atrevidamente a la puerta.

—Y ahora ¿¡qué quieres!? —resonó con irritación la voz de Xiayne.

—Da igual —se apresuró a responder Rylin retrocediendo—. Solo quería…

—¿Rylin? ¿Eres tú? —La puerta se abrió de golpe y allí estaba Xiayne, descalzo, con el pelo alborotado apuntando en todas direcciones y más agitado de lo que la muchacha lo hubiese visto nunca. Tenía una mancha de kétchup en la camiseta, solidificada encima de la palabra «ayer»—. Perdona, creía que eras otra persona. No pretendía estallar de esa manera.

No dejaba de pasarse la mano por el pelo para empujarlo hacia atrás, aunque siempre terminaba volviendo a caerle sobre los ojos.

—¿Va todo bien? —preguntó Rylin, y Xiayne exhaló un suspiro.

—Pues no, la verdad. Estaba revisando las tomas del día y, con franqueza… —Se encogió de hombros, azorado—. Son una birria.

—¿Puedo ayudar de alguna manera?

Su ofrecimiento pareció sorprender a Xiayne.

—Claro que sí. Échales un vistazo. Así entenderás a qué me refiero —le advirtió.

Cuando Rylin se hubo sentado junto a él, Xiayne giró la muñeca y la grabación continuó reproduciéndose.

Se quedaron observando durante unos instantes, en silencio. La toma no estaba tan mal, decidió Rylin, aunque tampoco alcanzaba la calidad de otras películas de Xiayne. Procuró concentrarse en determinadas escenas e imágenes, recordándose que esto no era más que el material preliminar sin pulir, no el resultado final. No dejaba de contemplar el perfil de Xiayne a hurtadillas. Sus ojos relucían en la penumbra; la luz parpadeante del holo realzaba el fuerte carácter de su nariz y la firmeza de su mentón. Sus labios se movían ocasionalmente, mientras murmuraba las líneas de diálogo al mismo tiempo que los actores.

—Vale, aquí, fíjate en la primera ministra —dijo de pronto Xiayne—. Debería parecer más importante… Está a punto de denunciar a la reina en la escena siguiente. Pero en esta toma sencillamente desaparece. Es por culpa de ese estúpido traje azul marino que le hemos puesto. —Se acarició la barbilla con una mano mientras entornaba los párpados—. Por mucho que aumente la iluminación, el traje ese absorbe los fotones como un agujero negro. No tiene textura. Volvería a grabar toda la escena, pero solo va a quedarse dos días más y todavía tengo que llegar al tercer acto.

Rylin se puso de pie y dio una vuelta por la habitación, caminando despacio.

—¿Qué hay del vestido de la reina? —preguntó al cabo—. Irradia claridad cuando aparece en escena.

Xiayne se quedó callado. Por un momento, Rylin temió haberse extralimitado, pero entonces él encogió un dedo, acelerando la proyección hasta la entrada triunfal de la reina, ataviada con su opulento vestido de corte.

Rylin se fijó en su rostro mientras Xiayne contemplaba la escena. Cuando vio lo que quería decir, su mirada se iluminó con un fervor casi fanático.

—Tienes razón —murmuró pensativo—. Esa falda refleja la luz como un espejo. Mira cómo ilumina la cara y las manos de la primera ministra.

—¿Te servirá de algo?

—Cogeré unas cuantas tomas de estas, copiaré los rayos de luz que rodean a la primera ministra y los pegaré en las escenas anteriores. Será un coñazo, pero… sí, dará resultado. —Xiayne se levantó, estiró los brazos por encima de la cabeza y dio un paso en su dirección de repente—. Rylin, se te ha ocurrido una idea fantástica. Gracias.

Por un momento, aterrada, la muchacha temió que se dispusiera a besarla. Un demencial nudo de nervios le contrajo el estómago, pues era su profesor y sabía que aquello estaría mal, aunque una diminuta parte de su ser deseaba que lo hiciera.

—Sabía que tenías madera. —Xiayne sonrió mientras recogía su tableta de encima de la mesa que estaba detrás de Rylin y regresó a su asiento—. Voy a pedir café. ¿Quieres algo?

Rylin parpadeó, sobresaltada.

—N-no, gracias —tartamudeó para disimular el alivio que sentía.

Era evidente que pasar tanto tiempo rodeada de todos aquellos actores, tan obsesionados consigo mismos, estaba nublándole el juicio.

—Deberías tomarte uno. Nos vamos a pasar casi toda la noche encerrados aquí, intentando arreglar esto. A menos que no te quieras quedar —se apresuró a enmendarse Xiayne—. Ya has trabajado más horas de lo que estipula el convenio. Pero, si a ti no te importa, me vendría bien que me echaras una mano.

—Por supuesto que me quedo —respondió con firmeza Rylin mientras enderezaba la espalda en su asiento—. Y la verdad es que sí, ese café me parece estupendo.

—Genial.

Xiayne pinchó varias veces en la tableta para formalizar el pedido y sonrió a Rylin mientras se reanudaba la proyección.